José odiado por sus hermanos
Este capítulo nos presenta los sueños de José que despiertan el odio de sus hermanos. José era el objeto del amor de su padre; y sus hermanos le odiaron porque, llamado a un destino glorioso, sus corazones no estaban en comunión con el de su padre, y vivían extraños a todo lo que reservaba el futuro para José. No participaban del amor que su padre sentía por José y no querían someterse al pensamiento de su elevación. En esto los hermanos de José fueron una figura de lo que eran los judíos en los días de Cristo. “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11). “No hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos” (Isaías 53:2). No le querían reconocer ni como Hijo de Dios ni como Rey de Israel. No estaban abiertos sus ojos para contemplar “su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14; 12:37, y siguientes). No le querían, sino que, al contrario, le odiaban. Y aunque José no fue recibido por sus hermanos, mantuvo firme su testimonio. “Y soñó José un sueño, y lo contó a sus hermanos; y ellos llegaron a aborrecerle más todavía… Soñó aun otro sueño, y lo contó a sus hermanos” (cap. 37:5-9). Así que José solo daba sencillo testimonio fundado en la revelación divina, pero ese testimonio le hizo bajar a la cisterna. Si hubiera callado, o si hubiera modificado su testimonio, se habría salvado del peligro; pero no: decía toda la verdad a sus hermanos, y estos, por consiguiente, le odiaban.
Cristo prefigurado por José
Lo mismo sucedió en el caso del gran Prefigurado por José. Cristo rendía testimonio a la verdad; hizo “la buena profesión”, no escondiendo nada de la verdad (Juan 18:37; 1 Timoteo 6:13). No podía anunciar otra cosa que la verdad, porque él mismo era la verdad; y los hombres contestaron a su testimonio mediante la cruz, el vinagre y la lanza del soldado. El testimonio de Cristo iba ligado a la gracia más llena, más rica, más perfecta. No solo vino como “la Verdad”, sino como la expresión perfecta de todo el amor del corazón del Padre: “la gracia y la verdad” por Jesucristo vinieron (Juan 1:17). Fue Cristo, para el hombre, la revelación perfecta de lo que es Dios, motivo por el cual el hombre está sin “excusa” (Juan 15:22-25). Vino a manifestar a la faz del hombre lo que es Dios, y el hombre odia a Dios con odio perfecto. La más plena manifestación del amor de Dios fue recibida por la más plena manifestación del odio humano. Lo vemos bien en la cruz; pero también la cisterna en la que se echó a José nos proporciona una figura conmovedora.
“Cuando ellos lo vieron de lejos, antes que llegara cerca de ellos, conspiraron contra él para matarle. Y dijeron el uno al otro: He aquí viene el soñador. Ahora pues, venid, y matémosle y echémosle en una cisterna, y diremos: Alguna mala bestia lo devoró; y veremos qué será de sus sueños” (v. 18-20). Estas palabras nos recuerdan vivamente la parábola de los labradores del capítulo 21 del evangelio según Mateo: “Finalmente les envió su hijo, diciendo: Tendrán respeto a mi hijo. Mas los labradores, cuando vieron al hijo, dijeron entre sí: Este es el heredero; venid, matémosle, y apoderémonos de su heredad” (v. 37-38). Dios envió a su hijo al mundo, diciendo: “Tendrán respeto a mi hijo”; pero ¡ay! el corazón humano no tuvo ningún respeto al amado Hijo del Padre. Le echaron fuera. La tierra y el cielo estuvieron divididos respecto a Cristo, y aun lo están. El hombre le crucificó; pero Dios le resucitó de los muertos. El hombre le clavó en la cruz entre dos malhechores, mas Dios le puso a su derecha en el cielo. El hombre le colocó en el último lugar en la tierra, pero Dios le asignó el lugar más elevado, revistiéndole de la más esplendorosa Majestad en los cielos.
José, una rama fructífera
Todo esto está prefigurado en la historia de José. “Rama fructífera es José, rama fructífera junto a una fuente, cuyos vástagos se extienden sobre el muro. Le causaron amargura, le asaetearon, y le aborrecieron los arqueros; mas su arco se mantuvo poderoso, y los brazos de sus manos se fortalecieron por las manos del Fuerte de Jacob (por el nombre del pastor, la Roca de Israel), por el Dios de tu padre, el cual te ayudará, por el Dios Omnipotente, el cual te bendecirá con bendiciones de los cielos de arriba, con bendiciones del abismo que está abajo, con bendiciones de los pechos y del vientre. Las bendiciones de tu padre fueron mayores que las bendiciones de mis progenitores; hasta el término de los collados eternos serán sobre la cabeza de José, y sobre la frente del que fue apartado de entre sus hermanos” (Génesis 49:22-26).
Estos versículos pintan de un modo admirable “los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos” (1 Pedro 1:11). “Los arqueros” hicieron lo suyo, pero Dios era más poderoso que ellos. Disparáronse flechas contra el verdadero José, y fue terriblemente herido en casa de sus amigos, pero “los brazos de sus manos se fortalecieron” con el poder de la resurrección; y ahora la fe le reconoce como el fundamento sobre el cual descansan todos los designios de Dios para bendición y gloria en cuanto a la Iglesia, a Israel y a la creación entera. Si consideramos a José en la cisterna y en la cárcel, y luego gobernador de todo Egipto, vemos la diferencia que existe entre los pensamientos de Dios y los de los hombres. Lo mismo sucede al contemplar “la cruz” y en seguida el “trono de la Majestad en los cielos” (Hebreos 8:1).
Fue la venida de Cristo la que hizo patente la disposición real y positiva del corazón del hombre hacia Dios. “Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado” (Juan 15:22). Lo que no quiere decir que los hombres no fueran pecadores anteriormente, sino: “no tendrían pecado”. En otro pasaje también dice: “Si fuerais ciegos, no tendríais pecado” (Juan 9:41). Dios se acercó al hombre en la persona de su Hijo, de modo que el hombre pudo decir: “Este es el heredero” pero el hombre añadió: “Matémosle”. Y es esta la razón por la cual “no tiene excusa” de su pecado. Los que dicen que ven, no tienen excusa. La dificultad no consiste en ser ciego, si se confiesa ser ciego; pero sí en profesar que se ve; y en un tiempo como este, en el que el hombre tanto se jacta de ver, la permanencia del pecado estriba en la mera profesión de ver. Los ojos de los que se reconocen ciegos pueden ser abiertos; pero ¿qué se podrá hacer con los que pretenden ver aun cuando estén ciegos?