Consagración de los sacerdotes
El lavamiento con agua
Ya se hizo notar que Aarón y sus hijos representan a Cristo y a la Iglesia; pero aquí vemos que Dios da el primer lugar a Aarón: “Y llevarás a Aarón y a sus hijos a la puerta del tabernáculo de reunión, y los lavarás con agua” (v. 4). El lavamiento con agua hizo que Aarón viniera a ser, típicamente, lo que Cristo es intrínsecamente: santo. La Iglesia es santa en virtud de su unión con Cristo en una vida de resurrección. Cristo es la definición perfecta de lo que ella es delante de Dios. El acto ceremonial de lavar con agua expresa la acción de la Palabra de Dios (véase Efesios 5:26). El Señor dice:
Por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad
(Juan 17:19).
Él se apartó a sí mismo para Dios en perfecta obediencia. Siendo hombre, fue conducido en todas las cosas por la palabra de Dios, por el Espíritu eterno, a fin de que todos los que le pertenecen fuesen enteramente santificados por el poder moral de la verdad.
La unción
“Luego tomarás el aceite de la unción, y lo derramarás sobre su cabeza, y le ungirás” (v. 7). Aquí se trata del Espíritu Santo; pero es preciso observar que Aarón fue ungido antes que la sangre fuese derramada, porque nos es presentado como el tipo de Cristo, quien en virtud de lo que era en su propia persona, fue ungido por el Espíritu Santo mucho antes de que fuese cumplida la obra de la cruz. Por otra parte, los hijos de Aarón no fueron ungidos hasta después de ser esparcida la sangre. “Y matarás el carnero, y tomarás de su sangre y la pondrás sobre el lóbulo de la oreja derecha de Aarón, sobre el lóbulo de la oreja de sus hijos, sobre el dedo pulgar de las manos derechas de ellos, y sobre el dedo pulgar de los pies derechos de ellos1 , y rociarás la sangre sobre el altar alrededor. Y con la sangre que estará sobre el altar, y el aceite de la unción, rociarás sobre Aarón, sobre sus vestiduras, sobre sus hijos, y sobre las vestiduras de estos; y él será santificado, y sus vestiduras, y sus hijos, y las vestiduras de sus hijos con él” (v. 20-21). En lo que concierne a la Iglesia, la sangre de la cruz es el fundamento de toda bendición. La Iglesia no podía recibir la unción del Espíritu Santo antes que su Jefe resucitado hubiese ascendido al cielo y depositado sobre el trono de la Majestad el testimonio del sacrificio que él había cumplido. “A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hechos 2:32-33; comp. Juan 7:39, Hechos 19:1-6). Desde los días de Abel hasta ahora, almas han sido regeneradas por el Espíritu Santo, experimentando su influencia, almas en las cuales obró y a las cuales calificó para el servicio. Pero la Iglesia no podía ser ungida con el Espíritu Santo antes de que su Señor hubiese entrado victorioso en el cielo y hubiese recibido para ella la promesa del Padre. Esta doctrina está enseñada de la manera más directa y absoluta en todo el Nuevo Testamento. Estaba prefigurada ya, con toda su integridad, en el tipo que meditamos, pues Aarón fue ungido antes de la aspersión de la sangre, mientras que sus hijos no lo fueron ni podían serlo sino después (v. 7, 21).
- 1La oreja, la mano y el pie son enteramente consagrados a Dios, en el poder de la expiación cumplida y por la energía del Espíritu Santo.
La preeminencia de Cristo
Pero el orden de la unción seguido aquí nos enseña otra cosa más que lo concerniente a la obra del Espíritu y a la posición de la Iglesia. Se nos presenta también la preeminencia del Hijo. “Has amado la justicia y aborrecido la maldad; por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros” (Salmo 45:7; Hebreos 1:9). Es preciso que los hijos de Dios mantengan siempre esta verdad en sus convicciones y experiencias. La gracia de Dios ciertamente ha sido manifestada en el maravilloso hecho de que pecadores culpables y dignos del infierno son llamados los “compañeros” del Hijo de Dios; pero no olvidemos nunca el vocablo “más”. Por íntima que sea la unión –y lo es tanto como los consejos eternos de la gracia podían hacerla–, sin embargo es necesario que Cristo “en todo tenga la preeminencia” (Colosenses 1:18). No podría ser de otra manera. Cristo es Cabeza sobre todas las cosas, Cabeza de la Iglesia, Cabeza de la creación, Cabeza de los ángeles, Señor del universo. No hay ni un solo astro que se mueve en el espacio, que no le pertenezca y cuyos movimientos no dirija; ni un solo gusanillo que se arrastra sobre la tierra, que no esté bajo su ojo siempre atento. Él es “Dios sobre todas las cosas” (Romanos 9:5); “el primogénito de entre los muertos” y “de toda criatura” (Colosenses 1:15, 18; Apocalipsis 1:5); “el principio de la creación de Dios” (Apocalipsis 3:14). “Toda familia en los cielos y en la tierra” (Efesios 3:15) debe colocarse debajo de él. Esta verdad es confesada con gratitud por toda alma espiritual. Más aun, la sola enunciación de estas cosas estremece todo corazón cristiano. Todos los que son conducidos por el Espíritu se regocijarán con cada nueva manifestación de las glorias personales del Hijo. No podrán tolerar ni por un momento cosa alguna que atente contra esas glorias. ¡Que la Iglesia sea elevada a las más altas esferas de la gloria. Su gozo será postrarse a los pies de Aquel que se humilló para elevarla y unirla a sí mismo, en virtud del sacrificio cumplido por él. Habiendo respondido plenamente a todas las demandas de la justicia de Dios, puede satisfacer todos los afectos divinos y unir su Iglesia a sí mismo de manera inseparable en su gloria eterna de hombre resucitado, siendo él justo objeto del amor del Padre.
Por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos
(Hebreos 2:11).