La preparación del siervo
Las objeciones de Moisés y los medios de Dios
De nuevo debemos detenernos al pie del monte Horeb, “a través del desierto”, para ver manifestarse de una manera extraordinaria la incredulidad del hombre y la gracia ilimitada de Dios.
“Entonces Moisés respondió diciendo: He aquí que ellos no me creerán, ni oirán mi voz; porque dirán: No te ha aparecido Jehová” (v. 1). ¡Qué difícil es vencer la incredulidad del corazón del hombre, y cuánto le cuesta a este confiar en Dios! ¡Qué lento es el ser humano para aventurarse en alguna empresa confiando solo en la simple promesa de Jehová! Todo está de acuerdo con la naturaleza humana, excepto esto. La más débil caña, visible para el ojo del hombre, es considerada por nuestra naturaleza como infinitamente más sólida, para fundamentar nuestra confianza, que la invisible “Roca de la eternidad” (Isaías 26:4, V. M.) La naturaleza se precipitará sin vacilación hacia cualquier arroyo humano, o cisterna rota, antes que permanecer cerca de la fuente “de aguas vivas” (Jeremías 2:13; 17:13).
Podríamos pensar que Moisés había visto y oído lo suficiente para poner fin a todos sus temores. El fuego consumidor en la zarza que no se consumía; la gracia con toda su condescendencia; los grandes y preciosos títulos de Dios; la misión divina; la seguridad de la presencia de Dios, todas estas cosas deberían haber ahogado todo pensamiento de temor, y comunicado al corazón una firme seguridad. Sin embargo, Moisés continúa preguntando, y Dios respondiéndole. Cada pregunta evidencia una nueva gracia. “Y Jehová dijo: ¿Qué es eso que tienes en tu mano? Y él respondió: Una vara” (v. 2). Jehová quería tomar a Moisés tal como era y servirse de lo que él tenía en la mano. Aquella vara con la que Moisés había conducido las ovejas de su suegro iba a ser empleada para liberar al Israel de Dios, para castigar al país de Egipto, para trazar a través del mar un camino al pueblo redimido de Jehová y para hacer manar el agua de la roca, a fin de refrescar las huestes sedientas de Israel en el desierto. Dios se sirve de los más débiles instrumentos para cumplir sus más gloriosos planes “una vara”; “un cuerno de carnero” (Josué 6:5); “un pan de cebada” (Jueces 7:13); “una vasija de agua” (1 Reyes 19:6); una “honda” de pastor (1 Samuel 17:50); en una palabra, cualquier cosa puede servir, en las manos de Dios, para cumplir la obra que él se ha propuesto. Los hombres se imaginan que no se puede llegar a grandes resultados sino por grandes medios; pero no son así los caminos de Dios. Él se sirve lo mismo de “un gusano” que del “sol”; y de una “calabacera” como de “un recio viento solano” (véase Jonás 4).
La vara
Moisés debía aprender una importante lección, lo mismo respecto a la vara como a la mano que debía usarla durante cuarenta años. Moisés debía aprender y el pueblo había de ser convencido. “Él le dijo: Échala en tierra. Y él la echó en tierra, y se hizo una culebra; y Moisés huía de ella. Entonces dijo Jehová a Moisés: Extiende tu mano, y tómala por la cola. Y él extendió su mano, y la tomó, y se volvió vara en su mano. Por esto creerán que se te ha aparecido Jehová, el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob” (v. 3-5). La vara se volvió serpiente y ante ella, Moisés huía temeroso; pero obedeciendo el mandato de Jehová, la tomó por la cola, y se volvió vara en su mano. Nada más propio que esta figura para expresar la idea del poder de Satanás vuelto contra él mismo. De esto tenemos numerosos ejemplos en los caminos de Dios. Moisés mismo es un notable ejemplo de ello. La serpiente está enteramente bajo el poder de Cristo, y cuando llegue al último límite de su insensata carrera, será precipitada en el lago de fuego para recoger allí los frutos de su obra durante todas las eras sin fin de la eternidad. “La serpiente antigua”, “el acusador” y el adversario, será aplastada eternamente por la vara del Ungido de Dios (Apocalipsis 12:9-10).
La mano leprosa
“Le dijo además Jehová: Mete ahora tu mano en tu seno. Y él metió la mano en su seno; y cuando la sacó, he aquí que su mano estaba leprosa como la nieve. Y dijo: Vuelve a meter tu mano en tu seno. Y él volvió a meter su mano en su seno; y al sacarla de nuevo del seno, he aquí que se había vuelto como la otra carne” (v. 6-7). La mano cubierta de lepra y la purificación de esta lepra representan el efecto moral del pecado, y la manera como el pecado ha sido quitado por la obra perfecta de Cristo. Puesta en el seno, la mano limpia se torna leprosa; y la mano leprosa, puesta en el seno, se vuelve limpia. La lepra es el tipo bien conocido del pecado; y así como el pecado entró por el primer hombre, así también ha sido quitado por el segundo. “Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos” (1 Corintios 15:21). La caída vino por un hombre, y por un Hombre (Cristo) la redención; por el hombre vino la ofensa y por el Hombre el perdón; por el hombre vino el pecado y por el Hombre la justicia; por el hombre, la muerte vino al mundo; por el Hombre, la muerte fue abolida, la vida, la justicia y la gloria fueron introducidas en la tierra. No solamente la misma serpiente será vencida y confundida, sino que toda huella de su obra odiosa y abominable será enteramente borrada y destruida por el sacrificio expiatorio de Aquel que “apareció… para deshacer las obras del diablo” (1 Juan 3:8).
Las aguas cambiadas en sangre
“Y si aún no creyeren a estas dos señales, ni oyeren tu voz, tomarás de las aguas del río y las derramarás en tierra; y se cambiarán aquellas aguas que tomarás del río y se harán sangre en la tierra” (v. 9). Esta es una figura enormemente solemne y expresiva de la consecuencia de rehusar someterse al testimonio divino. Esta señal no debía ser ejecutada sino en caso de que fuesen rechazadas las dos precedentes. Debía ser en primer lugar una señal para Israel, luego una plaga para Egipto (comp. Éxodo 7:17).
La falta de elocuencia
Sin embargo, el corazón de Moisés no está aún satisfecho. “Entonces dijo Moisés a Jehová: ¡Ay, Señor! nunca he sido hombre de fácil palabra, ni antes, ni desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua” (v. 10). ¡Qué vergonzosa cobardía! Solo la paciencia infinita de Jehová podía soportarla. ¿No es evidente que cuando Dios le dijo: “Yo estaré contigo”, daba a su siervo la garantía infalible de que nada le faltaría de cuanto le fuese necesario? Si tenía necesidad de una lengua elocuente, ¿qué más debía hacer sino ponerla ante el “Yo soy”? La elocuencia, la sabiduría, el poder, la fuerza, ¿no estaba todo contenido en ese tesoro inagotable? “Y Jehová le respondió: ¿Quién dio la boca al hombre? ¿o quién hizo al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo Jehová? Ahora pues, ve, y yo estaré con tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar” (v. 11-12). ¡Gracia perfecta e incomparable! ¡Gracia digna de Dios! No hay nadie que sea como Jehová nuestro Dios, cuya gracia paciente supera todas nuestras dificultades y suple todas nuestras necesidades y flaquezas. “Yo, Jehová”, debería hacer cesar para siempre todos los razonamientos de nuestros corazones carnales. Pero esos razonamientos son difíciles de derribar, y se levantan una y otra vez turbando nuestra paz, y deshonrando a ese Ser bendito que se presenta a nuestras almas en la plenitud de su ser, para que recurramos a él según nuestras necesidades.
Será bueno recordar que cuando el Señor está con nosotros, nuestras mismas carencias y debilidades son la ocasión para que él despliegue su gracia todo suficiente y su paciencia perfecta. Si Moisés lo hubiese recordado, no le habría inquietado su falta de elocuencia. El apóstol Pablo aprendió a decir: “De buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:9-10). Este lenguaje es ciertamente el de un discípulo aventajado en la escuela de Cristo. Es la experiencia de un hombre que no se habría afligido por no poseer una gran elocuencia, con tal que hubiese hallado, en la preciosa gracia del Señor Jesús, una respuesta a todas sus necesidades, cualesquiera que fuesen.
El conocimiento de esta verdad debiera haber liberado a Moisés de la excesiva desconfianza y timidez fuera de lugar que le dominaban. Las seguridades que, en su misericordia, le había dado el Señor de estar con su boca, debieran haberle tranquilizado en cuanto a la cuestión de la elocuencia. El que ha hecho la boca del hombre podía, si había necesidad de ello, llenarla de la más poderosa elocuencia. Para la fe esto es cosa muy sencilla; pero el pobre corazón incrédulo confía infinitamente mejor en una lengua elocuente que en Aquel que la ha creado. Este hecho nos parecería inexplicable, si no supiésemos de qué elementos se compone el corazón natural. El corazón no puede confiarse en Dios; y esta es la causa de ese defecto tan humillante de desconfianza, la cual se manifiesta incluso entre los hijos de Dios, cuando, en alguna medida, se dejan dominar por la naturaleza humana. Por esto, en el caso que nos ocupa, Moisés aún vacila: “Y él dijo: ¡Ay Señor! envía, te ruego, por medio del que debes enviar” (v. 13). Esta exclamación era, de hecho, rehusar el glorioso privilegio de ser el único mensajero de Jehová para Israel y para Egipto.
La falsa humildad
Huelga decir que la humildad operada por Dios es una gracia inapreciable. “Revestíos de humildad” (1 Pedro 5:5) es uno de los preceptos divinos. Sin duda, el adorno más conveniente para un miserable pecador es la humildad. Pero si rehusamos tomar el lugar que Dios nos señala o seguir la senda que nos traza, no somos humildes. En el caso de Moisés, es evidente que no era retenido por un exceso de humildad, porque “Jehová se enojó contra” él. Era algo más que humildad y debilidad. Así vemos que mientras ese sentimiento revestía la apariencia de timidez, por censurable que fuese, Dios, en su gracia infinita, lo soportaba y contestaba al mismo con reiteradas promesas. Pero cuando este sentimiento asumió el carácter de incredulidad y lentitud de corazón, el justo enojo de Jehová se encendió contra Moisés; en lugar de ser el único instrumento en la obra del testimonio y de la liberación de Israel, debió compartir con otro este honroso privilegio.
Nada hay que deshonre más a Dios y que sea al mismo tiempo más peligroso para nosotros, que una falsa humildad. Cuando, con el pretexto de que no reunimos ciertas condiciones y virtudes, rehusamos tomar el lugar que Dios nos señala, no es realmente humildad; porque si pudiéramos convencernos de que poseemos esas virtudes y condiciones, nos atribuiríamos el derecho de pretender ese puesto. Por ejemplo, si Moisés hubiese poseído el grado de elocuencia que creía necesario para el cumplimiento de su ministerio, tenemos motivos para creer que no habría vacilado en obedecer al llamamiento de Dios. La cuestión para él era saber el grado de elocuencia que le era necesario; y la respuesta es que, sin Dios, ningún grado de elocuencia humana es suficiente, mientras que, con Dios, el hombre más tartamudo sería un eficaz ministro.
Esta es una gran verdad práctica. La incredulidad no es humildad, sino un orgullo absoluto. Se resiste a creer en Dios porque no halla, en el «yo», una razón para creer. Esto es la cumbre de la presunción. Si cuando Dios habla yo rehúso creerle, sobre la base de algo que está en mí mismo, le hago mentiroso (1 Juan 5:10). Cuando Dios declara su amor, si yo rehúso creerle porque no me considero un objeto suficientemente digno, le hago mentiroso y manifiesto el orgullo inherente a mi corazón. El solo pensamiento de que yo pueda merecer otra cosa que el infierno sería prueba de una completa ignorancia de mi condición y de las demandas de Dios. El rechazo del lugar que me es asignado por el amor redentor, en virtud de la expiación cumplida por Cristo, es hacer a Dios mentiroso, y deshonra el sacrificio de la cruz. El amor de Dios se derrama espontáneamente. No es atraído por mis méritos, sino por mi necesidad. Tampoco se trata del lugar que yo merezco, sino del que merece Cristo. Cristo tomó, en la cruz, el lugar del pecador, a fin de que el pecador tuviese lugar con él en la gloria. Cristo llevó lo que el pecador merece, para que este participase de lo que merece Cristo. El “yo” queda completamente desechado: esta es la verdadera humildad. Nadie puede ser verdaderamente humilde antes de haber llegado al lado celestial de la cruz; allí halla la vida, la justicia y la misericordia divina. Entonces se ha terminado para siempre con el “yo”, y se alimenta de las principescas riquezas de otro. Está moralmente preparado para unirse al clamor que por los siglos eternos retumbará en el cielo:
No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria
(Salmo 115:1).
Sin duda, poco nos conviene detenernos en los errores o debilidades de un siervo tan honrado por Dios como lo fue Moisés, de quien leemos que “fue fiel en toda la casa de Dios, como siervo, para testimonio de lo que se iba a decir” (Hebreos 3:5). Sin embargo, aunque no vamos a detenernos en esas debilidades con un espíritu de propia satisfacción, –como si en parecidas circunstancias nosotros hubiésemos sido capaces de obrar distintamente– debemos procurar apropiarnos de las santas lecciones que la Escritura se propone enseñarnos al hablar de estas cosas. Debiéramos aprender cómo juzgarnos a nosotros mismos, a confiarnos realmente en Dios, a desechar nuestro “yo”, a fin de que Dios pueda obrar en nosotros, por nosotros y para nosotros. He aquí el verdadero secreto del poder.
Aarón hablará por ti
Hemos visto que Moisés se privó, por su falta, del privilegio de ser el único instrumento de Jehová en la obra gloriosa que iba a ser realizada. Pero esto no es todo. “Entonces Jehová se enojó contra Moisés, y dijo: ¿No conozco yo a tu hermano Aarón, levita, y que él habla bien? Y he aquí que él saldrá a recibirte, y al verte se alegrará en su corazón. Tú hablarás a él, y pondrás en su boca las palabras, y yo estaré con tu boca y con la suya, y os enseñaré lo que hayáis de hacer. Y él hablará por ti al pueblo; él te será a ti en lugar de boca, y tú serás para él en lugar de Dios. Y tomarás en tu mano esta vara, con la cual harás las señales” (v. 14-17). Este pasaje es una mina de instrucciones prácticas muy preciosas. Hemos visto los temores y las dudas de Moisés, a pesar de todas las promesas y seguridades que recibía de la gracia divina. Ahora, Moisés nada ha ganado en cuanto a mayor poder real; no hay más virtud ni más poder en la boca de Aarón que en la suya; al contrario él mismo es quien le debe poner las palabras en la boca. No obstante, le vemos dispuesto a marchar porque puede contar con la presencia y cooperación de un mortal, pobre y débil como él, mientras que no supo obedecer cuando Jehová le reiteraba la promesa de estar con él siempre.
¿No es esto como un fiel espejo, en el cual se reflejan el corazón de cada uno? Nos enseña que estamos dispuestos a confiarnos en cualquier cosa antes que en el Dios vivo. Apoyados y protegidos por un mortal semejante a nosotros, avanzamos atrevidos y sin ningún temor. En cambio, temblamos, vacilamos y dudamos cuando solo tenemos la luz de la presencia del Maestro para animarnos, y la fuerza de su brazo para sostenernos. Esto debería humillarnos profundamente delante del Señor, para que supiésemos confiar perfectamente en él y marchar hacia adelante con paso firme, porque le tenemos como nuestro único socorro y fortaleza. Sin duda alguna, la compañía de un hermano es muy preciosa: “Mejores son dos que uno” (Eclesiastés 4:9), ya sea para el trabajo, para el reposo o para el combate. El Señor Jesús envió a sus discípulos “de dos en dos” (Marcos 6:7), porque la compañía es mejor que la soledad. Sin embargo, si nuestro conocimiento personal de Dios y nuestra experiencia de su presencia no son tales que nos permitan, en caso necesario, caminar solos, la presencia de un hermano nos será de poca utilidad. Es digno de mención que Aarón, cuya compañía parecía satisfacer a Moisés, fue quien más tarde hizo el becerro de oro (Éxodo 32:21). Vemos con frecuencia que la misma persona cuya compañía nos parecía necesaria para nuestro éxito y progreso, viene a ser luego motivo del más profundo dolor para nuestro corazón. ¡Recordémolo siempre!
El orden en la casa del siervo, en el camino, en la posada
En todo caso, Moisés consiente por fin a ir; pero antes de estar completamente preparado para la obra a que ha sido llamado, es menester que pase por otra dolorosa experiencia. Es necesario que Dios imprima con su mano la sentencia de muerte sobre su carne. Moisés había aprendido importantes lecciones “a través del desierto”; ahora debe aprender otra lección aún más importante “en el camino” hacia la “posada” (v. 24). Ser siervo de Dios es una cosa sumamente seria; para dicha vocación no es suficiente una educación ordinaria. Es indispensable que la naturaleza humana sea mortificada y mantenida en la posición de muerte. “Pero tuvimos en nosotros mismos sentencia de muerte, para que no confiásemos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos” (2 Corintios 1:9). Todo siervo, para que sea bendecido en su servicio, necesariamente debe saber algo de lo que significa tener en sí mismo esta sentencia de muerte. Moisés debió pasar personalmente por ese camino, antes de que estuviese moralmente calificado para comenzar su misión. Él se disponía a presentar a Faraón este solemne mensaje: “Jehová ha dicho así: Israel es mi hijo, mi primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva, mas no has querido dejarlo ir; he aquí yo voy a matar a tu hijo, tu primogénito” (v. 22-23). Mensaje de juicio y de muerte para Faraón; pero para Israel, mensaje de vida y de salvación. Recordemos que quien quiera hablar, en nombre de Dios, de muerte y de juicio, de vida y de salvación, debe sentir primero en su propia alma la realidad de tales cosas. Moisés, en el principio del libro, nos es presentado, en figura, como depositado en la tumba; pero vivir la experiencia de la muerte en su propia persona era cosa distinta. Por eso leemos: “Y aconteció en el camino, que en una posada Jehová le salió al encuentro, y quiso matarlo. Entonces Séfora tomó un pedernal afilado y cortó el prepucio de su hijo, y lo echó a sus pies, diciendo: A la verdad tú me eres un esposo de sangre. Así le dejó luego ir. Y ella dijo: Esposo de sangre, a causa de la circuncisión” (v. 24-26). Este pasaje nos introduce en un gran secreto de la vida personal de Moisés y de su hogar. Es evidente que, hasta ese momento, el corazón de Séfora había retrocedido ante la aplicación del “pedernal afilado” sobre el objeto de sus afectos maternales. Ella había evitado la marca que debía ser impresa sobre la carne de cada uno de los miembros del Israel de Dios. No era consciente de que su unión con Moisés implicaba, necesariamente, la muerte de la naturaleza. Retrocedía ante la cruz, cosa natural. Pero Moisés había cedido ante su esposa en ese asunto, y esto nos explica la escena misteriosa en la “posada”. Si Séfora rehúsa circuncidar a su hijo, Jehová pondrá la mano sobre su esposo; y si Moisés se acomoda a los sentimientos de su esposa, Jehová le saldrá al encuentro para “matarlo”. La sentencia de muerte debe ser escrita sobre nuestra naturaleza; y si nosotros procuramos sustraernos a ella por un lado, la encontraremos por otro.
Séfora, tipo de la Iglesia
Ya se ha hecho notar que Séfora representa a la Iglesia de manera interesante e instructiva. Ella fue unida a Moisés durante la época en que este era rechazado por sus hermanos. El pasaje que acabamos de citar nos enseña que la Iglesia es llamada a conocer a Cristo como Aquel a quien está unida “por la sangre”, siendo su privilegio beber de su copa y ser bautizada de su bautismo. Estando crucificada con él, es necesario que sea hecha semejante a su muerte; que mortifique sus miembros terrenales; que tome su cruz cada día, y que le siga. La relación con Cristo está basada en la sangre; y la manifestación del poder de esta relación implica, necesariamente, la muerte de la naturaleza. “Vosotros estáis completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad. En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos” (Colosenses 2:10-12).
Tal es la doctrina relativa a la posición de la Iglesia con Cristo, doctrina llena de los más gloriosos privilegios para la Iglesia y para cada uno de sus miembros: entera remisión de los pecados, justificación, aceptación completa, seguridad eterna, perfecta comunión con Cristo en toda su gloria; esta doctrina lo comprende todo. “Estáis completos en él”. ¿Qué se le podría añadir a Aquel que está completo? ¿La “filosofía”, “las tradiciones de los hombres… los rudimentos del mundo”? ¿La comida o la bebida? ¿Los “días de fiesta, luna nueva o días de reposo”? ¿“No manejes, ni gustes, ni aun toques” esto o aquello, “los mandamientos y doctrinas de los hombres”? (Colosenses 2:8-23). ¿Los días, los meses, los tiempos, y los años? ¿Podrá acaso alguna de estas cosas, o todas ellas juntas, añadir una tilde o una jota a quien Dios ha declarado “completo”? Igual sería preguntar si, después de los seis días de trabajo empleados por Dios en la obra de la creación, el hombre pudo haber dado un último retoque a lo que Dios había declarado ser “bueno en gran manera”.
Tampoco debemos, en manera alguna, considerar ese estado de perfección, como algo a que el cristiano aún debe llegar, o que no ha alcanzado todavía, sino hacia lo cual prosigue con perseverancia, sin que nunca pueda estar seguro de poseerlo hasta la hora de la muerte, o delante del trono del juicio. Este estado de perfección es la parte del más débil, del menos instruido, del menos experimentado de los hijos de Dios que viven en el mundo. El más pequeño de los santos está comprendido en el “estáis completos” del apóstol (Colosenses 2:10). Todos los hijos de Dios están completos en Cristo. Pablo no dice: «seréis completos», «puede que lo seáis», «esperad que seréis», «orad para que seáis»; sino que por el Espíritu Santo declara de la manera más absoluta: “Estáis completos en él”. Este es el verdadero punto de partida para el cristiano. Tomar como fin aquello que Dios ha señalado como punto de partida, es trastornar toda la enseñanza del Espíritu Santo.
Pero tal vez se dirá: si esto es así, ¿no tenemos, pues, ningún pecado, ni defectos, ni imperfecciones? Ciertamente que sí: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Juan 1:8). Tenemos pecado en nosotros, pero no sobre nosotros. Además, ante Dios no estamos en nuestro «yo», sino en Cristo. “En él” estamos “completos”. Dios ve al creyente en Cristo, con Cristo, y como Cristo: esta es nuestra condición inmutable, nuestra eterna posición como cristianos. “El cuerpo pecaminoso carnal” ha sido echado a un lado por “la circuncisión de Cristo” (Colosenses 2:11); el creyente no está en la carne (Romanos 7:5; 8:9), aunque la carne está en él. Se halla unido a Cristo por la potestad de una vida nueva y eterna, y esta nueva vida está inseparablemente unida a la justicia divina con la cual el creyente está establecido ante Dios. El Señor Jesús ha quitado todo lo que estaba en contra del creyente, acercándolo a Dios e introduciéndole delante de él, con el mismo favor de que él goza en la presencia de Jehová. En una palabra, Cristo es nuestra justicia (1 Corintios 1:30; 2 Corintios 5:21). Esto pone fin a todas las cuestiones, responde a todas las objeciones, e impone silencio a todas las dudas:
Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos
(Hebreos 2:11).
Esta serie de verdades ha brotado del interesantísimo tipo que se nos presenta en la relación entre Moisés y Séfora. Ahora debemos abandonar esta sección y despedirnos, por un momento, de “lo interior del desierto” (cap. 3:1, V. M.); pero no olvidemos las lecciones y las santas impresiones que hemos recibido allí. Son esenciales para todo siervo de Cristo y para todo mensajero del Dios vivo. Todos los que quieran servir y ser prósperos en su servicio, ya sea en la importante obra de la evangelización, o en los diversos ministerios de la casa de Dios que es la Iglesia, tendrán necesidad de apropiarse de las preciosas instrucciones que Moisés recibió al pie del monte Horeb y “en una posada”.
Si se diera la atención merecida a las cosas que acabamos de meditar, no se vería a tantos que corren sin ser enviados, ni los veríamos lanzarse a un ministerio para el cual no han sido destinados. Es imperiosamente necesario que quienes pretenden predicar, enseñar, exhortar o ejercer un ministerio cualquiera, se examinen cuidadosamente para saber si verdaderamente han sido preparados, enseñados y enviados por Dios. Sin esto, su obra no será reconocida por Dios, ni de bendición para los hombres, y cuanto antes se retiren, tanto mejor para ellos mismos y para aquellos a quienes han querido imponer el pesado yugo de escucharlos. Jamás un ministerio humano tendrá un puesto dentro del recinto sagrado de la Iglesia de Dios. Es necesario que todo siervo sea dotado de Dios, enseñado de Dios y enviado por Dios.
Aarón va al encuentro de Moisés
“Y Jehová dijo a Aarón: Ve a recibir a Moisés al desierto. Y él fue, y lo encontró en el monte de Dios, y le besó. Entonces contó Moisés a Aarón todas las palabras de Jehová que le enviaba, y todas las señales que le había dado” (v. 27-28). Esta hermosa escena de unión y de tierno amor fraternal forma un marcado contraste con otras que, más tarde, tendrán lugar entre estos dos hombres durante su peregrinación a través del desierto. Cuarenta años de vida en el desierto deben producir forzosamente grandes cambios en los hombres y en las cosas. Sin embargo, vale la pena detenerse un momento para considerar los primeros tiempos de la carrera del creyente, cuando las rudas realidades de la vida del desierto no han detenido todavía, en ningún sentido, el impulso de unos vivos y generosos afectos; cuando el engaño, la corrupción y la hipocresía no han destruido aun enteramente la confianza del corazón, poniendo al ser moral bajo la fría influencia de una actitud recelosa.
Es verdad, por desgracia, que los años de experiencia han traído frecuentemente este triste resultado. Pero feliz aquel que, si bien sus ojos han sido abiertos para ver la naturaleza humana a través de una luz más clara que la que da el mundo, puede servir con fidelidad, animado por la energía de la gracia que emana de Dios. ¿Quién ha conocido alguna vez las profundidades y malicias del corazón humano como Jesús las conoció? “Porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre” (Juan 2:24-25). Jesús conocía tan bien a los hombres que no podía fiarse “de ellos”; no podía prestar fe a lo que los hombres profesaban, ni ratificar sus pretensiones. Y a pesar de esto, ¿quién fue jamás tan lleno de gracia como él? ¿Quién como él fue tan amante, tan tierno, tan compasivo, y tan benéfico? Teniendo un corazón que comprendía a cada uno, podía sentir por cada uno y amarlos a todos. El conocimiento que tenía de la iniquidad de los hombres nunca le hizo apartarse de sus miserias. Él “anduvo haciendo bienes”. ¿Por qué? ¿Acaso se imaginaba que todos aquellos que se agrupaban en torno suyo eran sinceros? No, sino “porque Dios estaba con él” (Hechos 10:38). He aquí el ejemplo que Dios nos propone imitar. Sigámoslo, aunque debamos hollar nuestro “yo”, con todos sus intereses, a cada paso de la senda.
¿Quién de nosotros desearía poseer esta sabiduría, este conocimiento de la humana naturaleza y esta experiencia, que solo pueden llevar al hombre a encerrarse en un estrecho círculo de frío egoísmo, y a mirar a los demás con mirada huraña y desconfiada? Semejante resultado no puede ser producido por nada que pertenezca a una naturaleza celestial o excelente. Dios da la sabiduría pero no es una sabiduría que cierra el corazón a los llamados de la necesidad y de la miseria de los hombres. Él nos da cierto conocimiento de la naturaleza; pero no es un conocimiento que nos haga aferrarnos con avidez egoísta a lo que llamamos “nuestro”. Él nos da la experiencia, pero no una experiencia que nos lleve a desconfiar de todo el mundo excepto de nosotros mismos. Si seguimos las huellas del Señor Jesús, si nos revestimos de su buen espíritu, y por consecuencia lo manifestamos, si en verdad podemos decir: “Para mí el vivir es Cristo” (Filipenses 1:21), entonces, atravesando el mundo, conociendo lo que es, y relacionándonos con los hombres, aunque sabiendo lo que podemos esperar de ellos, podremos, con la ayuda de la gracia, manifestar a Cristo allí donde Dios nos haya puesto. Las causas que nos hacen obrar y los motivos que nos animan, están todos arriba, donde está Aquel que “es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8). Es allí también donde el corazón de este gran siervo de Dios, en cuya historia hemos hallado tan profundas y verdaderas lecciones, halló la gracia y la fuerza que le sostuvieron a través de las penosas y variadas escenas de la vida en el desierto. Y, sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que a pesar de los cuarenta años de luchas y pruebas, Moisés pudo besar de nuevo a su hermano Aarón, en la cumbre del monte Hor, con el mismo afecto que cuando lo encontró al principio “en el monte de Dios” (Éxodo 4:27). Esos dos encuentros, por cierto, tuvieron lugar en circunstancias bien diferentes. “En el monte de Dios” los dos hermanos se encontraron, se besaron, y juntos emprendieron el camino para llevar a cabo su misión divina. En el monte Hor se encontraron, en obediencia al mandato de Jehová (Números 20:25), para que Moisés hiciese desnudar a su hermano de las vestiduras sacerdotales y le viese morir, en virtud de una falta en la cual Moisés también había participado. Las circunstancias cambian; los hombres se separan unos de otros; solo en Dios
No hay mudanza, ni sombra de variación
(Santiago 1:17).
“Y fueron Moisés y Aarón, y reunieron a todos los ancianos de los hijos de Israel. Y habló Aarón acerca de todas las cosas que Jehová había dicho a Moisés, e hizo las señales delante de los ojos del pueblo. Y el pueblo creyó; y oyendo que Jehová había visitado a los hijos de Israel, y que había visto su aflicción, se inclinaron y adoraron” (v. 29-31). Cuando Dios interviene, necesariamente se derriba todo obstáculo. Moisés había dicho: “Ellos no me creerán”; pero no era cuestión de saber si ellos le creerían o no, sino que se trataba de si creerían a Dios. El que puede considerarse sencillamente como enviado de Dios debe estar completamente tranquilo en cuanto a la recepción de su mensaje. Esta perfecta tranquilidad no le desvía en manera alguna de la tierna y afectuosa solicitud hacia aquellos a quienes se dirige. Muy al contrario, esta seguridad que posee le preserva de la inquietud desordenada del espíritu, que no puede contribuir más que a incapacitar al hombre para dar un testimonio firme, elevado y perseverante. Un enviado de Dios nunca debería olvidar que su mensaje es el mensaje de Dios. Cuando Zacarías dijo al ángel: “¿En qué conoceré esto?”, ¿se turbó el ángel por esa pregunta? Ciertamente que no, sino que le respondió tranquilamente: “Yo soy Gabriel, que estoy delante de Dios; y he sido enviado a hablarte, y darte estas buenas nuevas” (Lucas 1:18-19). Las dudas del mortal no turban el sentimiento de dignidad que el ángel tiene de su mensaje. «¿Cómo puedes tú dudar, parece decirle, cuando ha sido enviado a ti un mensajero de delante del trono de la Majestad en los cielos?» Y de esta misma manera debería salir todo mensajero de Dios, en su propia medida, y con este mismo espíritu debería proclamar su mensaje.