Estudio sobre el libro del Éxodo

Éxodo 12

La pascua

El principio de los meses

Habló Jehová a Moisés y a Aarón en la tierra de Egipto, diciendo: “Este mes os será principio de los meses; para vosotros será este el primero en los meses del año” (v. 1-2). Hay aquí un cambio muy interesante en el orden de contar el tiempo. El año común o civil seguía su curso ordinario cuando Jehová lo interrumpió a causa de su pueblo, enseñándole así que debía comenzar una nueva era con Él. La historia anterior de Israel no debía ser tenida en cuenta. En adelante, la redención debía constituir el primer paso en la vida real.

Esto nos enseña una verdad muy sencilla. El conocimiento de una salvación perfecta, de una paz estable y asegurada por la preciosa sangre del Cordero coloca al hombre en medio de un nuevo orden de cosas e inicia para él en realidad su vida con Dios. Hasta entonces, según el juicio de Dios y la expresión de las Escrituras, el hombre está muerto en “delitos y pecados” y es “ajeno de la vida de Dios” (Efesios 2:1; 4:18). Su historia entera no es más que un espacio vacío, aunque en la opinión del hombre pueda haber sido una larga escena de ruidosa actividad. Todo lo que cautiva la atención del hombre mundano, los honores, las riquezas, los placeres, los atractivos de la vida, todas estas cosas, consideradas a la luz del juicio de Dios y pesadas en la balanza del santuario, no son en el fondo más que un horrible vacío, la nada, indigno todo ello de ocupar un lugar en los relatos del Espíritu Santo. “El que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida” (Juan 3:36). Los hombres hablan de gozar de la vida cuando se lanzan a la sociedad, cuando viajan a un lado y a otro para ver todo aquello que es digno de verse; pero olvidan que el solo medio real y verdadero de “ver la vida”, es “creer en el Hijo” de Dios.

¡Cuán poco los hombres piensan en ello! Se imaginan que la «vida verdadera» se termina cuando alguien se hace cristiano, no solo de nombre y de profesión exterior, sino real, verdadero. Pero la Palabra de Dios nos enseña que es precisamente entonces cuando podemos ver la vida y disfrutar de la verdadera felicidad. “El que tiene al Hijo, tiene la vida” (1 Juan 5:12). Y otra vez: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado” (Salmo 32:1). Solo en Cristo podemos tener la vida y la felicidad. Según el juicio del cielo, y aunque las apariencias indiquen otra cosa, fuera de él todo es muerte y miseria. Cuando el espeso velo de la incredulidad ha sido quitado de encima del corazón, entonces podemos ver, con los ojos de la fe, al Cordero inmolado llevando sobre el madero maldito la pesada carga de nuestra culpabilidad, y entrar en el sendero de la vida, participando de la felicidad divina. Esta vida empieza en la cruz, para continuar en una eternidad de gloria. La felicidad es cada día más profunda, más pura, dependiendo cada día más de Dios y reposando mejor sobre Cristo, hasta que alcancemos aquella estatura del varón perfecto, en la presencia de Dios y del Cordero. Buscar la vida y la dicha por otros medios es un trabajo mucho más vano que hacer ladrillos sin paja (cap. 5:7).

Es cierto que el enemigo de las almas sabe colorear la escena pasajera de la vida presente para hacer creer al hombre que es toda de oro. Sabe levantar más de un teatro de autómatas para excitar la risa de una multitud descuidada y frívola. Esta no quiere acordarse de que es Satanás quien mueve los hilos de los muñecos, y que su objeto es alejar a las almas de Cristo para arrastrarlas a la perdición eterna. No hay nada real ni sólido que satisfaga el alma, sino en Cristo. Sin él

Todo es vanidad y aflicción de espíritu
(Eclesiastés 2:17).

Solo en Cristo se hallan los goces verdaderos y eternos; por eso únicamente cuando empezamos a vivir en él, de él con él y para él, vivimos verdaderamente. “Este mes os será principio de los meses; para vosotros será este el primero en los meses del año” (v. 2). El tiempo pasado en los hornos de ladrillos, cerca de “las ollas de carne” (cap. 16:3), es como si no hubiese existido. Así debía considerarlo Israel, aunque el recuerdo de ese tiempo pasado debería servir siempre para reanimar de nuevo y hacer más profundo en el corazón del pueblo el sentimiento de lo que la gracia divina había realizado en su favor.

El cordero guardado

“Hablad a toda la congregación de Israel, diciendo: En el diez de este mes tómese cada uno un cordero según las familias de los padres, un cordero por familia… El animal será sin defecto, macho de un año; lo tomaréis de las ovejas o de las cabras. Y lo guardaréis hasta el día catorce de este mes, y lo inmolará toda la congregación del pueblo de Israel entre las dos tardes” (v. 3-6). Aquí tenemos la redención del pueblo fundamentada sobre la sangre del Cordero, según el designio eterno de Dios. Esto es lo que comunica a esta redención su divina estabilidad. La redención no ha sido una improvisación de Dios. Antes que el mundo fuera, o Satanás, o el pecado; antes que la voz de Dios hubiese interrumpido el silencio de la eternidad y llamado los mundos a su existencia, Dios tenía sus grandes designios de amor, los cuales nunca podrían haber hallado un fundamento suficientemente sólido en la creación. Todos los privilegios, todas las bendiciones y las glorias de la creación reposaban en la obediencia de una criatura, y en el momento en que esta cayó, todo se perdió. Pero la tentativa de Satanás de turbar y corromper la creación solo sirvió para abrir el camino a la manifestación de los proyectos más profundos de Dios en la redención.

Esta maravillosa verdad nos es presentada en figura por el hecho de que el cordero debía ser guardado desde el día diez hasta el catorce. Que este cordero es una figura de Cristo es algo irrefutable, como lo señala el pasaje siguiente:

Nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros
(1 Corintios 5:7).

Tenemos, en la primera epístola de Pedro, una alusión a la guarda del cordero: “Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros” (1 Pedro 1:18-20).

Todos los designios de Dios, desde la eternidad, tenían relación con Cristo y ningún esfuerzo del enemigo ha podido nunca alterarlos. Muy al contrario, todos sus esfuerzos no han hecho más que contribuir a la manifestación de la sabiduría insondable y a la firmeza inmutable de los consejos de Dios. Si el Cordero “sin mancha y sin contaminación” fue ya ordenado “desde antes de la fundación del mundo”, la redención ciertamente debía estar en la mente de Dios antes de la fundación del mundo. El Dios Todopoderoso no tuvo necesidad de improvisar un plan con el cual poder remediar el terrible mal que el enemigo había introducido en la creación. No, él no hizo más que sacar, del tesoro inexplorado de sus maravillosos designios, la verdad concerniente al Cordero sin mácula, ordenado ya desde la eternidad, el que debía ser “manifestado en los postreros tiempos por amor de nosotros”.

Cuando la creación salió nueva y perfecta de las manos del Creador, ninguna necesidad tenía de la sangre del Cordero, puesto que en cada una de sus fases y de sus partes se manifestaba la huella admirable de la mano divina que la había formado y las pruebas infalibles de “su eterno poder y deidad” (Romanos 1:20). Pero cuando “el pecado entró en el mundo por un hombre” (Romanos 5:12), entonces fue revelado el plan más profundo, más perfecto y más glorioso de la redención por la sangre del Cordero. Esta verdad maravillosa apareció primero a través de la espesa nube que rodeaba a nuestros primeros padres, cuando salieron del huerto de Edén; luego, sus rayos comenzaron a brillar en las figuras y sombras de la dispensación mosaica. Por fin, resplandeció sobre el mundo con todo su esplendor, cuando apareció “desde lo alto la aurora” (Lucas 1:78) en la persona de “Dios… manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). Sus ricos y gloriosos resultados se realizarán cuando aquella gran multitud, vestida de blanco y sosteniendo palmas en sus manos, se reúna en torno al trono de Dios y del Cordero, cuando la creación entera descanse segura bajo el cetro de paz del Hijo de David.

Así, el cordero tomado el día diez y guardado hasta el catorce nos presenta a Cristo, ordenado desde la eternidad, pero manifestado en el tiempo por amor a nosotros. El designio eterno de Dios en Cristo viene a ser el fundamento de la paz del creyente. Nada menos que esto sería suficiente. Nosotros somos trasladados más allá de la creación, más allá de los límites del tiempo, más allá de la entrada del pecado en el mundo, más allá de todo lo que pudiese afectar o alterar el fundamento de nuestra paz. La expresión “ya destinado desde antes de la fundación del mundo” nos hace retroceder hacia las profundidades insondables de la eternidad y nos muestra a Dios formando sus planes de amor y de redención, haciéndolos descansar por entero sobre la sangre expiatoria de su precioso Cordero inmaculado. Cristo fue siempre el pensamiento primario de Dios; por esto, desde que Dios comienza a hablar o a obrar, aprovecha para presentar en figura a Aquel que ocupaba el lugar más alto en sus consejos y en sus afectos. Siguiendo el hilo de la inspiración divina, vemos que cada ceremonia, cada rito, cada ordenanza y cada sacrificio anunciaba de antemano al “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29, 36), pero ninguno de una manera tan evidente como “la pascua”. El cordero pascual, con todas las circunstancias que lo rodearon, constituye uno de los tipos más instructivos de la Escritura.

El cordero inmolado

En la interpretación de este capítulo tenemos que ver con una asamblea y con un sacrificio. “Y lo inmolará toda la congregación del pueblo de Israel entre las dos tardes” (v. 6). Aquí, no se trata tanto de cierto número de familias con varios corderos (lo que por cierto es verdad en sí), sino más bien de una sola congregación y un solo cordero. Cada familia era la expresión local de toda la congregación reunida alrededor del cordero. El antitipo de ello lo es toda la Iglesia de Dios reunida por el Espíritu Santo, en el nombre de Jesús, de la cual cada asamblea particular, en dondequiera que se reúna, debería ser la expresión local.

La sangre sobre los postes y el dintel de las casas

“Y tomarán de la sangre, y la pondrán en los dos postes y en el dintel de las casas en que lo han de comer. Y aquella noche comerán la carne asada al fuego, y panes sin levadura; con hierbas amargas lo comerán. Ninguna cosa comeréis de él cruda, ni cocida en agua, sino asada al fuego; su cabeza con sus pies y sus entrañas” (v. 7-9). El cordero pascual se nos presenta bajo dos aspectos distintos: como fundamento de la paz y como centro de unidad. La sangre en el dintel aseguraba la paz a Israel: “Y veré la sangre y pasaré de vosotros” (v. 13). No se precisaba de nada más que de la aspersión de la sangre para gozar de una paz cierta en relación con la obra del ángel destructor. La muerte debía hacer su obra en todas las casas del país de Egipto. “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez” (Hebreos 9:27). Pero Dios, en su gran misericordia, halló para Israel un sustituto sin mácula, sobre el cual fue ejecutada la sentencia de muerte. Las demandas de la gloria de Dios y la necesidad de Israel hallaron así en una sola y misma cosa, a saber, en la sangre del cordero, aquello que las satisfacía por entero. La sangre, vista desde afuera, era la prueba de que todo estaba arreglado perfectamente, puesto que Dios había intervenido en ello. Dentro, por consiguiente, reinaba una paz perfecta. La sombra de una duda en el corazón de un israelita habría sido una grave ofensa inferida al divino fundamento de la paz, a saber, la sangre de la propiciación.

Sin duda, cada uno de los que se hallaban dentro de la puerta rociada con sangre sentía que si él tuviera que recibir la justa retribución de sus pecados, la espada del destructor caería irremisiblemente sobre él. Pero ahora el cordero había sufrido en lugar suyo, había recibido el trato que él merecía. Este era el fundamento sólido de su paz. El juicio que le correspondía había caído sobre una víctima preordinada por Dios. Creyendo esto, podía comer en paz en el interior de su casa. Una sola duda habría hecho a Jehová mentiroso, porque él había dicho:

Veré la sangre y pasaré de vosotros (v. 13).

Con esto bastaba. No se trataba aquí de méritos personales: el «yo» estaba absolutamente fuera del asunto. Todos los que se hallaban protegidos por la sangre estaban en completa seguridad. No estaban meramente de camino para ser salvos: ya lo eran. No debían esperar ser salvos, o pedir que lo fuesen. Sabían como un hecho probado que desde luego lo eran, en virtud de la autoridad de esta palabra que permanecerá de generación en generación. Además, no se hallaban en parte salvos y en parte expuestos al juicio, sino que eran plenamente salvos. La sangre del cordero y la palabra de Jehová constituían el fundamento de la paz de Israel en esta noche terrible en que el ángel de la muerte hirió a todos los primogénitos de Egipto. Si un solo cabello de una cabeza israelita hubiese sido tocado, este hecho habría desmentido la palabra de Jehová y declarado inútil la sangre del cordero.

Es muy importante tener un conocimiento claro de lo que constituye el fundamento de la paz del pecador en la presencia de Dios. Se asocian tantas cosas a la obra cumplida por Cristo que las almas se ven hundidas en la incertidumbre y en la oscuridad en cuanto a su aceptación. No disciernen el carácter absoluto de la redención por la sangre de Cristo en su aplicación a sí mismos. Parecen no ser conscientes de que el pleno perdón de sus pecados descansa en el simple hecho de haberse cumplido una expiación perfecta, un hecho atestiguado y probado a la vista de toda inteligencia creada mediante la resurrección de entre los muertos de Aquel que es el Garante (o fiador, Hebreos 7:22) del pecador. Ellos saben que no hay otro medio de salvarse sino la sangre de la cruz; pero los demonios también saben esto y no les aprovecha para nada. Es necesario saber que somos salvos. El israelita no solo sabía que la sangre era una salvaguardia, sino también que él estaba a salvo. ¿Y por qué estaba a salvo? ¿Acaso por alguna cosa que él hubiese hecho, o sentido, o pensado? En absoluto; lo sabía porque Dios había dicho: “Veré la sangre y pasaré de vosotros”. El israelita descansaba en el testimonio de Dios; creía lo que Dios había dicho, porque Dios lo había dicho. “Este atestigua que Dios es veraz” (Juan 3:33).

“Veré la sangre…”

El israelita no descansaba en sus propios pensamientos, ni en sus sentimientos, ni tampoco en sus experiencias relativas a la sangre. Esto habría sido descansar sobre un miserable fundamento de arena. Sus pensamientos y sus sentimientos podían ser profundos o superficiales; pero fuesen profundos o superficiales, nada tenían que ver con el fundamento de su paz. Dios no había dicho: «Cuando veáis la sangre y la estiméis como debe ser estimada, yo pasaré de vosotros». Esto habría bastado para hundir al israelita en una profunda desesperación en cuanto a sí mismo, puesto que es imposible para el espíritu humano apreciar en su justo valor la preciosa sangre del Cordero. Lo que le daba la paz era la certidumbre de que la mirada de Jehová reposaba sobre la sangre y de que Él la apreciaba en todo su valor. ¡“Veré la sangre”! He aquí lo que tranquilizaba su corazón. La sangre estaba afuera, en el dintel de la puerta; el israelita que estaba dentro no podía verla. Pero Dios sí la veía, y esto era plenamente suficiente.

La aplicación de lo que precede a la paz del pecador es muy sencilla. El Señor Jesús, después de haber derramado su preciosa sangre en expiación perfecta por el pecado, llevó esta sangre a la presencia de Dios, y allí hizo la aspersión. El testimonio de Dios asegura al pecador que cree, que todas las cosas han sido arregladas a su favor, no por el aprecio que él tiene de la sangre, sino por la sangre misma, la que tiene tan grande valor a los ojos de Dios. Atestigua que, a causa de esa sangre, y de ella solamente, puede perdonar con justicia todo pecado y recibir al pecador como perfectamente justo en Cristo. ¿Cómo podría gozar el hombre de una paz sólida, si su paz dependiera de la estima que él hiciese de la sangre? La mayor apreciación que el espíritu humano puede hacer del valor de la sangre siempre estará infinitamente por debajo de su valor divino. Por lo tanto, si nuestra paz dependiese de nuestra justa apreciación, jamás podríamos gozar de una paz firme y segura. Sería lo mismo que si la buscásemos “por las obras de la ley” (Romanos 9:32; Gálatas 2:16; 3:10). Es necesario un suficiente fundamento de paz en la sola sangre, porque de otra manera jamás tendríamos paz. Mezclar con esa sangre el valor que nosotros le concedemos es derribar todo el edificio del cristianismo de una manera tan efectiva como si condujéramos al pecador al pie del monte Sinaí y lo pusiéramos bajo el pacto de las obras. O bien el sacrificio de Cristo es suficiente, o bien no lo es. Y si lo es, ¿por qué esas dudas y temores? Con las palabras de nuestros labios declaramos que la obra está cumplida, pero las dudas y los temores del corazón dicen que no lo está. Todos aquellos que dudan de su perdón perfecto y eterno niegan, por lo que a ellos se refiere, el cumplimiento y la perfección del sacrificio de Cristo.

Gran número de personas retrocederían ante la idea de poner en duda, abierta y deliberadamente, la eficacia del sacrificio de Cristo; no obstante, no gozan de una paz segura. Estas personas dicen estar plenamente convencidas de que la sangre de Cristo es suficiente, con tal que pudiesen estar ciertas de tener parte en esa sangre, con tal que tuviesen la fe genuina. Hay muchas preciosas almas en esta triste condición. Se ocupan más de su fe y de sus sentimientos que de la sangre de Cristo y de la Palabra de Dios. En otras palabras, miran dentro de ellas mismas en lugar de mirar afuera, a Cristo. Esto no es fe; por consiguiente, carecen de paz. El israelita dentro del dintel rociado con la sangre podría enseñar a esas almas una lección muy oportuna. A él no le salvaba el valor que concediese a la sangre, sino simplemente la sangre misma. Sin duda, él apreciaba la sangre a su manera, como es seguro también que pensaría en ella. Pero Dios no había dicho: «Cuando vea el aprecio que hacéis de la sangre, pasaré de vosotros», sino: “Veré la sangre y pasaré de vosotros”. La sangre, con todo su valor y su divina eficacia, había sido puesta delante de Israel. Si el pueblo hubiese querido poner algo más al lado de ella, aunque solo hubiese sido un pedazo de pan sin levadura, para fortalecer el fundamento de su seguridad, habría hecho a Dios mentiroso y negado la suficiencia perfecta de su remedio.

La sangre de Cristo, fundamento de la paz del creyente

Nuestra natural inclinación es la de buscar en nosotros, o en lo que nos concierne, algo que pueda constituir, junto con la sangre de Cristo, el fundamento de nuestra paz. Sobre este punto vital se advierte en muchos cristianos una lamentable falta de claridad y de comprensión, como lo demuestran las dudas y los temores en que se ven atormentados buen número de ellos. Estamos inclinados a mirar los frutos del Espíritu en nosotros, como si fuesen el fundamento de nuestra paz, en vez de la obra de Cristo por nosotros. Pronto tendremos la oportunidad de considerar cuál es el lugar que ocupa la obra del Espíritu Santo en el cristianismo; pero esta obra nunca nos es presentada en las Escrituras como siendo el fundamento donde se afirma nuestra paz. El Espíritu Santo no ha hecho la paz, sino Cristo; no se nos dice que el Espíritu Santo es nuestra paz, sino que Cristo es nuestra paz. Dios no envió a predicar «la paz por el Espíritu Santo», sino “la paz por medio de Jesucristo” (comp. Hechos 10:36, Efesios 2:14, 17; Colosenses 1:20). Jamás podremos percibir con suficiente sencillez esta diferencia tan importante. Solo por Cristo y su sangre obtenemos la paz, la justificación perfecta y la justicia divina. Ella es la que purifica nuestras conciencias, nos introduce en el Lugar Santísimo, hace que Dios sea justo recibiendo al pecador que cree, y la que nos da derecho a todos los goces, a todos los honores, y a todas las glorias del cielo (véase Romanos 3:24-26; 5:9; Efesios 2:13-18; Colosenses 1:20-22; Hebreos 9:14; 10:19; 1 Pedro 1:19; 2:24; 1 Juan 1:7; Apocalipsis 7:14-17).

De verdad espero que nadie piense –debido a esta exposición en la que procuré dar a “la preciosa sangre de Cristo” el puesto que Dios le ha designado– que quisiera escribir ni una sola palabra que empequeñezca la importancia de la obra del Espíritu. ¡No lo quiera Dios! El Espíritu Santo nos revela a Cristo, nos hace conocerle, gozar de él, y alimenta nuestras almas de él. Él da testimonio a Cristo; toma de las cosas de Cristo para comunicárnoslas (Juan 16:14). Él es el poder de la comunión, el sello, el testigo, las arras, la unción. En una palabra, todas las benditas operaciones del Espíritu son absolutamente esenciales. Sin él, no podemos ver, ni oír, ni sentir, ni experimentar, ni manifestar nada de Cristo, ni gozar de él. La doctrina de estas diversas operaciones del Espíritu Santo está claramente expuesta en las Escrituras. Es recibida y comprendida por todo cristiano fiel bien enseñado.

Con todo, y a pesar de todo esto, la obra del Espíritu no es el fundamento de la paz; si lo fuese, no podríamos disfrutar de una paz sólida y segura hasta la venida de Cristo, porque la obra del Espíritu en la Iglesia no se terminará, propiamente hablando, hasta entonces. El Espíritu prosigue su obra en el creyente. “El Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Romanos 8:26); trabaja para hacernos llegar a aquella estatura a la cual hemos sido llamados, es decir, a una perfecta semejanza, en todas las cosas, a la imagen del “Hijo” (Romanos 8:29). Él es el único autor de todo buen deseo, de toda aspiración santa, de todo afecto puro, de toda experiencia divina y de toda sana convicción. Pero es evidente que su obra en nosotros no será completa hasta que abandonemos la escena presente de este mundo para tomar nuestro lugar con Cristo en la gloria, así como el siervo de Abraham no terminó su misión respecto a Rebeca hasta que la hubo presentado a Isaac.

No es así con la obra de Cristo por nosotros. Es absoluta y eternamente completa. Cristo dijo: “He acabado la obra que me diste que hiciese” (Juan 17:4), y luego:

Consumado es
(Juan 19:30).

El Espíritu Santo todavía no puede decir que ha terminado su obra. Como el verdadero Vicario de Cristo en la tierra, continúa obrando en medio de las diversas influencias contrarias que rodean la esfera de su actividad. Trabaja en el corazón de los hijos de Dios para hacerlos llegar, de una manera práctica y experimental, a la altura del modelo al cual deben ser hechos semejantes. Pero jamás enseña al alma que deba apoyarse en la obra que él hace en ella, para gozar de la paz en la presencia de Dios. La misión del Espíritu Santo es hablar de Jesús, y no de sí mismo. “Tomará de lo mío”, dice Jesús, “y os lo hará saber” (Juan 16:14). Puesto que solamente por la enseñanza del Espíritu se comprende el verdadero fundamento de la paz, es evidente que el Espíritu no puede presentar la obra de Cristo más que como el fundamento sobre el cual el alma debe apoyarse para siempre. Más aún, en virtud de esta obra el Espíritu hace su morada y cumple sus maravillosas operaciones en el corazón del creyente.

Así, el cordero pascual, como fundamento de la paz de Israel, es un tipo admirable y magnífico de Cristo cual fundamento de la paz del creyente. Nada debía ser añadido a la sangre puesta sobre el dintel, y tampoco nada más hay que añadir a la sangre puesta sobre el propiciatorio. El pan “sin levadura” y las “hierbas amargas” (v. 8) eran cosas necesarias; pero en ninguna manera debían constituir el fundamento de la paz, ni en todo, ni en parte. Debían ser usadas en el interior del hogar, constituyendo los signos característicos de la comunión en la familia. El verdadero fundamento de todo era la sangre del cordero. La sangre salvó a los israelitas de la muerte, y los introdujo en una nueva escena de vida, de luz y de paz, formando así el vínculo de unión entre Dios y su pueblo redimido. Como pueblo puesto en relación con Dios sobre el fundamento de una redención consumada, fue un gran privilegio para los israelitas ser colocados bajo ciertas responsabilidades. Pero esas responsabilidades no constituían el vínculo de unión, sino que eran las naturales consecuencias del mismo.

La muerte de Cristo en la cruz

Deseo recordar también que la vida de obediencia a Cristo no nos es presentada en las Escrituras como la causa que nos procura el perdón. Fue la muerte de Cristo en la cruz la que abrió el libre curso al torrente de amor. Si Cristo hubiese continuado hasta ahora recorriendo las ciudades de Israel “haciendo bienes” (Hechos 10:38), el velo del templo estaría todavía entero, cerrando al adorador la libre entrada a la presencia de Dios. La muerte de Cristo rasgó “en dos, de arriba abajo” (Marcos 15:38) ese velo misterioso. Por “su llaga”, y no por su vida de obediencia, “fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5; 1 Pedro 2:24). Sobre la cruz, y en ninguna otra parte, él fue herido, molido y “sufrió nuestros dolores” (Isaías 53:4). Sus propias palabras, pronunciadas durante el curso de su vida bendita, son suficientes para hacernos comprender el significado del pasaje donde dice: “De un bautismo tengo que ser bautizado; y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!” (Lucas 12:50). ¿A qué se refiere esta declaración sino a su muerte en la cruz, como cumplimiento de ese bautismo, la que abría un camino por el cual su amor podría correr libremente, con justicia, hacia los culpables hijos de Adán? Y luego dice de nuevo: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo” (Juan 12:24). Él era, en efecto, ese precioso “grano de trigo”. Pese a su encarnación, habría quedado “solo” para siempre si no hubiese quitado, por su muerte sobre el madero, todo aquello que impidiese la unión de su pueblo con él en la resurrección. “Pero si muriere, lleva mucho fruto”. Nunca se meditará con demasiada atención este asunto tan serio e importante.

Hay dos puntos relativos a esta cuestión, de los cuales conviene acordarse siempre, a saber: que no había unión posible con Cristo sino por medio de la resurrección, y que Cristo sufrió por los pecados solamente en la cruz. No debemos imaginarnos que Cristo nos ha unido a sí por su encarnación; esto era imposible. ¿Cómo pudo haberse unido con él de esa manera nuestra carne de pecado? El cuerpo del pecado debía ser destruido por la muerte; era necesario que el pecado fuese quitado –la gloria de Dios lo exigía–, y también que todo el poder del enemigo fuese abolido. ¿Cómo podían ser satisfechas estas demandas sino por la sumisión del Cordero de Dios, precioso y sin mácula, a la muerte de cruz?

Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos
(Hebreos 2:10).

“He aquí que echo fuera demonios, y hago curaciones hoy y mañana, y el tercer día soy hecho perfecto” (Lucas 13:32, V. M.) La expresión “perfecto” que hallamos en los dos pasajes citados más arriba, no se relaciona con la persona de Cristo de una manera abstracta, por cuanto como Hijo de Dios él era perfecto desde la eternidad; era igualmente perfecto en su humanidad. Pero como “autor de la salvación”, como “habiendo de llevar muchos hijos a la gloria” y para asociarse un pueblo redimido, fue necesario que llegase al “tercer día” para ser “hecho perfecto”, es decir, acabada su obra, “consumado”. Él descendió solo al “pozo de la desesperación”, al “lodo cenagoso”, pero después, puso sus “pies sobre la peña” de la resurrección y se asoció “muchos hijos” (Salmo 40:1-3). Él combatió solo en la batalla; pero, como vencedor poderoso, distribuye entre los que le rodean el rico botín de su victoria, a fin de que nosotros lo recojamos y disfrutemos con él eternamente.

Tampoco debemos considerar la cruz de Cristo como un simple incidente en una vida de expiación por el pecado. La cruz fue el gran y único acto de expiación por el pecado. Él llevó “nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). No los llevó en ninguna otra ocasión. No los llevó en el pesebre, ni en el desierto, ni en el huerto, sino únicamente “sobre el madero”. Jamás tuvo algo que ver con el pecado, respecto a su expiación, sino en la cruz. Una vez puesto en ella, inclinó la cabeza y dio su vida, bajo el peso de los pecados acumulados de su pueblo. Nunca tampoco sufrió de la mano de Dios sino en la cruz; allí Dios le escondió su rostro, porque “por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21).

Puede que esta sucesión de pensamientos, y los diversos pasajes de donde son sacados, ayuden a comprender más claramente el poder divino de estas palabras: “Veré la sangre y pasaré de vosotros”. Sin duda alguna, era absolutamente necesario que el cordero fuese sin defecto para que pudiese soportar la mirada santa de Jehová. Pero si la sangre no hubiese sido derramada, Jehová no podría haber pasado por alto a su pueblo sin herirlo, porque “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22). Volveremos a meditar sobre este asunto de una manera más completa, Dios mediante, en los tipos del libro del Levítico, porque merece una profunda atención de parte de todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo con sinceridad.

La Pascua, centro de comunión

Consideremos ahora la Pascua bajo su segundo punto de vista, es decir, como el centro alrededor del cual la asamblea estaba reunida, en tranquila, santa y feliz comunión. Israel, salvado por la sangre, era una cosa, e Israel comiendo el cordero era otra muy diferente. Los israelitas habían sido salvos solo por la sangre, pero el objeto alrededor del cual estaban reunidos era, evidentemente, el cordero asado. Esto no es en ninguna manera una distinción absurda. La sangre del cordero constituye a la vez el fundamento de nuestra relación con Dios y de nuestra relación unos con otros. A causa de nuestra condición de lavados en la sangre del Cordero somos llevados a Dios y tenemos comunión unos con otros. Fuera de la expiación perfecta de Cristo, no puede haber ninguna comunión, ni con Dios, ni con la Asamblea de Dios. No obstante, los creyentes están reunidos por el Espíritu Santo en torno a un Cristo vivo en los cielos. Estamos unidos a un Jefe vivo, nos hemos llegado a una “piedra viva” (1 Pedro 2:4). Él es nuestro centro. Habiendo hallado la paz por su sangre, nosotros le reconocemos como nuestro gran centro de reunión y como el vínculo que nos une.

Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos
(Mateo 18:20).

El Espíritu Santo es el único que nos reúne; Cristo es el único objeto alrededor del cual nos reunimos; y la asamblea, así reunida, debe ser caracterizada por la santidad, a fin de que el Señor nuestro Dios pueda habitar entre nosotros. El Espíritu Santo no puede reunir más que en torno a Cristo; le es imposible reunir las almas alrededor de un sistema, de un nombre, de una doctrina o de una ordenanza. Él reúne alrededor de una Persona, y esta Persona es el Cristo glorificado en el cielo. Este hecho debe comunicar un carácter particular a una asamblea reunida según Dios. Los hombres pueden asociarse sobre una base, alrededor de un centro, o en torno a un objeto cualquiera que hayan escogido. Cuando el que asocia es el Espíritu Santo, lo hace sobre el fundamento de una redención cumplida, en derredor de la persona de Cristo, con el fin de edificar un templo santo para Dios (1 Corintios 3:16-17; 6:19; Efesios 2:21-22; 1 Pedro 2:4-5).

Cómo debía comerse la Pascua

Debemos considerar ahora, en detalle, los principios que nos presenta la fiesta de la Pascua. La congregación de Israel, cobijada bajo la sangre, debía ser organizada por Jehová de una manera que fuese digna de él. Para ponerles al abrigo del castigo, nada más que la sangre era necesario, como acabamos de verlo; pero en la comunión que procedía de esta seguridad, eran necesarias otras cosas, las que no podían ser descuidadas impunemente.

En primer lugar, leemos: “Y aquella noche comerán la carne asada al fuego, y panes sin levadura; con hierbas amargas lo comerán. Ninguna cosa comeréis de él cruda, ni cocida en agua, sino asada al fuego; su cabeza con sus pies y sus entrañas” (v. 8-9). El cordero, alrededor del cual la congregación estaba reunida, y que comían celebrando la fiesta, era un cordero asado, un cordero que había estado bajo la acción del fuego. En este detalle vemos a Cristo, “nuestra pascua”, exponiéndose a la acción del fuego de la justicia y de la santidad de Dios. Una justicia y santidad que hallaron en él un objeto perfecto y justo. Por lo que Cristo dijo: “Tú has probado mi corazón, me has visitado de noche; me has puesto a prueba, y nada inicuo hallaste; he resuelto que mi boca no haga transgresión” (Salmo 17:3). Todo en él era perfecto; el fuego lo probó, y no halló en él escorias. La “cabeza con sus pies y sus entrañas”, es decir, el asiento de su inteligencia y su vida exterior, con todos sus afectos más íntimos, todo fue sometido a la acción del fuego, y todo fue hallado perfecto. Es muy significativa la manera en que el cordero debía ser asado, como lo son en su menor detalle todas las ordenanzas del Señor.

“Ninguna cosa comeréis de él cruda, ni cocida en agua”. Si el cordero se hubiese comido así, no podría haber sido la expresión de la preciosa y gran verdad que prefiguraba según la intención de Dios, a saber, que nuestro Cordero pascual debía sufrir en la cruz la justa ira de Dios. Nosotros no estamos solamente bajo la protección eterna de la sangre, sino que, por la fe, nuestras almas se nutren de la persona del Cordero. Muchos de entre nosotros nos equivocamos en esto. Estamos inclinados a contentarnos con ser salvos por la obra de Cristo cumplida a favor nuestro, sin mantenernos en una santa comunión con él. Su corazón amante no podía contentarse con esto. Él nos ha atraído hacia sí para que podamos gozar de él, alimentarnos de él y regocijarnos en él. Cristo se nos presenta como aquel que ha sufrido el fuego intenso de la ira de Dios con todo su rigor, a fin de ser, según su carácter maravilloso de Cordero, el alimento espiritual para nuestras almas.

Los panes sin levadura

Pero ¿cómo debía comerse ese cordero? Con “panes sin levadura; con hierbas amargas”. Según las Escrituras, la levadura es el emblema del mal. En ninguna parte del Antiguo ni del Nuevo Testamento se menciona la levadura como tipo de algo puro, santo o bueno. En este capítulo, “la fiesta de los panes sin levadura” (v. 17) es el tipo de una separación práctica del mal, resultado de haber sido lavados con la sangre del cordero, y consecuencia necesaria de la comunión en sus padecimientos. Solo el pan completamente exento de levadura podía comerse con el cordero asado; la más pequeña cantidad de lo que representa el mal habría destruido el carácter espiritual de toda la ordenanza. ¿Cómo podríamos nosotros mezclar cualquier mal a nuestra comunión con los padecimientos de Cristo? Es imposible. Todos aquellos que por el poder del Espíritu hayan comprendido el significado de la cruz echarán de sí, por este mismo poder, toda levadura de entre ellos. “Porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. Así que celebremos la fiesta, no con la vieja levadura, ni con la levadura de malicia y de maldad, sino con panes sin levadura, de sinceridad y de verdad” (1 Corintios 5:7-8). La fiesta de que se trata aquí es aquella que, en la vida y en la conducta de la Iglesia, corresponde a la fiesta de los panes sin levadura. Esta fiesta duraba “siete días”; la Iglesia, colectivamente, y el cristiano, individualmente, son llamados a andar en santidad práctica durante los “siete días”, o sea, todo el tiempo de su carrera en la tierra. Esta necesidad resulta directamente del hecho de que somos lavados en la sangre del Cordero y tenemos comunión con los padecimientos de Cristo.

El israelita no quitaba la levadura de su morada para ser salvo, sino porque lo era ya. Si se descuidaba de quitarla, por grave que fuese esta falta, no comprometía la seguridad que tenía por la sangre, sino su comunión con el altar y con la congregación. “Por siete días no se hallará levadura en vuestras casas; porque cualquiera que comiere leudado, así extranjero como natural del país, será cortado de la congregación de Israel” (v. 19). El ser cortado de la congregación corresponde precisamente para el cristiano a la suspensión de la comunión, cuando se permite hacer alguna cosa contraria a la santidad de la presencia de Dios. Dios no puede tolerar el mal. Un solo pensamiento impuro interrumpe la comunión del alma, y mientras la mancha producida por este pensamiento no ha sido quitada por la confesión, fundada en la intercesión de Cristo, es imposible que la comunión sea restablecida (véase 1 Juan 1:5-10; comp. Salmo 32:3-5). El cristiano de corazón recto se regocija de que esto es así; puede celebrar siempre la memoria de la santidad de Dios (Salmos 30:4; 97:12). Aunque pudiese, no querría en ninguna manera disminuir la medida de la santidad ni siquiera en el grueso de un cabello. Es un gran gozo para el creyente saber que camina en la compañía de Aquel que no puede soportar ni por un solo momento el contacto con el más pequeño átomo de “levadura”.

Bendito sea Dios, nosotros sabemos que nada puede romper el vínculo que une al verdadero creyente con él. Somos salvos, no con una salvación condicional, sino con “salvación eterna” (Isaías 45:17). Pero la salvación y la comunión son dos cosas distintas. Hay muchas personas que son salvas y no lo saben, y también muchas que son salvas y no gozan de esta realidad. Es imposible que yo me sienta feliz, aun estando protegido por el dintel rociado con sangre, si hay levadura en mi morada. Este es un verdadero axioma en la vida espiritual. ¡Ojalá fuese escrito en todos nuestros corazones! Aunque la santidad práctica no es el fundamento de nuestra salvación, está íntimamente unida al gozo de nuestra salvación. El israelita no era salvo por el pan sin levadura, sino por la sangre; sin embargo, el pan leudado le habría privado de la comunión. Y, en lo concerniente al cristiano, no es salvo por la santidad, sino por la sangre. No obstante, si se permite hacer lo malo, ya sea en pensamiento, en palabras o en hechos, no tendrá el verdadero gozo de la salvación ni la comunión verdadera con la persona del Cordero.

En este hecho está el secreto de una buena parte de la esterilidad espiritual y de la falta de paz verdadera y constante que se observa entre los hijos de Dios. No practican la santidad, no guardan “la fiesta de los panes sin levadura” (Éxodo 23:15). La sangre está puesta en el dintel; pero la levadura que se halla en sus moradas les impide gozar de la seguridad que les ofrece la sangre. La sanción que damos al mal, si bien no rompe el vínculo que nos une eternamente a Dios, sí destruye nuestra comunión. Los que pertenecen a la congregación de Dios deben ser santos; no solo han sido liberados de la culpa y de las consecuencias del pecado, sino también de la práctica, del poder y del amor al pecado. El mero hecho de ser Israel liberado por la sangre del cordero le obligaba a arrojar de sí toda levadura. Los israelitas no podían decir, según el horrible lenguaje del antinómiano1 : «Ahora que ya somos salvos, bien podemos hacer aquello que mejor nos parezca». ¡De ninguna manera! Si habían sido salvos por gracia, lo eran para andar en santidad. Un alma que aprovecha la libre gracia de Dios y la divina perfección de la redención obrada por Cristo Jesús para perseverar “en el pecado” (Romanos 6:1), muestra claramente que no ha comprendido la gracia, ni la redención.

La gracia no solamente salva el alma con salvación eterna, sino que le comunica una nueva naturaleza, la que se deleita en todo lo que es de Dios, porque es divina. Somos hechos partícipes de la naturaleza divina que no puede pecar porque es nacida de Dios (Juan 1:13; 3:3, 5; 2 Pedro 1:4; 1 Juan 3:9; 5:18). Andar según el poder de esta naturaleza divina significa “guardar” realmente la fiesta de los panes sin levadura. En la nueva naturaleza no hay “vieja levadura”, ni “levadura de malicia y de maldad” (1 Corintios 5:8), porque proviene de Dios, y Dios es santo, y “Dios es amor” (1 Juan 4:8). Es evidente, pues, que no desechamos la vieja levadura con objeto de mejorar nuestra vieja naturaleza, irremisiblemente mala y corrompida, ni tampoco lo hacemos para obtener la nueva, sino porque ya poseemos esta. Nosotros tenemos la vida, y por el poder de esta vida rechazamos el mal. Solo cuando hemos sido liberados de la culpa del pecado podemos comprender y manifestar la verdadera potestad de la santidad; querer hacerlo antes es un trabajo inútil. No se puede guardar la fiesta de los panes sin levadura sin estar bajo el perfecto refugio de la sangre.

  • 1N. del Ed.: La antinomia es la contradicción entre dos preceptos legales.

Las hierbas amargas

En las “hierbas amargas” que debían acompañar al pan sin levadura se halla, en figura, la misma conducta moral. No podemos disfrutar de la participación en los padecimientos de Cristo sin recordar lo que ha motivado esos sufrimientos. Este recuerdo debe producir en nosotros necesariamente un espíritu de mortificación y sumisión, disposición justamente representada por las “hierbas amargas” en la fiesta de la Pascua. Si el cordero asado representa a Cristo clavado en la cruz, sufriendo en su propia persona la justicia de Dios, las hierbas amargas significan que el creyente reconoce la verdad que Cristo sufrió por nosotros.

El castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados
(Isaías 53:5).

A causa de la excesiva ligereza de nuestros corazones, es conveniente que entendamos el profundo significado de las hierbas amargas. ¿Quién puede leer tales porciones de las Escrituras como los Salmos 6, 22, 38, 69, 88 y 109, sin comprender, en alguna medida, lo que representa el pan sin levadura comido con las hierbas amargas? El fruto natural de la comunión verdadera con los padecimientos de Cristo debe ser una vida prácticamente santa, unida a una profunda sumisión del alma; porque es imposible que el mal moral y la ligereza de espíritu subsistan en presencia de tales sufrimientos.

Al considerar estas verdades, es posible que alguno se pregunte: «¿No experimenta el alma un gozo inefable al sentir que Cristo ha llevado nuestros pecados, y que ha apurado hasta las heces la copa de la justa ira de Dios?» Sí, por cierto, y esto constituye el fundamento de nuestro gozo. Pero, ¿podremos jamás olvidar que Cristo sufrió “por nuestros pecados”? ¿Podemos perder de vista esta verdad, potente entre todas para subyugar las almas, que el Cordero de Dios inclinó su cabeza bajo el peso de nuestras transgresiones? No, ciertamente. Es necesario que comamos nuestro cordero con las hierbas amargas, las que, lo repito, no representan las lágrimas de un vano y superficial sentimentalismo, sino las experiencias profundas de un alma que comprende el significado y el efecto práctico de la cruz, con la inteligencia y el poder del Espíritu.

Al contemplar la cruz, descubrimos en ella lo que borra toda nuestra iniquidad. El alma queda así llena de gozo y paz. Pero la cruz pone también completamente a un lado la naturaleza humana. Ella representa la crucifixión de “la carne” y la muerte del “viejo hombre” (véase Romanos 6:6; Gálatas 2:20; 6:14; Colosenses 2:11). Estas verdades, en sus resultados prácticos, contienen muchas cosas “amargas” para nuestra vieja naturaleza. Nos conducirán a la propia renuncia y a la mortificación de lo terrenal en nosotros (Colosenses 3:5), a tener el yo como muerto al pecado (Romanos 6:11). Todas estas cosas pueden parecer terribles cuando se contemplan de lejos; pero una vez que se ha penetrado en el interior de la casa cuya puerta ha sido rociada con sangre, se ven de una manera muy distinta. Las mismas hierbas, que sin duda habrían parecido tan amargas a un egipcio, formaban una parte integrante de la fiesta de la libertad de Israel. Los que son redimidos por la sangre del Cordero y conocen el gozo de la comunión con él consideran como una verdadera “fiesta” rechazar el mal y tener al “viejo hombre” crucificado.

Comunión y paz

“Ninguna cosa dejaréis de él hasta la mañana; y lo que quedare hasta la mañana, lo quemaréis en el fuego” (v. 10). Este mandamiento nos enseña que la comunión de la congregación de Israel no debía ser separada en modo alguno del sacrificio sobre el cual se fundaba esta comunión. Es necesario que el corazón guarde siempre el vivo recuerdo de que toda verdadera comunión está inseparablemente unida a una redención cumplida. Creer que se pueda tener una comunión con Dios basada en cualquier otra cosa es imaginarse que Dios puede tener comunión con el pecado que mora en nosotros; creer que se pueda establecer una verdadera comunión con el hombre apoyándola sobre otro fundamento es simplemente organizar una reunión impura y profana de la cual no puede resultar otra cosa sino confusión e iniquidad. En otras palabras: es necesario que todo esté fundamentado sobre la sangre e inseparablemente unido a ella. Tal es la clara significación de este versículo, el que ordenaba comer el cordero pascual la misma noche en que la sangre había sido derramada. La comunión no debe estar separada de aquello que es su verdadero fundamento.

¡Qué hermoso cuadro nos ofrece la congregación de Israel, protegida por la sangre, y comiendo en paz el cordero asado con pan sin levadura e hierbas amargas! Ningún temor de juicio; ningún temor de la ira de Jehová; ningún temor de la justa venganza que, como furiosa tormenta, barría a medianoche todo el país de Egipto. En aquella misma hora, todo era paz profunda detrás de las puertas rociadas con sangre. Los israelitas nada debían temer de fuera. Nada podía turbarles en el interior tampoco, a no ser la levadura que habría quebrantado toda su paz y su gozo. ¡Qué ejemplo para la Iglesia! ¡Qué enseñanza para el cristiano! ¡Quiera Dios ayudarnos a comprender su profundo significado y a someternos a él con espíritu dócil y obediente!

El vestido de Israel

Esto no es lo único que nos enseña la institución de la Pascua. Hemos considerado la posición de Israel y la comida que lo nutría; ahora, pongamos la mirada en su vestido.

“Y lo comeréis así: ceñidos vuestros lomos, vuestro calzado en vuestros pies, y vuestro bordón en vuestra mano; y lo comeréis apresuradamente; es la Pascua de Jehová” (v. 11). Los israelitas debían comer la Pascua como un pueblo que se halla presto a dejar tras sí el país de la muerte y de las tinieblas, de la ira y del juicio, para marchar adelante hacia el país de la promesa, hacia la herencia que les estaba destinada. La sangre que los había preservado de la destrucción de los primogénitos de Egipto era también el fundamento de la redención de su esclavitud en Egipto. Ahora solo les restaba ponerse en marcha y caminar con Dios hacia la tierra que fluye leche y miel. Es cierto que no habían atravesado aún el Mar Rojo; que tampoco habían andado aún el “camino de tres días”. Sin embargo, eran en principio un pueblo ya redimido, un pueblo separado, un pueblo que dependía de Dios. Era preciso que también sus vestidos estuviesen en armonía con su posición actual y su destino futuro. Los lomos ceñidos de los hijos de Israel manifestaban una separación rigurosa y sostenida de todo aquello que los rodeaba, y mostraban que eran un pueblo preparado para el servicio. El “calzado” en los pies denotaba que Israel estaba dispuesto a abandonar su estado presente, mientras que el “bordón” en la mano era el expresivo emblema de un pueblo que peregrinaba apoyándose en algo que estaba fuera de él. ¡Quiera Dios que estos preciosos rasgos aparezcan más frecuentemente en cada uno de los miembros de su gran familia redimida!

Ocupémonos “en estas cosas”, permaneciendo “en ellas” (1 Timoteo 4:15). Por la gracia de Dios hemos experimentado la eficacia purificadora de la sangre de Jesús; en consecuencia tenemos el privilegio de alimentarnos de su persona adorable y de regocijarnos en sus insondables riquezas (Efesios 3:8), participando en sus padecimientos, “semejantes a él en su muerte” (Filipenses 3:10). Mostrémonos, pues, con el pan sin levadura y las hierbas amargas, los lomos ceñidos, los pies calzados y el bordón en la mano. Ojalá se nos vea llevando el sello de un pueblo santo, de un pueblo crucificado, de un pueblo vigilante y activo, de un pueblo marchando manifiestamente al encuentro de Dios, hacia la gloria, siendo destinados al reino. Dios nos conceda penetrar en la profundidad y en la potestad de estas cosas. De tal manera, no serán solamente teorías o un asunto de inteligencia y de interpretación de las Escrituras, sino realidades vivas, divinas, conocidas por experiencia, manifestadas en nuestras vidas para gloria de Dios.

¿Quién podía comer la Pascua?

Terminaremos este capítulo dando una ojeada a los últimos versículos 43 a 49. Estos versículos nos enseñan que todo verdadero israelita tenía el privilegio de comer la pascua, mientras que ningún extranjero incircunciso debía participar de ella: “Ningún extraño comerá de ella… Toda la congregación de Israel lo hará”. La circuncisión era necesaria antes que se pudiese comer la pascua. En otras palabras, es menester que nuestra naturaleza haya estado bajo la sentencia de muerte antes que podamos nutrirnos de Cristo de una manera inteligente, ya sea como fundamento de paz, o como centro de unidad. La cruz es el antitipo de la circuncisión, esa señal divina del pacto de Dios con los judíos, y del despojamiento de la carne (comp. Colosenses 2:11-12). Para formar parte del pueblo de Dios, era necesario ser circuncidado, y la circuncisión tiene su realidad en Cristo. Los cristianos, hechos participantes de la eficacia de su muerte por la potestad de la vida que está en él –que viene a ser la de ellos– se consideran como muertos. Por la fe se han despojado de ese cuerpo de pecado; están crucificados con Cristo. Sin embargo, el mismo poder de Dios, tal como obró en Cristo, opera en ellos para darles una nueva vida en Cristo. “Mas si algún extranjero morare contigo, y quisiere celebrar la pascua para Jehová, séale circuncidado todo varón, y entonces la celebrará, y será como uno de vuestra nación; pero ningún incircunciso comerá de ella” (v. 48). “Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Romanos 8:8).

La ordenanza de la circuncisión formaba la gran línea de demarcación entre el Israel de Dios y todas las demás naciones que estaban sobre la faz de la tierra; la cruz del Señor Jesús forma la línea de separación entre la Iglesia y el mundo. ¡Qué importan las ventajas personales o la posición de un hombre! Hasta que no se hubiese sometido a la operación de la circuncisión de su carne, no podía tener ninguna parte con Israel. Un mendigo circuncidado estaba mucho más cerca de Dios que un rey incircunciso. Y así es ahora, tampoco se puede tener ninguna parte en los goces de los redimidos de Dios si no por la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Esta cruz abate todas las pretensiones, derriba todas las distinciones, une a todos los redimidos en una santa congregación de adoradores lavados por la sangre. La cruz constituye una barrera tan elevada, una muralla tan impenetrable, que ningún átomo del mundo o de la vieja naturaleza puede atravesarla para venir a mezclarse con la “nueva creación”. Si alguien está en Cristo, es nueva creación… he aquí que (las cosas) han sido hechas nuevas. Y todas las cosas provienen de Dios, el cual nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo” (2 Corintios 5:17-18; N. T. Interlineal de F. Lacueva).

En la pascua, no solo se mantenía estrictamente la separación entre Israel y los extranjeros, sino que también la unidad de Israel estaba claramente simbolizada en ella. “Se comerá en una casa, y no llevarás de aquella carne fuera de ella, ni quebraréis hueso suyo” (v. 46). No se podía hallar una figura más hermosa de lo que constituye “un cuerpo y un Espíritu”, que la que se nos presenta aquí (Efesios 4:4). La Iglesia de Dios es una. Dios la ve así, la sostiene así, y la manifestará como tal, delante de los ángeles, de los hombres y de los demonios, a pesar de todo cuanto se ha hecho para poner obstáculos a esta unidad santa. Bendito sea Dios, la unidad de su Iglesia está puesta bajo su guarda como lo fue el cuerpo de su muy Amado sobre la cruz. Sí, la unidad de la Iglesia es tan bien guardada por Dios como su justificación, su aceptación y su seguridad eterna. A pesar de la violencia y dureza de corazón de los soldados romanos, él supo hacer cumplir la escritura que decía refiriéndose a Cristo: “Ni quebrarán hueso de él”, y luego en otra parte: “Él guarda todos sus huesos; ni uno de ellos será quebrantado” (Números 9:12; Salmo 34:20; Juan 19:36). A despecho de todas las influencias hostiles puestas en juego de siglo en siglo, Dios guarda a su Iglesia; el cuerpo de Cristo es uno y será siempre uno (comp. Mateo 16:18; Juan 11:52; 1 Corintios 1:13; 12:4-27; Efesios 1:22-23; 2:14-22; 4:3-16). Un cuerpo y un Espíritu; y esto aquí, en la tierra. Felices aquellos que han recibido la fe para reconocer esta preciosa verdad, y la fidelidad para practicarla en estos últimos tiempos, a pesar de las dificultades casi insuperables que encontrarán en esta senda. Dios reconocerá y honrará a quienes le sean fieles.

¡Quiera el Señor librarnos del espíritu de incredulidad que nos conduciría a juzgar esta cuestión por la vista de nuestros ojos y no por la luz de su inmutable Palabra!