Nacimiento de Moisés
Fracaso de Satanás
Esta porción del libro del Éxodo abunda en principios de verdad divina de la mayor importancia, y la podemos clasificar en tres grupos principales, a saber: el poder de Satanás, el poder de Dios y el poder de la fe.
En el último versículo del capítulo precedente, leemos: “Entonces Faraón mandó a todo su pueblo, diciendo: Echad al río a todo hijo que nazca, y a toda hija preservad la vida” (cap. 1:22). He aquí el poder de Satanás. El río era el lugar de la muerte, y el enemigo procuraba, mediante la muerte, desvanecer el designio de Dios. En todos los tiempos, la serpiente antigua ha acechado con ojo maligno contra los instrumentos que Dios quería usar para cumplir sus consejos de misericordia. ¿No vemos a la serpiente en el capítulo 4 del Génesis, acechando a Abel, el vaso escogido por Dios, y esforzándose para hacerlo desaparecer por la muerte? En la historia de José, en Génesis 37, se ve al mismo enemigo proseguir su obra, procurando causar la muerte del hombre que Dios había escogido para el cumplimiento de sus planes. Lo mismo sucede con el exterminio de la “descendencia real” (2 Crónicas 22), con los niños de Belén (Mateo 2) y con la muerte de Cristo (Mateo 27). En cada uno de estos casos encontramos al adversario que intenta interrumpir, por medio de la muerte, la corriente de la acción divina. Pero, gracias a Dios, existe algo más allá de la muerte. Toda esta esfera de la acción divina, en cuanto a su relación con la redención, está más allá de los límites del reino de la muerte. Y cuando Satanás ha agotado todo su poder, Dios empieza a manifestarse. La tumba es el final de la actividad del diablo, pero allí comienza a manifestarse la actividad de Dios. ¡Gloriosa verdad! Satanás tiene el poder de la muerte, pero Dios es el Dios de los vivos. Él comunica una vida que está más allá del alcance y del poder de la muerte, una vida contra la cual Satanás no puede atentar. El corazón creyente halla así un dulce alivio en medio de un mundo donde reina la muerte y contempla sin temor a Satanás desplegando toda la plenitud de su poder. El creyente puede apoyarse confiadamente sobre la poderosa intervención de Dios en la resurrección. Puede detenerse delante de la tumba que acaba de cerrarse sobre algún ser amado y recoger, de boca de Aquel que es
La resurrección y la vida
(Juan 11:25),
la bienaventurada certidumbre de una gloriosa inmortalidad. Sabiendo que Dios es más fuerte que Satanás, el creyente puede esperar en paz la plena manifestación del poder superior de Dios y, esperando así, apropiarse la victoria de este poder y la paz establecida que ella trae consigo. Los primeros versículos de este capítulo nos ofrecen un hermoso ejemplo de este poder de la fe.
Los padres de Moisés
“Un varón de la familia de Leví fue y tomó por mujer una hija de Leví, la que concibió, y dio a luz un hijo; y viéndole que era hermoso, le tuvo escondido tres meses. Pero no pudiendo ocultarle más tiempo, tomó una arquilla de juncos, y la calafateó con asfalto y brea, y colocó en ella al niño y lo puso en un carrizal a la orilla del río. Y una hermana suya se puso a lo lejos, para ver lo que le acontecería” (v. 1-4). De cualquier manera que contemplemos esta escena, la vemos llena de un vivo interés. Vemos a la fe triunfando sobre las influencias de la naturaleza y de la muerte, permitiendo al Dios de la resurrección que obre en la esfera y según el carácter que le son propios. Sin duda alguna, el poder del enemigo se muestra también de una manera evidente, por cuanto fue necesario que el niño se hallase en tal posición, una posición de muerte. Además, una espada traspasa el corazón de la madre, cuando ve a su hijo amado acostado en su pequeña tumba. Pero si Satanás podía obrar, si la naturaleza, encarnada en la madre, lloraba, Aquel que vivifica a los muertos estaba detrás de la nube sombría. La fe le contemplaba allí, dorando con sus brillantes y vivificadores destellos el lado celeste de la nube. “Por la fe Moisés, cuando nació, fue escondido por sus padres por tres meses, porque le vieron niño hermoso, y no temieron el decreto del rey” (Hebreos 11:23).
La arquilla de juncos
Por este hecho, la noble hija de Leví nos da una santa lección. Su “arquilla de juncos, calafateada con asfalto y brea”, proclama la confianza que ella tenía en la verdad de que había alguna otra cosa que, como en otros tiempos para Noé, el “pregonero de justicia” (2 Pedro 2:5), podía defender a ese “niño hermoso” de las aguas de la muerte. En efecto, la arquilla de juncos, ¿era acaso solamente una invención humana, creada por la previsión y destreza natural del hombre, la inspiración del corazón de una madre que alimenta la dulce aunque quimérica esperanza de arrebatar su tesoro a las manos despiadadas de la muerte por el agua? ¿No es más bien la fe la que la formó para ser un bajel de misericordia, para llevar con toda seguridad a un “niño hermoso” por encima de las sombrías aguas de la muerte, al lugar que le había sido destinado por decreto inmutable del Dios vivo? Cuando contemplamos a la hija de Leví, inclinada sobre esa “arquilla de juncos” que su fe ha construido, dejando allí a su hijo, la madre de Moisés se nos representa como una imagen de la fe que, elevándose intrépidamente por encima de este mundo de desolación y muerte, atraviesa, con su mirada de águila, las sombrías nubes que se ciernen sobre una tumba. La fe ve al Dios de la resurrección cumplir los designios de sus consejos eternos en una esfera donde las flechas de la muerte no pueden llegar jamás. Apoyada sobre “la fortaleza… de los siglos” (Apocalipsis 7:12), espera en actitud de triunfo, mientras que las olas de la muerte braman y se estrellan a sus pies.
¿Qué valor podía tener el “decreto del rey” para un alma que poseía ese principio celeste? ¿Cuál podía ser la importancia de tal mandato para aquella que podía permanecer tranquila al lado de su arquilla de juncos, mirando a la muerte cara a cara? El Espíritu Santo nos lo dice: “Por la fe… sus padres… no temieron el decreto del rey” (Hebreos 11:23). El alma que conoce un poco lo que es tener comunión con el Dios que resucita a los muertos, no teme nada. Puede imitar el lenguaje triunfante del apóstol, y decir: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 15:55-57). Por la fe, el alma puede pronunciar esas palabras de triunfo sobre el mártir Abel, sobre José en la cisterna, sobre la simiente real exterminada por la mano de Atalía; sobre los inocentes niños de Belén pasados a cuchillo por orden del cruel Herodes. Y sobre todo, puede pronunciarlas sobre el sepulcro del Autor de nuestra salvación.
Pero es posible que algunos no sepan ver y distinguir la obra de la fe en la construcción de la arquilla de juncos. Algunos, tal vez, son incapaces de ir más allá de lo que hizo la hermana de Moisés, la cual se paró “a lo lejos, para ver lo que le acontecería” (v. 4). Es evidente que la hermana no estaba a la altura de la madre en cuanto a la medida de la fe. Indudablemente, había en ella ese interés profundo, ese verdadero afecto, que vemos en “María Magdalena, y la otra María, sentadas delante del sepulcro” (Mateo 27:61). Pero en la constructora de la “arquilla” había algo muy superior al afecto o al interés. Es cierto que la madre no estaba a lo lejos, para ver lo que acontecería a su hijo, y, como sucede con frecuencia, la grandeza moral de la fe podría parecer en su caso como indiferencia. Pero no era indiferencia, sino la verdadera grandeza, la grandeza de la fe. Si el afecto natural no la retenía cerca de la escena de la muerte, el poder de la fe le había encomendado una obra más noble para llevarla a cabo en la presencia del Dios de la resurrección: su fe había dado lugar a Dios en la escena. Él se manifiesta de una manera infinitamente gloriosa.
La hija de Faraón
“Y la hija de Faraón descendió a lavarse al río, y paseándose sus doncellas por la ribera del río, vio ella la arquilla en el carrizal, y envió una criada suya a que la tomase. Y cuando la abrió, vio al niño; y he aquí que el niño lloraba. Y teniendo compasión de él, dijo: De los niños de los hebreos es este” (v. 5-6). La respuesta divina empieza a hacerse oír en los oídos de la fe, y con los más dulces acentos. Dios intervenía en todo esto. Qué importa que el racionalista, el incrédulo, el ateo, se rían de ello; la fe también se ríe, pero de muy distinta manera. La risa de los primeros es la risa fría, desdeñosa, que no acepta la idea de la intervención divina en un acontecimiento tan trivial como es el paseo de una princesa. La risa de la fe es la risa de la felicidad, del gozo, al pensar que Dios interviene en todo lo que acontece. Y si alguna vez la intervención de Dios se ha mostrado de una manera palpable, fue, sin duda alguna, en este paseo de la hija de Faraón, aunque ni ella misma lo sabía.
Una de las más dichosas ocupaciones del alma regenerada es seguir las huellas de la intervención divina en las circunstancias y acontecimientos en los cuales un espíritu ligero no ve más que el ciego azar, o el destino cruel. Sucede con frecuencia que la cosa más insignificante viene a ser un importante eslabón de la cadena de acontecimientos que Dios hace concurrir para desarrollar sus grandes designios. Así, por ejemplo, en el capítulo 6 del libro de Ester, versículo 1, vemos a un monarca pagano pasando una noche de insomnio; cosa sin duda bastante frecuente para él, así como para muchos otros. A pesar de ello, esta insignificante circunstancia fue un eslabón importante en esta larga cadena de acontecimientos providenciales que vemos terminar con la maravillosa liberación de la posteridad oprimida de Israel. Lo mismo acontece con el paseo de la hija de Faraón por la ribera del río. ¡Cuán lejos estaba ella de pensar que iba a contribuir al desarrollo de los planes de “Jehová, el Dios de los hebreos”! Desde luego, ni soñaba que ese niño, llorando en la arquilla de juncos, era el instrumento escogido por Jehová para quebrantar a Egipto hasta sus cimientos. Y, sin embargo, así fue. Jehová puede hacer que “la ira del hombre” lo alabe y puede reprimir “el resto de las iras” (Salmo 76:10). ¡Con cuánta claridad se evidencia esto en el siguiente pasaje!
“Entonces su hermana dijo a la hija de Faraón: ¿Iré a llamarte una nodriza de las hebreas, para que te críe este niño? Y la hija de Faraón respondió: Vé. Entonces fue la doncella, y llamó a la madre del niño, a la cual dijo la hija de Faraón: Lleva a este niño, y críamelo, y yo te lo pagaré. Y la mujer tomó al niño y lo crió. Y cuando el niño creció, ella lo trajo a la hija de Faraón, la cual lo prohijó, y le puso por nombre Moisés, diciendo: Porque de las aguas lo saqué” (cap. 2:7-10). La fe de la madre de Moisés halla aquí su plena recompensa; Satanás queda confundido, y se manifiesta la maravillosa sabiduría de Dios. ¿Quién pudo haberse imaginado que aquel mismo que había dicho: “Si es hijo, matadlo” (cap. 1:16), y que añadió luego: “Echad al río a todo hijo que nazca”, tendría en su corte a uno de tales hijos? El diablo fue vencido con sus propias armas, porque Faraón, de quien quería servirse para destruir el propósito de Dios, fue usado por Dios mismo para alimentar y educar a ese Moisés que iba a ser Su instrumento para confundir el poder de Satanás. Ciertamente,
También esto salió de Jehová de los ejércitos, para hacer maravilloso el consejo y engrandecer la sabiduría
(Isaías 28:29).
Confiemos en él con mayor sencillez, y entonces nuestro sendero será más gozoso y nuestro testimonio más eficaz.