Los caminos de Dios para con Israel
Por la gracia de Dios, vamos a pasar ahora al estudio del libro del Éxodo, cuyo tema principal es la redención. Los cinco primeros versículos nos recuerdan las últimas escenas del libro precedente. En primer lugar aparecen ante nosotros aquellas personas objeto del amor electivo de Dios, después de lo cual el autor inspirado nos conduce inmediatamente al centro de los hechos que forman el tema de la enseñanza del libro.
En nuestro estudio del Génesis vimos que la conducta de los hermanos de José fue la causa que determinó el viaje de la familia de Jacob a Egipto. Este hecho puede considerarse bajo dos aspectos distintos: primero, para aprender una solemne lección en la conducta de Israel1 respecto a Dios y luego, ver el desarrollo de una estimulante lección en los tratos de Dios para con ese pueblo.
En primer lugar, por lo que se refiere a la conducta de los hijos de Israel respecto a Dios, ¿puede hallarse algo más solemne que seguir paso a paso, hasta el fin, el resultado de la maldad cometida contra José, en quien la mirada espiritual discierne un tipo admirable de Cristo? Sin tener en cuenta para nada la angustia que embarga su alma, los hijos de Jacob entregan a José, su hermano, en manos de extranjeros. ¿Y cuáles fueron las consecuencias que les acarreó esta conducta? Ser conducidos a Egipto, para pasar por aquellas profundas y dolorosas experiencias de corazón, las cuales están narradas en los últimos capítulos del Génesis de una manera sencilla y conmovedora. Pero eso no es todo; todavía está reservado un largo tiempo de prueba a su posteridad en ese mismo país donde José halló una cárcel.
Con todo, al mismo tiempo que el hombre, Dios intervenía en esto. Se disponía a usar una de sus prerrogativas: sacar bien del mal. Los hermanos de José podían venderlo a los ismaelitas. Estos, a su vez, podían venderlo a Potifar, y Potifar podía encarcelarlo; pero Jehová estaba por encima de todo, cumpliendo sus grandes y maravillosos designios. “Ciertamente la ira del hombre te alabará” (Salmo 76:10). Aún no había llegado el momento en el que los herederos estarían preparados para la herencia y la herencia para los herederos. La posteridad de Abraham tenía que pasar por la dura escuela de la servidumbre en Egipto, esperando que la iniquidad de los amorreos llegase a su colmo, en medio de los “montes” y las “vegas” de la tierra prometida (véase Génesis 15:16; Deuteronomio 11:11).
- 1A Jacob Dios puso el nombre de Israel (Génesis 32:28). Hasta el día de hoy, su descendencia es llamada por ese nombre: Israel o los hijos de Israel.
Cómo Dios cumple sus designios
Todo esto es interesante e instructivo en sumo grado. El gobierno que Dios ejerce es “como rueda en medio de rueda” (Ezequiel 1:16). Dios se sirve de medios infinitamente variados para cumplir sus insondables designios. La mujer de Potifar, el copero del rey, el sueño de Faraón, la cárcel, el trono, la cautividad, el sello real, el hambre, todo está a su soberana disposición y lo hace concurrir al cumplimiento de sus planes maravillosos. El hombre espiritual halla su deleite meditando en estas cosas. Le gusta recorrer en espíritu el vasto dominio de la creación y de la providencia. Así descubre en todas partes esa sabia disposición de la cual se sirve el Todopoderoso para realizar los propósitos de su gracia redentora. Es cierto que de vez en cuando se descubre algún rastro de la serpiente, alguna huella, profunda y bien marcada del enemigo de Dios y del hombre. Hallamos algunas cosas que no acertamos a explicar, ni siquiera a comprender: la inocencia que sufre y la maldad que prospera pueden dar cierta apariencia de verdad a los razonamientos de los incrédulos y escépticos. Pero, a pesar de todo, el verdadero creyente reposa confiado en la seguridad de que
El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?
(Génesis 18:25).
El creyente sabe que la ciega incredulidad no puede hacer más que errar y que, en vano, pretende escudriñar los caminos de Aquel que es el propio intérprete de sí mismo.
Bendigamos a Dios por la consolación y estímulo que nuestras almas reciben por medio de esas reflexiones. Y las necesitamos constantemente, mientras atravesamos este mundo perdido en el que el enemigo ha introducido tan terribles males y desórdenes; un mundo donde las tentaciones y las pasiones de los hombres producen frutos muy amargos; un mundo en el cual la senda del discípulo fiel suele ser tan áspera que la naturaleza, dejada a sí misma, jamás podría caminar por ella. Sin embargo, la fe sabe que detrás de la escena hay Uno a quien el mundo no ve ni del cual se preocupa en lo más mínimo; así, con esta seguridad, puede decir confiadamente: «Todo va bien, y todo irá bien».
Las primeras líneas del libro del Éxodo nos han sugerido estos pensamientos. “Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero” (Isaías 46:10). El enemigo puede resistir, pero Dios se mostrará siempre más fuerte que él. En cuanto a nosotros, todo lo que necesitamos es tener la sencillez y el espíritu de un niño que se apoya confiadamente en Dios y en sus designios. La incredulidad considerará solamente los esfuerzos que hace el enemigo para contrarrestar los planes de Dios, sin tener en cuenta el poder de Dios para cumplirlos. La fe, al contrario, dirige sus miradas hacia la omnipotencia de Dios. Así obtiene la victoria y goza de una paz constante. Tiene que ver solamente con Dios y su fidelidad que nunca fracasa. No se apoya sobre la arena movediza de las cosas humanas y de las influencias terrenales, sino sobre la roca inmutable de la eterna Palabra de Dios. Esta Palabra es el santo y seguro asilo de la fe. Venga lo que venga, el creyente permanece en este santuario de la fuerza. “Y murió José, y todos sus hermanos, y toda aquella generación” (v. 6). ¿Y qué, entonces? ¿Podrá jamás la muerte menoscabar en lo más mínimo los designios de Dios? Desde luego que no. Dios esperaba el momento fijado, el tiempo oportuno, y luego empleó las influencias más hostiles como instrumentos para el desarrollo de sus planes.
Un rey que no conocía a Dios
“Entretanto, se levantó sobre Egipto un nuevo rey que no conocía a José; y dijo a su pueblo: He aquí, el pueblo de los hijos de Israel es mayor y más fuerte que nosotros. Ahora, pues, seamos sabios para con él, para que no se multiplique, y acontezca que viniendo guerra, él también se una a nuestros enemigos y pelee contra nosotros, y se vaya de la tierra” (v. 8-10). De esta manera razona un corazón que no ha aprendido a tener en cuenta a Dios en sus cálculos. El corazón no regenerado no puede contar con Dios; así, en el momento en que Dios se revela, todos sus razonamientos caen en la nada. Aparte de Dios o independientemente de él, los planes y cálculos del hombre pueden parecer muy prudentes; pero en el momento en que Dios aparece en escena, se manifiesta de lleno la total insensatez de tales pensamientos.
¿Por qué, pues, vamos a dejarnos influir por los argumentos y cálculos cuya apariencia de verdad descansa sobre la exclusión completa de Dios? Actuar así es, en principio, y en la extensión en que se haga, ateísmo práctico. Faraón podía juzgar exactamente las diversas contingencias de los asuntos humanos, el acrecentamiento del pueblo, la probabilidad de una guerra, la posibilidad de que los israelitas se uniesen al enemigo, su huida del país. Podía, con una perspicacia poco común, ponderar todas esas circunstancias en la balanza de la razón; pero jamás se le ocurrió que Dios pudiese tener algo que ver en todo ello. Si tan solo hubiese pensado en ello, habría trastornado todos sus razonamientos, y hubiese puesto en evidencia la insensatez de todos sus planes.
Es bueno estar persuadido de que siempre sucede lo mismo con el razonamiento de la mente escéptica del hombre. Dios queda totalmente excluido; más aún, su pretendida verdad y su coherencia dependen de que se le mantenga excluido. La introducción de Dios en escena da un golpe de muerte a todo escepticismo e incredulidad. Si hasta que Dios aparezca, los hombres pueden gloriarse, haciendo alarde de su habilidad, en cuanto la mirada percibe el más pequeño reflejo del Dios bendito, se ven despojados de su cobertura, y son puestos en evidencia en toda su desnudez y disformidad.
En lo que se refiere al rey de Egipto, se puede decir con toda seguridad que estaba en un gran error, no conociendo a Dios ni sus inmutables consejos (comp. Marcos 12:24-27). Faraón ignoraba que muchos siglos antes, aun antes de que él respirara por primera vez el soplo de vida, la palabra y el juramento de Dios, esas “dos cosas inmutables” (Hebreos 6:18), habían asegurado el rescate completo y glorioso de ese mismo pueblo que él, Faraón, se proponía aplastar. Faraón no conocía nada de todo esto; todos sus pensamientos y todos sus planes descansaban sobre la ignorancia de esta gran verdad, fundamento de todas las verdades, a saber: que Dios es. Él se imaginaba vanamente que podría, con su sabiduría y poder, impedir el crecimiento de ese pueblo respecto al cual Dios había dicho: “Multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar” (Génesis 22:17). Por esta razón todos sus planes y su sabiduría no eran más que locura.
El mayor error en que un hombre puede caer es el de obrar sin tener a Dios en cuenta. Tarde o temprano se impondrá sobre su espíritu el pensamiento de Dios; entonces todos sus planes y cálculos se derrumbarán. Todo lo que el hombre emprende con independencia de Dios puede a lo sumo durar este tiempo presente. Todo lo que no es más que humano, por sólido, brillante y atrayente que pueda ser, está destinado a ser presa de la muerte y a caer deshecho en polvo, en las tinieblas y el silencio de la tumba. Todas las glorias y excelencias del hombre quedarán sepultadas bajo “los terrones del valle” (Job 21:33). El hombre lleva sobre su frente el sello de la muerte, y todos sus proyectos son efímeros. Al contrario, todo lo que se relaciona con Dios y se apoya sobre él, permanece para siempre. “Será su nombre para siempre, se perpetuará su nombre mientras dure el sol” (Salmo 72:17).
La seguridad que da la fe
Cuán triste es, pues, el error del débil mortal que se levanta contra el Dios eterno, que corre “contra él con cuello erguido, con la espesa barrera de sus escudos” (Job 15:26). Si el monarca de Egipto hubiese intentado detener el movimiento de las olas del mar con su débil mano, habría obtenido el mismo resultado que en su pretensión de impedir el acrecentamiento de ese pueblo, objeto de los designios eternos de Dios. Así, aun cuando él estableció sobre el pueblo “comisarios de tributos que los molestasen con sus cargas” (v. 11), “cuanto más los oprimían, tanto más se multiplicaban y crecían” (v. 12). Siempre acontecerá así. “El que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos” (Salmo 2:4). Una confusión eterna reposará sobre toda oposición de los hombres y de los demonios. Esta seguridad da reposo al corazón, en un mundo donde todo aparece tan contrario a Dios y a la fe. Si no tuviésemos la firme confianza de que “la ira del hombre te alabará” (Salmo 76:10), con frecuencia nos hallaríamos abatidos en presencia de las circunstancias e influencias en medio de las cuales nos encontramos en este mundo. Pero, gracias a Dios, nuestras miradas no están puestas en “las cosas que se ven”, sino en “las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Corintios 4:18). Con esta seguridad, bien podemos decir como el salmista: “Guarda silencio ante Jehová, y espera en él. No te alteres con motivo del que prospera en su camino, por el hombre que hace maldades” (Salmo 37:7). ¡Cuán claramente se manifiesta la verdad de estas palabras en el asunto que meditamos, tanto en lo que se refiere a los oprimidos como al opresor! Si Israel miraba las cosas “que se ven”, ¿qué veía? La ira de Faraón, los comisarios de tributos, un servicio riguroso, una dura servidumbre, argamasa y ladrillos. Pero “las cosas que no se ven”, ¿qué eran? El designio eterno de Dios, su promesa infalible, la aurora cercana de un día de salvación, la “antorcha de fuego” (Génesis 15:17) de la redención de Jehová. ¡Maravilloso contraste! Solo la fe podía comprenderlo, como también solo por fe el pobre israelita oprimido podía apartar su mirada del horno humeante de Egipto, para fijarla en las verdes campiñas y los ricos viñedos de la tierra de Canaán. Únicamente la fe era capaz de reconocer, en esos esclavos oprimidos y sometidos al rudo trabajo de los hornos de ladrillos de Egipto, a los objetos del interés y del especial favor del cielo.
Como era entonces, así es también ahora:
Por fe andamos, no por vista
(2 Corintios 5:7).
“Aún no se ha manifestado lo que hemos de ser” (1 Juan 3:2). “Entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor” (2 Corintios 5:6). Aunque nos hallamos en esta tierra, de la que Egipto es figura, en espíritu estamos en la Canaán celestial. La fe pone al corazón en el poder de las cosas celestes e invisibles y, de este modo, lo capacita para elevarse por encima de todo lo que pertenece a este mundo, donde reinan la muerte y las tinieblas.
¡Ojalá tuviésemos nosotros esta fe sencilla que se sienta cerca del manantial puro y eterno de la verdad, bebiendo a grandes sorbos esas aguas refrescantes que reavivan el espíritu abatido y que comunican al “nuevo hombre” las fuerzas necesarias para avanzar en su carrera adelante y hacia el cielo!
Las parteras hebreas
Los últimos versículos de este capítulo nos ofrecen una lección edificante en la conducta de Sifra y de Fúa, mujeres temerosas de Dios. Afrontando la ira del rey, ellas no obedecieron lo que este les había ordenado. Luego vemos que Dios “prosperó sus familias” (v. 21). “Yo honraré a los que me honran, y los que me desprecian serán tenidos en poco” (1 Samuel 2:30). ¡Recordemos siempre esta lección y obremos de acuerdo con Dios en todas las circunstancias!