Estudio sobre el libro del Éxodo

Éxodo 17

Refidim

Altercado del pueblo

Toda la “congregación de los hijos de Israel partió del desierto de Sin por sus jornadas, conforme al mandamiento de Jehová, y acamparon en Refidim; y no había agua para que el pueblo bebiese. Y altercó el pueblo con Moisés, y dijeron: Danos agua para que bebamos. Y Moisés les dijo: ¿Por qué altercáis conmigo? ¿Por qué tentáis a Jehová?” (v. 1-2). Si no conociésemos un poco la maldad tan humillante de nuestros pobres corazones, no podríamos explicarnos la pasmosa insensibilidad de los israelitas en presencia de la bondad, de la fidelidad y de los poderosos hechos de Jehová. Acababan de ver descender el pan del cielo para alimentar a un pueblo numeroso en el desierto, y helos aquí dispuestos a apedrear a Moisés por haberlos llevado a ese desierto con el fin de hacerlos morir de sed. Nada hay que sobrepase la terrible incredulidad del corazón humano, excepto la sobreabundante gracia de Dios. Solo esta gracia da alivio al alma en presencia de la creciente conciencia de lo malo de su naturaleza que las circunstancias tienden a poner de manifiesto. Si los israelitas hubiesen sido transportados directamente de Egipto a Canaán, no habrían dado tan tristes y frecuentes pruebas de lo que es el corazón humano y, por consiguiente, no habrían sido ejemplos y tipos tan elocuentes para nosotros. Pero los cuarenta años que ellos vagaron por el desierto son para nosotros un abundante caudal de enseñanzas. De ahí aprendemos, entre otras muchas cosas, la tendencia invariable del corazón humano a desconfiar de Dios. Prefiere apoyarse en el frágil tejido de una araña que sobre el fuerte brazo del Dios Omnipotente, sabio y bueno. La más tenue niebla es suficiente para ocultar a su vista la luz esplendorosa del rostro de Dios. Es pues con razón que el corazón del hombre es llamado en las Escrituras “corazón malo de incredulidad”, siempre dispuesto a “apartarse del Dios vivo” (Hebreos 3:12).

Es interesante observar las dos grandes preguntas que hace la incredulidad en este capítulo y en el precedente. Son las mismas preguntas que cada día se hacen en nosotros mismos y en derredor nuestro: “¿Qué comeremos, o qué beberemos?” (Mateo 6:31). No vemos que el pueblo hiciese la que sigue: “¿Qué vestiremos?” He aquí las preguntas del desierto: «¿Qué?», «¿dónde?», «¿cómo?». Para cada una de ellas, la fe no tiene más que una sola respuesta, corta, decisiva, terminante: «¡DIOS!» ¡Preciosa y perfecta respuesta! ¡Haga Dios que conozcamos más perfectamente su poder y plenitud! Cuando somos probados, necesitamos recordar que no nos

Ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar
(1 Corintios 10:13).

Cada vez que somos puestos a prueba, tengamos la certeza de que con la prueba vendrá también la salida. Lo único que nos es indispensable en estos casos es poseer una voluntad rendida al Señor y una vista sencilla para ver la salida.

La peña golpeada

“Entonces clamó Moisés a Jehová, diciendo: ¿Qué haré con este pueblo? De aquí a un poco me apedrearán. Y Jehová dijo a Moisés: Pasa delante del pueblo, y toma contigo de los ancianos de Israel; y toma también en tu mano tu vara con que golpeaste el río, y vé. He aquí que yo estaré delante de ti allí sobre la peña en Horeb; y golpearás la peña, y saldrán de ella aguas, y beberá el pueblo. Y Moisés lo hizo así en presencia de los ancianos de Israel” (v. 4-6). Cada murmuración trae consigo una nueva manifestación de la más perfecta gracia. Aquí vemos brotar las aguas refrescantes de la peña herida, lo que constituye un hermoso tipo del Espíritu Santo dado como el fruto del sacrificio cumplido por Cristo. El capítulo 16 nos presenta una figura de Cristo descendiendo del cielo para dar vida al mundo. En este tenemos la figura del Espíritu Santo “derramado” en virtud de la obra cumplida por Cristo. Y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo(1 Corintios 10:4). Pero, ¿quién pudo haber bebido antes que la peña fuese herida? Israel podría haber contemplado la peña y haber muerto de sed entretanto, porque hasta que la peña no fue herida por la vara de Dios, no podía manar el agua para que Israel bebiese. Esto es muy sencillo. El Señor Jesús es el centro de todos los consejos del amor y de la misericordia de Dios. Por medio de él debían descender todas las bendiciones sobre los hombres. Todos los ríos de la gracia divina debían manar al pie del trono del Cordero de Dios. Pero para que esto fuera posible era necesario que el Cordero fuese inmolado, y que la obra de la cruz se consumara. En el mismo instante en que la Roca de los siglos fue herida por la mano de Jehová, las compuertas del amor eterno se abrieron de par en par, invitando a los pecadores sedientos y moribundos, por el testimonio del Espíritu Santo, a beber abundante y gratuitamente. “El don del Espíritu Santo” (Hechos 2:38) es el resultado de la obra realizada por Cristo en la cruz. “La promesa (del) Padre” (Lucas 24:49) no podía ser cumplida antes que Cristo se sentase a la diestra de la majestad en los cielos, después de cumplir toda justicia, responder a todas las demandas de la santidad, magnificar la ley, soportar en todo su rigor la ira de Dios contra el pecado, destruir el poder de la muerte y despojar al sepulcro de su victoria. Hecho todo esto, “subiste a lo alto, cautivaste la cautividad, tomaste dones para los hombres” (Salmo 68:18). “Y eso de que subió, ¿qué es, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra? El que descendió, es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo” (Efesios 4:9-10). Este es el verdadero fundamento de la paz, la felicidad y la gloria de la Iglesia para siempre.

El agua de la peña

Hasta que la peña fue herida, el manantial permaneció cerrado y el hombre sin fuerzas. ¿Qué mano humana podía sacar agua de la dura peña? ¿Y qué justicia humana tendría poder para abrir las fuentes del amor divino? He aquí puesta a prueba la capacidad del hombre. El hombre, por sus actos, sus palabras o sus sentimientos, era incapaz de dar motivo a Dios para que envíe al Espíritu Santo. Pero, gracias a él, lo que el hombre no podía hacer, Dios lo ha hecho: Cristo ha terminado la obra. La verdadera Roca ha sido herida, y las refrescantes aguas han manado de tal suerte que las almas sedientas pueden saciar en ellas su sed. Jesus dice:

El agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna
(Juan 4:14).

Y otra vez: “En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado” (Juan 7:37-39; compárese con Hechos 19:2).

Así, como en el maná hemos visto un tipo de Cristo, en el agua brotando de la peña Dios nos presenta una figura del Espíritu Santo. “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva”, o sea, el Espíritu Santo (Juan 4:10).

Esa es la enseñanza que el hombre espiritual aprende de la peña herida; pero el nombre dado al lugar donde este tipo fue presentado es un monumento eterno a la incredulidad del hombre. “Y llamó el nombre de aquel lugar Masah (tentación) y Meriba (rencilla), por la rencilla de los hijos de Israel, y porque tentaron a Jehová, diciendo: ¿Está, pues, Jehová entre nosotros, o no?” (v. 7). Plantear tal cuestión, después de tantas seguridades y evidencias de la presencia de Dios, prueba claramente la incredulidad profundamente arraigada en el corazón humano. Fue, de hecho, tentar “a Jehová”, y es lo mismo que hicieron los judíos el día que Jesús se manifestó a ellos, tentándole y pidiéndole señal del cielo. La fe nunca obra así: cree y goza de la presencia divina no por medio de señales, sino por el conocimiento que posee de Dios mismo. La fe conoce que Dios está presente, y disfruta con él. ¡Señor, concédenos una confianza mayor y más sincera en Ti!

Amalec

Este capítulo nos presenta otra figura que tiene un interés especial para nosotros. “Entonces vino Amalec y peleó contra Israel en Refidim. Y dijo Moisés a Josué: Escógenos varones, y sal a pelear contra Amalec; mañana yo estaré sobre la cumbre del collado, y la vara de Dios en mi mano” (v. 8-9). El don del Espíritu Santo conduce a la lucha. La luz repele a las tinieblas y las combate (comp. Efesios 5:7-14, 6:12). Allí donde todo es oscuridad no hay lucha; pero la más pequeña lucha manifiesta la presencia de la luz.Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis(Gálatas 5:17).Lo mismo acontece en el pasaje que meditamos. En primer lugar vemos la peña herida y las aguas que manan en abundancia de ella, e inmediatamente después leemos: “Entonces vino Amalec y peleó contra Israel”.

Esta es la primera vez que Israel se halla en presencia de un enemigo exterior. Hasta aquí Jehová había combatido por ellos, como lo hemos visto en el capítulo 14: “Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos” (v. 14). En cambio, aquí se dice: “Escógenos varones”. Desde ahora Dios combatirá en Israel. Sabemos que hay una diferencia inmensa entre los combates de Cristo por nosotros y los combates del Espíritu Santo en nosotros. Los primeros, gracias a Dios, han terminado ya. La victoria ha sido adquirida, asegurándonos una paz gloriosa y eterna. Los últimos, al contrario, continúan todavía.

Faraón y Amalec representan dos poderes o influencias diferentes. Faraón es la figura de lo que se opone a la liberación de Israel de su esclavitud en Egipto, mientras que Amalec representa los obstáculos en su camino con Dios por el desierto. Faraón se servía de las cosas de Egipto para impedir que Israel sirviese a Jehová; por tanto, representa a Satanás que se sirve del “presente siglo malo” (Gálatas 1:4) en contra del pueblo de Dios. Amalec nos es presentado como el prototipo de “la carne”. Era el nieto de Esaú, quien prefirió un potaje de lentejas antes que su derecho de primogenitura (Génesis 36:12). Fue el primero que se opuso a los israelitas después de su bautismo “en la nube y en el mar” (1 Corintios 10:2). Estos hechos demuestran claramente cuál es su carácter. Además, sabemos que Saúl fue desechado y despojado del reino de Israel por no haber destruido a los amalecitas (1 Samuel 15). Luego vemos que Amán es el último amalecita mencionado en las Escrituras (Ester 3:1). Ningún amalecita podía entrar en la congregación de Jehová. Finalmente, en el capítulo que meditamos, Jehová declara que siempre habrá guerra contra Amalec (comp. Deuteronomio 25:17-19).

Todas estas circunstancias muestran claramente que Amalec es un tipo de la carne en el cristiano. Es muy notable e instructiva la relación que existe entre la batalla que Amalec libró contra Israel y el agua manando de la peña. Está en perfecta armonía con la lucha que el creyente debe sostener con su propia naturaleza corrompida; lucha que, como sabemos, resulta de la nueva naturaleza que posee el creyente, y en la cual mora el Espíritu Santo. El combate no empezó para Israel hasta que se halló en plena posesión de la redención, y después de haber comido el “alimento espiritual” y bebido “de la roca espiritual” (1 Corintios 10:3-4). Hasta que Israel encontró a Amalec, nada tuvo que hacer. No fueron los israelitas los que lucharon contra Faraón, destruyeron el poder de Egipto y rompieron las cadenas de su esclavitud. No dividieron el Mar Rojo, ni hundieron en sus aguas a Faraón y a todo su ejército; tampoco hicieron descender el pan del cielo, ni manar el agua de la peña. Nada de esto hicieron, ni podían hacer. Pero ahora son llamados a pelear contra Amalec. Todos los combates precedentes habían tenido lugar entre Jehová y el enemigo. Los israelitas solo debían permanecer “tranquilos”, contemplando los gloriosos triunfos del brazo extendido de Jehová y gozar de los frutos de la victoria. Jehová había combatido por ellos. Pero ahora, él combate en ellos y por medio de ellos.

El combate contra Amalec

Así es también en la Iglesia de Dios. Las victorias sobre las cuales se fundan su paz y felicidad eternas han sido ganadas para ella combatiendo Cristo solo. Cristo estuvo solo en la cruz y solo en el sepulcro. El rebaño había sido dispersado, pues ¿cómo podía estar allí? ¿Cómo podía vencer a Satanás, sufrir la ira de Dios o quitar a la muerte su aguijón? Todo esto estaba muy por encima del poder de unos pobres pecadores, pero no por encima del poder de Aquel que vino para salvarlos. Él era el único capaz de llevar sobre sus hombros el peso de todos los pecados y, por medio de su sacrificio perfecto, de echar tras sí esta carga para siempre. De modo que el Espíritu Santo procedente del Padre –en virtud de la expiación perfecta cumplida por el Hijo– puede hacer su morada colectivamente en la Iglesia y en cada uno de sus miembros individualmente.

Cuando el Espíritu Santo hace así su morada en nosotros, a consecuencia de la muerte y de la resurrección de Cristo, entonces comienza la lucha para nosotros. Cristo ha combatido por nosotros. El Espíritu Santo combate en nosotros. El hecho mismo de gozar nosotros de este primer y precioso fruto de la victoria nos coloca ante la inmediata hostilidad del enemigo. Pero nuestro consuelo y fortaleza es saber que somos vencedores antes de llegar al campo de batalla. El creyente marcha al combate cantando: “Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 15:57). Nosotros, pues, no peleamos como “a la ventura… como quien golpea al aire”, en tanto que procuramos mortificar nuestro cuerpo y ponerlo en servidumbre (1 Corintios 9:26-27).

Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó
(Romanos 8:37).

La gracia de la cual somos partícipes quita a la carne todo poder sobre nosotros (véase Romanos 6). Si la ley es “el poder del pecado” (1 Corintios 15:56), la gracia es su impotencia. La ley da al pecado el poder sobre nosotros; la gracia nos da el poder sobre el pecado.

“Y dijo Moisés a Josué: Escógenos varones, y sal a pelear contra Amalec; mañana yo estaré sobre la cumbre del collado, y la vara de Dios en mi mano. E hizo Josué como le dijo Moisés, peleando contra Amalec; y Moisés y Aarón y Hur subieron a la cumbre del collado. Y sucedía que cuando alzaba Moisés su mano, Israel prevalecía; mas cuando él bajaba su mano, prevalecía Amalec. Y las manos de Moisés se cansaban; por lo que tomaron una piedra, y la pusieron debajo de él, y se sentó sobre ella; y Aarón y Hur sostenían sus manos, el uno de un lado y el otro de otro; así hubo en sus manos firmeza hasta que se puso el sol. Y Josué deshizo a Amalec y a su pueblo a filo de espada” (v. 9-13). Aquí hallamos dos cosas distintas: el combate y la intercesión. Cristo está arriba por nosotros, mientras que el Espíritu Santo combate poderosamente en nosotros. Estas dos cosas van juntas: a medida que, por la fe, nos damos cuenta del poder de la intercesión de Cristo en favor nuestro, triunfamos sobre nuestra naturaleza corrompida.

La lucha del cristiano contra la carne

Ciertas personas niegan la lucha del cristiano contra la carne presentando la regeneración como un cambio completo de la vieja naturaleza. Resultaría de ese principio que el cristiano no tendría nada contra qué luchar. Si mi vieja naturaleza es renovada, ¿contra qué lucharé yo? Contra nada. Estas personas dicen: «No hay nada de la carne en mí, porque mi vieja naturaleza ha sido hecha nueva. Ningún poder de fuera puede ejercer influencia sobre mí, porque no halla presa en mi carne. El mundo no posee ningún encanto para aquel cuya carne ha sido enteramente cambiada, y Satanás no tiene nada por qué o sobre qué obrar». A todos los que sostienen esta falsa teoría se les puede decir que olvidan el lugar que ocupa Amalec en la historia del pueblo de Dios. Si los israelitas se hubiesen imaginado que, una vez destruido el ejército de Faraón, los combates habían terminado para ellos, habrían estado muy confundidos cuando Amalec se echó sobre ellos. Y así es en el caso del creyente, porque “estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos” (1 Corintios 10:11). Para aquel cuya vieja naturaleza hubiese sido hecha nueva, no podría haber “ejemplo” ni “amonestación” en estas cosas. En efecto, tal hombre no tendría necesidad de las provisiones de gracia que Dios ha hecho en su reino para sus súbditos.

La Escritura nos enseña claramente que el cristiano tiene dentro de sí lo que corresponde a Amalec, o sea: “la carne”, el “viejo hombre”, “los designios de la carne” (Romanos 6:6; 8:7; Gálatas 5:17). Si el cristiano, sintiendo los movimientos del “viejo hombre”, comienza a dudar de si realmente es cristiano, no solo se hace extremadamente desgraciado, sino que se priva de las ventajas de su posición delante del enemigo. La carne existe en el creyente y existirá hasta el fin de su carrera en este mundo. El Espíritu Santo reconoce plenamente su existencia, como lo prueban varios pasajes del Nuevo Testamento. En Romanos 6:12, se dice: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal”. Tal mandamiento no sería necesario si la carne no existiese en el creyente. Decirnos que el pecado no debe reinar en nosotros sería cosa fuera de lugar si, de hecho, no morase en nosotros. Existe una gran diferencia entre morar y reinar; el pecado habita en el cristiano y reina en el incrédulo.

Sin embargo, aunque el pecado habita en nosotros, poseemos, gracias a Dios, un principio de poder sobre él.

El pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia
(Romanos 6:14).

La gracia que por la sangre de Jesús ha quitado el pecado nos garantiza la victoria y nos da un poder presente sobre el principio de pecado que habita en nosotros. Somos muertos al pecado. Por tanto, este no tiene ningún poder sobre nosotros. “Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado” (Romanos 6:7). “Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Romanos 6:6). “Y Josué deshizo a Amalec y a su pueblo a filo de espada” (v. 13). Todo fue victoria. La bandera de Jehová ondeó sobre el ejército triunfante; llevaba esta hermosa y alentadora inscripción: “Jehová-nisi” (Jehová es mi estandarte; v. 15). La seguridad de la victoria debería ser tan completa como la del perdón, puesto que ambas cosas están fundadas en el gran hecho de que Jesús ha muerto y resucitado. Por el poder de estas verdades es cómo el creyente posee una conciencia purificada que subyuga al pecado en él. Puesto que la muerte de Cristo ha satisfecho todas las demandas de Dios respecto a nuestro pecado, la resurrección de Cristo viene a ser la fuente de nuestro poder en todos los detalles de la lucha. Cristo ha muerto por nosotros; ahora, vive en nosotros. La muerte de Cristo nos da la paz; su vida nos da el poder.

Cristo, nuestro gran Intercesor

Es edificante observar el contraste que existe entre Moisés sobre la cumbre del collado y Cristo sobre el trono. Las manos de nuestro gran Intercesor jamás pueden cansarse; su intercesión no se interrumpe jamás:

Viviendo siempre para interceder por ellos
(Hebreos 7:25).

Su intercesión es incesante y todopoderosa. Habiendo tomado asiento en los cielos, según el poder de la justicia divina, Cristo obra por nosotros conforme a lo que él es, y según la perfección infinita de lo que ha hecho. Sus manos nunca pueden cansarse, ni tiene necesidad de nadie para sostenerlas. Su intercesión perfecta está fundada sobre su sacrificio perfecto. Él nos presenta a Dios, revestidos de Sus propias perfecciones. Por lo tanto, si bien tenemos siempre motivos para cubrir nuestro rostro en el polvo con el sentimiento de lo que realmente somos, el Espíritu Santo no puede testificar de nosotros sino según lo que Cristo es para nosotros, y lo que nosotros somos en él. “Vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu” (Romanos 8:9). En cuanto a nuestra condición, nosotros estamos en el cuerpo. Pero no estamos en la carne en cuanto a nuestra posición. Cierto es que la carne está en nosotros; pero nosotros no estamos en la carne, porque somos vivificados con Cristo.

Observemos, por último, que Moisés en la cumbre del collado tenía con él “la vara de Dios”, con la cual había herido la peña. Esta vara era el símbolo o la expresión del poder de Dios, manifestado tanto en la expiación como en la intercesión. Cuando la obra de la expiación fue cumplida, Cristo se sentó en los cielos y envió al Espíritu Santo para que hiciese su morada en la Iglesia. De modo que existe un vínculo indisoluble entre la obra de Cristo y la obra del Espíritu Santo. En cada una se halla la aplicación del poder de Dios.