El monte horeb y el evangelio
Ahora Dios da las segundas tablas, no para ser quebradas como las primeras, sino para ser guardadas en el arca encima de la cual Jehová debía tomar lugar como Señor de toda la tierra en el gobierno moral. “Y Moisés alisó dos tablas de piedra como las primeras; y se levantó de mañana y subió al monte Sinaí, como le mandó Jehová, y llevó en su mano las dos tablas de piedra. Y Jehová descendió en la nube, y estuvo allí con él, proclamando el nombre de Jehová. Y pasando Jehová por delante de él, proclamó: ¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación” (v. 4-7). Recordemos que Dios se muestra aquí en su gobierno moral del mundo, no tal como se manifiesta en la cruz, ni como aparece en la faz de Jesucristo, ni como es proclamado en el Evangelio de su gracia. El Evangelio nos describe a Dios con las siguientes palabras: “Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo; y nos dio el ministerio de la reconciliación; que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Corintios 5:18-19). “No tener por inocente al malvado” y “no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados” nos presentan dos pensamientos de Dios diametralmente opuestos. Visitar la iniquidad y perdonarla no es, desde luego, la misma cosa. La primera es Dios obrando en su gobierno; la segunda es Dios obrando según el Evangelio. En 2 Corintios 3, el apóstol pone en oposición el “ministerio” del Éxodo 34 con “el ministerio” del Evangelio. Es de provecho estudiar ese capítulo con cuidado. Allí se destaca que aquel que considere el carácter de Dios, revelado a Moisés en el monte Horeb, como si fuese un despliegue del Evangelio, tiene una comprensión equivocada y deficiente de lo que es el Evangelio. No es posible descubrir los profundos secretos del corazón del Padre ni en la creación, ni en el gobierno moral. ¿Habría hallado lugar el hijo pródigo en los brazos de Aquel que se reveló en el monte Sinaí? No, seguramente. Pero Dios se ha revelado a sí mismo en la faz de Jesucristo. Él nos ha manifestado, con una divina armonía, todos sus atributos por medio de su obra en la cruz. Allí,
La misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron
(Salmo 85:10).
El pecado ha sido perfectamente quitado, y el pecador que cree queda perfectamente justificado “por la sangre de la cruz” (Colosenses 1:20).
Cuando vemos a Dios revelado así, no podemos menos que inclinarnos y, como Moisés, bajar “la cabeza hacia el suelo” y adorar (v. 8). ¡Esta es la actitud que conviene a un pecador perdonado y aceptado en la presencia de Dios!