El Mar Rojo
Situación sin salida
Los que “descienden al mar en naves, y hacen negocio en las muchas aguas, ellos han visto las obras de Jehová, y sus maravillas en las profundidades” (Salmo 107:23-24). ¡Cuán verdadero es esto! Y a pesar de ello ¡cómo retroceden nuestros cobardes corazones delante de las “muchas aguas”! Preferimos lo poco profundo, y en consecuencia nos quedamos privados de ver las obras y las maravillas de nuestro Dios. Estas no se ven ni son conocidas sino “en lo profundo” de las aguas.
En el día de prueba y de dificultad, el alma experimenta algo del inmenso e indecible gozo que hay en poder contar con Dios. Si siempre fuese todo fácil, nunca se haría esta experiencia. Cuando el barco se desliza suavemente sobre la superficie del plácido lago, apenas se siente la realidad de la presencia del Maestro; pero se experimenta realmente cuando la tempestad brama y las amenazadoras olas cubren la débil embarcación. El Señor no nos ofrece la perspectiva de un camino exento de pruebas y tribulaciones. Muy al contrario, nos dice claramente que hallaremos unas y otras; pero promete estar con nosotros siempre en medio de ellas, y esto vale infinitamente más que vernos libres de todo peligro. Es mucho mejor gozar de la presencia de Dios en la prueba que ser liberado de ella sin hacer esta preciosa experiencia. Sentir que el corazón de Dios simpatiza con nosotros es mucho más dulce que sentir el poder de su mano por nosotros. La presencia del Maestro entre sus siervos fieles, mientras estaban en el horno, fue mucho mejor que lo que hubiera sido la manifestación de su poder para preservarlos de él (Daniel 3). Con frecuencia querríamos que se nos concediese avanzar sin pruebas, pero perderíamos mucho por ello. La presencia del Señor nunca es tan dulce como en los momentos de mayor dificultad.
Esto mismo fue lo que experimentaron los israelitas en las circunstancias relatadas en este capítulo. Estaban ante una dificultad abrumadora, insuperable. Habían sido llamados a hacer “negocio en las muchas aguas”, “y toda su ciencia es inútil” (Salmo 107:27). Faraón, arrepentido de haberlos dejado salir de su país, se decide a emprender un esfuerzo desesperado para traerlos de nuevo. “Y unció su carro, y tomó consigo su pueblo; y tomó seiscientos carros escogidos, y todos los carros de Egipto, y los capitanes sobre ellos. Y endureció Jehová el corazón de Faraón rey de Egipto, y él siguió a los hijos de Israel; pero los hijos de Israel habían salido con mano poderosa. Siguiéndolos, pues, los egipcios, con toda la caballería y carros de Faraón, su gente de a caballo, y todo su ejército, los alcanzaron acampados junto al mar, al lado de Pi-hahirot, delante de Baal-zefón. Y cuando Faraón se hubo acercado, los hijos de Israel alzaron sus ojos, y he aquí que los egipcios venían tras ellos; por lo que los hijos de Israel temieron en gran manera, y clamaron a Jehová” (v. 6-10). La vista de los egipcios era un espectáculo que los ponía seriamente a prueba; una escena en medio de la cual todo esfuerzo humano era inútil. Los israelitas no podrían haber hecho retroceder el poderoso flujo del océano con sus propios esfuerzos. El mar estaba delante de ellos; el ejército de Faraón detrás, y todo esto había sido permitido y ordenado por Dios. Dios había escogido el terreno donde Israel debía acampar “delante de Pi-hahirot, entre Migdol y el mar hacia Baal-zefón” (v. 2). Además, él permite que Faraón los alcance. ¿Por qué? Precisamente para manifestarse en la salvación de su pueblo y en la derrota de los enemigos de este pueblo.
“Al que dividió el Mar Rojo en partes,
Porque para siempre es su misericordia;
E hizo pasar a Israel por en medio de él,
Porque para siempre es su misericordia;
Y arrojó a Faraón y a su ejército en el mar Rojo,
Porque para siempre es su misericordia”.
Salmo 136:13-15
El propósito de Dios
En todas las etapas de los redimidos de Dios en el desierto no hay ni una sola posición cuyos límites no hayan sido cuidadosamente trazados por la mano de la sabiduría y del amor infinito. El alcance y la influencia particular de cada una de esas posiciones son calculados con cuidado. Los “Pi-hahirot” y los “Migdol” están dispuestos de manera que se hallan en relación inmediata con la condición moral de aquellos a quienes Dios conduce a través de los rodeos y laberintos del desierto, para que manifiesten también el verdadero carácter de Dios. Sí; la incredulidad sugiere con frecuencia esta pregunta: «¿Por qué es así?» Dios lo sabe. Sin duda alguna él revelará el por qué todas las veces que esta revelación contribuya a su gloria y al bien de su pueblo. ¿No nos preguntamos nosotros con frecuencia por qué y con qué fin nos hallamos en tal o cual circunstancia? ¿No nos atormentamos muchas veces para comprender la razón por la cual nos vemos expuestos a tal o cual prueba? ¡Cuánto mejor haríamos inclinando la cabeza con humilde sumisión, y diciendo «todo va bien» y «todo irá bien»! Cuando es Dios quien fija nuestra posición, podemos estar seguros de que ha sido escogida con sabiduría y nos es saludable. Aun cuando la hayamos escogido nosotros locamente por nuestra propia voluntad, Dios, en su misericordia, domina nuestra locura y hace que la fuerza de las circunstancias en las que nos hemos colocado trabaje a favor de nuestro bien espiritual.
Cuando los hijos de Dios están en el mayor apuro y en las más grandes dificultades, tienen el privilegio de ver las más preciosas manifestaciones del carácter y de la actividad de Dios. Por esta razón, él los coloca frecuentemente en la prueba para manifestarse con tanta mayor potencia. Dios habría podido conducir a Israel por el Mar Rojo y hacerle ir más allá del alcance del ejército de Faraón mucho antes que este hubiese salido de Egipto. Pero este medio no habría glorificado tan plenamente su nombre, ni confundido de una manera tan completa al enemigo por el cual quería glorificarse (v. 17). Muchas veces perdemos de vista esta preciosa verdad, y la consecuencia es que en el tiempo de la prueba nos falta el valor. Si considerásemos las crisis graves de nuestras vidas solo como otras tantas ocasiones para que Dios hiciera aparecer a nuestro favor la plena suficiencia de la gracia divina, nuestras almas conservarían su equilibrio y podríamos glorificar a Dios, aun en medio de las aguas profundas.
La incredulidad de los israelitas y la nuestra
El lenguaje de los israelitas, en este acontecimiento, puede parecernos extraño y difícil de explicar. Pero a medida que conozcamos mejor nuestros corazones incrédulos veremos la gran semejanza que hay entre nosotros y ese pueblo. Parece que habían olvidado completamente la reciente manifestación del poder divino en su favor. Habían visto cómo fue abatido el poder de Faraón y cómo fueron juzgados los dioses de Egipto bajo el rudo golpe de la vara de Jehová. Habían visto la misma mano romper la cadena de hierro de la esclavitud egipcia y apagar el horno. Habían visto todas estas cosas y, sin embargo, en el momento en que una nube oscura aparece en el horizonte, su confianza se pierde y su corazón se desvanece. La murmuración halla libre curso en sus labios, y dicen: “¿No había sepulcros en Egipto, que nos has sacado para que muramos en el desierto? ¿Por qué has hecho así con nosotros, que nos has sacado de Egipto? ¿No es esto lo que te hablamos en Egipto, diciendo: Déjanos servir a los egipcios? Porque mejor nos fuera servir a los egipcios, que morir nosotros en el desierto” (v. 11-12). La ciega incredulidad no puede más que errar siempre y escudriñar en vano los designios de Dios. Esta incredulidad es la misma en todos los tiempos; es la que hizo decir a David, en un día de debilidad: “Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl; nada, por tanto, me será mejor que fugarme a la tierra de los filisteos” (1 Samuel 27:1). ¿Y cómo se desarrollaron los acontecimientos? Saúl murió en el monte de Gilboa y el trono de David quedó establecido para siempre. La misma incredulidad fue la que, en un momento de profundo abatimiento, hizo huir a Elías tisbita, para salvar su vida, ante las furiosas amenazas de Jezabel (1 Reyes 19). ¿Qué sucedió después? Elías fue arrebatado al cielo en un torbellino, Jezabel murió estrellada contra el suelo.
Así aconteció a los hijos de Israel en el principio de la prueba. Creyeron verdaderamente que Dios se había tomado tal trabajo para librarles de Egipto con el solo fin de hacerles morir en el desierto. Se imaginaban que si habían sido preservados de la muerte por la sangre del cordero pascual, era con el objeto de sepultarlos en el desierto. Así razona siempre la incredulidad. Nos induce a interpretar a Dios en presencia de la dificultad, en lugar de interpretar la dificultad en presencia de Dios. La fe se coloca más allá del alcance de la dificultad. Allí, halla a Dios con toda su fidelidad, su amor y su poder. El creyente tiene el privilegio de estar siempre en la presencia de Dios. Ha sido introducido allí por la sangre del Señor Jesús y no debiera tolerar nada de cuanto pudiera sacarle de allí. El sitio que le ha sido preparado en la presencia de Dios, no puede perderlo jamás, puesto que Cristo, su jefe y su representante, lo ocupa en lugar suyo. Pero si bien no puede perder aquel sitio, puede perder el gozo de poseerlo. Todas las veces que las dificultades se interponen entre su corazón y el Señor, en vez de gozar de la presencia de Dios, sufre en presencia de sus dificultades. Lo mismo sucede cuando una nube se interpone entre nosotros y el sol, privándonos momentáneamente de sus rayos de luz. La nube no impide que el sol brille; pero nos impide gozar de él. Así sucede exactamente cuando nosotros permitimos que las penas y dificultades de la vida oculten a nuestras almas los brillantes resplandores del rostro de nuestro Padre que brilla con fulgor invariable en la persona de Jesucristo. No hay dificultad demasiado grande para nuestro Dios; muy al contrario, cuanto mayor es la dificultad, mejor ocasión se le ofrece para intervenir, según su propio carácter, como Dios benigno y todopoderoso. Indudablemente, la posición de Israel, tal como está descrita en los primeros versículos de este capítulo, era una posición que ponía al pueblo en tan grande prueba que la carne y la sangre debían sentirse abrumadas bajo su peso. Mas no es menos cierto que el Dueño del cielo y de la tierra estaba allí, y los hijos de Israel no debían hacer más que descansar en él.
No obstante, ¡cuán pronto desfallecemos cuando llega la prueba! Los sentimientos de que hablamos tienen un sonido agradable para el oído, y parecen muy hermosos escritos sobre el papel. Además, y Dios sea bendito por ello, son divinamente verdaderos. Pero lo importante es ponerlos en práctica cuando llega la ocasión. Practicándolos es cómo se experimenta su poder y se goza de la felicidad que de ellos emana. “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios” (Juan 7:17).
La salvación de Jehová
“Y Moisés dijo al pueblo: No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros; porque los egipcios que hoy habéis visto, nunca más para siempre los veréis. Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos” (v. 13-14). “¡Estad firmes!” He aquí el primer acto de la fe en presencia de la prueba. Para la carne y la sangre esto es imposible. Todos aquellos que conocen en alguna medida la agitación del corazón humano en las pruebas y dificultades que uno mismo anticipa, podrán formarse una idea de lo que significa “estad firmes”.
Nuestra naturaleza querrá hacer algo; correrá de aquí para allá; querrá tener una parte en la obra. Si bien procura justificar y santificar sus actos dándoles el pomposo y manoseado título de «empleo legítimo de medios», en realidad su obra no es más que el fruto directo y positivo de la incredulidad. Ella siempre excluye a Dios y no ve nada más que la nube sombría de su propia creación. La incredulidad crea o aumenta las dificultades. Luego, para vencerlas, llama a nuestros propios esfuerzos y a nuestra inquieta e infructuosa actividad. En realidad, solo sirven para levantar tan grande polvareda en nuestro derredor que nos impide ver la salvación de Dios. La fe, al contrario, eleva el alma por encima de esas dificultades, directamente hacia Dios, haciéndonos capaces de permanecer tranquilos. Nada adelantamos con nuestros esfuerzos y nuestra inquieta agitación. “No puedes hacer blanco o negro un solo cabello” “¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo?” (Mateo 5:36; 6:27). ¿Qué podía hacer Israel delante del Mar Rojo? ¿Podía secarlo? ¿Podía destruir el ejército de Faraón? Nada de esto. Se encontraba encerrado dentro de un muro impenetrable de dificultades, ante cuya vista la naturaleza no podía hacer más que temblar y sentir su completa impotencia. Pero para Dios era precisamente ese el momento de obrar. Cuando la incredulidad es echada fuera, Dios puede intervenir. Para tener una vista justa de sus actos es necesario estarse quietos o firmes. Cada movimiento de la naturaleza, en proporción a su alcance, impide que veamos la intervención divina en nuestro favor y nos gocemos en ella.
Permanecer tranquilo y ver la salvación de Jehová
Así sucede con nosotros en cada una de las etapas de nuestra historia. Empieza cuando, a causa del malestar que produce el pecado gravitando sobre la conciencia, nos sentimos tentados a recurrir a nuestras propias acciones para obtener algún alivio. Precisamente entonces deberíamos permanecer “tranquilos” a fin de ver “la salvación de Jehová”. Pues, ¿qué podríamos haber hecho nosotros en la obra de expiación por el pecado? ¿Podríamos haber estado con el Hijo de Dios en la cruz? ¿Podríamos haber descendido con él al “pozo de la desesperación”, al “lodo cenagoso”? (Salmo 40:2). ¿Podríamos habernos abierto jamás camino hasta esa “peña” sobre la cual ha afirmado sus pies en la resurrección? Todo espíritu recto reconocerá que tal pensamiento sería una audaz blasfemia. Dios está solo en la redención; en cuanto a nosotros, no tenemos más que estarnos “tranquilos” y ver “la salvación de Jehová”. El mismo hecho de ser “la salvación de Jehová” demuestra que el hombre no debe hacer nada.
La regla sigue siendo la misma una vez que hemos entrado en la carrera cristiana. En cada nueva dificultad, ya sea grande o pequeña, nuestra sabiduría consiste en saber estar “firmes” y renunciar a nuestras propias obras, buscando el reposo en la salvación de Dios. Tampoco podemos establecer categorías entre las dificultades. No podemos decir que las haya tan ligeras que puedan ser afrontadas por nosotros mismos, mientras que en otras solo la mano de Dios es eficaz. No; todas ellas exceden igualmente a nuestras fuerzas. Somos tan incapaces de cambiar el color de un cabello como de trasladar una montaña; de crear una hierba como de crear un mundo. Todas estas cosas son igualmente imposibles para nosotros, y todas son igualmente posibles para Dios. Por lo tanto, debemos abandonarnos confiadamente, con fe sencilla, en las manos de Aquel “que se humilla (igualmente) a mirar en el cielo y en la tierra” (Salmo 113:6). Algunas veces nos sentimos transportados de una manera triunfante a través de las mayores pruebas, mientras que otras veces perdemos ánimo, temblando y desfalleciendo ante las circunstancias más ordinarias de la vida. ¿Y por qué? Porque en las grandes pruebas nos vemos obligados a echar nuestra carga sobre el Señor, mientras que en las dificultades más pequeñas, intentamos, locamente, llevarlas nosotros mismos.
Jehová es quien pelea
Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos (v. 14).
¡Preciosa seguridad! Y ¡cuán propia para tranquilizar el espíritu en presencia de las mayores dificultades y de los mayores peligros! El Señor no se pone solamente entre nosotros y nuestros pecados, sino también entre nosotros y las circunstancias en medio de las cuales nos encontramos. En el primer caso nos da la paz de la conciencia; en el segundo, la paz del corazón. Estas dos cosas, como lo sabe todo cristiano experimentado, son completamente distintas. Muchos cristianos tienen la paz de la conciencia sin tener la paz del corazón. Por la gracia y por la fe han visto a Cristo interpuesto entre ellos y sus pecados, con la divina eficacia de su sangre; pero no saben contemplar con la misma sencillez a Cristo quien, en su divina sabiduría, su amor y poder, está entre ellos y las circunstancias que los rodean. De esto resulta una diferencia esencial en la condición práctica de sus almas, así como en el carácter de su testimonio. Nada contribuye mejor a glorificar el nombre de Jesús que este reposo tranquilo del alma, el que dimana de la seguridad que tenemos de que Cristo está entre nosotros y todo aquello que pudiese ser causa de inquietud para nuestros corazones.
Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado
(Isaías 26:3).
«Pero –se preguntará– ¿no debemos hacer nada nosotros?» Otra pregunta podrá servir de respuesta: «¿Qué podemos hacer nosotros?» Todos los que realmente se conocen, responderán: «¡Nada!» En efecto, si no podemos hacer nada, ¿no será mejor que permanezcamos “tranquilos”? Si el Señor obra por nosotros, ¿no hacemos bien permaneciendo detrás? ¿Correremos delante de él? ¿Invadiremos su esfera de acción y nos colocaremos en su camino? Es absolutamente inútil que dos trabajen cuando uno solo es perfectamente capaz de hacerlo todo. ¿Quién soñaría en traer una vela encendida para aumentar el resplandor del sol al mediodía? Y sin embargo, el que tal hiciese podría pasar por sabio en comparación con aquel que pretende ayudar a Dios con su mal entendida actividad.
La orden de Dios de marchar
Cuando, en su gran misericordia, Dios abre un camino, la fe puede andar por él; deja la senda del hombre para seguir la de Dios. “Entonces Jehová dijo a Moisés: ¿Por qué clamas a mí? Dí a los hijos de Israel que marchen” (v. 15). Si hemos aprendido a quedarnos tranquilos, podemos efectivamente marchar adelante; de no ser así, todos nuestros esfuerzos no tendrán otro resultado sino poner de manifiesto nuestra necedad y debilidad. La verdadera sabiduría consiste en permanecer tranquilos cualquiera que sea la dificultad o perplejidad en que nos hallemos, esperando únicamente en Dios, quien, con toda certidumbre, nos abrirá un camino; entonces podremos marchar tranquilos y en paz. La incertidumbre no existe cuando es Dios quien nos abre el camino; de lo contrario, todo camino de nuestra propia invención será un camino de vacilación y de duda. El hombre no regenerado puede marchar por su propia senda con cierta apariencia de firmeza y decisión; pero uno de los elementos que mejor distinguen al nuevo hombre es la desconfianza en sí mismo, y la confianza en Dios que siempre responde a ella. Cuando nuestros ojos han visto la salvación de Dios, entonces podemos seguir esta senda; pero no podremos verla claramente sin ser antes convencidos de la inutilidad de nuestros propios y miserables esfuerzos.
En la expresión “Ved la salvación” de Jehová (v. 13) se encierran un poder y una hermosura especiales. El mismo hecho de ser llamados a ver la salvación de Jehová prueba que esta es una salvación completa. Además, nos enseña que la salvación es una obra realizada y revelada por Dios para que podamos verla y gozarnos en ella. La salvación no es una obra en parte de Dios y en parte del hombre. En tal caso no podría ser llamada la salvación de Dios (comp. Lucas 3:6; Hechos 28:28). Para ser la salvación de Dios es preciso que esté desprovista de todo lo que es del hombre. El único resultado posible de los esfuerzos humanos es oscurecer ante nuestros ojos la salvación de Dios.
“Dí a los hijos de Israel que marchen”. Parece como si el mismo Moisés se hubiese quedado perplejo en cuanto a lo que debía hacer, porque Jehová le dice: “¿Por qué clamas a mí?” Moisés podía haber dicho al pueblo: Esperad
Y ved la salvación de Jehová
(2 Crónicas 20:17),
mientras que él presentaría a Dios las peticiones de su alma angustiada, clamando por misericordia. No obstante, es inútil clamar cuando deberíamos obrar, como lo es obrar cuando deberíamos esperar. Precisamente así hacemos siempre: intentamos avanzar cuando deberíamos pararnos, y nos paramos cuando deberíamos avanzar. Los israelitas podían preguntarse muy naturalmente: «¿Adónde vamos a ir?» Una barrera infranqueable parecía impedir todo avance. ¿Cómo atravesar el mar? He aquí la dificultad. Jamás la naturaleza hubiera resuelto esta cuestión; pero podemos estar seguros de que Dios no da nunca un mandamiento sin comunicar al mismo tiempo el poder para obedecerlo. El estado real del corazón puede ser puesto a prueba por el mandamiento, pero el alma que, por la gracia, está dispuesta a obedecer, recibe de arriba el poder para hacerlo. El hombre al que Cristo mandó extender su mano seca también pudo haber preguntado: «¿Cómo es posible extender una mano seca?» Pero ninguna pregunta hizo, porque junto con el mandato –y de la misma fuente– vino el poder para obedecer (comp. Lucas 5:23-24; Juan 5:8-9, etc.)
Dios abre el camino a la fe
Así también para Israel, junto con la orden de marcha vino el poder para abrir el camino. “Y tú alza tu vara, y extiende tu mano sobre el mar, y divídelo, y entren los hijos de Israel por en medio de la mar, en seco” (v. 16). Este era el camino de la fe. La mano de Dios abre la senda para que podamos dar el primer paso, y la fe se contenta con esto. Dios no da nunca la dirección para dar dos pasos a la vez. Es necesario que primero demos un paso; luego recibiremos luz para dar otro, y así sucesivamente; entonces nuestro corazón será guardado en una continua dependencia de Dios. “Por la fe pasaron el Mar Rojo como por tierra seca” (Hebreos 11:29). Sin duda, el mar no fue dividido en toda su extensión de una sola vez; Dios quería conducir a su pueblo “por la fe” y no por la vista. No es necesaria ninguna fe para emprender un viaje cuyo camino se ve en toda su extensión, pero es precisa para ponerse en camino cuando no se ve más que el primer paso. El mar se dividía a medida que Israel avanzaba, de tal suerte que, para cada nuevo paso, dependían enteramente de Dios. Así era el camino por el cual marchaban los redimidos de Jehová, conducidos por su diestra. Pasaron a través de las sombrías aguas de la muerte, y vieron que estas aguas eran “como muro a su derecha y a su izquierda”, mientras ellos pasaban por en medio “en seco” (v. 22).
Para los egipcios era imposible avanzar por ese camino. Entraron en él porque lo vieron abierto delante de ellos. Para los egipcios era una cuestión de vista y no de fe. “Intentando los egipcios hacer lo mismo, fueron ahogados” (Hebreos 11:29). Al probar hacer aquello que solo la fe puede cumplir, no se obtiene más que ruina y confusión. El camino por el cual Dios hace marchar a su pueblo es una senda que no puede ser hollada por la naturaleza. “La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios” (1 Corintios 15:50), ni tampoco pueden caminar por la senda de Dios. La fe es la gran regla característica del reino de Dios, y por ella somos capacitados para caminar por la senda de Dios.
Sin fe es imposible agradar a Dios
(Hebreos 11:6).
Dios es grandemente glorificado cuando caminamos con él, por decirlo así, con los ojos vendados; porque esta es la prueba de que tenemos mayor confianza en Su vista que en la nuestra. Si yo sé que Dios mira por mí, bien puedo cerrar los ojos y caminar tranquilamente con seguridad. En los asuntos de la vida humana, sabemos que cuando un centinela o un guardián está en su puesto, los demás pueden dormir tranquilos. ¡Cuánto mejor podemos descansar con toda seguridad, al saber que Aquel que no dormita ni se duerme tiene su mirada fija en nosotros y nos defiende con su brazo! (Salmo 121:4).
El Ángel de Dios y la columna de nube
“Y el ángel de Dios que iba delante del campamento de Israel, se apartó e iba en pos de ellos; y asimismo la columna de nube que iba delante de ellos se apartó y se puso a sus espaldas, e iba entre el campamento de los egipcios y el campamento de Israel; y era nube y tinieblas para aquellos, y alumbraba a Israel de noche, y en toda aquella noche nunca se acercaron los unos a los otros” (v. 19-20). Jehová se puso directamente entre Israel y el enemigo, y fue la protección de Israel. Para que Faraón pudiese tocar un solo cabello de Israel, le habría sido necesario atravesar el pabellón del Todopoderoso y al mismo Todopoderoso. Dios siempre se coloca entre su pueblo y todo enemigo, de tal manera que “ninguna arma forjada contra ti prosperará” (Isaías 54:17). Él se ha puesto entre nosotros y nuestros pecados. Es nuestro privilegio verle ahora entre nosotros y toda persona o cosa que estuviera contra nosotros; solo así hallamos la paz del corazón y la de la conciencia. El creyente puede buscar sus pecados con ansiedad y diligencia, teniendo la seguridad que nunca más los hallará: ¿Por qué? Porque Dios está entre él y ellos.
Echaste tras tus espaldas todos mis pecados
(Isaías 38:17).
Al mismo tiempo hace lucir sobre nosotros, a quienes ha reconciliado consigo, la luz de su rostro divino.
De la misma manera, el creyente puede buscar sus dificultades y no hallarlas, porque Dios está entre él y ellas. Si, pues, en lugar de detenernos en nuestros pecados y en nuestras penas, nuestra mirada se detuviese en Cristo, más de una copa amarga sería endulzada, y muchas horas oscuras se verían iluminadas. Pero una y otra vez hacemos la experiencia de que la mayor parte de nuestras pruebas y pesares se componen principalmente de males anticipados y de pesares imaginarios, que solo existen en nuestro espíritu enfermo, porque es incrédulo. Deseo que cada uno conozca la paz sólida de la conciencia y del corazón, resultado de tener a Cristo, en toda su plenitud, entre sí y todos sus pecados y todas sus penas.
Es a la vez solemne e interesante notar el doble aspecto de la “columna” en este capítulo. Era “nube y tinieblas” para los egipcios, pero “alumbraba a Israel de noche”. ¡Qué semejanza con la cruz de nuestro Señor Jesucristo! Ella tiene también un doble aspecto. Constituye el fundamento de la paz del creyente, y sella al mismo tiempo la condenación de un mundo culpable. La misma sangre que purifica la conciencia del creyente y le da paz perfecta, mancha este mundo y colma su pecado. La misma misión del Hijo de Dios, que despoja al mundo de su manto y le deja sin excusa alguna, reviste a la Iglesia de un glorioso manto de justicia y llena su boca de alabanzas eternas. El mismo Cordero que llenará de terror a todas las tribus y pueblos de la tierra por la grandeza de su ira, conducirá para siempre, con mano bondadosa, al rebaño que ha redimido con su preciosa sangre, a lugares de delicados pastos y junto a aguas de reposo (comp. Apocalipsis 6:15-17, con 7:13-17).
Israel victorioso y el ejército de Faraón destruido
El final de este capítulo nos muestra a Israel victorioso a orillas del Mar Rojo, y el ejército de Faraón sumergido en sus aguas. Este acontecimiento prueba que estaban igualmente desprovistos de fundamento tanto los temores de los israelitas como los orgullosos discursos de los egipcios. La gloriosa obra de Jehová había reducido a la nada a los unos y a los otros. Las mismas aguas que sirvieron de muro a los redimidos de Jehová sirvieron de tumba a Faraón. Los que andan por fe hallan un camino para marchar, mientras que los otros hallan allí mismo una tumba para ser sepultados. Esta solemne verdad no altera en nada el hecho de que Faraón obraba en abierta oposición a la voluntad de Dios cuando intentó pasar el mar Rojo. Y siempre se demostrará la misma verdad con los que quieran imitar las obras de la fe. Serán confundidos. ¡Felices son los que pueden andar por fe, por débil que esta sea! Siguen un sendero de bendiciones indecibles, un sendero que, si bien está marcado por sus faltas y enfermedades, ha sido comenzado en Dios, se prosigue en Dios y terminará en él. Que entremos más y más en la realidad divina, en la tranquila elevación y en la santa dependencia de este sendero.
No dejaremos esta hermosa porción del libro del Éxodo, sin recordar un pasaje en el cual el apóstol Pablo hace alusión a la nube y a la mar. “Porque no quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube, y todos pasaron el mar; y todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar” (1 Corintios 10:1-2). Este pasaje encierra una preciosa enseñanza para el cristiano, porque el apóstol dice: “Mas estas cosas sucedieron como ejemplos para nosotros” (v. 6), enseñándonos así, según la autoridad divina, a interpretar el bautismo de Israel “en la nube y en el mar” de una manera simbólica. Nada puede tener una significación más profunda y práctica. Como pueblo bautizado de esta manera, los israelitas emprendieron su peregrinación a través del desierto, para el cual Aquel que es amor había hecho abundante provisión de “alimento espiritual” y de “bebida espiritual”. En otras palabras, simbólicamente eran ellos un pueblo muerto para Egipto, así como a todo lo que pertenecía a Egipto. La nube y el mar fueron para ellos lo que son para nosotros la cruz y el sepulcro de Cristo. La nube los ponía al abrigo de sus enemigos, el mar los separaba de Egipto. Del mismo modo la cruz nos defiende de todo aquello que podría estar contra nosotros, y somos puestos al otro lado del sepulcro de Jesús. A partir de ahí empezamos a gustar el “maná” celestial y a beber del agua que brota de la “roca espiritual”, mientras, caminamos como pueblo peregrino, hacia la tierra de reposo de la cual nos ha hablado Dios.
Añadiré aquí la importancia que hay de comprender la diferencia entre el Mar Rojo y el Jordán. Tanto uno como otro de los acontecimientos tienen su antitipo en la muerte de Cristo. Pero mientras que en el primero vemos la separación entre Israel y Egipto, en el segundo vemos su introducción en la tierra de Canaán. Los creyentes no solo están separados del presente siglo malo por la cruz de Cristo, sino que también Dios los ha hecho salir vivificados de la tumba de Cristo, resucitándolos juntamente con él, y haciéndoles
Sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús
(Efesios 2:6).
Así, aunque los creyentes están rodeados todavía por las cosas de Egipto, en cuanto a su experiencia actual se hallan en el desierto, y son llevados al mismo tiempo, por la energía de su fe, al lugar donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. El creyente no solo ha recibido el perdón de todos sus pecados, sino que está, de hecho, asociado a un Cristo resucitado en los cielos. No solo es salvo por Cristo, sino que está unido a él para siempre. Nada menos que esto podía satisfacer el amor de Dios, ni realizar sus designios respecto a la Iglesia.
Cada uno de nosotros, ¿comprende estas cosas? ¿Las cree? ¿Las vive? ¿Manifiesta su poder? Bendigamos la gracia de Dios que las ha hecho invariablemente ciertas para cada uno de los miembros del cuerpo de Cristo ya sea solo un “ojo” o una “oreja”, una “mano” o un “pie” de este cuerpo glorioso. La verdad de estas cosas no depende de su manifestación por nosotros, ni de que las vivamos o comprendamos, sino de la preciosa sangre de Cristo. Ella ha borrado todos nuestros pecados y ha puesto el fundamento para el cumplimiento de todos los consejos de Dios a favor nuestro. Es aquí donde está el verdadero descanso para todo corazón quebrantado y para toda conciencia cargada.