Dios se sirve de las circunstancias para disciplinar a Jacob
Jacob no entiende la enseñanza de Bet-el
Siguió luego Jacob su camino, y fue a la tierra de los orientales” (cap. 29:1). Como acabamos de ver en el capítulo anterior, Jacob no podía entender el verdadero carácter de Dios y recibió la abundancia de gracia de Bet-el con un “si”, seguido de una miserable proposición respecto a pan y vestido; y ahora nos es preciso seguirle en una sucesión no interrumpida de negociaciones.
Lo que el hombre sembrare, eso también segará
(Gálatas 6:7).
Es imposible evitar esta consecuencia. Jacob no se había humillado debidamente ante Dios; es preciso, pues, que Dios se valga de las circunstancias para castigarle y humillarle. En eso está el secreto de muchas de nuestras penas y pruebas en el mundo. Nuestros corazones no han sido realmente quebrantados delante de Dios, no nos hemos juzgado de verdad, nunca nos hemos despojado de nosotros mismos. Y de ahí que siempre seamos de nuevo como la gente que procura horadar la pared con la cabeza. Nadie, en realidad, puede gozarse en Dios antes de haber acabado con el «yo», por la sencilla razón de que Dios comienza a manifestarse precisamente allí donde la carne termina. Si, pues, no he terminado con la carne, mediante una profunda y positiva experiencia, es moralmente imposible que tenga una idea siquiera algo exacta del carácter de Dios. Pero es necesario que, de una manera u otra, aprenda yo a conocer lo que vale mi naturaleza. Para llevarme a este conocimiento, el Señor emplea diferentes medios que, cualesquiera sean, no son eficaces sino en la medida en que él mismo los emplee para revelar a mis ojos el verdadero carácter de todo cuanto hay en mi corazón. ¡Cuántas veces sucede que, como en el caso de Jacob, el Señor se nos acerca y nos habla al oído sin que distingamos su voz y sin que sepamos ocupar el puesto que nos corresponde en su presencia. “Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía… ¡Cuán terrible es este lugar!” (cap. 28:16-17). De todo esto Jacob no aprendió nada, de suerte que hubo de sufrir veinte años de disciplina en dura escuela, los que tampoco bastaron para domarle.
Dos negociantes
No obstante, vale la pena hacer notar cómo entra en la atmósfera tan perfectamente adaptada a su constitución moral. El negociante Jacob se encuentra con el negociante Labán, y se les ve haciéndose mutuos ataques de astucia, procurando engañarse el uno al otro. En cuanto a Labán, esto no nos debe sorprender, porque no había estado en Bet-el; no había visto el cielo abierto ni la escalera que llegaba desde la tierra al cielo; no había oído las promesas gloriosas de la boca de Jehová, asegurándole la posesión de la tierra de Canaán y una posteridad sin número. Labán, cual hombre del mundo, no tenía más recursos que el espíritu bajo y codicioso, y de él hace uso. ¿Cómo se sacará lo puro de lo impuro? Pero no hay cosa más humillante que ver a Jacob, después de todo lo que había visto y oído en Bet-el, luchando con un hombre mundano y esforzándose en multiplicar bienes por medios tales como los que emplea. ¡Ay! No es cosa rara ver cómo los hijos de Dios se olvidan de su alto destino y de su herencia celeste hasta el punto de descender a la arena con los hijos del mundo para luchar con ellos por las riquezas y honores de una tierra herida por la maldición y el pecado. Tanto es así que, en el caso de gran número de personas, es difícil descubrir rastro del principio mencionado por Juan: el “nacido de Dios vence al mundo” (1 Juan 5:4). Si se considerara y se juzgara a Jacob y a Labán según los principios de la naturaleza, sería difícil descubrir la menor diferencia entre ambos. Es preciso colocarse detrás de la escena y entrar en los pensamientos de Dios en cuanto a cada uno de ellos para ver en qué grado se diferencian el uno del otro. Pero fue Dios quien puso diferencia entre ellos y no Jacob; y lo propio sucede hoy día. Aun cuando sea difícil descubrirlo, existe una diferencia enorme entre los hijos de luz y los hijos de las tinieblas; una diferencia que se funda en el solemne hecho de que los primeros son “vasos de misericordia que él preparó de antemano para su gloria”, mientras que los últimos son “vasos de ira preparados” –no por Dios, sino por el pecado– “para destrucción” (Romanos 9:22, 23)1 . Los Jacob y los Labán han diferido y diferirán siempre, aunque los primeros dejen de manifestar su verdadero carácter y dignidad.
- 1N. del A.: Todo hombre espiritual advertirá, no sin profundo interés, con qué cuidado el Espíritu de Dios, en Romanos 9 y en otras partes de la Escritura, nos pone en guardia contra la horrible inducción que el espíritu humano ha extraído a menudo de la doctrina de la elección de Dios. Cuando Él habla de los “vasos de ira”, se limita a decir que ellos estaban o están “preparados para destrucción”. No dice que sea Dios quien los haya preparado. En cambio, cuando alude a los “vasos de misericordia” dice: “que él preparó de antemano para gloria”. Esta diferencia es muy notable. Si el lector lee Mateo 25:34-41, encontrará otro ejemplo igualmente llamativo y hermoso de la misma doctrina. Cuando el Rey se dirige a los de su derecha, dice: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo” (v. 34). Pero, cuando habla a los que están a su izquierda, dice: “Apartaos de mí, malditos”. No dice: «Malditos por mi Padre». Luego agrega: “al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (v. 41) y no «para vosotros». En una palabra, pues, es evidente que Dios ha “preparado” un reino de gloria y “vasos de misericordia” para heredar ese reino, pero no ha preparado el “fuego eterno” para los hombres, sino para “el diablo y sus ángeles”; y que él no ha preparado los “vasos de ira”, sino que ellos mismos se han hecho. De modo que, si bien la Palabra de Dios establece claramente la elección, también rechaza cuidadosamente la reprobación. Al verse en el cielo, cada uno de los bienaventurados habrá de dar gracias de ello a Dios solo, y todo aquel que se halle en el infierno sólo a sí mismo podrá culparse de ello.
En Harán se manifiesta el corazón del hombre
En cuanto a Jacob, toda su pena, toda su tribulación, al igual que su miserable negocio, como se demuestra en los tres capítulos que estamos considerando, son solo resultado de su ignorancia de la gracia y de su incapacidad para confiarse implícitamente a la promesa de Dios. El que, después de haber recibido de Dios la promesa sin reserva de que se le daría la tierra de Canaán por heredad, podía decir: Si Dios “me diere pan para comer, y vestido para vestir” (cap. 28:20), debía de tener una pobre idea de Dios y de lo que era su promesa. Por eso es natural que le veamos esforzarse en hacer sus propios negocios del modo más ventajoso para sí mismo. Siempre sucede así cuando no se comprende lo que es la gracia. La profesión que podemos hacer de los principios de la gracia no constituye la medida de la experiencia que tenemos del poder de la gracia. ¿Quién podría haber imaginado que la visión no revelaría a Jacob lo que es la gracia? Pero la revelación de Dios en Bet-el es muy diferente de la conducta de Jacob en Harán. Esta, sin embargo, no es otra cosa que el resultado de la comprensión que tuvo de esa revelación. El carácter y la conducta de un hombre son la verdadera medida de la experiencia y de la convicción de su alma, cualquiera que fuese su profesión. Jacob no había llegado todavía a conocerse tal cual era delante de Dios, y, por consiguiente, ignoraba lo que en realidad era la gracia. Y dio pruebas de su ignorancia midiéndose con Labán y adoptando sus máximas y modos de proceder.
El conocimiento de sí mismo
No podemos menos de quedar admirados del hecho de que la providencia de Dios se haya valido de la incapacidad de Jacob, en cuanto a conocer y juzgar ante Él su carácter innato y carnal, a fin de llevarle a un lugar particularmente propio para que se manifestara plenamente ese carácter en sus rasgos más salientes. Fue conducido a Harán, al país de Labán y de Rebeca, a la misma escuela de donde habían salido los principios que tan hábilmente puso en práctica, y donde estos se enseñaban, aplicaban y mantenían. Para saber lo que Dios era, fue necesario ir a Bet-el. Para saber lo que era el hombre, fue necesario ir a Harán. Luego, no habiendo podido captar Jacob la revelación que Dios había hecho de sí mismo en Bet-el, tuvo que ir a Harán para que fuera manifiesto lo que era. Allí ¡ay, qué esfuerzos para tener éxito, qué subterfugios, qué artimañas, qué astucia! Nada de confianza piadosa y gloriosa en Dios, nada de sencillez ni paciencia de fe. Dios estaba con Jacob, es verdad, porque nada podía impedir que se manifestara su gracia. Además, Jacob en algo reconocía la presencia y fidelidad de Dios; no obstante, nada podía hacer sin planes ni proyectos propios. No pudo dejar a Dios el cuidado de decidir por él respecto a sus mujeres y sus prendas. Procuraba arreglarlo todo por medio de su astucia y sus artificios. En una palabra, desde el principio hasta el fin Jacob era el suplantador. ¿Dónde se halla un ejemplo de astucia más consumada que la que nos cuenta el capítulo 30:37-42? Aquí tenemos un perfecto retrato de Jacob. En lugar de dejar que Dios multiplicara “los borregos listados, pintados y salpicados de diversos colores” –como Dios ciertamente lo habría hecho si Jacob se hubiese confiado a Él– para conseguir su objeto se vale de un medio que solo podía concebir la mente de Jacob. Así obra los veinte años que permanece con Labán; y por fin se escapa, mostrando así su carácter consecuente.
El conocimiento del Dios de gracia
De ahí que, siguiendo y observando el carácter de Jacob de período en período de su historia extraordinaria, podamos contemplar las maravillas de la gracia de Dios. Nadie sino Dios habría podido soportar a una persona como Jacob, y nadie sino Dios podría haberse interesado por él. La gracia divina nos busca en el estado más deplorable. Toma al hombre tal cual es, y obra con él sabiendo perfectamente lo que él es. Es sumamente importante comprender bien, desde el principio, este carácter de la gracia, para poder soportar con corazón firme los consiguientes descubrimientos que hagamos acerca de nuestra propia miseria, descubrimientos que tan a menudo quebrantan la confianza y estorban la paz de los hijos de Dios.
Muchos no comprenden desde el principio la ruina completa de su naturaleza, tal como se manifiesta a la luz de la presencia de Dios, aunque sus corazones hayan sido realmente atraídos por la gracia y sus conciencias hayan sido tranquilizadas algún tanto por la aplicación de la sangre de Cristo. De ello resulta que, a medida que adelantan en la vida cristiana y hacen descubrimientos más profundos del mal que está en ellos, al faltarles este conocimiento de la gracia del Señor y del valor de la sangre de Cristo, empiezan a dudar de que sean realmente hijos de Dios. Así comienzan a recurrir a las ceremonias para mantener en pie su piedad o recaen por completo en su anterior estado mundano. Tal es la mala suerte de los que no tienen el corazón afirmado en la gracia (Hebreos 13:9).
Este mismo hecho presta al estudio de la historia de Jacob un interés profundo y una gran utilidad. Nadie podrá leer los tres capítulos que meditamos sin sentirse admirado por la gracia maravillosa que pudo interesarse en un ser como Jacob y que, además, pudo decir, después de haber descubierto todo lo que había en él: “No ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel” (Números 23:21).
Dios no dice que no hay iniquidad en Jacob ni perversidad en Israel. Tal afirmación no sería verdad, ni daría al corazón la seguridad que Dios se propone comunicar. Decirle a un pobre pecador que no hay pecado en él, no le dará seguridad ninguna, pues sabe demasiado bien que hay pecado en él. Pero si Dios le dice que no ve pecado en él, a causa del sacrificio perfecto de Cristo, la paz se apodera infaliblemente de su corazón y de su conciencia. Si Dios hubiese tomado en sus manos a Esaú, no habríamos visto desplegarse tan claramente la gracia, porque Esaú no se nos presenta bajo un aspecto tan desfavorable como Jacob. Cuanto más baja es la opinión que el hombre tiene de sí mismo, tanto más se eleva y magnifica la gracia. A medida que en mi apreciación mi deuda aumente de cincuenta a quinientos denarios, en igual proporción se elevará mi aprecio de la gracia, como asimismo el del amor que, cuando no tuvimos con qué pagar, nos perdonó nuestra deuda (Lucas 7:42). Con razón, pues, dice el apóstol: “Buena cosa es afirmar el corazón con la gracia, no en viandas, que nunca aprovecharon a los que se han ocupado de ellas” (Hebreos 13:9).