Estudio sobre el libro del Génesis

Jacob huye a Harán

Los amargos frutos

Ahora acompañaremos a Jacob lejos de la casa paterna, donde vaga solitario y sin asilo en la tierra. Dios empieza aquí a ocuparse de él de un modo especial, y Jacob empieza a recoger en cierta medida el amargo fruto de su conducta con Esaú. Al mismo tiempo, vemos a Dios pasar por alto toda la flaqueza y la locura de su siervo y desplegar su gracia y su sabiduría infinitas en sus caminos para con él. Dios cumplirá sus designios por cualquier medio, pero si el hijo de Dios, en su impaciencia e incredulidad, quiere sustraerse al gobierno de su Amo, no puede esperar otra cosa que pasar por experiencias dolorosas y sufrir saludable castigo. Eso le sucedió a Jacob: no habría tenido necesidad de huir a Harán si le hubiese dejado a Dios el cuidado de obrar a su favor. Dios ciertamente se habría encargado de Esaú, haciéndole ocupar el debido lugar e induciéndolo a aceptar la porción que se le había destinado, de manera que Jacob pudiera gozar de la dulce paz que solo se halla en la completa sumisión a Dios y a sus designios en todas las cosas. Pero justamente en este punto se manifiesta la excesiva flaqueza de nuestro corazón. En lugar de permanecer pasivos bajo la mano de Dios, queremos obrar por nosotros mismos; y, al hacerlo, impedimos que Dios despliegue su gracia y su poder a nuestro favor. “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios” (Salmo 46:10) es un precepto que nadie podrá obedecer sino mediante la gracia divina. “Vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca. Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias”. Y ¿cuál será el resultado de esto? “Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:5-7).

De todos modos, mientras recogemos el fruto de nuestros propios caminos, de nuestra impaciencia y de nuestra incredulidad, Dios, en su gracia, se sirve de nuestra flaqueza y de nuestra locura para hacernos comprender mejor su gracia tierna y su sabiduría perfecta. Esto, sin autorizar en lo más mínimo la incredulidad y la impaciencia, hace resaltar de un modo admirable la bondad de nuestro Dios y regocija nuestro corazón incluso en los momentos en que pasamos por las circunstancias más penosas debidas a nuestros extravíos. Dios está sobre todo; además, es su prerrogativa exclusiva hacer salir bien del mal: “Del devorador salió comida, y del fuerte salió dulzura” (Jueces 14:14). Por eso, si bien es completamente cierto que Jacob fue obligado a vivir en el destierro como resultado de su impaciencia y superchería, no es menos cierto que, si se hubiese quedado tranquilo en el hogar paterno, nunca habría llegado a comprender el significado de “Bet-el”. Los dos lados del cuadro están bien definidos en cada una de las escenas de la biografía de Jacob. Cuando su propia locura le había echado de la casa paterna, pudo disfrutar algo de la felicidad y de la solemnidad de la casa de Dios.

Bet-el

“Salió, pues, Jacob de Beerseba, y fue a Harán. Y llegó a un cierto lugar y durmió allí, porque ya el sol se había puesto; y tomó de las piedras de aquel paraje y puso a su cabecera, y se acostó en aquel lugar” (v. 10-11). Aquí se halla el fugitivo y errante Jacob precisamente en la debida condición para que Dios pueda encontrarse con él y desplegar ante su vista sus consejos de gracia y su gloria. Nada expresa mejor la nulidad e impotencia del hombre que la condición a que se ve reducido Jacob aquí: en la inercia del sueño bajo la bóveda del cielo, con una piedra por almohada. “Y soñó: y he aquí una escalera que estaba apoyada en tierra, y su extremo tocaba en el cielo; y he aquí ángeles de Dios que subían y descendían por ella. Y he aquí, Jehová estaba en lo alto de ella, el cual dijo: Yo soy Jehová, el Dios de Abraham tu padre y el Dios de Isaac; la tierra en que estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia. Será tu descendencia como el polvo de la tierra, y te extenderás al occidente, al oriente, al norte y al sur; y todas las familias de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente. He aquí, yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres, y volveré a traerte a esta tierra; porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho” (v. 12-15).

Vemos cómo el Dios de Bet-el revela a Jacob sus planes respecto a él mismo y a su posteridad. Esto, en realidad, es “gracia y gloria” (Salmo 84:11). Esta escalera apoyada en la tierra lleva naturalmente al corazón a meditar sobre la manifestación de la gracia en la obra y la persona del Hijo de Dios. Sobre la tierra se cumplió la maravillosa obra que constituye la base, el fundamento sólido y eterno de todos los consejos en orden a Israel, a la Iglesia y al mundo. En la tierra vivió, trabajó y murió Jesús para quitar por su muerte todo lo que obstaculizaba el cumplimiento de los designios de Dios para la bendición del hombre.

Pero el extremo de la escalera “tocaba en el cielo”. Esta formaba el medio de comunicación entre el cielo y la tierra, y “he aquí ángeles de Dios que subían y descendían por ella”, hermoso y sorprendente símbolo de Aquel por el cual Dios descendió hasta lo más profundo de la miseria del hombre y por el cual también elevó al hombre y le estableció en su presencia para siempre por el poder de la justicia divina. Dios ha provisto todo lo necesario para el cumplimiento de sus planes, a pesar de la locura y el pecado del hombre, y es motivo de gozo eterno para toda alma poder verse, por la enseñanza del Espíritu, contenida en los límites de los designios de la gracia de Dios.

El profeta Oseas nos transporta a los tiempos en que tendrán cumplimiento las cosas representadas por la escalera de Jacob. “En aquel tiempo haré para ti pacto con las bestias del campo, con las aves del cielo y con las serpientes de la tierra; y quitaré de la tierra arco y espada y guerra, y te haré dormir segura. Y te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia, juicio, benignidad y misericordia. Y te desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás a Jehová. En aquel tiempo responderé, dice Jehová, yo responderé a los cielos, y ellos responderán a la tierra. Y la tierra responderá al trigo, al vino y al aceite, y ellos responderán a Jezreel. Y la sembraré para mí en la tierra, y tendré misericordia de Lo-ruhama; y diré a Lo-ammi: Tú eres pueblo mío, y él dirá: Dios mío” (Oseas 2:18-23). Las palabras del Señor mismo (Juan 1:51) se refieren a la visión de Jacob: “De cierto, de cierto os digo: De aquí adelante veréis el cielo abierto, y los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre”.

La manifestación de la gracia de Dios para con Israel

Esta visión de Jacob es una revelación maravillosa de la gracia de Dios para con Israel. Hemos visto ya cuál era el verdadero carácter y el estado real de Jacob, los cuales prueban hasta la evidencia que todo en su caso debía ser gracia si había de ser bendecido. Ni su carácter ni su nacimiento le daban derecho alguno a lo que fuese. Esaú, en virtud de su nacimiento y su carácter, habría podido pretender algo, a condición, sin embargo, de que se pusiera a un lado el soberano derecho de Dios; pero Jacob no tenía derecho a nada absolutamente. De manera que, si bien Esaú solo podía reivindicar sus derechos a expensas de la soberanía de Dios, Jacob no podía tener más que los que le concediera esta misma soberanía; y, pecador como era, no podía descansar sobre otra cosa que sobre la soberana y pura gracia de Dios. La revelación del Señor al siervo al que escogió, recuerda o anuncia sencillamente a Jacob lo que el mismo Jehová todavía llevaría a cabo: Yo soy Jehová… Yo te daré la tierra… Yo te guardaré… Yo te traeré… Yo no te dejaré… hasta tanto que yo haya hecho lo que yo te he dicho (v. 13-15). Todo viene de Dios, sin condición alguna. Como es la gracia la que obra, no hay ni puede haber ni “si” ni “pero”. La gracia no reina donde hay si; no porque Dios no pueda colocar al hombre en una posición de responsabilidad en la cual es preciso que se dirija a él con un “si”, sino que Jacob, quien duerme teniendo una piedra por almohada, lejos de hallarse en una posición de responsabilidad se halla, al contrario, en la desnudez y la debilidad más completa. Por tal razón, se encontraba precisamente en la posición en la que podía recibir una revelación de la gracia más completa, más rica e incondicional.

No podemos menos que apreciar la dicha infinita que significa para nosotros estar en una posición tal que no tenemos nada en que apoyarnos fuera de Dios mismo, y en la que, además, toda verdadera bendición y toda dicha positiva descansan para nosotros en los derechos soberanos de Dios y en su fidelidad a su propia naturaleza. Según este principio, sería para nosotros una pérdida irreparable tener algo de lo nuestro en que apoyarnos, toda vez que, en tal caso, nuestra relación con Dios descansaría sobre la base de la responsabilidad, y todo estaría perdido sin remedio para nosotros. Jacob era tan malo que solo Dios bastaba para lo que su estado exigía. Y tengamos presente que Jacob se hundió en tanta calamidad y pena por no reconocer constantemente esta verdad.

El temor y el voto de Jacob

La revelación que Jehová hace de sí mismo es una cosa, entender y acatar esta revelación es otra. Jehová se revela a Jacob en su gracia infinita; pero apenas Jacob se despierta del sueño le vemos manifestar su propio carácter, mostrando cuán poco conoce prácticamente al Dios bendito que acaba de revelársele de un modo tan maravilloso. “Y tuvo miedo, y dijo: ¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo” (v. 17). Jacob no estaba tranquilo en la presencia de Dios; porque solo cuando el corazón está del todo quebrantado y el hombre está despojado de sí mismo, puede estar tranquilo en Su presencia. Dios se agrada del corazón quebrantado, ¡alabado sea su nombre! y el corazón quebrantado se halla dichoso en su presencia. Pero el corazón de Jacob no se hallaba todavía en esa condición. Y Jacob no había aprendido todavía a descansar cual criatura pequeña sobre el amor perfecto del que pudo decir: Yo “amé a Jacob” (Malaquías 1:2, Romanos 9:13).

El perfecto amor echa fuera el temor
(1 Juan 4:18).

Donde este amor no se conoce ni se lo realiza plenamente, siempre hay dificultad e inquietud, y no puede ser de otro modo. La casa de Dios y la presencia divina no inspiran espanto en el alma que conoce el amor de Dios, tal cual este se halla manifestado en el sacrificio de Cristo. Más bien dice esta alma: “Jehová, la habitación de tu casa he amado, y el lugar de la morada de tu gloria” (Salmo 26:8). “Una cosa he demandado a Jehová, esta buscaré; que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura de Jehová, y para inquirir en su templo” (Salmo 27:4). Y también: “¡Cuán amables son tus moradas, oh Jehová de los ejércitos! Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová” (Salmo 84:1-2). Cuando el corazón está firme en el conocimiento de Dios, se ama la casa de Dios, sea cual fuese su naturaleza exterior: Bet-el, el templo de Jerusalén o la Iglesia ahora formada por los creyentes verdaderos “juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:22). Sea como fuere, el conocimiento que Jacob tenía de Dios y de su casa era muy limitado en esta época de su historia; y tenemos de ello nueva prueba en el negocio que quería hacer con Dios, según los últimos versículos del capítulo 28.

“E hizo Jacob voto, diciendo: Si fuere Dios conmigo, y me guardare en este viaje en que voy, y me diere pan para comer, y vestido para vestir, y si volviere en paz a casa de mi padre, Jehová será mi Dios. Y esta piedra que he puesto por señal, será casa de Dios; y de todo lo que me dieres, el diezmo apartaré para ti”. Dijo Jacob: “Si fuere Dios conmigo”, cuando Dios acababa de decirle: “Yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres y volveré a traerte a esta tierra” (v. 15). A pesar de este testimonio claro, el pobre corazón de Jacob es incapaz de elevarse sobre un “si”, o de tener de Dios pensamientos más elevados que los que atañen al “pan para comer” y al “vestido para vestir”. Tales eran los pensamientos de un hombre que acababa de ver la visión magnífica de la escalera sobre la cual estaba Jehová prometiéndole una posteridad innumerable y una herencia eterna. Evidentemente, Jacob era incapaz de entrar en la realidad y plenitud de los pensamientos de Dios. Medía a Dios con su medida, engañándose así completamente en la idea que se hacía de Dios. En una palabra, Jacob no había acabado consigo mismo todavía y, por consiguiente, no había empezado con Dios.