Estudio sobre el libro del Éxodo

Éxodo 5 – Éxodo 6

Israel oprimido y los recursos divinos

La esclavitud

El resultado de la primera visita a Faraón pareció ser poco alentador. El temor de perder a los israelitas llevó al rey a tratarlos con mayor crueldad, y a sujetarlos con redoblada vigilancia. Siempre que se reprime en algún punto el poder de Satanás, el furor de este aumenta en la misma proporción. Y así sucede aquí. El horno está a punto de ser apagado por el amor redentor; pero antes que se consiga, arde con mayor intensidad y aumenta el calor del fuego. Al diablo no le gusta soltar a ninguno de aquellos a quienes ha tenido bajo su terrible poder. Es el “hombre fuerte armado” del cual nos habla Lucas (cap. 11:21-22), quien mientras “guarda su palacio, en paz está lo que posee”. Pero, bendito sea Dios, hay otro “más fuerte que él”; le ha arrebatado “todas sus armas en que confiaba”, y ha repartido sus despojos entre los felices participantes de su amor eterno.

“Después Moisés y Aarón entraron a la presencia de Faraón y le dijeron: Jehová el Dios de Israel dice así: Deja ir a mi pueblo a celebrarme fiesta en el desierto” (cap. 5:1). Este era el mensaje de Dios a Faraón. Dios pedía una entera libertad para el pueblo, porque Israel era su pueblo, y él quería que le celebrase fiesta en el desierto. Dios, para estar satisfecho, quiere para sus elegidos un completo rescate del yugo de servidumbre. “Desatadle, y dejadle ir” (Juan 11:44) es siempre el gran lema de todos los designios misericordiosos de Dios para con aquellos que, siendo guardados bajo esclavitud por Satanás, son sin embargo los herederos de la vida eterna.

Cuando contemplamos al pueblo de Israel en medio de los hornos de ladrillos de Egipto, tenemos delante de nosotros una exacta representación de la condición de todo hijo de Adán según la carne. Los israelitas estaban allí oprimidos bajo el pesado yugo del enemigo, sin fuerzas para poderse liberar. La sola palabra libertad no hizo más que aumentar el rigor del opresor para reforzar las cadenas de sus cautivos y cargarlos con un yugo más pesado. Era, pues, preciso que la salvación viniese de afuera. Pero, ¿de dónde iba a venir? ¿Dónde estaba el dinero para pagar el rescate? ¿Dónde la fuerza para romper las cadenas? Y suponiendo que se tuviese lo uno y lo otro, ¿dónde estaba la voluntad? ¿Quién iba a emprender el esfuerzo de liberarlos? ¡Pobre Israel! No había esperanza alguna para ellos, ni de dentro ni alrededor. No tenían otro recurso que mirar hacia arriba. Su refugio era Dios: él tenía el poder y el querer; él podía obrar la redención tanto en precio como con poder. En Jehová, y en él solo, había salvación para el desvalido y oprimido pueblo de Israel.

Así sucede en todos los casos.

Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos
(Hechos 4:12).

El pecador está bajo el yugo de un amo que le gobierna con un poder despótico. Está “vendido al pecado” (Romanos 7:14), es cautivo de Satanás para hacer su voluntad, aprisionado con las cadenas de la tentación, de la pasión y de su carácter, débil (Romanos 5:6), “sin esperanza y sin Dios” (Efesios 2:12). Esta es la condición del pecador. ¿Cómo, pues, podría librarse a sí mismo? Siendo esclavo de otro, todo lo que hace, lo hace en calidad de esclavo. Sus pensamientos, sus palabras y sus acciones, son los pensamientos, las palabras y las acciones de un esclavo. Y aun cuando suspire y llore por la libertad, sus lloros y sus gemidos no son más que la triste prueba de su esclavitud. Puede luchar por su libertad; pero sus mismos esfuerzos, que solo prueban su deseo de ser libre, son la declaración positiva de su servidumbre.

La vieja naturaleza

El problema no reside meramente en la condición del pecador, sino en que su misma naturaleza está radicalmente corrompida y está totalmente sometida al poder del diablo. Por eso, no necesita tan solo ser introducido en una nueva posición, sino que debe ser dotado de una nueva naturaleza. La naturaleza y la posición van siempre unidas. Si el pecador tuviese la facultad de mejorar la posición en que se halla, ¿de qué le serviría esto mientras su naturaleza continuase siendo irremisiblemente mala? Un noble puede recoger y adoptar a un mendigo, otorgarle la fortuna y la posición de un noble, pero nunca podrá hacerle participar de su sangre noble. La naturaleza del mendigo no se hallará nunca cómoda ocupando la posición de un noble. Es necesario poseer una naturaleza que corresponda a la posición, y una posición que corresponda a la capacidad, a los deseos, a los afectos y a las tendencias de aquel que se halla colocado en ella. Por esta razón el Evangelio de la gracia de Dios nos enseña que el creyente es introducido en una posición enteramente nueva. Ya no es considerado en su anterior estado de culpabilidad y de condenación, sino en un estado de perfecta y eterna justificación. La condición en que Dios le ve ahora no es solo un estado de perdón completo, sino un estado tal de perfección que la santidad infinita no puede descubrir en él la más ligera mancha de pecado. El creyente ha sido retirado de su primera condición de culpabilidad y colocado, de un modo absoluto y para siempre, en una nueva condición de justicia perfecta y pura. No se trata de que su primera condición haya sido mejorada; porque “lo torcido no se puede enderezar” (Eclesiastés 1:15). “¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas?” (Jeremías 13:23). Nada hay más opuesto a la verdad fundamental del evangelio que la teoría del mejoramiento gradual en la condición del pecador. Ha nacido en una condición determinada, y si no “nace de nuevo”, no puede estar en ninguna otra. Puede que intente mejorarse. Puede que resuelva tomar la resolución de ser mejor en el futuro: empezar una nueva página de su existencia, cambiar su modo de vivir. Pero, con todo esto, no habrá logrado salirse en el menor grado de su condición real como pecador. Podrá intentar hacerse lo que se llama «religioso», podrá ensayar la oración; seguir asiduamente las ordenanzas del culto y revestir todas las apariencias de una reforma moral, pero ninguna de estas cosas cambiará, en lo más mínimo, su verdadero estado delante de Dios.

La nueva naturaleza

Lo mismo acontece en lo que a la naturaleza se refiere. ¿Cómo podrá cambiarla el hombre? La hará pasar por una serie de operaciones; intentará dominarla y someterla a una disciplina, pero siempre será la misma naturaleza. “Lo que es nacido de la carne, carne es” (Juan 3:6). El hombre necesita una nueva naturaleza igual que una nueva condición. ¿Y cómo se puede obtener? Creyendo “el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo” (1 Juan 5:10). “A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Juan 1:12-13). Aquí aprendemos que todos los que creen en el nombre del unigénito Hijo de Dios, tienen el privilegio de ser hechos hijos de Dios; son hechos partícipes de una nueva naturaleza, y tienen la vida eterna. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Juan 3:36). “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).

Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado
(Juan 17:3).

“Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:11-12).

El fundamento de la justificación

Tal es la doctrina de las Escrituras en lo referente a las importantes cuestiones relativas a la condición y la naturaleza. Pero, ¿cómo y sobre qué fundamento es introducido el creyente en una condición de justicia divina, y hecho participante de la naturaleza divina? Ese gran cambio depende enteramente de la gloriosa verdad “que Jesús murió y resucitó” (1 Tesalonicenses 4:14). Nuestro bendito Señor dejó el trono de la gloria en las mansiones de luz. Descendió a este mundo de pecado y miseria, en semejanza de carne de pecado. Y, luego de haber manifestado y glorificado a Dios perfectamente en todos los actos de su vida aquí abajo, murió en la cruz bajo el peso de todas las transgresiones de su pueblo. Así, todo lo que había o podía haber contra nosotros, quedó divinamente satisfecho por él. “Jehová se complació por amor de su justicia en magnificar la ley y engrandecerla” (Isaías 42:21). Después, fue hecho maldición, siendo colgado en un madero. Todas las demandas fueron satisfechas por él, todos los enemigos reducidos al silencio, y derribados todos los obstáculos.

La misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron
(Salmo 85:10).

Habiendo quedado satisfecha la justicia infinita, el amor infinito pudo derramarse en el corazón quebrantado del pecador, para calmarle y regocijarle por su virtud. De igual manera la sangre y el agua que salieron del costado abierto de Jesús satisfacen perfectamente todas las necesidades de una conciencia culpable y convencida de pecado. El Señor Jesús tomó nuestro lugar en la cruz; él fue nuestro representante. “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos” (1 Pedro 3:18). “Por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21). Él murió la muerte del pecador, fue sepultado, y resucitó, habiéndolo cumplido todo. Por lo tanto, nada hay de aquí en adelante que esté contra el creyente: está unido a Cristo y en la misma condición de justicia que Cristo. “Pues como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17).

He aquí lo que da a la conciencia una paz sólida y bien establecida. Si ya no estoy en una condición de culpabilidad, sino de justificación, si Dios me contempla solo en Cristo y como a Cristo, de manera evidente mi porción es una perfecta paz. “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1). La sangre del Cordero ha quitado toda la culpa del creyente, ha borrado su larga cuenta y le ha dado una página perfectamente blanca, en presencia de aquella santidad que no puede “ver el mal, ni… el agravio” (Habacuc 1:13).

El creyente es hijo de Dios

El creyente no solo ha hallado la paz con Dios, sino que es hecho hijo de Dios. Puede como tal gozar de la dulce comunión con el Padre y el Hijo por el poder del Espíritu Santo. Es necesario considerar la cruz bajo dos puntos de vista: en primer lugar, ella satisface los derechos de Dios y todo lo que exige su gloria; luego, ella es la demostración del amor de Dios. Si consideramos nuestros pecados teniendo en cuenta los derechos de Dios como Juez, hallaremos que la cruz ha satisfecho todos esos derechos. Como Juez, Dios ha sido divinamente satisfecho y glorificado en la cruz. Pero hay más que esto: Dios tiene afectos así como tiene derechos. La cruz del Señor Jesús revela al pecador todos esos tiernos afectos de una manera persuasiva y conmovedora. Al mismo tiempo, el pecador es hecho partícipe de una nueva naturaleza, capaz de gozar de esos afectos y de tener comunión con el corazón de quien provienen.

Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios
(1 Pedro 3:18).

No somos introducidos solamente en un nuevo estado, sino también llevados a una persona, a saber, Dios. Somos hechos partícipes de una naturaleza capaz de hallar sus delicias en él. “Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación” (Romanos 5:11).

La fiesta para Jehová

Qué hermosura y qué fuerza descubrimos en este mensaje de libertad: “Deja ir a mi pueblo a celebrarme fiesta en el desierto” (cap. 5:1). “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor” (Lucas 4:18-19). La buena nueva del Evangelio anuncia la libertad de todo yugo y servidumbre. La paz y la libertad, como Dios las ha proclamado, son dones que el Evangelio aporta a los que lo reciben por la fe.

Observemos que se dice: “Deja ir a mi pueblo a celebrarme fiesta”. Los hijos de Israel debían cesar en el servicio de Faraón para entrar al servicio de Dios. El cambio era grande. En lugar de fatigarse bajo el yugo de los gobernadores y cuadrilleros de Faraón, debían celebrar fiesta a Jehová. Si bien para esto era necesario abandonar Egipto y salir al desierto, la presencia divina los acompañaría. Y si el desierto era triste y árido, era también el único camino que conducía a la tierra de Canaán. Entraba en los planes de Dios que Israel le celebrase una fiesta en el desierto, y para esto se le debía «dejar salir» de Egipto.

Faraón y los grandes de este mundo

Sin embargo, Faraón no parece nada dispuesto a obedecer esta orden divina. “¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz y deje ir a Israel?” (v. 2): con estas palabras, Faraón nos revela de un modo admirable su verdadera condición moral, su ignorancia y su desobediencia. Estas dos cosas van juntas. Si no se conoce a Dios, no se le puede obedecer, porque la obediencia está siempre basada sobre el conocimiento. Cuando el alma tiene la dicha de conocer a Dios, se da cuenta de que este conocimiento es la vida (Juan 17:3); la vida es el poder, y teniendo poder se puede obedecer. Es evidente que quien no tiene la vida no puede hacer nada. Por lo tanto, sería absurdo exigir que alguien adquiriese alguna capacidad, cuando esta misma capacidad es la condición requerida para cumplir cualquier obra.

Además, Faraón no se conocía mejor a sí mismo de lo que él conocía a Dios. Ignoraba que era un pobre gusano de la tierra, suscitado con el único objeto de dar a conocer la gloria de Aquel a quien él decía no conocer (Éxodo 9:16; Romanos 9:17). “Y ellos dijeron: El Dios de los hebreos nos ha encontrado; iremos, pues, ahora, camino de tres días por el desierto, y ofreceremos sacrificios a Jehová nuestro Dios, para que no venga sobre nosotros con peste o con espada. Entonces el rey de Egipto les dijo: Moisés y Aarón, ¿por qué hacéis cesar al pueblo de su trabajo? Volved a vuestras tareas… Agrávese la servidumbre sobre ellos, para que se ocupen en ella, y no atiendan a palabras mentirosas” (v. 3-9).

¡Qué revelación hallamos aquí de los móviles secretos del corazón humano! ¡Qué incapacidad para entrar en las cosas de Dios! Todos los derechos divinos y todas las revelaciones de Dios eran, a juicio de Faraón, “palabras mentirosas”. ¿Qué le importaba el “camino de tres días por el desierto” o la “fiesta” a Jehová? ¿Cómo podía comprender la necesidad de este viaje, el carácter o el fin de tal fiesta? Faraón sabía lo que significaba agravar la servidumbre y hacer ladrillos. Estas cosas tenían para él cierto sentido de realidad. Pero en cuanto a Dios, a su servicio o a su culto, no veía en ello más que una verdadera quimera, inventada por aquellos que buscaban una excusa para evitar las rudas realidades de la vida.

Con mucha frecuencia ha acontecido lo mismo con los sabios y poderosos de este mundo, quienes han sido los primeros en tachar de vanidad y locura los divinos testimonios de Dios. Escúchese, por ejemplo, la información que dio el “excelentísimo Festo” sobre la gran cuestión debatida entre Pablo y los judíos. Solamente “tenían contra él ciertas cuestiones acerca de su superstición, y de un cierto Jesús, difunto, el cual Pablo afirmaba que estaba vivo” (Hechos 25:19, RV 1909). ¡Pobre Festo! ¡Cuán poco sabía lo que decía! ¡Cuán poco comprendía la importancia de saber si “Jesús” estaba muerto o vivo! Estaba muy lejos de pensar en el solemne alcance que esta cuestión tenía sobre sí mismo y sobre sus amigos Agripa y Berenice. Esta ignorancia no cambiaba en nada la realidad del hecho; ahora él y ellos saben mucho más sobre este asunto, a pesar de que en los días pasajeros de su gloria terrestre lo consideraron como una cuestión supersticiosa, indigna de la atención de los hombres sensatos, únicamente propia para ocupar el cerebro desequilibrado de visionarios fanáticos. Sí; la importante cuestión que decide el destino de todo hijo de Adán, la cuestión sobre la cual descansa la condición presente y eterna de la Iglesia y del mundo, y en la que se reúnen todos los consejos de Dios, era, según el juicio de Festo, una vana superstición.

Lo mismo fue con Faraón. Él no sabía nada de Jehová, el Dios de los Hebreos, el poderoso “Yo soy”; por esto consideraba como “palabras mentirosas” (v. 9) todo lo que Moisés y Aarón le habían dicho acerca de sacrificar a Dios. Para el espíritu profano del hombre, las cosas de Dios siempre parecerán vanas, inútiles y desprovistas de sentido. El nombre de Dios puede formar parte de la fraseología de una fría religión formalista, pero Dios, en su persona, no es conocido. Su precioso nombre, en el cual se encierra todo aquello que el corazón del creyente puede desear o necesitar, no tiene para el incrédulo ninguna significación, ni poder, ni virtud. Así, todo lo que trata de Dios o se relaciona con él, con sus palabras, sus consejos, sus pensamientos o sus planes, es considerado como “palabras mentirosas”.

Sin embargo, rápidamente se está acercando el tiempo en que todo cambiará. El tribunal de Cristo, los terrores del mundo venidero y las olas del lago de fuego no serán “palabras mentirosas”. Por cierto que no; y todos aquellos que por la gracia creen que estas cosas son realidades deberían esforzarse en despertar, respecto a ellas, la conciencia de quienes, como Faraón, consideran que la fabricación “de ladrillos” es la única cosa digna de ocupar el pensamiento, lo único verdadero y seguro.

¡Ay, cuán frecuentemente los mismos cristianos viven en la esfera de las cosas visibles, alrededor del mundo y de la naturaleza! Pierden el sentido profundo, inmutable y potente de la realidad de las cosas divinas y celestiales. Necesitamos vivir más continuamente en el ámbito de la fe, del cielo y de la nueva creación. Así veríamos las cosas como Dios las ve; pensaríamos respecto a ellas como Dios piensa. Nuestra vida entera sería más elevada, más desinteresada, más completamente separada del mundo y de las cosas terrenales.

Moisés desanimado

No obstante, la prueba más dolorosa para Moisés no fue motivada por el juicio que Faraón emitió sobre su misión. El siervo fiel, cuyo corazón esté del todo entregado a Cristo, puede ser considerado por los hombres como un mero fanático visionario. Los hombres miran al creyente desde un punto de vista que no nos permite esperar de ellos otra cosa. Cuanto más fiel sea el siervo a su Maestro divino, cuanto más siga sus huellas, cuanto más conforme sea a su imagen, tanto más debe esperar ser considerado por los hijos del mundo como estando “loco” (Hechos 26:24-25). Este juicio del mundo no debe sorprenderle, ni desanimarle. Una cosa infinitamente más penosa para el siervo es ver su testimonio y su ministerio mal interpretados, despreciados y rechazados por quienes son el objeto particular de su trabajo. En tal caso, el siervo necesita estar mucho con Dios, en el secreto de sus pensamientos. Necesita vivir en el poder de la comunión con él, para ser mantenido en la constante realidad de su senda y de su servicio. En estas circunstancias tan difíciles, si no se está persuadido de haber recibido una misión del cielo y de tener consigo la presencia divina, es casi segura la caída.

Si Moisés no hubiese estado sostenido así, ¿cómo podría haber perseverado cuando la creciente opresión del poder de Faraón arrancó a los capataces de los hijos de Israel palabras de desaliento como estas: “Mire Jehová sobre vosotros, y juzgue; pues nos habéis hecho abominables delante de Faraón y de sus siervos, poniéndoles la espada en la mano para que nos maten” (v. 21). Motivo había para que Moisés se sintiese abatido, porque volviéndose a Jehová, dijo: “Señor, ¿por qué afliges a este pueblo? ¿Para qué me enviaste? Porque desde que yo vine a Faraón para hablarle en tu nombre, ha afligido a este pueblo; y tú no has librado a tu pueblo” (v. 22-23). Cuando la libertad parecía más cercana, las cosas habían tomado un aspecto más desolador. Lo mismo acontece en la naturaleza, la hora más oscura de la noche es con frecuencia la que precede inmediatamente a la aurora del día. Así sucederá en los últimos días de la historia de Israel. La hora de más profunda oscuridad y de la más espantosa angustia precederá a la aparición repentina del “Sol de justicia” (Malaquías 4:1-2), trayendo salvación para sanar con sanidad eterna, “la herida de la hija de mi pueblo” (Jeremías 6:14; 8:11).

La respuesta de Jehová

Podríamos preguntarnos hasta qué punto el “por qué” de Moisés, citado en el pasaje que meditamos, fue dictado por una fe real a la par que por una voluntad mortificada y disgustada. Pero, sea como sea, lo cierto es que el Señor no reprende a Moisés por este “por qué” ocasionado por la magnitud de la aflicción del momento. Mas le responde con bondad: “Ahora verás lo que yo haré a Faraón; porque con mano fuerte los dejará ir, y con mano fuerte los echará de su tierra” (cap. 6:1). Respuesta llena de una gracia particular. En lugar de censurar la insolencia de aquel que se permite poner en entredicho los caminos insondables de “Yo soy”, ese Dios siempre misericordioso procura levantar el espíritu anonadado de su siervo, descubriéndole lo que va a hacer. Esta manera de obrar es digna de Dios, de quien desciende toda buena dádiva y todo don perfecto, “el cual da a todos abundantemente y sin reproche” (Santiago 1:5, 17). “Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo” (Salmo 103:14).

Dios querría que el corazón encontrase consolación y gozo no solamente en sus actos, sino en Él mismo, en su propio nombre, en su carácter. Ahí esta la dicha perfecta, divina y eterna. Cuando el corazón halla en Dios mismo el consuelo necesario, cuando puede refugiarse en el seguro asilo que le ofrece su nombre y cuando halla en el carácter de Dios la satisfacción perfecta a todas sus necesidades, entonces está verdaderamente elevado por encima de las cosas creadas. Puede abandonar las hermosas promesas del mundo y estimar en su justo valor las soberbias pretensiones del hombre. El corazón que conoce a Dios por experiencia puede mirar al mundo y decir: “Todo es vanidad” (Eclesiastés 1:2). Pero luego, puestos sus ojos en Dios, puede añadir:

Todas mis fuentes están en ti
(Salmo 87:7).

El nombre de Jehová

“Habló todavía Dios a Moisés, y le dijo: Yo soy Jehová, y aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Omnipotente, mas en mi nombre Jehová no me di a conocer a ellos. También establecí mi pacto con ellos, de darles la tierra de Canaán, la tierra en que fueron forasteros, y en la cual habitaron. Asimismo yo he oído el gemido de los hijos de Israel, a quienes hacen servir los egipcios, y me he acordado de mi pacto” (v. 2-5). “Jehová”1 es el nombre que Dios toma como Libertador de su pueblo, en virtud de su pacto de pura y soberana gracia. Él se revela a sí mismo como siendo la Fuente eterna del amor redentor; estableciendo sus consejos, cumpliendo sus promesas y liberando a su pueblo de todo enemigo y de todo mal. Era un privilegio para Israel permanecer siempre bajo la salvaguardia del nombre significativo de Jehová, de ese nombre que nos manifiesta a Dios obrando por su propia gloria, y tomando a su pueblo oprimido para manifestar en él su propia gloria (comp. Isaías 43:11-12, 15, 21).

“Por tanto, dirás a los hijos de Israel: Yo soy Jehová; y yo os sacaré de debajo de las tareas pesadas de Egipto, y os libraré de su servidumbre, y os redimiré con brazo extendido, y con juicios grandes; y os tomaré por mi pueblo y seré vuestro Dios; y vosotros sabréis que yo soy Jehová vuestro Dios, que os sacó de debajo de las tareas pesadas de Egipto. Y os meteré en la tierra por la cual alcé mi mano jurando que la daría a Abraham, a Isaac y a Jacob; y yo os la daré por heredad. Yo Jehová” (v. 6-8). Todo esto proclama la gracia más pura, la más gratuita y la más rica. Jehová se presenta al corazón de los suyos como Aquel que obrará en ellos, por ellos y con ellos para manifestar su gloria. Por débiles y miserables que fuesen, él había descendido para hacer ver su gloria, manifestar su gracia y dar una muestra de su poder en la completa liberación de su pueblo. La gloria de Dios y la salvación de Israel eran dos cosas inseparablemente unidas. Más tarde, todas estas cosas debían serles recordadas: “No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos; sino por cuanto Jehová os amó, y quiso guardar el juramento que juró a vuestros padres, os ha sacado Jehová con mano poderosa, y os ha rescatado de servidumbre, de la mano de Faraón rey de Egipto” (Deuteronomio 7:7-8).

Nada hay más apropiado para establecer y afirmar al corazón temeroso y débil sobre un fundamento sólido que la seguridad de saber que Dios se ha encargado de nosotros tal como somos. Además, al conocer perfectamente lo que somos, nunca podrá descubrir en nosotros ningún nuevo defecto que pueda alterar el carácter o la medida de su amor para con nosotros.

Como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin
(Juan 13:1).

Aquel a quien él ama es amado con amor invariable. Esta verdad es motivo de un gozo inexpresable. Dios sabía lo que nosotros éramos; conocía lo peor que había en nosotros. A pesar de ello, quiso manifestarnos su amor en el don de su Hijo. Sabía lo que necesitábamos, y ha dado una abundante provisión para todas nuestras necesidades. Conocía el importe de la deuda, y la ha pagado. Sabía cuánto había por hacer, y lo ha cumplido todo. Las demandas de su propia gloria debían ser satisfechas, y las ha satisfecho. Toda la obra es enteramente suya. Por esto dijo a Israel: “Yo os sacaré” –“Yo os meteré”; –⁠“Yo os tomaré por mi pueblo”; –“Yo os la daré (la tierra) por heredad. Yo Jehová”. Esto era lo que él quería hacer, en virtud de lo que él era. Mientras esta gran verdad no haya sido plenamente comprendida y recibida en el alma por el poder del Espíritu Santo, no puede haber una sólida paz. No se puede tener el corazón feliz ni la conciencia tranquila, a menos que se sepa y crea que todos los derechos divinos han quedado divinamente satisfechos.

  • 1N. del E.: Forma castellana del nombre de Dios usada en la Reina Valera y la Versión Moderna. Otros usan la palabra Yavé, Jahveh, el Señor. La Biblia en francés emplea la palabra «El Eterno». El original hebreo indica sólo las cuatro letras YHVH.

Los nombres de los que pertenecen a Jehová

El resto del capítulo contiene un registro de “los jefes de las familias” de los padres de Israel. Este registro es interesante en cuanto nos muestra a Jehová haciendo el censo de los que le pertenecen, aunque ellos habitan todavía en el país del enemigo. Israel era el pueblo de Dios, y Dios hacía el recuento de aquellos sobre los cuales tenía los derechos de soberano. ¡Qué gracia más maravillosa! ¡Hallar un objeto de interés en los que estaban en medio de la degradación de la servidumbre de Egipto era una gracia digna de Dios! El que hizo los mundos y habita rodeado de los ángeles poderosos en fortaleza, siempre dispuestos para hacer “su voluntad” (Salmo 103:21), descendió con el fin de rescatar a algunos esclavos, con cuyo nombre quiso unir el suyo para siempre. Descendió en medio de los hornos de ladrillos de Egipto y allí vio a un pueblo que gemía bajo el látigo del opresor. Entonces pronunció esas memorables palabras: “Deja ir a mi pueblo”. Y habiendo hablado así, se dispuso a contar el número de ellos, como diciendo: Estos son míos; veamos cuántos son para que ninguno sea dejado atrás. “Él levanta del polvo al pobre, y del muladar exalta al menesteroso, para hacerle sentarse con príncipes y heredar un sitio de honor. Porque de Jehová son las columnas de la tierra y él afirmó sobre ellas el mundo” (1 Samuel 2:8).