El reinado de la muerte
En entera conformidad con lo antedicho, en el capítulo 5 del Génesis tenemos la historia de los primeros siglos de la humanidad, en los cuales hallamos el registro de la flaqueza humana y su sujeción al dominio de la muerte. Es cierto que algunos vivieron cientos de años y que engendraron “hijos e hijas”, pero de todos ellos se declara también que murieron. “Reinó la muerte desde Adán hasta Moisés” (Romanos 5:14).
Está establecido para los hombres que mueran una sola vez
(Hebreos 9:27).
El hombre no puede, con todas sus invenciones de vapor y electricidad ni con el arte más refinado de su genio inventivo, librarse del aguijón de la muerte. Con todas sus energías no puede desviar de su cabeza la sentencia de muerte, aunque puede rodearse de todos los artefactos lujosos de la vida.
¿De dónde viene este enemigo extraño, la Muerte? Pablo nos da la respuesta cuando dice que “el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte” (Romanos 5:12). Aquí tenemos el origen de la muerte. Vino por el pecado. El pecado rompió el vínculo que unía la criatura al Dios viviente, y, una vez hecho esto, fue entregada al dominio de la muerte, cuya mano pesada le es imposible ahora desechar. Todo esto es una de las tantas pruebas de su condición impotente que le incapacita para estar en pie delante de Dios. No puede haber comunión entre el hombre y Dios sino mediante el poder de la vida, pero el hombre está bajo el poder de la muerte, de manera que, en su condición natural, no puede existir comunión. La vida no puede tener compañerismo con la muerte, pues son tan incompatibles como la luz y las tinieblas, la santidad y el pecado. El hombre tiene que hallar una base enteramente nueva si desea ponerse en contacto con Dios, y ese nuevo principio es el de la fe, por medio de la cual llega a comprender que ha sido “vendido al pecado” (Romanos 7:14) y que está bajo pena de muerte. La fe le capacita al mismo tiempo para comprender que Dios es la fuente de una vida nueva, vida que está más allá del poder de la muerte y de sus ataques.
Es esto lo que llena de seguridad la vida terrestre del cristiano. Cristo es su vida, un Cristo resucitado y glorificado, un Cristo que triunfa sobre toda oposición. La tranquilidad de Adán dependía de su obediencia, de manera que, en el momento en que desobedeció, su vida fue decomisada como una prenda perdida. Pero Cristo, teniendo vida en sí mismo, bajó del cielo a este mundo, se enfrentó con todas las condiciones que habían rodeado al hombre y vivió en medio de ellas sin pecar. Entonces, sometiéndose a la muerte voluntariamente, destruyó al enemigo que tenía el poder de la muerte y, por medio de su gloriosa resurrección, llegó a ser la vida y la justicia para todos los que creen en su nombre.
Ahora es imposible que Satanás toque esta vida, sea en su fuente o en su curso, en su poder, en su operación o en su duración. Dios es su fuente; el Cristo resucitado es el canal de operación; el Espíritu Santo es su poder; el cielo es su esfera de acción y la eternidad es la medida de su duración. Por lo tanto, como era de esperar, para todo aquel que de este modo participa de la vida nueva, la escena ordinaria de su horizonte se transforma y, aunque es cierto que en medio de la vida estamos cara a cara con la muerte, es igualmente cierto para el cristiano que en medio de la muerte moral que le rodea en el mundo, en el que por fuerza está, posee la vida en abundancia. No hay muerte en esta nueva esfera a la cual Cristo introduce a su pueblo. ¿Cómo podría haberla? ¿No la ha abolido? Una cosa que ha sido abolida deja de existir, y la Palabra de Dios nos declara que, para el cristiano, la muerte en verdad ha sido abolida. Cristo entró en el mundo a fin de quitar la muerte y poner en su lugar la vida, de manera que nuestros ojos ya no contemplan la muerte sino la gloria de otra existencia abundante en la cual entramos, conducidos por su mano. La muerte queda detrás de nosotros, echada para siempre a nuestras espaldas. El futuro, todo el futuro, contiene solamente gloria y paz sin nubes. El cristiano vive, pues, tranquilo y, si le toca “dormir en Cristo”, no considera que le haya sobrevenido la muerte sino que ha pasado adelante para conocer más a fondo la vida verdadera. Esto de separarse del cuerpo es un mero incidente en la vida que no afecta en nada su esperanza de encontrarse con Cristo en el aire, para estar con Él y para ser hecho semejante a Él para siempre.
Enoc no pasó por la muerte (imagen de los santos vivientes que serán arrebatados al cielo)
De todo esto tenemos una hermosa ejemplificación en el caso de Enoc, quien constituye la única excepción en la lista de hombres que «vivieron y murieron» en sucesión monótona, según cuenta el historiador sagrado en el capítulo 5. Aquí la biografía de todos se reduce a la simple declaración: “murió”. De ninguno se dice: no verá la muerte. Pero de Enoc leemos:
Por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte, y no fue hallado, porque lo traspuso Dios; y antes que fuese traspuesto, tuvo testimonio de haber agradado a Dios
(Hebreos 11:5).
Enoc formó parte de la séptima generación desde Adán, y nos parece muy interesante descubrir que a la muerte no le fue permitido triunfar sobre “la séptima”, sino que en este caso Dios interrumpió la sucesión para sacar un trofeo como en aras de la propia victoria que más tarde obtendría sobre la muerte y sobre todo el poder de ella. El corazón, después de leer la triste historia de los seis casos de los que se dice “murió también”, se alegra al venir el séptimo y saber que este no murió. Si nos preguntamos cómo fue eso y en qué consistía el cambio en el orden natural, la contestación es: “por la fe”. Enoc vivió conforme a la fe de su traslación y anduvo con Dios trescientos años. Esa vida de fe le separó de todo lo que le rodeaba. El hecho de andar con Dios revela necesariamente una actitud que no puede confundirse con el curso del mundo. Enoc lo comprendió así, porque en esa época el espíritu del mundo no vacilaba en expresarse abiertamente. Se oponía entonces, como se opone ahora, a todo aquello que emanaba de Dios. Este hombre de fe sentía que no tenía parte ni suerte con el mundo que le rodeaba, sino que debía dar su testimonio con paciencia respecto a la gracia de Dios y su juicio venidero. Los hijos de Caín podían ocuparse cuanto quisieran en embellecer un mundo maldito, pero Enoc había descubierto otro mundo mejor en el que deleitarse1 , y vivía según el poder de su segura esperanza. Su fe no le fue dada para mejorar el mundo sino a fin de capacitarle para andar con Dios.
¡Cuántas experiencias personales encierra esta expresión “andar con Dios”! Separación, abnegación, santidad y pureza personal. También debió de haber ejercitado todas las virtudes de la gracia, la mansedumbre, la paciencia, la humildad y la ternura, sin dejar de manifestar los otros caracteres que llamamos varoniles (el celo, la energía, la fidelidad, el ánimo resuelto y el propósito determinado). El hecho de andar con Dios encierra todas las actividades de la vida activa, como también sus virtudes pasivas. Incluye el conocimiento del carácter de Dios tal como él se ha revelado. Implica también una comprensión inteligente de la relación personal que se mantiene con él. No es una vida guiada por meras fórmulas o regulada por una serie de ordenanzas fijas ni que se expresa por medio de ciertas decisiones que le llevan a uno de un lado a otro. Andar con Dios es más que todas y cada una de estas cosas. Es, además, una actitud que lleva al hombre a ejecutar acciones que pugnan con las opiniones ordinarias de los hombres, y aun de las de sus hermanos en la fe, si estos no andan con Dios. Algunas veces se nos puede acusar de estar haciendo demasiado, y otras de estar haciendo muy poco. Pero la fe que nos capacita para “andar con Dios”, nos ayuda también a estimar en su justo valor las sugestiones y las opiniones de los hombres.
- 1N. del A.: Es muy evidente, por cierto, que Enoc no conocía nada del demasiado común proceder de sacar el mejor partido de los dos mundos, o más bien del mundo y del cielo. Para él, en ese sentido, no había más que un mundo, a saber, el cielo. Lo mismo debe ser para nosotros.
La esperanza de la Iglesia
De modo que en las historias de Abel y Enoc tenemos mucho material valioso para instruirnos en cuanto al sacrificio sobre el cual descansa la fe, como también con respecto a la perspectiva que la esperanza nos abre. Además, el buen ejemplo de la vida obediente de Enoc nos sirve de estímulo para regular nuestra conducta durante los años de espera. “Gracia y gloria dará Jehová”; son los dos extremos de la obra de nuestra salvación: la gracia indica el comienzo y la gloria el fin de esa obra. En el intervalo tenemos la seguridad bendita de que “no quitará el bien a los que andan en integridad” (Salmo 84:11).
Se ha dicho que la cruz y la venida del Señor marcan los dos extremos de la vida de la Iglesia en la tierra, los que han sido tipificados por el sacrificio de Abel y la traslación de Enoc. La Iglesia llega a conocer su completa justificación por la muerte y la resurrección de Cristo, y espera la llegada del día en que él vuelva para recibirla en su seno. Ella, por el Espíritu, aguarda por fe la esperanza de la justicia (Gálatas 5:5). No espera la justicia, porque ella es su posesión actual, por gracia de Dios, sino que alienta la esperanza, la cual pertenece propiamente a la nueva condición en la cual ha sido introducida.
Es preciso que pensemos con toda claridad al tratar este asunto. Algunos comentadores de las profecías bíblicas han caído en errores a este respecto, debido a que no han comprendido bien el carácter, la posición, las bendiciones y la esperanza de la Iglesia. Han rodeado con tantas neblinas oscuras la doctrina de la “estrella de la mañana” (Apocalipsis 2:28) –verdadera esperanza de la Iglesia– que muchos de los santos no parecen capaces de superar lo que era la esperanza de un pequeño resto de los fieles israelitas, a saber: que “nacerá el Sol de justicia y en sus alas traerá salvación” (Malaquías 4:2). Ni es esto lo peor. Muchos se han privado del estímulo moral de una esperanza cifrada en la segunda venida del Señor Jesucristo, por cuanto se les ha enseñado a esperar primero ciertos acontecimientos y eventos que –dicen– deberán preceder su manifestación personal a la Iglesia. Por ejemplo, dicen que, antes de que Jesucristo venga, es menester que los judíos sean restablecidos, que se complete la profecía dada en la imagen de Nabucodonosor y que se verifique la manifestación del “hombre de pecado”. Sería fácil probar con muchos pasajes del Nuevo Testamento que ello no es cierto, si este fuera el lugar para considerarlos.
La Iglesia, como Enoc, será arrebatada de en medio del mal que le rodea y librada del mal venidero. Enoc no fue obligado a permanecer en el mundo hasta que la iniquidad de esa generación llegara a su colmo y la sentencia de la justicia divina cayese sobre ella. No presenció ese trastorno de “todas las fuentes del grande abismo” (Génesis 7:11) ni el abrimiento de las ventanas del cielo. Fue trasladado antes de que estas cosas acontecieran, y se nos presenta (a los ojos de la fe) como un tipo hermoso de todos aquellos que no dormirán, sino que serán “transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos” (1 Corintios 15:51-52). El traslado, y no la muerte, era la esperanza de Enoc, y se puede decir con la misma sencillez que el privilegio de la Iglesia es
Esperar de los cielos a su Hijo
(1 Tesalonicenses 1:10).
Todo esto está al alcance del cristiano más sencillo, quien podrá gozar de ello en toda su plenitud. Bien puede tener también conocimiento de su poder en su propia experiencia y manifestarlo en su vida. Aunque carezca de la inteligencia necesaria para comprender la interpretación de las profecías, nunca se ve privado de la bendición de gozar de la realidad, del consuelo, del poder y de la virtud elevadora de esa bendita esperanza celestial que le pertenece como miembro del cuerpo celestial de la Iglesia, para la cual es la promesa, no solamente del amanecer del día que verá el fulgor del “Sol de justicia”, sino también la bendición de esta otra promesa que se cumplirá primero: la salida de la “estrella de la mañana”. Igualmente, así como en el mundo físico el lucero de la mañana ilumina con su suave luz los rostros de los que han madrugado para saludar su brillo, así el Cristo se manifestará con dulces bendiciones a la Iglesia que le espera, antes de que el resto de Israel vea los rayos del sol naciente.