La incredulidad y sus consecuencias funestas
La impaciencia de Sarai
Aqui vemos cómo la incredulidad se apodera del espíritu de Abraham y de nuevo le hace abandonar por algún tiempo la senda de la dichosa y sencilla confianza en Dios. “Dijo entonces Sarai a Abram: Ya ves que Jehová me ha hecho estéril” (v. 2). Estas palabras son la expresión de la habitual impaciencia de la incredulidad. Abraham debía de haberlas considerado como se merecían, esperando pacientemente del Señor el cumplimiento de su promesa de gracia, pero nuestro pobre corazón natural prefiere algo muy diferente a un estado de espera: recurre a expedientes y planes, buscando cualquier salida menos la de aguardar. Son dos cosas muy diferentes creer una promesa y esperar con paciencia su cumplimiento. La conducta del niño nos ofrece numerosos ejemplos de esto. Cuando le prometemos algo a uno de nuestros pequeñuelos, él no tiene la menor intención de dudar de nuestras palabras; sin embargo, le vemos muy agitado e impaciente respecto a cómo y cuándo cumpliremos nuestra promesa. En tal conducta del niño el más sabio puede ver como en un espejo su propia persona. En el capítulo15 nos demuestra su fe; en el capítulo 16, no obstante, le vemos carecer de paciencia, y así podemos comprender mejor el sentido y la hermosura de lo que leemos en el capítulo 6 de la epístola a los Hebreos: “No os hagáis perezosos, sino imitadores de aquellos que por la fe y la paciencia heredan las promesas” (v. 12). Dios hace la promesa, la fe la cree; la esperanza anticipa la promesa y la paciencia aguarda tranquilamente su cumplimiento.
En el comercio hay lo que se llama «valor actual» de una letra de cambio o giro a la orden, porque si uno ha de esperar por el pago de su dinero, debe también ser pagado por la espera. Lo mismo ocurre en el mundo de la fe: hay un valor presente de las promesas de Dios, y la medida que determina este valor es el conocimiento experimental de Dios en el corazón, porque de nuestra apreciación de Dios depende la evaluación que hacemos de sus promesas; además, el alma sumisa y paciente halla rica y plena recompensa en la espera del cumplimiento de todo lo que Dios ha prometido.
En cuanto a Sarai, lo que le dijo a Abraham se reduce, en realidad, a esto: «Dios me ha faltado; acaso me servirá de recurso mi criada egipcia». Todo menos Dios conviene al corazón incrédulo; y con frecuencia quedamos muy sorprendidos de ver a qué torpezas suele apelar el creyente cuando pierde el sentimiento de la presencia de Dios y se olvida de que Su fidelidad jamás falta y que Él basta para todo. Tal alma pierde aquella disposición apacible y aquel equilibrio que son tan necesarios para el testimonio fiel del que anda por la fe, y, como el mundo, recurre a toda especie de expedientes para conseguir su fin. Y a esto lo llama «hacer uso prudente de los medios».
Pero resulta cosa amarga y de consecuencias siempre funestas el hecho de sustraerse de una dependencia absoluta respecto de Dios. Si Sarai hubiera dicho: «La naturaleza no me ayuda, pero Dios es mi esperanza», todo habría resultado muy diferente. Habría descansado en fundamento firme y verdadero, porque, de hecho, la naturaleza no le era propicia. Pero eso era la naturaleza bajo una forma; y Sarai, quien no había aprendido todavía a quitar sus ojos de la naturaleza bajo todas sus formas, quiso ponerla a prueba bajo otra. A juicio de Dios, como al de la fe, la naturaleza de Agar no valía más que la de Sarai: la naturaleza, vieja o joven, para Dios es la misma, y, por lo tanto, también lo es para la fe. Pero esta verdad no tiene poder sobre nosotros mientras Dios no haya llegado a ser experimentalmente el centro de nuestra existencia. Desde el momento en que quitamos la vista de ese Dios glorioso, somos capaces de entregarnos a las invenciones más viles de la incredulidad; y solamente mientras nos apoyamos con toda seriedad en el Dios vivo, único verdadero y sabio, podemos renunciar a todo lo que es de la criatura humana. No que menospreciemos los medios de que se sirve Dios, lo que sería señal de indiferencia y no de fe. La fe hace caso del instrumento, no a causa del instrumento mismo, sino a causa del que lo emplea, mientras que la incredulidad solo se fija en el instrumento y hace depender el éxito del aparente poder del mismo, en lugar de juzgarlo según la suficiencia del que en gracia se vale de él. Saúl, mirando primero a David y luego al filisteo, dijo: “No podrás tú ir contra aquel filisteo, para pelear con él; porque tú eres muchacho” (1Samuel 17:33). Pero para David no se trataba de si él podía vencer al filisteo, sino si Jehová lo podía hacer.
El camino de la fe es muy sencillo y estrecho. La fe no deifica ni menosprecia los medios. Los aprecia en cuanto sea Dios quien realmente los emplea, pero no más allá de eso. Pero hay una diferencia muy grande entre el empleo que Dios hace de la criatura para servirme y el empleo que el hombre hace de la misma para excluir a Dios. No se presta suficiente atención a esta diferencia. Dios utilizó los cuervos para servir a Elías, pero Elías no los usó para excluir a Dios. Cuando el corazón depende realmente de Dios, no se preocupa de los medios, sino que descansa en él, con la dulce confianza de que, sean cuales fueren los medios que Dios use, él bendecirá, ayudará y proveerá.
Agar
Ahora bien, en el caso que nos ocupa, se ve claramente que Agar no era un instrumento empleado por Dios para cumplir las promesas que él había hecho a Abraham. Dios había prometido un hijo a Abraham, sin duda, pero no le había dicho que este hijo sería el de Agar, y la narración bíblica nos asegura que Abraham y Sarai, el uno y la otra, aumentaron su pena al recurrir a Agar, porque Agar, “cuando vio que había concebido, miraba con desprecio a su señora” (v. 4), y esto no fue más que el principio de todos los dolores que resultaron de la impaciencia manifestada al recurrir a medios humanos. La dignidad de Sarai fue pisoteada por una esclava egipcia y se vio en una situación de debilidad y desprecio. La única posición de dignidad y de poder es aquella en la cual sentimos nuestra flaqueza y nuestra dependencia. Nadie es más independiente de lo que le rodea que quien anda verdaderamente por la fe, confiado solo en Dios. Pero, desde el momento en que el hijo de Dios se hace deudor de la naturaleza o del mundo, pierde la dignidad de su posición y no tarda en sentirlo. No comprendemos bastante bien la pérdida que resulta del más pequeño desvío del camino de la fe. Todos cuantos andan por este camino encontrarán, sin duda alguna, pruebas y penas, pero también pueden estar seguros de que serán más que remunerados por el gozo y la bienaventuranza que serán su herencia; mientras que los que se apartan de este camino encontrarán pruebas mucho más grandes, sin compensación alguna.
“Entonces Sarai dijo a Abram: Mi afrenta sea sobre ti” (v. 5). Cuando nos equivocamos, estamos listos para echarle la culpa a otro. Sarai solo recogió el fruto de lo que había sembrado, y, no obstante, dice: “Mi afrenta sea sobre ti”; luego, con permiso de Abraham, procura desembarazarse de la prueba que se había acarreado por su impaciencia. “Y respondió Abram a Sarai: He aquí, tu sierva está en tu mano; haz con ella lo que bien te parezca. Y como Sarai la afligía, ella huyó de su presencia” (v. 5-6). Pero esta no es la manera de arreglar las cosas; no era correcto desembarazarse de “la esclava” mediante malos tratos. Cuando nos equivocamos y debemos sufrir las consecuencias, no nos libramos de tales consecuencias practicando la altanería y la violencia. Frecuentemente recurrimos a este método, pero no logramos otra cosa que agravar el mal. Si hemos incurrido en falta, es preciso que nos humillemos, que confesemos nuestras faltas y que esperemos de Dios la salvación. Pero en la conducta de Sarai no notamos nada de esto. Todo lo contrario; su conciencia no le acusa de haber hecho mal y, lejos de esperar la salvación de Dios, procura salvarse a sí misma a su manera. Pero todos los esfuerzos que hacemos para enmendar nuestros yerros sin haberlos confesado plenamente, solo tienden a hacer más difícil nuestro camino. Por eso Dios quiso que Agar volviera a su ama para dar a luz un hijo que no fuera el hijo de la promesa, sino una prueba para Abraham y su casa, como veremos a continuación.
El retorno de Agar
Todo esto debe considerarse bajo un doble punto de vista: en primer lugar, cual manifestación de un principio práctico de gran importancia; y luego, bajo el punto de vista de la doctrina. Primero, pues, aprendemos aquí que, cuando por la incredulidad del corazón hemos caído en alguna falta, esta no se remedia en un solo momento, ni por artificios propios. Se requiere que las cosas sigan su curso. “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna” (Gálatas 6:7-8). Este es un principio invariable que hallamos en toda la Escritura y en nuestra propia experiencia. La gracia perdona el pecado y restaura el alma; pero es preciso que recojamos lo que hayamos sembrado. Abraham y Sarai tuvieron que soportar por años la presencia de la esclava y su hijo, no pudiendo deshacerse de ellos sino conforme a la voluntad de Dios. Hay bendición especial en abandonarse a Dios. Si Abraham y Sarai hubiesen hecho esto en el caso que nos ocupa, jamás habrían tenido que verse atormentados por la presencia de la esclava y su hijo. Pero, habiendo recurrido a la naturaleza, era preciso que sufrieran las consecuencias de ello. A menudo ¡ay! somos como “novillo indómito”, cuando nuestra dicha positiva consistiría en permanecer tranquilos y callados “como un niño destetado de su madre” (Jeremías 31:18; Salmo 131:2). No podría haber dos figuras más opuestas que un novillo indómito y un niño recién destetado. El novillo indómito nos representa al que locamente patalea bajo el yugo de las circunstancias, haciendo su yugo tanto más penoso cuanto más se esfuerza para quitárselo de encima. El niño destetado es el símbolo del que se somete humildemente a cada disposición del Señor, y hace su suerte más agradable cuando se somete del todo al Señor.
La ley y la gracia
Luego, bajo el punto de vista de la doctrina, estamos autorizados a considerar a Agar y su hijo como tipos de la alianza o pacto de las obras y de todos los que, por ella, han nacido en la servidumbre. “Porque está escrito que Abraham tuvo dos hijos: uno de la esclava, el otro de la libre. Pero el de la esclava nació según la carne, mas el de la libre, por la promesa. Lo cual es una alegoría, pues estas mujeres son los dos pactos; el uno proviene del monte Sinaí, el cual da hijos para esclavitud; este es Agar…” (Gálatas 4:22-25). En este importante pasaje “la carne” se pone en contraposición a “la promesa”, y vemos así cuál es el pensamiento de Dios no solo respecto al significado de la palabra carne, sino además respecto al esfuerzo que hace Abraham para conseguir por medio de Agar la simiente prometida, en lugar de confiar en la promesa de Dios. Los dos pactos son simbolizados por Agar y Sara, y son diametralmente opuestos el uno al otro. La una dio hijos “para esclavitud”, presentando la cuestión de la capacidad del hombre de «hacer» y «no hacer», quien hizo que la vida dependiera totalmente de esta capacidad: “guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos” (Levítico 18:5). Este es el pacto de Agar. Pero el pacto de Sara pone de relieve a Dios como el Dios de la promesa, promesa del todo independiente del hombre y fundada en la buena voluntad y en el poder de Dios para su cumplimiento. Dios no añade ningún “si” a sus promesas. Las hace sin condiciones, y está decidido a cumplirlas. Y la fe descansa en él con perfecta libertad de corazón. Ningún esfuerzo de la naturaleza se requiere para el cumplimiento de las promesas de Dios; y precisamente en este punto faltaron Abraham y Sarai. Procuraron alcanzar un fin absolutamente garantizado por una promesa de Dios. Esta es la gran equivocación de la incredulidad. Por su actividad nerviosa levanta nubes que envuelven el alma e impiden que los rayos de la gloria de Dios le iluminen. “Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la incredulidad de ellos” (Mateo 13:58). Uno de los rasgos característicos de la fe es que siempre deja a Dios el campo libre para que se manifieste a sí mismo. Y ciertamente, al manifestarse Dios, le conviene al hombre ocupar el lugar de dichoso adorador.
El error en que habían caído los gálatas consistía en añadir algo de “la naturaleza” a lo que Cristo ya había cumplido en la cruz. El Evangelio que Pablo les había anunciado, y que los gálatas habían recibido, era la sencilla presentación de la gracia de Dios, absoluta, sin reserva ni condición. “Jesucristo fue ya presentado claramente entre vosotros como crucificado” (Gálatas 3:1). No fue simplemente una promesa de Dios, sino una promesa divina y gloriosamente cumplida. El Cristo crucificado correspondía perfectamente tanto a las exigencias de Dios como a las necesidades de los hombres; pero los falsos maestros trastornaron o procuraron trastornar todo el Evangelio de Cristo, diciendo: “Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos” (Hechos 15:1), y así, según la declaración del apóstol mismo, desechaban “la gracia de Dios” y “por demás murió Cristo” (Gálatas 2:21).
Cristo, un Salvador completo
Es preciso que Cristo nos sea el Salvador completo, si no, no lo es de ningún modo. Desde el momento en que alguien diga: «A no ser que vosotros seáis esto y lo otro no podéis ser salvos», trastorna de arriba abajo el Evangelio de Cristo, puesto que este Evangelio me revela a Dios bajando hasta mí, tal cual soy, miserable pecador culpable y perdido por falta propia, y además trayéndome completa remisión de todo pecado y plena salvación de mi estado de perdición, en virtud de la obra cumplida por él mismo en la cruz. Por ello, si alguien dice: «Es preciso que seáis esto y lo otro para ser salvos», despoja a la cruz de toda su gloria y nos quita toda la paz, porque si la salvación depende de lo que nosotros seamos o de lo que hagamos, estamos perdidos sin remedio. Pero –alabado sea Dios– no es así. El gran principio fundamental del Evangelio es que Dios es todo y el hombre nada; no es una mezcla de Dios y de hombre, sino que todo es de Dios. La paz que ofrece el Evangelio no descansa en parte en la obra de Cristo y en parte en la obra del hombre, sino entera y únicamente en la obra de Cristo, porque esta obra es perfecta, siempre perfecta, y hace perfectos, como ella misma, a todos los que en ella confían.
Bajo la ley, Dios permaneció, en algún sentido, tranquilo para ver lo que podían hacer los hombres; mientras que, en el Evangelio, vemos a Dios activo y a los hombres llamados a permanecer “quietos (para ver) la salvación de Jehová con vosotros” (2Crónicas 20:17). Siendo esto así, el apóstol no titubea en decir a los gálatas: “De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído” (Gálatas 5:4). Si el hombre tiene algo que hacer en el asunto de la salvación, Dios queda excluido, y si Dios queda excluido, la salvación resulta imposible, puesto que es imposible que el hombre cumpla una salvación por medio de lo que demuestra que él es un ser perdido. Si, pues, la salvación es un asunto de la gracia, es preciso que sea totalmente por gracia. No puede ser algo mitad ley y mitad gracia, ya que los dos pactos son absolutamente distintos. No puede ser mitad Sara y mitad Agar. Si es Agar, Dios queda excluido; si es Sara, el hombre queda excluido, y así es desde el principio hasta el fin. La ley se dirige al hombre; le pone a prueba, le demuestra para qué sirve, le convence de que ha caído, le coloca y le mantiene bajo la maldición mientras confíe en ella, es decir, mientras esté vivo. “La ley se enseñorea del hombre entre tanto que este vive” (Romanos 7:1); pero, cuando muere, necesariamente cesa el señorío que aquélla ejerce respecto de lo que le pertenece (véase Romanos 7:16; Gálatas 2:19, Colosenses 2:20; 3:3), aun cuando ella conserve vigente su autoridad para maldecir a todo hombre viviente. El Evangelio, en cambio, al afirmar que el hombre está perdido, caído, muerto, revela a Dios tal cual es: como Salvador de los perdidos, como quien perdona al culpable y vivifica a los muertos. No nos presenta a Dios como quien exige cosa alguna del hombre (pues ¿qué se le puede pedir a un muerto que ha ido a la quiebra?), sino como quien despliega su libre gracia en la obra de la redención.
La diferencia entre los dos pactos –el de la ley y el de la gracia– es, por tanto, inmensa, y permite comprender la fuerza extraordinaria de las expresiones del apóstol en la carta a los Gálatas: “Estoy maravillado”… “¿quién os fascinó?”… “temo de vosotros”… “estoy perplejo en cuanto a vosotros”… “¡ojalá se mutilasen los que os perturban!” (Gálatas 1:6; 3:1; 4:11-20; 5:12). Estas son expresiones inspiradas por el Espíritu Santo, quien conoce el valor de un Cristo completo, de una salvación completa y quien sabe también cómo el conocimiento de lo uno y de lo otro es necesario para el pecador perdido. No hallamos lenguaje semejante en ninguna otra epístola, ni en la dirigida a los Corintios, aun cuando entre estos hubo que reprimir desórdenes de la peor especie. Toda falta y todo error humano puede ser corregido mediante la introducción de la gracia de Dios; pero los gálatas, como Abraham en este capítulo, se apartaron de Dios y se volvieron a la carne. ¿Qué remedio puede haber para un caso semejante? ¿Cómo corregir un error que consiste en abandonar lo único que todo lo puede remediar? Caer de la gracia es volver a someterse a la ley, de la cual no se puede esperar más que “la maldición”.
Confírmenos el Señor en su gracia soberana.