Las vestiduras de los sacerdotes
Los capítulos 28 y 29 nos dan a conocer el sacerdocio en todo su valor y eficacia. Merecen un profundo interés. La misma palabra “sacerdocio” despierta en el corazón unos sentimientos de viva gratitud hacia aquella gracia que no solamente ha dado un medio por el cual podemos allegarnos a la presencia de Dios, sino que también ha provisto lo necesario para que pudiéramos mantenernos allí de una manera acorde al carácter y a las demandas de tan alta y santa posición. El capítulo 28 trata de las vestiduras y el 29 de los sacrificios. Las primeras están en más inmediata relación con las necesidades del pueblo, los últimos con los derechos de Dios. Las vestiduras son y representan las diversas funciones y atributos del sacerdocio.
El sacerdocio de Aarón
El sacerdocio de Aarón era el don de Dios a un pueblo que por naturaleza propia estaba lejos de él, por cuanto tenía necesidad de alguien que estuviera continuamente en la presencia de Dios en lugar de él. El capítulo 7 de la epístola a los Hebreos nos enseña que este sacerdocio estaba unido a la ley, y que fue establecido “conforme a la ley del mandamiento acerca de la descendencia” (v. 16); que los que lo ejercían “llegaron a ser muchos, debido a que por la muerte no podían continuar” (v. 23), y que estaban sujetos a las debilidades humanas (v. 28). Este sacerdocio no podía en manera alguna hacer nada perfecto, de modo que debemos dar gracias a Dios de que tal orden de sacerdocio fue instituido “sin juramento” (v. 21). El juramento de Dios no podía unirse sino con lo que debía durar eternamente, a saber, con el sacerdocio perfecto, inmortal e intransmisible de nuestro grande y glorioso Melquisedec (Hebreos 5:5-6), quien comunica a su sacrificio y a su sacerdocio todo el valor y toda la gloriosa dignidad de su incomparable persona. El solo pensamiento de que tenemos tal sacrificio y tal sacerdote suscita en el corazón sentimientos de viva gratitud hacia nuestro Dios.
El efod y las piedras preciosas
El “efod” era el vestido sacerdotal por excelencia. Estando inseparablemente unido a las dos hombreras y al pectoral, nos enseña que la fuerza de los hombros del sacerdote y el afecto de su corazón estaban enteramente consagrados a los intereses espirituales de aquellos a quienes representaba. Estas cosas, tipificadas en Aarón, son realizadas en Cristo. Su fuerza omnipotente y su amor infinito nos pertenecen eterna e indiscutiblemente. El hombro que sostiene el universo asimismo sostiene al miembro más débil y oscuro de la Iglesia redimida a precio de sangre. El corazón de Jesús está lleno de un afecto invariable de un amor infatigable y eterno para el miembro menos considerado de la Asamblea.
Los nombres de las doce tribus, grabados sobre piedras preciosas, eran llevados a la vez sobre los hombros y el corazón del sumo sacerdote (v. 9-12; 15-29). La excelencia particular de una piedra preciosa se manifiesta en que cuanto más intensa es la luz que recibe, tanto más esplendente es su brillo. La luz no puede disminuir jamás el fulgor de una piedra preciosa; muy al contrario, aumenta y perfecciona su lustre. Las doce tribus, tanto una como otra, la mayor como la menor, eran llevadas continuamente ante Jehová sobre el corazón y los hombros de Aarón. Todas y cada una de ellas en particular eran mantenidas, en la presencia de Dios, en este resplandor perfecto y hermosura inalterable que eran propios de la posición en la cual las había colocado la perfecta gracia de Dios. El pueblo era representado ante Dios por el sumo sacerdote. Fuesen cuales fuesen sus flaquezas, errores o fatigas, su nombre resplandecía sobre el “pectoral” con invariable fulgor. Jehová les había dado este lugar, ¿quién podía arrancarlos de allí? Jehová los había puesto así, ¿quién podía ponerlos de otra manera? ¿Quién podía penetrar en el lugar santo para arrebatar de sobre el corazón de Aarón el nombre de una sola de las tribus de Israel? ¿Quién podía empañar el brillo prodigado a esos nombres allí, en el lugar donde Dios los había colocado? Estaban fuera del alcance de todo enemigo; más allá de toda influencia del mal.
¡Cuán alentador y consolador es para los hijos de Dios, probados, tentados, acometidos y humillados, recordar que el mismo Dios los ve sobre el corazón de Jesús! Ante los ojos de Dios, ellos brillan continuamente con el resplandor de Cristo, revestidos de hermosura divina. El mundo no puede verlos así; pero Dios sí, y en esto consiste toda la diferencia. Los hombres, al considerar a los hijos de Dios, no ven más que sus imperfecciones y defectos. Son incapaces de discernir otra cosa, y por ello su juicio resulta siempre falso, siempre parcial. No pueden ver las joyas centelleantes que llevan los nombres de los redimidos de Dios, grabados por la mano del inmutable amor. Por cierto, los cristianos deberían tener cuidado en no dar ninguna ocasión al mundo para hablar mal de ellos. Deberían perseverar “haciendo bien” para hacer “callar la ignorancia de los hombres insensatos” (Romanos 2:7; 1 Pedro 2:15). Si por el poder del Espíritu Santo comprendieran con qué hermosura brillan sin cesar ante los ojos de Dios, eso los llevaría de cierto a un camino de santidad práctica, de pureza moral, y su luz resplandecería delante de los hombres. Cuanto más claramente comprendamos por la fe todo lo que somos en Cristo, tanto más profunda, real y práctica será la obra interior en nosotros, más completa la manifestación de su efecto moral en nuestra vida y nuestro carácter.
Pero, gracias a Dios, nuestro juicio no está en manos de los hombres, sino en Dios mismo. En su misericordia él nos enseña a nuestro gran Sacerdote llevando nuestro juicio sobre su corazón delante de Jehová continuamente (v. 30). Esta seguridad da una paz profunda y sólida, una paz que nada puede quebrantar. Puede ser que tengamos que confesar nuestras faltas y defectos, y dolernos de ellos. Nuestra vista puede estar tan oscurecida por las lágrimas de un verdadero arrepentimiento que no esté en estado de ver el resplandor de las piedras preciosas, donde están grabados nuestros nombres. Sin embargo, allí están. Dios los ve y esto es suficiente. Él es glorificado por su resplandor, un resplandor que no proviene de nosotros mismos, sino del esplendor con que Dios mismo nos ha revestido. Nosotros no éramos sino impureza, tinieblas y disformidad. Dios nos ha dado la luz, la pureza y la hermosura. ¡A él sea la alabanza y la gloria por los siglos de los siglos!
El cinto
El “cinto” es el conocido símbolo del servicio. Cristo es el Siervo perfecto, el Siervo de los designios y del afecto de Dios, de las profundas y variadas necesidades de su pueblo. Cristo se ciñó a sí mismo para su obra con una decisión y abnegación tal, que nada podía desanimarle. Cuando la fe ve al Hijo de Dios así ceñido, considera que ninguna dificultad es demasiado grande para Él. En el tipo que nos ocupa, todas las virtudes y todas las glorias de Cristo, tanto en su naturaleza divina como en la humana, caben en su carácter de siervo. “Y su cinto de obra primorosa que estará sobre él, será de la misma obra, parte del mismo; de oro, azul, púrpura, carmesí y lino torcido” (v. 8). Esto debe satisfacer todas las necesidades del alma y los más ardientes deseos del corazón. No vemos a Cristo solo como la víctima inmolada en el altar de bronce, sino también como el ceñido sumo Sacerdote sobre la casa de Dios. Bien puede el apóstol decir: “Acerquémonos… mantengamos… considerémonos unos a otros” (Hebreos 10:19-24).
El pectoral del juicio, Urim y Tumim
“Y pondrás en el pectoral del juicio Urim y Tumim (luces y perfecciones), para que estén sobre el corazón de Aarón cuando entre delante de Jehová; y llevará siempre Aarón el juicio de los hijos de Israel sobre su corazón delante de Jehová” (v. 30). Por diferentes pasajes de la Escritura sabemos que el “Urim” estaba relacionado con las comunicaciones divinas referentes a las diversas cuestiones que se presentaban en los detalles de la historia de Israel. Así, por ejemplo, en el nombramiento de Josué se nos dice: “Él se pondrá delante del sacerdote Eleazar, y le consultará por el juicio del Urim delante de Jehová” (Números 27:21). “A Leví dijo: Tu Tumim y tu Urim sean para tu varón piadoso… ellos enseñarán tus juicios a Jacob, y tu ley a Israel” (Deuteronomio 33:8-10). “Y consultó Saúl a Jehová; pero Jehová no le respondió ni por sueños, ni por Urim, ni por profetas” (1 Samuel 28:6). “Y el gobernador les dijo que no comiesen de las cosas más santas, hasta que hubiese sacerdote para consultar con Urim y Tumim” (Esdras 2:63). Así nos enteramos de que el sumo sacerdote no solo llevaba el juicio de la congregación delante de Jehová, sino que también comunicaba el juicio de Jehová a la congregación. ¡Preciosas y solemnes funciones! De igual manera sucede, con una perfección divina, en el caso de nuestro “gran sumo sacerdote que traspasó los cielos” (Hebreos 4:14). Él lleva continuamente el juicio de su pueblo sobre su corazón y, por el Espíritu Santo, nos comunica el consejo de Dios respecto a los menores detalles de nuestra vida diaria. No tenemos, por tanto, necesidad de sueños ni de visiones. Con tal que andemos según el Espíritu, disfrutaremos de toda la seguridad que puede dar el perfecto “Urim” puesto sobre el corazón de nuestro gran sumo Sacerdote.
El manto del efod
“Harás el manto del efod todo de azul… en sus orlas harás granadas de azul, púrpura y carmesí alrededor, y entre ellas campanillas de oro alrededor. Una campanilla de oro y una granada, otra campanilla de oro y otra granada, en toda la orla del manto alrededor. Y estará sobre Aarón cuando ministre; y se oirá su sonido cuando él entre en el santuario delante de Jehová y cuando salga, para que no muera” (v. 31-35). El manto de azul del efod es emblema del carácter enteramente celestial de nuestro gran sumo Sacerdote. Él penetró en los cielos y está más allá del alcance de toda vista humana; pero, por el poder del Espíritu Santo hay un testimonio divino de que él está vivo en la presencia de Dios; y no solamente un testimonio, sino también fruto. “Una campanilla de oro y una granada1 , otra campanilla de oro y otra granada”. ¡Qué orden más hermoso! El fiel testimonio de la gran verdad de que Jesús está siempre vivo para interceder por nosotros estará inseparablemente unido a un servicio fructífero. ¡Que Dios nos conceda tener un entendimiento más profundo de estos preciosos y santos misterios!
- 1N. del E.: Fruto del granado, árbol de 5-6 metros de altura. De forma globosa, la granada contiene multitud de granos jugosos.
La lámina de oro
“Harás además una lámina de oro fino, y grabarás en ella como grabadura de sello, santidad a JehovÁ. Y la pondrás con un cordón de azul, y estará sobre la mitra, por la parte delantera de la mitra estará. Y estará sobre la frente de Aarón, y llevará Aarón las faltas cometidas en todas las cosas santas, que los hijos de Israel hubieren consagrado en todas sus santas ofrendas; y sobre su frente estará continuamente, para que obtengan gracia delante de Jehová” (v. 36-38). He aquí una verdad importante para el alma. La lámina de oro sobre la frente de Aarón era el tipo de la santidad esencial del Señor Jesús. “Y sobre su frente estará continuamente, para que obtengan gracia delante de Jehová”. ¡Qué reposo para el corazón en medio de las fluctuaciones de nuestra propia experiencia! Nuestro gran sumo Sacerdote está “continuamente” delante de Dios para interceder por nosotros. Somos representados por él, y en él hechos aceptos. Su santidad nos pertenece. Cuanto más profundamente conozcamos nuestra indignidad y debilidad personal, cuanto más experimentemos esta verdad humillante de que en nosotros no mora el bien, con tanto más fervor bendeciremos al Dios de toda gracia por esta verdad consoladora: “Y sobre su frente estará continuamente, para que obtengan gracia delante de Jehová”.
Si aconteciera que alguien se hallase frecuentemente tentado y cansado con dudas y temores, con altibajos en su estado espiritual, con tendencia continua a mirar dentro de sí mismo, a su pobre corazón frío, inconstante y rebelde, no tiene más que apoyarse de todo su corazón en la preciosa verdad de que ese gran sumo Sacerdote le representa delante del trono de Dios. Que fije su mirada en la lámina de oro, y lea en la inscripción la medida de su aceptación eterna ante Dios. ¡Que el Espíritu Santo le haga disfrutar la dulzura y el poder de esta divina y celestial doctrina!
Las vestiduras de los hijos de Aarón
“Y para los hijos de Aarón harás túnicas; también les harás cintos, y les harás tiaras para honra y hermosura… Y les harás calzoncillos de lino para cubrir su desnudez… Y estarán sobre Aarón y sobre sus hijos cuando entren en el tabernáculo de reunión, o cuando se acerquen al altar para servir en el santuario, para que no lleven pecado y mueran” (v. 40-43). Aquí, Aarón y sus hijos representan en figura a Cristo y la Iglesia, en el poder de una sola justicia divina y eterna. Las vestiduras sacerdotales de Aarón son la expresión de las cualidades intrínsecas, esenciales, personales y eternas de Cristo; mientras que las “túnicas” y las “tiaras” de los hijos de Aarón representan las gracias de que está revestida la Iglesia en virtud de su asociación con el Jefe soberano de la familia sacerdotal.
Todo lo que acaba de pasar ante nuestros ojos nos muestra con qué misericordioso cuidado Jehová proveía a las necesidades de su pueblo, permitiendo que los suyos viesen al que se preparaba para intervenir en favor de ellos y representarlos delante de él, revestido de todas las vestiduras que respondían directamente a la condición del pueblo. Dios la conocía bien; por lo tanto, nada se había olvidado de lo que el corazón necesitara o deseara. El pueblo de Israel podía considerar a Aarón de arriba abajo, y ver que todo estaba completo. Desde la tiara santa que cubría su frente hasta las campanillas y granadas que bordeaban su manto, todas las cosas eran como debían ser, porque todo era conforme al modelo mostrado en el monte. Todo correspondía a la estimación que Jehová hacía de las necesidades de su pueblo, y a Sus propias exigencias.
Hilos de oro entretejidos
Todavía hay un punto relacionado con las vestiduras de Aarón que requiere especial atención. Es la manera en que se introduce el oro en la confección de estos vestidos. Este asunto se halla desarrollado en el capítulo 39, pero la interpretación puede estar aquí en su lugar.
Y batieron láminas de oro, y cortaron hilos para tejerlos entre el azul, la púrpura, el carmesí y el lino, con labor primorosa (39:3).
Ya se hizo notar que “el azul, la púrpura, el carmesí y el lino fino” representan los diversos caracteres de la humanidad de Cristo, mientras que el oro habla de su naturaleza divina. Los hilos de oro eran tan exquisitamente entretejidos en los otros materiales que quedaban inseparablemente unidos con estos últimos, aunque perfectamente distinguibles. La aplicación de esta admirable imagen al carácter del Señor Jesús está llena de interés. En diferentes escenas presentadas por los relatos de los evangelios es fácil discernir a la vez el carácter distintivo y la misteriosa unión de la humanidad y de la deidad.
Por ejemplo, consideremos a Cristo en el mar de Galilea “durmiendo sobre un cabezal” (Marcos 4:38). ¡Preciosa manifestación de su humanidad! Pero, un momento después aparece con toda la grandeza y majestad de la divinidad. Como gobernador supremo del universo, calma el viento e impone silencio al mar. No se nota aquí ningún esfuerzo, ni precipitación, ni preparación previa. El reposo en la humanidad no es más natural que la actividad en la naturaleza divina. Cristo está tan completamente en su elemento en una como en otra. Veámosle también cuando los cobradores de las dracmas interpelan a Pedro. Como Dios fuerte, soberano, poseedor del “mundo y su plenitud”, pone su mano sobre los tesoros del océano, y dice: “Todo lo que hay debajo del cielo es mío” (Salmo 50:12; 24:1; Job 41:11). Después de declarar que es “suyo también el mar, pues él lo hizo” (Salmo 95:5), cambia de lenguaje; manifestando su perfecta humanidad se asocia a su pobre servidor con estas afectuosas palabras: “Tómalo, y dáselo por mí y por ti” (Mateo 17:27). ¡Cuánta gracia se manifiesta en estas palabras, relacionadas aquí con un milagro tan expresivo de la deidad de Aquel que se asociaba, en su infinita condescendencia, a un pobre y débil gusano de la tierra!
De nuevo le vemos, ahora ante la tumba de Lázaro (Juan 11). Jesús se conmueve, llora; sus gemidos y lágrimas brotan de las profundidades de una humanidad perfecta, de ese corazón perfectamente humano que sentía, como ningún otro corazón, lo que es hallarse en medio de una escena donde el pecado ha producido tan terribles frutos. Pero luego, como la “Resurrección y la Vida”, como Aquel que tiene en su mano todopoderosa “las llaves de la muerte y del Hades” (Apocalipsis 1:18), grita: “¡Lázaro, ven fuera!” A la voz de Jesús, la muerte y el sepulcro abren sus puertas y dejan salir a su cautivo.
Nuestra mente fácilmente será conducida a otras escenas de los evangelios que ilustran esta unión de los hilos de oro con “el azul, la púrpura, el carmesí y el lino fino retorcido”, es decir, la unión de la deidad con la humanidad en la misteriosa Persona del Hijo de Dios. Nada nuevo hay en este pensamiento, frecuentemente señalado por los que estudiaron con algún cuidado los escritos del Antiguo Testamento. Sin embargo, siempre es provechoso para nuestras almas considerar al Señor Jesús como Aquel que es verdaderamente Dios y verdaderamente hombre. El Espíritu Santo ha unido juntamente la deidad y la humanidad “con labor primorosa”, y las presenta al espíritu renovado del creyente para que las admire y disfrute de ellas.