Estudio sobre el libro del Éxodo

Éxodo 15

Un cántico de victoria

La alabanza que sigue a la liberación

Este capítulo empieza con el magnífico cántico de victoria entonado por Israel en la orilla del Mar Rojo cuando “vio Israel aquel grande hecho que Jehová ejecutó contra los egipcios” (cap. 14:31). Los israelitas habían visto la salvación de Jehová; por eso cantan sus alabanzas y cuentan sus grandes obras. “Entonces cantó Moisés y los hijos de Israel este cántico a Jehová” (v. 1). Hasta aquí no hemos oído ningún cántico de alabanza, ni siquiera una sola nota de regocijo. Hemos oído el grito angustiado del pueblo, aplastado bajo el duro trabajo de los hornos de ladrillos de Egipto; hemos oído también el grito de su incredulidad, cuando se hallaba rodeado de dificultades que creía insuperables; pero ningún cántico de alabanza. No fue hasta que como pueblo salvado se vieron rodeados de los frutos de la salvación de Dios que brotó de toda la asamblea redimida el himno triunfal. Al salir los israelitas de su notable bautismo “en la nube y en el mar”, y al contemplar los ricos despojos de la victoria que estaban esparcidos a todo su alrededor, fue cuando miles de voces1 prorrumpieron en el cántico triunfal. Las aguas del Mar Rojo se extendían entre ellos y Egipto. Ellos se hallaban salvos en las orillas, como un pueblo totalmente libertado. Por eso podían alabar a Jehová.

  • 1N. del Ed.: Este número abarca a los seiscientos tres mil quinientos cincuenta hombres “que podían salir a la guerra”, “de veinte años arriba” (Números 1:45-46), más el resto del pueblo.

La redención y el culto

En esto, como en todas las demás cosas, fueron “como ejemplos para nosotros” (1 Corintios 10:6). Es necesario que también nosotros nos sepamos salvados, por el poder de la muerte y de la resurrección, antes que podamos ofrecer a Dios un “culto racional” y puro (Romanos 12:1). Sin esto, siempre habrá en el alma reservas y vacilaciones, que sin duda alguna provendrán de la incapacidad para comprender el valor de la redención cumplida que hay en Cristo Jesús. Es posible que se reconozca que la salvación está en Cristo y en ningún otro; pero es cosa distinta comprender, por la fe, el verdadero carácter y el fundamento de esta salvación, tomándola como nuestra. El Espíritu de Dios revela en las Escrituras, con perfecta claridad, que la Iglesia está unida a Cristo, en su muerte y en su resurrección. Además, revela que en Cristo resucitado y sentado a la diestra de Dios está la medida perfecta y la garantía de la aceptación de la Iglesia. Cuando se cree esto, el alma es transportada más allá de la duda y de la incredulidad. ¿Cómo puede dudar el cristiano cuando sabe que un Abogado, a saber “Jesucristo el justo”, le representa continuamente ante el trono de la gracia? (1 Juan 2:1). El miembro más débil de la Iglesia de Dios (el Cuerpo de Cristo) tiene el privilegio de saber que ha sido representado por Cristo en la cruz, y que todos sus pecados han sido confesados, llevados, juzgados y expiados sobre esta cruz. He aquí una realidad divina, que, comprendida por la fe, da la paz. Fuera de ella nada puede darla. Se podrán observar piadosa y devotamente todas las ordenanzas, todos los deberes y todas las fórmulas de la religión; pero el único medio de liberar enteramente la conciencia del peso del pecado es ver el pecado juzgado en la persona de Cristo en el madero, como ofrenda por el pecado (comp. Hebreos 9:26; 10:1-18). Si el pecado ha sido juzgado allí “una sola vez” y “para siempre”, el creyente no puede menos que considerar la cuestión del pecado como una cosa ajustada divinamente y, por lo tanto, eternamente. Y la prueba de que el pecado ha sido juzgado así la tenemos en la resurrección de nuestro Sustituto. “He entendido que todo lo que Dios hace será perpetuo; sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá; y lo hace Dios, para que delante de él teman los hombres” (Eclesiastés 3:14).

No obstante, aunque generalmente se admite todo esto como verdadero, en cuanto a la Iglesia colectivamente, a muchos les cuesta mucho aplicárselo personalmente. Estas personas están dispuestas a decir con el salmista: “Ciertamente es bueno Dios para con Israel, para con los limpios de corazón. En cuanto a mí…” etc. (Salmo 73:1-2). Se miran a sí mismas en lugar de mirar a Cristo en la muerte, y a Cristo en la resurrección. Se ocupan más de su manera de aplicarse a Cristo que de Cristo mismo. Piensan en su capacidad antes que en su privilegio; y así son retenidas en un estado de deplorable incredulidad. Por consiguiente, no pueden tomar nunca el lugar de los adoradores dichosos e inteligentes. Se esfuerzan en orar pidiendo la salvación, en vez de regocijarse en la posesión consciente de la misma. Miran sus obras imperfectas en lugar de mirar la expiación perfecta de Cristo.

Al examinar las diversas expresiones de este cántico del capítulo 15, no hallamos ni una sola que haga referencia al “yo”, ni a sus acciones, palabras, sentimientos o frutos; todo se refiere a Jehová, desde el principio al fin. Moisés comienza su cántico así: “Cantaré yo a Jehová, porque se ha magnificado grandemente; ha echado en el mar al caballo y al jinete” (v. 1). Estas palabras son una muestra de todo el cántico; del principio al fin no habla más que de los atributos y de las obras de Jehová. En el capítulo 14, el corazón del pueblo había sido puesto en estrecho, en alguna medida, bajo la presión excesiva de las circunstancias; pero en el 15, la carga ha sido quitada, y el corazón del pueblo se ensancha libremente dando expresión al dulce cántico de alabanza. El “yo” está olvidado; las circunstancias han desaparecido de la vista. No se ve más que un objeto, uno solo: el Señor Todopoderoso en su carácter y en sus obras. Israel podía decir: “Por cuanto me has alegrado, oh Jehová, con tus obras; en las obras de tus manos me gozo” (Salmo 92:4). Este es el culto verdadero. Cuando perdemos de vista nuestro miserable “yo” con todo lo que le pertenece, y solo Cristo llena nuestros corazones, entonces podemos ofrecer a Dios un culto verdadero. Los esfuerzos de una piedad carnal no son necesarios para despertar en el alma los sentimientos de devoción; ninguna necesidad tenemos de recurrir a la pretendida ayuda de una religión para encender en el alma la llama de un culto agradable a Dios. Basta con que el corazón esté ocupado con la persona de Cristo y “los cantos de alabanza” (Nehemías 12:8) se elevarán de manera natural. Cuando la mirada está fija en él, es imposible que el espíritu no se incline en santa adoración. Si contemplamos el culto de los ejércitos celestiales que rodean el trono de Dios y del Cordero, veremos que es siempre promovido por algún rasgo especial de la perfección divina o por alguna de sus obras. Así debería ser en la Iglesia mientras permanezca en la tierra. Cuando es de otra manera, es porque nos hemos dejado invadir por ciertas cosas que no tienen ningún lugar en la esfera de la luz pura y de la dicha perfecta.

Dios, único propósito de la alabanza

En todo culto verdadero, Dios mismo es el objeto del culto, el asunto del culto, y el poder del culto. Por eso, el capítulo que meditamos es un hermoso ejemplo de un cántico de alabanza. Es el lenguaje de un pueblo redimido, celebrando las alabanzas de Aquel que los ha redimido. “Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación. Este es mi Dios, y lo alabaré; Dios de mi padre, y lo enalteceré. Jehová es varón de guerra; Jehová es su nombre… ¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿quién como tú, magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?… Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste; lo llevaste con tu poder a tu santa morada… Jehová reinará eternamente y para siempre” (v. 2-3, 11, 13, 15, 18). ¡Qué ancha esfera abarca este cántico! Comienza con la redención y termina con la gloria. Comienza por la cruz y se termina con el reino. Se parece a un hermoso arco iris, del cual una de las extremidades se apoya en “los sufrimientos” y otra en “las glorias que vendrían tras ellos” (1 Pedro 1:11). Todo se refiere a Jehová. Es una efusión del alma producida por la contemplación del Dios de misericordia y de gloria, y de sus maravillosas obras. Además, el cántico hace mención del cumplimiento presente de los designios de Dios: “lo llevaste con tu poder a tu santa morada” (v. 13). Los hijos de Israel podían hablar así, aunque apenas habían pisado el borde del desierto. Su cántico no era la expresión de una vaga esperanza. Cuando el alma no se ocupa más que de Dios, puede sumergirse en la plenitud de su gracia, reanimarse a la luz de su rostro y regocijarse en las abundantes riquezas de su bondadosa misericordia. La perspectiva que se abre delante de ella está libre de toda nube. Se sitúa sobre la roca eterna adonde la ha conducido el amor de un Dios Salvador. Unida a un Cristo resucitado, recorre la inmensa esfera de los planes y designios de Dios. Fija su mirada en el resplandor supremo de esta gloria que Dios ha preparado para todos aquellos que han lavado y blanqueado sus ropas en la sangre del Cordero.

Esto nos explica el carácter tan pleno, tan brillante y tan elevado de los cánticos que hallamos en las Santas Escrituras. La criatura es puesta a un lado, Dios es el único objeto que llena toda el alma. Nada hay allí que pertenezca al hombre, ni a sus pensamientos o a sus experiencias. Por eso la alabanza puede resonar sin cesar. ¡Cuán diferentes son estos cánticos de los himnos que son la expresión de nuestras faltas, de nuestras debilidades y de nuestra insuficiencia, los que oímos cantar con tanta frecuencia en las congregaciones cristianas! Lo cierto es que nunca podremos cantar con poder e inteligencia mientras nos miremos a nosotros mismos. Siempre descubriremos algo en nosotros que será un obstáculo para nuestro culto. En verdad, muchas personas parecen creer que el estar en un continuo estado de duda y de incertidumbre es una gracia cristiana. De ello resulta que sus himnos participan del mismo carácter de su estado. Estas personas, por sinceras y piadosas que sean, no han llegado todavía, en la experiencia de sus almas, a comprender el verdadero espíritu del culto. Todavía no han terminado con ellas mismas. Aún no han atravesado el mar ni, como un pueblo bautizado en un bautismo espiritual, han tomado su puesto en las orillas, en el poder de la resurrección. Siguen, en un sentido u otro, ocupándose de ellas mismas. No consideran el “yo” como una cosa crucificada, algo con lo cual Dios ha terminado para siempre.

Que el Espíritu Santo dé a todos los hijos de Dios una inteligencia más completa y más digna de su posición y de sus privilegios. Lavados de sus pecados en la sangre de Cristo, están delante de Dios en la misma gracia infinita y perfecta en que Cristo está allí, como el Jefe resucitado y glorificado de su Iglesia. Las dudas y los temores no sientan bien a los hijos de Dios, porque su divino Sustituto no ha dejado ni la sombra de un fundamento donde pueda apoyarse la más pequeña duda o el más ligero temor. Su lugar está dentro del velo. Ellos tienen la

Libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo
(Hebreos 10:19).

¿Puede haber dudas y temores en estos lugares santos? Es evidente que el que duda pone en tela de juicio la perfección de la obra de Cristo, esta obra de la cual Dios ha testificado ante toda inteligencia creada, por la resurrección de Cristo de entre los muertos. Cristo no pudo haber salido de la tumba sin que todo motivo de duda o temor para su pueblo quedase completamente desvanecido. Por lo tanto, el cristiano tiene el glorioso privilegio de regocijarse siempre en una salvación perfecta. Dios mismo ha venido a ser “su salvación”; nada más debe hacer excepto gozar de los frutos de la obra que Dios ha realizado en favor suyo, y vivir para su gloria esperando el tiempo en que “Jehová reinará eternamente y para siempre” (v. 18).

La salida al desierto

“E hizo Moisés que partiese Israel del Mar Rojo, y salieron al desierto de Shur; y anduvieron tres días por el desierto sin hallar agua” (v. 22). Cuando entramos en la vida de experiencias del desierto, somos puestos a prueba a fin de que se manifieste hasta qué punto conocemos a Dios y a nuestro propio corazón. El principio de nuestra vida cristiana se ve acompañado de un gozo fresco y exuberante que muy pronto es atemperado por el viento seco del desierto. Entonces, a menos que haya un profundo sentimiento de lo que Dios es por nosotros, somos inclinados a dejarnos abatir y a volver en nuestros “corazones… a Egipto” (Hechos 7:39). La disciplina del desierto nos es necesaria, no para darnos derecho a Canaán, sino para enseñarnos a conocer a Dios y a nuestro propio corazón, para permitirnos comprender el poder de nuestra relación con Dios, y a fin de capacitarnos para gozar de Canaán cuando realmente entremos en la tierra prometida (véase Deuteronomio 8:2-5).

El tierno y lozano verdor de la primavera, con ese encanto que le es propio, pronto desaparece ante los abrasadores calores del verano. Pero este mismo calor que destruye el espléndido y verde ropaje de la primavera produce, con su acción bienhechora, los dulces y maduros frutos del otoño. Lo mismo acontece en la vida cristiana. Sabida es la grande analogía que existe, muy notable e instructiva por cierto, entre los principios que rigen el reino de la naturaleza y los que caracterizan el reino de la gracia, siendo unos y otros la obra del mismo Dios.

Podemos considerar a los israelitas bajo tres posiciones distintas: en Egipto, en el desierto y en la tierra de Canaán. En cada una de estas posiciones son un “ejemplo para nosotros”, pero nosotros nos hallamos a la vez en las tres posiciones. Si bien esto parezca algo paradójico, es absolutamente cierto. En realidad, nos encontramos en Egipto, rodeados por las cosas naturales que se adaptan perfectamente al corazón natural. Pero, por cuanto Dios nos ha llamado por su gracia a tener comunión con su Hijo Jesucristo, y según los afectos y deseos de la nueva naturaleza que hemos recibido de él, estamos necesariamente fuera de todo aquello que pertenece a Egipto1 , es decir, al mundo en su estado natural. Esto nos hace experimentar de una manera práctica la vida en el desierto. La naturaleza divina suspira ardientemente por otro orden de cosas, por una atmósfera más pura que la que nos rodea; nos hace sentir que Egipto es, moralmente, un desierto.

Sin embargo, ante Dios estamos eternamente unidos con Aquel que entró triunfante en el lugar santísimo y se sentó a la diestra de la Majestad. Es nuestro privilegio saber por la fe que estamos sentados

En los lugares celestiales con Cristo Jesús
(Efesios 2:6).

Por tanto, en cuanto a nuestros cuerpos estamos en Egipto, en cuanto a nuestra experiencia estamos en el desierto, mientras que, al mismo tiempo, la fe nos introduce en espíritu a Canaán, y nos capacita para alimentarnos “de los frutos de la tierra” (Josué 5:11-12), es decir, de Cristo; no solamente de un Cristo descendido al mundo, sino también de un Cristo subido al cielo y sentado allí en la gloria (comp. 1 Timoteo 3:16).

  • 1Entre Egipto y Babilonia hay una inmensa diferencia moral que es de suma importancia comprender. Egipto era el lugar de donde Israel había salido; Babilonia el lugar a donde fue exiliado más tarde (comp. Amós 5:25-27 con Hechos 7:42-43). Egipto es la figura de lo que el hombre ha hecho del mundo. Babilonia, es la figura de lo que Satanás ha hecho, hace, y hará con la Iglesia. Así que nosotros no estamos solamente rodeados con las circunstancias de Egipto, sino también con los principios morales de Babilonia. Por esta causa el Espíritu Santo llama a nuestros tiempos “tiempos peligrosos” (2 Timoteo 3:1). Es necesaria una energía especial del Espíritu de Dios y una entera sumisión a la autoridad de las Escrituras para hacer frente al poder combinado de las realidades de Egipto por un lado y al espíritu y principios de Babilonia por otro. Las primeras responden a los deseos naturales del corazón, mientras que los segundos se dirigen a la religiosidad natural asociándose con ella, lo cual les da una gran influencia sobre el corazón humano. El hombre es un ser religioso y particularmente accesible a la influencia de la música, la escultura, la pintura y de la pompa de los ritos y de las ceremonias religiosas. Cuando esas cosas se alían a todo lo que puede dar satisfacción a las necesidades naturales del hombre, a toda la comodidad y a la suntuosidad de la vida, nada más que la Palabra y el Espíritu de Dios pueden guardar al alma fiel a Cristo. Es preciso notar también que hay una diferencia muy grande entre el destino de Egipto y el de Babilonia. El capítulo 19 de Isaías pone ante nuestra vista las bendiciones reservadas a Egipto terminando así: “Y herirá Jehová a Egipto; herirá y sanará, y se convertirán a Jehová, y les será clemente y los sanará. En aquel tiempo habrá una calzada de Egipto a Asiria, y asirios entrarán en Egipto, y egipcios en Asiria; y los egipcios servirán con los asirios a Jehová. En aquel tiempo Israel será tercero con Egipto y con Asiria para bendición en medio de la tierra; porque Jehová de los ejércitos los bendecirá diciendo: Bendito el pueblo mío Egipto, y el asirio obra de mis manos, e Israel mi heredad” (v. 22-25). El fin de la historia de Babilonia es muy diferente, ya sea considerándola literalmente como una ciudad, o como un sistema espiritual. “Y la convertiré en posesión de erizos, y en lagunas de agua; y la barreré con escobas de destrucción, dice Jehová de los ejércitos” (Isaías 14:23). “Nunca más será habitada, ni se morará en ella de generación en generación; ni levantará allí tienda el árabe, ni pastores tendrán allí majada” (Isaías 13:20). He aquí lo que la Palabra nos enseña en cuanto a la Babilonia literal. Considerándola bajo el punto de vista místico o espiritual, hallamos su descripción en el capítulo 18 del Apocalipsis. El fin de esta Babilonia está anunciado así: “Y un ángel poderoso tomó una piedra, como una gran piedra de molino, y la arrojó en el mar, diciendo: Con el mismo ímpetu será derribada Babilonia, la gran ciudad, y nunca más será hallada” (v. 21). ¡Con qué solemnidad deberían resonar estas palabras en los oídos de los que de una manera u otra están unidos a esta Babilonia, es decir, a la falsa iglesia profesante! “Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas” (Apocalipsis 18:4). El “poder” del Espíritu Santo debe necesariamente producir una “apariencia” particular, y el fin del enemigo ha sido siempre desnudar a la iglesia profesante del poder. Al mismo tiempo procura hacerla perpetuar y estereotipar la forma, mientras que el espíritu y la vida ya han desaparecido. Así es cómo el enemigo ha construido la Babilonia espiritual. Las piedras con que está edificada son los profesantes de piedad privados de vida, y la argamasa que los une es una forma o “apariencia de piedad” que niega la eficacia de ella. ¡Apliquémonos a comprender estas cosas de una manera plena, clara y eficaz!

Mara, las aguas amargas

En los últimos versículos vemos a Israel en el desierto. Habían caído terribles juicios sobre Egipto, mientras que Israel había sido librado de todos ellos. Los egipcios del ejército de Faraón yacían muertos en las orillas del mar, Israel estaba seguro y triunfante. Hasta entonces todo había ido bien, pero, ¡ay! las cosas pronto iban a cambiar de aspecto. Los cánticos de alabanza dieron lugar a palabras de murmuración: “Y llegaron a Mara, y no pudieron beber las aguas de Mara, porque eran amargas; por eso le pusieron el nombre de Mara. Entonces el pueblo murmuró contra Moisés, y dijo: ¿Qué hemos de beber?” (v. 23-24). Y más adelante: “Y toda la congregación de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y Aarón en el desierto; y les decían los hijos de Israel: Ojalá hubiéramos muerto por mano de Jehová en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos; pues nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda esta multitud” (cap. 16:2-3).

He aquí las pruebas del desierto: ¿Qué comeremos y qué beberemos? Las aguas de Mara pusieron a prueba el corazón del pueblo de Israel y manifestaron su espíritu murmurador. Pero Jehová les hizo ver que no hay amargura que no pueda ser endulzada por medio de la gracia. “Y Moisés clamó a Jehová, y Jehová le mostró un árbol; y lo echó en las aguas, y las aguas se endulzaron. Allí les dio estatutos y ordenanzas, y allí los probó” (v. 25). Qué hermoso ejemplo nos ofrece este “árbol” de Aquel que, por la gracia infinita, fue metido en las aguas amargas de la muerte, a fin de que esas aguas nos fuesen endulzadas para siempre. Podemos decir verdaderamente que “ya pasó la amargura de la muerte” (1 Samuel 15:32) y que quedan para nosotros las dulzuras eternas de la resurrección.

El versículo 26 nos enseña lo importante en la primera etapa de la carrera de los redimidos de Jehová a través del desierto. Durante este período se corre el riesgo de entregarse a un espíritu de agitación, de impaciencia y de murmuración. El único medio para guardarse de ese espíritu es fijar firmemente la mirada en Jesús:

Puestos los ojos en Jesús
(Hebreos 12:2).

Bendito sea su nombre, él se manifiesta siempre de la manera más apropiada a las necesidades de su pueblo; los suyos, en lugar de quejarse por las circunstancias en que se hallan, deberían aprovecharlas para dirigirle continuamente nuevas peticiones. De esta manera, el desierto nos será útil para enseñarnos lo que es Dios. Es una escuela en la que aprendemos a conocer su gracia longánime y sus abundantes tesoros de bondad. “Y por un tiempo como de cuarenta años los soportó en el desierto” (Hechos 13:18). El hombre espiritual reconocerá siempre que vale la pena encontrar aguas amargas cuando Dios viene a endulzarlas. “Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:3-5).

Elim, doce fuentes y setenta palmeras

No obstante, el desierto tiene sus “Elim” lo mismo que sus “Mara”, sus fuentes y palmeras, así como sus aguas amargas. “Y llegaron a Elim, donde había doce fuentes de aguas, y setenta palmeras; y acamparon allí junto a las aguas” (v. 27). En su gracia y ternura, el Señor prepara verdes lugares de reposo en el camino de su pueblo peregrino por el desierto. Aunque solo sean oasis, sirven perfectamente para refrescar el espíritu y reanimar el corazón. La estancia en Elim era muy apropiada para calmar a los israelitas y hacer cesar las murmuraciones. La deliciosa sombra de sus palmeras y las aguas refrescantes de sus fuentes eran muy apropiadas después de la prueba de “Mara”. Nos presentan, en figura, las excelentes virtudes de ese ministerio espiritual del cual Dios se sirve para proveer a las necesidades de su pueblo. Los números “doce” y “setenta” están en íntima relación con el ministerio apostólico (Lucas 10:1, 17; 6:13).

A pesar de eso, “Elim” distaba de ser “Canaán”. Las fuentes y las palmeras de Elim anticipaban solo un pequeño goce del hermoso país, situado más allá de los límites de ese desierto estéril en que acababan de entrar los redimidos de Jehová. Israel podía, sin duda alguna, apagar allí su sed y hallar un agradable refugio contra los ardores del sol. Pero estas aguas y esta sombra eran solo las del desierto. Su objeto momentáneo era el de reanimar y fortalecer al pueblo en su marcha hacia Canaán. El mismo fin tiene el ministerio en la Iglesia: es un auxilio para nuestras necesidades al cual recurrimos para refrigerarnos, fortalecernos y reanimarnos. “Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13).