Estudio sobre el libro del Génesis

Génesis 12

Abraham y el país de Canaán

Buena parte del libro del Génesis se ocupa de la historia de siete hombres, que son: Abel, Enoc, Noé, Abraham, Isaac, Jacob y José. No me cabe duda de que la historia de cada uno de ellos representa una verdad especial. Así, por ejemplo, en Abel hallamos simbólicamente la revelación de la verdad fundamental consistente en que el hombre puede acercarse a Dios mediante la expiación comprendida y aceptada por la fe. Enoc nos muestra la parte y la esperanza propias de la familia celeste, mientras que Noé nos hace ver cuál es el destino de la familia terrestre. Enoc fue elevado al cielo antes del juicio; Noé fue llevado a través del juicio a la tierra restaurada. Cada uno de estos hombres nos representa una verdad distinta, y, por consiguiente, un lado distinto de la fe. El lector puede continuar el estudio de este asunto en toda su extensión en el capítulo 11 de la epístola a los Hebreos, y tal trabajo le será interesante y provechoso.

Pero ahora es Abraham quien se ofrece a nuestra consideración, y a él nos vamos a referir.

El llamamiento de Abraham

Al comparar el versículo 1 del capítulo 12 y el versículo 31 del capítulo 11 con los versículos 2 a 4 del capítulo 7 del libro de los Hechos, descubrimos una verdad práctica de valor inmenso para el alma. “Jehová había dicho a Abram: Véte de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré” (v. 1). Tal fue la directiva que Dios le impartió a Abraham, directiva bien definida mediante la cual Dios quería obrar en el corazón y en la conciencia del que la recibía. “El Dios de la gloria apareció a nuestro padre Abraham, estando en Mesopotamia, antes que morase en Harán, y le dijo: Sal de tu tierra y de tu parentela, y ven a la tierra que yo te mostraré. Entonces salió de la tierra de los caldeos y habitó en Harán; y de allí, muerto su padre, Dios le trasladó a esta tierra, en la cual vosotros habitáis ahora” (Hechos 7:2-4). El resultado de esta directiva se halla en el versículo 31 del capítulo 11 del Génesis: “Y tomó Taré a Abram su hijo, y a Lot, hijo de Harán, hijo de su hijo, y a Sarai su nuera, mujer de Abram su hijo, y salió con ellos de Ur de los caldeos, para ir a la tierra de Canaán; y vinieron hasta Harán, y se quedaron allí… y murió Taré en Harán”. En el conjunto formado por todos estos pasajes vemos que los lazos naturales impidieron que el corazón de Abraham respondiera completamente al llamamiento de Dios. Aun cuando fue llamado a trasladarse a Canaán, se quedó en Harán hasta que la muerte hubo roto el vínculo de la naturaleza que le retenía junto a su padre; y en seguida, sin dejarse detener más, se traslada al lugar al cual “el Dios de gloria” le había llamado.

Todo esto es significativo. Las influencias de la naturaleza del hombre son siempre contrarias a la realización plena y a la potencia práctica de la vocación (o llamamiento) de Dios. Desgraciadamente nos sentimos inclinados a contentarnos con una porción menor que la que nos brinda esta vocación. Se necesita una fe muy sencilla y muy íntegra para que el alma se eleve a la altura de los pensamientos de Dios y se apropie las cosas que nos revela.

La oración de Pablo que tenemos en Efesios 1:15-22 nos demuestra hasta qué punto él había comprendido las dificultades contra las cuales la Iglesia siempre tendría que luchar al tratar de comprender cuál es “la esperanza” del llamamiento de Dios, y cuáles “las riquezas de la gloria de su herencia en los santos”. Es natural que no podamos andar de un modo digno de este llamado si no lo comprendemos. Es preciso que sepamos a qué punto se nos llama para podernos trasladar al mismo. Si Abraham se hubiera hallado plenamente consciente de esta verdad (que Dios le había llamado para ir a Canaán y que allí estaba su herencia), no se habría detenido en Harán. Igualmente ocurre con nosotros. Si por el Espíritu Santo somos llevados a comprender que la vocación con la cual somos llamados es una vocación celeste, que nuestra morada, nuestra parte, nuestra esperanza, nuestra herencia, están todas arriba, “donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Colosenses 3:1), nunca nos preocuparemos por mantener una posición de categoría en el mundo, ni buscaremos la reputación, ni nos amontonaremos tesoros en la tierra. Las dos cosas son incompatibles; este es el verdadero modo de mirar el asunto. El llamamiento celestial no es un dogma vacío, ni una teoría sin poder, ni una grosera especulación. O es una divina realidad o no es nada en absoluto. ¿Fue el llamamiento de Abraham una simple especulación? ¿Fue una mera teoría acerca de la cual podía hablar o argüir mientras continuara en Harán? Ciertamente que no: era una verdad divina, poderosa, práctica. Abraham fue llamado para ir a Canaán, y no podía ser que Dios le aprobara la decisión de permanecer en otro lugar. Y como fue con Abraham, así es con nosotros. Si queremos disfrutar de la aprobación y de la presencia de Dios, es preciso que por la fe procuremos obrar conforme al llamado celeste. Es decir, debemos procurar llegar, práctica y moralmente, a aquello a que Dios nos llama, a saber, a una plena comunión con su Hijo unigénito: comunión con Él en su rechazamiento aquí abajo; comunión con Él en su aceptación en el cielo. Pero, así como para Abraham fue la muerte la que rompió el lazo por el cual la naturaleza le ataba a Harán, así para nosotros es la muerte la que rompe el lazo por el cual la naturaleza nos ata al siglo presente. Es preciso que experimentemos que somos muertos en Cristo –nuestra cabeza y nuestro representante–, que nuestro lugar, en lo tocante a la naturaleza y al mundo, está en medio de las cosas que fueron, que la cruz de Cristo es para nosotros lo que fue el mar Rojo para los israelitas, a saber, que ella nos separa eternamente del país de la muerte y del juicio. Solamente así podremos andar, en cierta medida, “como es digno de la vocación” con que fuimos llamados (Efesios 4:1), vocación elevada, santa y celeste, el “llamamiento (o vocación) de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:14).

Dos aspectos esenciales de la cruz

Paremos un momento aquí para contemplar la cruz de Cristo bajo sus dos aspectos esenciales, a saber: el fundamento de nuestro culto y nuestro servicio, de nuestra paz y de nuestro testimonio, de nuestra relación con Dios y de nuestra relación con el mundo. Si, convencido de pecado, contemplo la cruz del Señor Jesús, veo en ella el fundamento eterno de la paz: veo que mi “pecado” ha sido quitado en cuanto a su principio y a su raíz, y veo que han sido llevados mis “pecados”, veo que Dios está, de verdad, “por mí”, y que está por mí en la misma posición que me veía cuando fue despertada mi conciencia. La cruz revela a Dios cual amigo del pecador y se le revela en su carácter maravilloso de justo Justificador del pecador más impío. La creación y la providencia eran igualmente incapaces en este sentido. En ellas puedo, sin duda, descubrir la potestad de Dios, su majestad y sabiduría; pero estas cosas, consideradas en sí mismas de un modo abstracto, militan contra mí porque soy pecador, y la potencia, la majestad y la sabiduría no me pueden quitar el pecado ni hacer que Dios sea justo al recibirme. En la cruz, en cambio, veo a Dios entrar en juicio con el pecado de un modo que resulte en gloria infinita para él mismo; veo la manifestación gloriosa y la perfecta armonía de todos los atributos divinos; veo el amor, y un amor tal que cautiva y persuade mi corazón, fortaleciéndolo y separándolo de todo objeto diferente a medida que comprende este amor; veo la sabiduría, y una sabiduría que confunde a los demonios y asombra a los ángeles; veo la potencia, y una potencia que derriba todas las barreras; veo la santidad, y una santidad que aleja al pecado hasta los límites más recónditos del universo moral y que constituye la expresión más fuerte que se pueda dar al aborrecimiento que Dios le tiene al pecado; veo la gracia, y una gracia que coloca al pecador en la misma presencia de Dios, más aun, en el propio seno de Dios. ¿Dónde podría yo ver todas estas cosas sino en la cruz? Mire usted a su alrededor, y no hallará jamás nada que reúna de un modo tan lleno y glorioso las dos grandes cosas: “Gloria a Dios en las alturas” y “en la tierra paz” (Lucas 2:14).

¡Cuán preciosa es, por tanto, la cruz en esta su primera fase, como fundamento de la paz del pecador, base de su adoración y base de su relación eterna con el Dios que es allí revelado de manera tan bienaventurada y gloriosa! ¡Cuán preciosa para Dios al suministrarle una base justa sobre la cual actuar en el pleno despliegue de todas sus incomparables perfecciones y en sus tratos de gracia con el pecador! La cruz tiene para Dios un valor tal –como lo dice muy bien un escritor actual– que «todo lo que Dios ha dicho, todo lo que ha hecho desde el principio, demuestra que la cruz ocupaba el primer lugar en su corazón. Y ¿nos maravillaremos de ello sabiendo, como sabemos, que el Hijo amado de Dios tuvo que ser clavado en la cruz y en ella ser el objeto de la vergüenza y de todos los sufrimientos que los hombres y los demonios pudieron acumular sobre su cabeza, porque tenía placer en hacer la voluntad del Padre y en rescatar a los hijos de su gracia? La cruz será el gran centro de atracción, como asimismo la expresión más perfecta de su amor por toda la eternidad». Entonces, como base de nuestra actividad cristiana y de nuestro testimonio, la cruz requiere de nuestra parte la consideración más seria. Casi huelga decir que, bajo este punto de vista, la cruz es tan perfecta como bajo el punto de vista anterior. La misma cruz que me une con Dios, me separa del mundo. El difunto ha terminado ya con el mundo, y el creyente, muerto con Cristo –por quien el mundo le es “crucificado” y él “al mundo” (Gálatas 6:14)– y resucitado con Cristo, vive unido a él en virtud del poder de una vida y naturaleza nuevas. Como está unido a Cristo inseparablemente, el creyente participa necesariamente de su aceptación por parte de Dios y de su menosprecio por parte del mundo. Estas dos cosas van juntas. La primera nos constituye adoradores y ciudadanos del cielo; la otra nos constituye testigos y extranjeros en la tierra. Aquélla nos introduce dentro del velo; esta nos pone fuera del campamento, y la una es tan perfecta como la otra. Si se ha colocado la cruz entre mí y mis pecados, dándome la paz con Dios, también se ha colocado entre mí y el mundo, asociándome a Cristo –el desechado por los hombres–, haciéndome objeto de sus enemistades y constituyéndome a la vez en humilde y paciente testigo de la gracia preciosa, insondable y eterna que en ella se revela.

El creyente debería comprender bien estos dos aspectos de la cruz de Cristo y hallarse en condiciones para distinguirlos. No debería hacer gala del disfrute de las bendiciones del uno y rehusar entrar en las condiciones del otro. Si tiene el oído abierto para oír la voz de Cristo dentro del velo, también debería tenerlo abierto para escuchar esa misma voz fuera del campamento. Si se apropia de la expiación que se ha llevado a cabo en la cruz, debería también realizar de hecho el vituperio que ello necesariamente implica. Lo primero fluye de la parte que Dios tuvo en la cruz; lo último fluye de la parte que el hombre tuvo en ella. Es nuestro bendito privilegio no solamente el hecho de haber acabado en ella con el pecado, sino también el de haber acabado en ella con el mundo. Todo está encerrado en la doctrina de la cruz, y esta es la razón por la cual el apóstol ha podido decir:

Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo
(Gálatas 6:14).

Pablo consideraba al mundo como cosa que debía clavarse a la cruz, y el mundo, al crucificar a Cristo, había crucificado a todos los que le pertenecen. De ahí que exista una doble crucifixión en lo que respecta al creyente y al mundo, y si entráramos plenamente en ello, demostraríamos la completa y permanente imposibilidad de amalgamar los dos. Amado lector, meditemos estas cosas profunda y honradamente, con oración, y que el Espíritu Santo nos dé capacidad para penetrar en el completo poder práctico de ambas fases de la cruz de Cristo.

Harán y los impedimentos familiares

Volvamos ahora a nuestro tema. No nos consta cuánto tiempo se detuvo Abraham en Harán. De todos modos, Dios, en su gracia, veló por su siervo hasta que este, libre ya del impedimento de la naturaleza, obedeció del todo a su mandamiento. Pero no hubo ni pudo haber concierto entre el mandamiento y las circunstancias en las cuales se hallaba Abraham según la naturaleza. Dios ama demasiado a sus siervos para privarles de la bienaventuranza completa que solo acompaña a la obediencia completa.

Conviene notar que Abraham no recibió ninguna nueva revelación durante su residencia en Harán. Para que Dios nos dé nueva luz es preciso que nuestra conducta esté a la altura de la luz que ya nos ha comunicado. “A todo el que tiene, se le dará” (Lucas 8:18). Tal es el principio divino. De todos modos, recordemos que Dios no nos arrastra a remolque en el sendero de la obediencia y del servicio verdadero; hacerlo así comprometería la excelencia moral que caracteriza a todos los caminos de Dios. Dios no nos arrastra, nos atrae y nos hace andar así en el camino que conduce a la dicha inefable que está en Él mismo; y si nosotros no comprendemos que nos es ventajoso franquear toda barrera de la naturaleza para responder al llamamiento de Dios, faltamos a la gracia que se nos ha concedido. Pero ¡ay! nuestros corazones comprenden tan poco estas cosas. Empezamos por contar los sacrificios, los impedimentos y las dificultades en lugar de correr por el camino de la obediencia, llenos de ardor en nuestras almas como los que conocen y aman a Aquel cuyo llamamiento ha resonado en nuestros oídos.

Cada paso en el camino de la obediencia va acompañado de bendiciones positivas, porque la obediencia es el fruto de la fe, y la fe nos sitúa en una viva asociación y comunión con Dios mismo. Si consideramos la obediencia bajo este punto de vista, veremos sin dificultad cuánto se diferencia ella del legalismo (el que enseña la salvación por la obediencia a la ley) en cada uno de sus caracteres distintivos. El legalismo coloca al hombre, cargado con todo el peso de sus pecados, en el sendero de las buenas obras para servir a Dios cumpliendo los preceptos de la ley, de lo que resulta que el alma siempre se ve atormentada, y, lejos de correr por el camino de la obediencia, ni siquiera ha dado el primer paso. La verdadera obediencia, en cambio, no es más que la manifestación o fruto de una naturaleza nueva, comunicada por la gracia. Dios, en su bondad, concede a esta nueva naturaleza preceptos que la guíen; y es del todo cierto que la naturaleza divina, guiada por los preceptos divinos, jamás produce el legalismo. La que da lugar al legalismo es la vieja naturaleza cuando procura seguir los preceptos divinos. Pero procurar arreglar la caída naturaleza del hombre mediante la pura y santa ley de Dios es tan inútil como absurdo. ¿Cómo podrá la naturaleza caída respirar un aire tan puro? ¡Imposible! Es preciso que ambos, la naturaleza y el aire, sean divinos.

La fe, fuerza motriz del alma

Pero Dios no solo comunica al creyente una naturaleza divina y no solo la guía por sus preceptos divinos, sino que pone delante de él esperanzas acordes con esta naturaleza. Así ocurrió con Abraham. El “Dios de gloria” (Hechos 7:2) se le apareció, y ¿con qué objeto? Dios quería poner delante de él un objeto digno de poseer: “la tierra que yo te mostraré” (v. 1). En esto no había nada de obligación forzosa, pero Dios atraía el alma. Según la apreciación de la nueva naturaleza, o de la fe, la tierra de Jehová era mucho mejor que Ur o Harán; y, aunque no había visto esta tierra, la fe sabía apreciar su hermosura y su valor, juzgando que, para poseerla, valía la pena abandonar las cosas presentes. Esta es la razón por la cual leemos que “por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba” (Hebreos 11:8), es decir que andaba por fe y no por vista (2 Corintios 5:7). Aunque sus ojos no habían visto, creía en su corazón; la fe era la gran fuerza motriz de su alma. La fe descansa en un fundamento mucho más sólido que la evidencia de nuestros sentidos físicos: la Palabra de Dios. Nuestros sentidos nos pueden engañar; la Palabra de Dios nunca.

El sistema del legalismo niega por completo la doctrina de la nueva naturaleza, como así también los preceptos que la guían y las esperanzas que la animan. El legalista enseña que es preciso renunciar a la tierra para ganar el cielo. Pero ¿cómo puede la naturaleza caída abandonar aquello a lo que está ligada? ¿Cómo podrá sentirse atraída por lo que para ella no tiene atractivo alguno? El cielo no tiene atractivo para la vieja naturaleza; el cielo sería el último lugar donde ella querría estar. No siente gusto ni por el cielo, ni por lo que ocupa el cielo, ni por los moradores del cielo. Si fuera posible que la naturaleza caída entrara en el cielo, se hallaría a disgusto allí. Es incapaz de renunciar a la tierra e incapaz de sentir vivo deseo de alcanzar el cielo. Es verdad que se contentaría con escapar del infierno y de sus tormentos indescriptibles; pero el deseo de escapar del infierno y el deseo de alcanzar el cielo brotan de dos fuentes muy diferentes. El primero puede existir en la vieja naturaleza; el segundo solo se halla en la nueva naturaleza. Si no hubiera “lago de fuego” (Apocalipsis 19:20; 20:10, 14-15), gusano que no muere y “crujir de dientes” (Lucas 13:28) en el infierno, la vieja naturaleza nada temería. Y este principio es verdadero respecto a todos los deseos y todas las necesidades de esa naturaleza. La doctrina del legalismo enseña que es necesario abandonar el pecado antes de conseguir la justificación, pero la naturaleza caída no puede abandonar el pecado, y, en cuanto a la justicia, esa naturaleza la odia positivamente. Es verdad que ama cierta medida de piedad, pero tan solo con la idea y la esperanza de que la piedad le salve del fuego del infierno. La vieja naturaleza no ama al cristianismo puro, porque este hace que el alma se goce ya en Dios y en sus caminos.

“El glorioso evangelio del Dios bendito”

¡Cuán diferente en todos sentidos es “el glorioso evangelio del Dios bendito” (1 Timoteo 1:11) a toda esa irrisoria doctrina del legalismo! Ese Evangelio nos revela a Dios mismo descendiendo en perfecta gracia, quitando el pecado de la manera más absoluta mediante el sacrificio de la cruz y sobre el fundamento de la justicia eterna, habiendo Cristo sufrido por el pecado, hecho por nosotros “pecado” (2 Corintios 5:21). Y Dios no solo quita el pecado, sino que comunica la vida nueva, la vida de resurrección, que es la misma vida de su propio Hijo resucitado y glorificado, la vida que todo verdadero creyente ya posee, en virtud de que, en el eterno consejo de Dios, está unido al que fue clavado a la cruz, pero que ahora está sentado en el trono de la Majestad en los cielos. A esta nueva naturaleza –como ya lo hemos hecho notar– Dios, en su bondad, la guía por los preceptos de su santa Palabra, aplicada por el Espíritu Santo; la anima también presentándole esperanzas indestructibles; a distancia le revela “la esperanza de la gloria” (Romanos 5:2), “la ciudad que tiene fundamentos”, la “patria… mejor, esto es, celestial” (Hebreos 11:10, 14, 16), las “muchas moradas” (Juan 14:2) en la casa del Padre, las arpas de oro, las palmas verdes y las “ropas blancas” (Apocalipsis 7:9), el “reino inconmovible” (Hebreos 12:28), la comunión eterna con él en esas regiones en las cuales no habrá más noche ni dolor, la gracia indecible de ser guiado eternamente “a fuentes de aguas de vida” (Apocalipsis 7:17) en el paraíso del amor del Redentor.

¡Cuán diferente es todo esto de las ideas del legalista! Dios, en vez de exhortarme a abandonar las cosas de la tierra que amo para obtener un cielo que aborrezco; en lugar de desarrollar y gobernar una naturaleza caída, Dios –decía– en su gracia infinita, y en virtud del sacrificio hecho por Cristo, me comunica una naturaleza capaz de gozar del cielo y me da un cielo del que puede gozar esta naturaleza, y no solo un cielo sino su propia persona, fuente inagotable de toda la bienaventuranza del cielo.

Tal es el infinitamente glorioso camino de Dios. Conforme a este obró con Abram, con Saulo de Tarso y así obra con respecto a nosotros. El Dios de gloria mostró a Abram mejor patria que la de Ur y Harán, hizo ver a Saulo de Tarso una gloria tan resplandeciente que quedaron cerrados sus ojos a todos los esplendores de la tierra, de suerte que en adelante los tenía por “basura para ganar a Cristo” (Filipenses 3:8), quien le había aparecido, y cuya voz había resonado hasta en lo más profundo de su alma. Saulo vio un Cristo celestial en la gloria, y durante todo el resto de su carrera terrestre, a pesar de la flaqueza del “vaso de barro” (Números 5:17 y Romanos 9:20), este Cristo celeste y esta gloria celeste llenaron su alma entera.

Dios responde a la fe de Abraham pero pone a prueba a su siervo

“Y pasó Abram por aquella tierra hasta el lugar de Siquem, hasta el encino de More; y el cananeo estaba entonces en la tierra” (v. 6). La presencia de los cananeos en la tierra de Jehová fue necesariamente para Abraham un llamamiento a la fe y a la esperanza, un ejercicio de corazón, una prueba de paciencia. Había dejado Ur y Harán para trasladarse al país del cual “el Dios de gloria” le había hablado, y allí halló a los cananeos. Pero “apareció Jehová a Abram, y le dijo: A tu descendencia daré esta tierra” (v. 7). El conjunto de estas dos declaraciones es de una hermosura conmovedora. “El cananeo estaba entonces en la tierra” (v. 6), y para que Abraham no pusiese sus ojos en el cananeo, entonces poseedor de la tierra, Jehová le apareció como dueño dispuesto a darle ese país a él y a su posteridad para siempre. Así los pensamientos de Abraham fueron dirigidos a Jehová, y no a los cananeos, en lo que hay para nosotros una enseñanza preciosa. Los cananeos en el país son la expresión del poder de Satanás pero, en lugar de preocuparnos del poder de Satanás –lo que nos alejaría de nuestra herencia– somos llamados a asirnos del poder de Cristo, quien nos introduce en la herencia.

No tenemos lucha contra sangre y carne, sino… contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes
(Efesios 6:12).

La esfera misma a la cual somos llamados es la escena de nuestra lucha. ¿Hemos de espantarnos del enemigo? Ciertamente que no, porque Cristo está por nosotros, el Cristo victorioso en el cual “somos más que vencedores” (Romanos 8:37). Por lo mismo, en lugar de abandonarnos a un espíritu de temor, vivimos con un espíritu de adoración. Abram “edificó allí un altar a Jehová, quien le había aparecido. Luego se pasó de allí a un monte al oriente de Bet-el, y plantó su tienda” (v.7-8). El altar y la tienda nos hacen patentes los dos rasgos principales del carácter de Abraham: fue adorador de Dios y extranjero en el mundo. No tuvo dónde “asentar un pie” (Hechos 7:5), pero tenía a Dios y con ello le bastaba.

Pero, si bien Dios corresponde a la fe, también la prueba. La fe tiene, por tanto, sus pruebas. No se debe imaginar que el creyente solo ha de recorrer un camino fácil y llano. Lejos de ello. Al contrario encuentra sin cesar, mares alborotados y cielos encapotados. Experimenta así de una manera más profunda y más madura lo que Dios es para el corazón que confía en él. Si el cielo fuera siempre sereno y el sendero llano, el creyente descuidaría su relación con Dios; sabemos cuán inclinado está el corazón a tomar la paz exterior por la paz de Dios. Cuando todo alrededor de nosotros va bien, cuando nuestras posesiones están seguras, prosperan nuestros negocios, se comportan bien nuestros hijos, la casa es cómoda, disfrutamos de buena salud y, en una palabra, todas las cosas están a gusto, ¡cuán dispuestos estamos a confundir la paz que descansa sobre tal estado de cosas con la que proviene de la sentida presencia de Cristo! El Señor sabe esto y, por lo mismo, cuando descansamos en las circunstancias en lugar de descansar sobre su persona, nos visita y, de un modo u otro, derriba nuestros falsos apoyos.

Más todavía, a veces llegamos a creer que tal o cual camino es recto porque está libre de pruebas, y viceversa. Este es un gran error. El sendero de la obediencia es a menudo de lo más penoso para la carne y la sangre. Por eso Abraham no solo fue llamado a encontrarse con los cananeos en el lugar al que Dios le había llamado, sino que “hubo… hambre en la tierra” (v. 10). ¿Debía Abraham entender, como consecuencia, que no se hallaba donde debía? Ciertamente que no, porque entonces habría juzgado según la vista de sus ojos, y la fe nunca obra así. Aquello, sin duda, le era una prueba para el corazón, una cosa incomprensible para su naturaleza, pero para la fe todo es claro y fácil. Cuando Pablo fue llamado a Macedonia, casi la primera cosa que halló fue la cárcel de Filipo. Un corazón que no estuviera en comunión con Dios habría visto en esa prueba un golpe fatal a su misión. Pero Pablo no dudó de su condición ni por un momento, y pudo cantar alabanzas a Dios en medio de la misma prisión, seguro como estaba de que todo lo que le había sobrevenido era precisamente lo que debía ocurrir. Y Pablo tenía razón, porque en la cárcel de Filipo había un “vaso de misericordia” (Romanos 9:23) que, humanamente hablando, jamás habría podido oír el Evangelio si quienes lo proclamaban no hubieran sido echados en el lugar donde estaba ese vaso. A despecho de sí mismo, el diablo vino a ser el instrumento del que Dios se sirvió para que el Evangelio llegara a oídos de uno de sus elegidos.

El hambre y Egipto

Así que Abraham debió haber pensado del hambre lo mismo que Pablo de la prisión. Se hallaba precisamente en la condición en que Dios le había colocado, y no se le había dado orden de salir. Allí estaba el hambre, por cierto; más aun, a su alcance estaba Egipto, ofreciéndole socorro; pero el sendero del siervo de Dios estaba claro. Más le hubiera valido morir de hambre en Canaán, si hubiese sido necesario, que vivir en la abundancia de Egipto. Más vale sufrir en el camino de Dios que holgarse en el de Satanás. Más vale ser pobre con Cristo que rico sin él. Abraham tuvo en Egipto “ovejas, vacas, asnos, siervos, criadas, asnas y camellos” (v. 16), prueba evidente –⁠dirá el corazón natural– de que Abraham hizo bien al descender a Egipto. Pero ¡ay! en Egipto no tuvo altar, ni comunión con Dios. El país de Faraón no era el lugar de la presencia de Jehová, de modo que, al descender allí, fue más lo que Abraham perdió que lo que ganó.

Así sucede siempre; nada puede suplir la falta de comunión con Dios. La salvación de una calamidad temporal y la adquisición de las riquezas más grandes son pobres sustitutos de lo que se pierde alejándose, aunque fuera solo un ápice, del recto sendero de la obediencia. ¿Habrá muchos de nosotros que puedan decir «amén» a esto? ¡Cuántos hay que, para escapar de la prueba y del trabajo –⁠elementos inseparables del camino de Dios–, se han vuelto atrás para seguir la corriente del presente siglo malo, cayendo así en un deplorable estado de esterilidad, de sequedad, de tristeza y de tinieblas espirituales. Es muy posible –como se dice vulgarmente– que «hayan hecho fortuna», que hayan acumulado riquezas, ganado, favores del mundo, que hayan sido «bien tratados» por sus Faraones, que hayan adquirido un nombre y una posición entre los hombres, pero ¿pueden estas cosas compensar el gozo que se siente en la comunión con Dios, en la posesión de un corazón feliz, de una conciencia pura y sin mancha, en contar con un espíritu de adoración y gratitud, en prestar un testimonio vivo y un servicio eficaz? ¡Desdichado aquel que pudiera pensar así! Y, no obstante, con frecuencia hemos visto vender todas estas bendiciones incomparables por un poco de bienestar, un poco de influencia en el mundo, un poco de dinero.

Velemos contra esta tendencia a abandonar el camino de la obediencia sencilla y completa, camino estrecho, pero siempre seguro; a veces áspero, pero siempre feliz y bendito. Seamos solícitos en “mantener la fe y la buena conciencia”, cosas a las que nada puede reemplazar. Si sobreviene la prueba, en lugar de volver atrás en pos de Egipto, refugiémonos en Dios, de modo que la prueba, en lugar de sernos motivo de caída, nos sea ocasión de manifestar nuestra obediencia. Y cuando seamos tentados a seguir la corriente del mundo, acordémonos del que

Se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre
(Gálatas 1:4).

Si tal fue su amor por nosotros y tal su juicio acerca del carácter del presente siglo malo, que se dio a sí mismo para librarnos de este, ¿renegaremos de él, yendo a hundirnos otra vez en un mundo del cual nos ha librado para siempre por medio de su cruz? ¡Dios nos libre de hacerlo! ¡El Todopoderoso nos guarde en la palma de su mano y a la sombra de sus alas, hasta que veamos a Jesús tal cual es seamos como él y estemos con él para siempre jamás!