Israel al pie del monte Sinaí
El pacto de la gracia
Hemos aquí ante un período muy importante de la historia de Israel. El pueblo ha sido conducido al pie del “monte que se podía palpar, y que ardía en fuego” (Hebreos 12:18). Ha desaparecido la escena de gloria milenaria que nos presenta el capítulo anterior. Esa viva imagen del reino, iluminada un momento por el sol, se ha desvanecido. Aparecen en su lugar las espesas nubes que se van amontonando alrededor de este “monte que se podía palpar” donde Israel, impulsado por un espíritu de legalismo, abandonó el pacto de gracia de Jehová por el pacto de las obras del hombre. ¡Impulso fatal, el cual fue seguido de los más funestos resultados! Hasta aquí, como hemos visto, ningún enemigo ha podido subsistir delante de Israel, ningún obstáculo ha logrado detener su marcha victoriosa. Los ejércitos de Faraón fueron destruidos, Amalec y los suyos pasaron a filo de espada. Todo era victoria, porque Dios intervenía a favor de su pueblo en virtud de las promesas hechas a Abraham, Isaac y Jacob.
Al principio de nuestro capítulo, Jehová resume, de un modo admirable, todo cuanto ha hecho por Israel: “Así dirás a la casa de Jacob, y anunciarás a los hijos de Israel: Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí. Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa” (v. 3-6). Nótese que Jehová dice: “mi voz” y “mi pacto”. Ahora bien, ¿qué decía esta “voz”? ¿Y qué implicaba este “pacto”? ¿Acaso Jehová había hablado para imponer las leyes y ordenanzas de un legislador severo e inflexible? Muy al contrario; Jehová había intervenido para pedir la libertad de los cautivos; para proveer de un refugio ante la espada del destructor; para preparar un camino a sus redimidos; para hacer descender el pan del cielo y hacer manar el agua de la peña. Así fue cómo la “voz” de Jehová, inteligible y llena de gracia, habló al pueblo hasta el momento en que los hijos de Israel se “detuvieron al pie del monte” (v. 17).
El pacto de Jehová era un pacto de pura gracia. No ponía ninguna condición, no pedía nada, no imponía yugo ni carga. Cuando “el Dios de la gloria apareció a nuestro padre Abraham” (Hechos 7:2), en Ur de los Caldeos, no le habló diciéndole: «Harás esto y esto» y «no harás esto ni aquello». No, un lenguaje parecido no hubiera sido según el corazón de Dios. Prefiere poner una “mitra limpia” sobre la cabeza del pecador que un “yugo de hierro” sobre su cuello (Zacarías 3:5, Deuteronomio 28:48). La palabra de Dios a Abraham fue: “Te daré”. La tierra de Canaán no podía adquirirse por obras humanas; precisamente debía ser el don de la gracia de Dios. Y al principio de este libro hemos visto a Dios visitando en gracia a su pueblo, para cumplir la promesa que había hecho en favor de la posteridad de Abraham. El estado en que Jehová halló a esta posteridad no fue ningún obstáculo para el cumplimiento de sus designios de gracia, puesto que la sangre del cordero le ofrecía un fundamento perfectamente justo, en virtud del cual él podía cumplir lo que había prometido. Evidentemente, Jehová no había prometido la tierra de Canaán a la posteridad de Abraham en virtud de cosa alguna que él esperase de ella; esto habría destruido completamente la verdadera naturaleza de una promesa. En este caso Dios habría hecho un contrato y no una promesa; “pero Dios la concedió a Abraham mediante la promesa” (Gálatas 3:18; véase todo el capítulo).
Por esto, al principio de este capítulo Jehová recuerda a su pueblo la gracia que les ha mostrado, y al mismo tiempo les asegura futuras bendiciones, con tal que perseveren en la obediencia a la “voz” de la gracia y permanezcan en el “pacto” de gracia. Les dice: “Vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos”. ¿Cómo podían ser los israelitas este especial tesoro de Jehová? ¿Era a condición de subir penosamente la cuesta de la justicia propia y del legalismo? ¿Podían conducirlos a tal posición las maldiciones de una ley violada, y violada aun antes de haberla recibido? Evidentemente, no. ¿Cómo, entonces, iban a ser ellos aquel “especial tesoro”? Sencillamente, permaneciendo en la posición en que Dios los veía desde el cielo cuando, al profeta que amó el salario de iniquidad, le obligó a decir: “¡Cuán hermosas son tus tiendas, oh Jacob, tus habitaciones, oh Israel! Como arroyos están extendidas, como huertos junto al río, como áloes plantados por Jehová, como cedros junto a las aguas. De sus manos destilarán aguas, y su descendencia será en muchas aguas; enaltecerá su rey más que Agag, y su reino será engrandecido. Dios lo sacó de Egipto; tiene fuerzas como de búfalo” (Números 24:5-8).
Un compromiso presuntuoso
Sin embargo, Israel no estaba dispuesto a ocupar esta alta posición. En lugar de regocijarse en la santa promesa de Dios, se atrevió a pronunciar el voto más presuntuoso que jamás haya salido de labios humanos. “Y todo el pueblo respondió a una, y dijeron: Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (v. 8). Eso era hablar con audacia. Los israelitas no dijeron: «Esperamos hacerlo», o «procuraremos hacerlo», lo cual habría mostrado cierta desconfianza en ellos mismos. En cambio, su promesa fue hecha de la manera más absoluta: “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos”. Los que hablaron así no fueron solamente algunos espíritus presuntuosos, llenos de confianza en ellos mismos, no: “todo el pueblo respondió a una”. Todos, sin ninguna excepción, estaban unánimes en abandonar la santa promesa, el pacto santo.
¿Cuál fue el resultado de esto? Desde el momento en que Israel pronunció su «voto», desde el instante en que se comprometió a «hacer», todas las cosas cambiaron de aspecto. “Entonces Jehová dijo a Moisés: He aquí, yo vengo a ti en una nube espesa… Y señalarás término al pueblo en derredor, diciendo: Guardaos, no subáis al monte, ni toquéis sus límites; cualquiera que tocare el monte, de seguro morirá” (v. 9-12). He aquí un cambio muy manifiesto. Aquel que había dicho: “Os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí”, se encubre ahora en la “nube espesa” y dice: “Señalarás término al pueblo en derredor”. Los dulces acentos de la gracia han sido reemplazados por los “truenos y relámpagos” del humeante Sinaí (v. 16). El hombre se había atrevido a hablar de sus miserables obras en presencia de la magnífica gracia de Dios. Israel había dicho: “Haremos”; por lo tanto, es preciso que sea colocado a distancia, a fin de que se vea aquello que está dispuesto a hacer. Dios toma una distancia moral, y el pueblo, lleno de temor y espanto, en ningún modo intenta reducirla. Esto no debe extrañarnos, porque “tan terrible era lo que se veía, que Moisés dijo: Estoy espantado y temblando” (Hebreos 12:21). ¿Quién podía soportar la vista de ese “fuego consumidor”, justa expresión de la santidad divina? “Jehová vino de Sinaí, y de Seir les esclareció; resplandeció desde el monte de Parán, y vino de entre diez millares de santos, con la ley de fuego a su mano derecha” (Deuteronomio 33:2). La palabra “fuego” aplicada a la ley expresa la santidad de ella. “Porque nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:29), que no tolera el mal ni en pensamiento, ni en palabra, ni en acción.
Israel cometió un error fatal diciendo: “Haremos”. Esto era comprometerse en lo que no era capaz de cumplir, aunque lo hubiese deseado; sabemos quién dijo:
Mejor es que no prometas, y no que prometas y no cumplas
(Eclesiastés 5:5).
El mismo carácter del voto implica la capacidad de cumplirlo, y ¿cuál es la capacidad del hombre? Lo mismo sería que un hombre arruinado extendiese un cheque para alguien o que un pecador sin fuerzas hiciera un voto. Estando arruinado, ¿qué puede hacer? Privado de toda fuerza no puede querer, ni hacer ninguna cosa buena. ¿Cumplió Israel su compromiso? El becerro de oro, las tablas en pedazos, el día de reposo profanado, las ordenanzas menospreciadas y abandonadas, los mensajeros apedreados, el Cristo rechazado y crucificado y el Espíritu Santo contristado están allí para atestiguarlo.
¿Nos regocimos de que nuestra salvación no descansa sobre nuestros miserables votos y quiméricas resoluciones, sino en la Ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre?(Hebreos 10:10).Sí, en esto está fundado nuestro gozo y nunca puede faltarnos. Cristo ha tomado sobre sí todos nuestros votos, y los ha cumplido eterna y gloriosamente. La vida de resurrección corre por los miembros de su cuerpo y produce en ellos resultados tan maravillosos que ni los votos ni las demandas de la ley podrían haber producido nunca. Él es nuestra vida y nuestra justicia. ¡Sea su nombre más dulce a nuestros corazones, y su causa domine nuestra vida entera! ¡Ojalá nuestra comida y nuestra bebida sea consagrarnos y ser consagrados a su glorioso servicio!
No terminaré este capítulo sin hacer mención de un pasaje en Deuteronomio, el cual podría ofrecer alguna dificultad para ciertos espíritus, y que se relaciona directamente con el asunto que acabamos de tratar. “Y oyó Jehová la voz de vuestras palabras cuando me hablabais, y me dijo Jehová: He oído la voz de las palabras de este pueblo, que ellos te han hablado; bien está todo lo que han dicho” (Deuteronomio 5:28). Podría parecer, según estas palabras de Jehová, que él aprobaba que los hijos de Israel hiciesen un voto. Pero si se lee atentamente el conjunto del pasaje, desde el versículo 24 hasta el 27, se ve al momento que no se trata aquí del voto, sino del temor del pueblo, a continuación y como consecuencia del voto. Ellos no podían soportar lo que se les había mandado, y dijeron: “Si oyéremos otra vez la voz de Jehová nuestro Dios, moriremos. Porque, ¿qué es el hombre, para que oiga la voz del Dios viviente que habla de en medio del fuego, como nosotros la oímos, y aún viva? Acércate tú, y oye todas las cosas que dijere Jehová nuestro Dios; y tú nos dirás todo lo que Jehová nuestro Dios te dijere, y nosotros oiremos y haremos” (Deuteronomio 5:25-27). Era la confesión de su incapacidad para encontrarse con Jehová bajo el aspecto terrible que él había tomado a causa del orgulloso legalismo de ellos. Era imposible que Jehová hubiese aprobado el abandono de una gracia gratuita e inmutable, para reemplazarla con el fundamento arenoso de “las obras de la ley”.