El servicio
Bezaleel y Aholiab
Este corto capítulo se abre con el relato del llamamiento divino de Bezaleel y Aholiab, divinamente capacitados para ejecutar la obra del tabernáculo del testimonio. “Habló Jehová a Moisés, diciendo: Mira, yo he llamado por nombre a Bezaleel hijo de Uri, hijo de Hur, de la tribu de Judá; y lo he llenado del Espíritu de Dios, en sabiduría y en inteligencia, en ciencia y en todo arte… Y he aquí que yo he puesto con él a Aholiab hijo de Ahisamac, de la tribu de Dan; y he puesto sabiduría en el ánimo de todo sabio de corazón, para que hagan todo lo que te he mandado” (v. 1-6). Ya sea para la obra del tabernáculo “hecho de mano” (Hebreos 9:24), o para la “obra del ministerio” ahora (Efesios 4:12), es necesario que aquellos empleados en ella sean divinamente escogidos, divinamente llamados, divinamente capacitados, divinamente establecidos; todo debe ser hecho según el mandamiento de Dios. No estaba en poder del hombre escoger, llamar, capacitar o establecer a los obreros para hacer la obra del tabernáculo, y lo mismo ocurre para la obra del servicio o ministerio. Todo esto debe venir enteramente de Dios. Se puede correr por el propio impulso o ser enviado por colegas. Pero, recordemos que todos los que así corren sin ser enviados de Dios quedarán, un día u otro, cubiertos de vergüenza y confusión. Tal es la sencilla y saludable enseñanza que nos es sugerida por estas palabras: “Yo he llamado”, “he llenado”, “he puesto”, “he mandado”. Las palabras de Juan Bautista: “No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo” (Juan 3:27), siempre serán verdaderas. El hombre, pues, nada tiene de qué vanagloriarse, ni por qué estar nunca celoso de sus compañeros.
Se puede sacar una lección útil comparando este capítulo con el 4 del Génesis. “Tubal-caín, artífice de toda obra de bronce y de hierro” (v. 22). Los descendientes de Caín estaban dotados de una inteligencia profana para hacer de una tierra maldita y llena de sufrimientos un lugar agradable, lejos de la presencia de Dios. Bezaleel y Aholiab, al contrario, fueron dotados de inteligencia divina para embellecer un santuario que debía ser santificado y bendecido por la presencia y la gloria del Dios de Israel.
Quisiera pedirle a usted que dirigiera esta solemne pregunta a su conciencia: ¿Consagro la inteligencia o energía que poseo a los intereses de la Iglesia, que es la morada de Dios, o al embellecimiento de un mundo impío, sin Cristo? No diga en su corazón: «Yo no he sido divinamente llamado ni divinamente capacitado para la obra del ministerio». Acuérdese de que si bien no todo Israel eran Bezaleeles y Aholiabs, todos podían servir los intereses del santuario. Había una puerta abierta para todos, y ahora también; cada uno tiene un lugar que ocupar, un ministerio que llenar, una responsabilidad que cumplir. Usted y yo trabajamos en este momento o bien para los intereses de la casa de Dios, del cuerpo de Cristo, de la Iglesia, o bien para favorecer los planes impíos de un mundo aún manchado con la sangre de Cristo y con la sangre de todos los santos mártires. Meditemos profundamente estas cosas ante el gran escudriñador de los corazones en cuya presencia nos hallamos, y a quien nadie puede engañar, porque todos somos conocidos de él.
El sábado y el día del Señor
Este capítulo concluye (v. 12-18) con una alusión a la institución del sábado. En el capítulo 16 se hizo mención del sábado en relación con el maná. Después fue clara y expresamente ordenado en el capítulo 20, cuando el pueblo fue formalmente puesto bajo la ley. Lo hallamos de nuevo aquí en relación con el establecimiento del tabernáculo. Todas las veces que el pueblo de Israel es presentado en alguna posición especial, o que es reconocido como pueblo colocado bajo una responsabilidad especial, hallamos mencionado el día de reposo.
Consideremos atentamente tanto el día como la manera en que el día de reposo debía ser observado, y con qué fin fue instituido en Israel. “Así que guardaréis el día de reposo, porque santo es a vosotros; el que lo profanare, de cierto morirá; porque cualquiera que hiciere obra alguna en él, aquella persona será cortada de en medio de su pueblo. Seis días se trabajará, mas el día séptimo es día de reposo consagrado a Jehová; cualquiera que trabaje en el día de reposo, ciertamente morirá” (v. 14-15). He aquí establecido de la manera más explícita y absoluta “el día séptimo” y ningún otro, prohibiéndose, bajo pena de muerte, toda clase de obra en este día. Es imposible eludir el sentido claro y simple de estas palabras. Recordemos también que no hay una sola línea de la Escritura que apoye la idea, demasiado extendida, de que el día de reposo (sábado) ha sido cambiado, o de que Dios ha quitado en la más pequeña medida los rigurosos principios concernientes a la observancia de este día.
Indaguemos ahora si de verdad los que profesan ser cristianos guardan el sábado de Dios en el día y de la manera en que él lo ha mandado. Sería una pérdida de tiempo demostrar que no lo guardan así. ¿Y cuáles son las consecuencias de una sola infracción del sábado? Ser “cortado”, ¡condenado a muerte!
Pero se dirá que no estamos “bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14). ¡Bendito sea Dios, quien nos da esta dulce seguridad! Si estuviésemos bajo la ley, no habría una sola alma en toda la cristiandad sobre la cual no hubiese caído, desde largo tiempo, el juicio divino en cuanto al mandamiento del día de reposo. Pero si estamos bajo la gracia, ¿cuál es el día que nos pertenece? Desde luego, “el primer día de la semana”, “el día del Señor”. Este es el día de la Iglesia, el día de la resurrección de Jesús. Habiendo pasado el sábado en el sepulcro, resucitó triunfando de todos los poderes de las tinieblas, conduciendo así a su pueblo fuera de la vieja creación y de todo lo que a ella se refiere, e introduciéndolo en la nueva creación, de la cual el primer día de la semana es la justa expresión.
La diferencia que hay entre estos dos días merece una seria atención. Examinémosla con oración y a la luz de las Escrituras. Un simple nombre puede tener un gran significado. En el caso que nos ocupa la distinción entre el sábado y el domingo o día del Señor implica mucho más de lo que muchos cristianos creen. Es evidente que “el día del Señor” tiene un lugar particular en la Palabra de Dios. Ningún otro día es designado con este glorioso nombre de “día del Señor”. Ya sé que ciertas personas niegan que en Apocalipsis 1:10, se haga alusión al primer día de la semana; por mi parte, estoy completamente convencido de que la crítica sana y la sana interpretación garantizan, hasta exigen la aplicación de este pasaje, no al día de la venida de Cristo en gloria, sino al día de su resurrección de entre los muertos.
Es preciso notar que el día del Señor nunca es llamado “sábado” o “día de reposo”. Uno debe guardarse de estos dos extremos. En primer lugar deberá evitar el legalismo que con tanta frecuencia se halla asociado al “día de reposo”; en segundo lugar, deberá testificar contra toda tentativa de deshonrar el día del Señor, o de rebajarlo al nivel de un día ordinario. El creyente es liberado totalmente de la observancia de “los días, los meses, los tiempos y los años” (Gálatas 4:10); su unión con un Cristo resucitado lo ha libertado completamente de todas estas prácticas supersticiosas (Colosenses 2:16-20). Sin embargo, por verdadero que sea todo esto –y felizmente lo es– vemos que “el primer día de la semana” ocupa un lugar especial en el Nuevo Testamento. ¡Que el cristiano le dé ese lugar! Es un dulce y feliz privilegio, no un penoso yugo.
El espacio no me permite entrar más en detalles en este asunto tan interesante. Solamente señalaré, respecto a uno o dos puntos particulares, el contraste que existe entre “el sábado” o “día de reposo”, y “el día del Señor”:
- El día de reposo era el séptimo día de la semana; el día del Señor es el primero.
- El día de reposo era una piedra de toque de la condición de Israel; el día del Señor es la prueba de la aceptación de la Iglesia sin condición alguna.
- El día de reposo pertenecía a la vieja creación; el día del Señor pertenece a la nueva.
- El día de reposo era un día de reposo corporal para el judío; el día del Señor es un día de reposo espiritual para el cristiano.
- Si el judío trabajaba en el día de reposo, debía ser condenado a muerte; si el cristiano no trabaja en el día del Señor –es decir, si no trabaja en provecho de las almas y para la extensión de la gloria de Cristo y de la verdad– prueba con ello que no posee mucha vida. De hecho, el cristiano consagrado a Dios que posea algún don está generalmente más fatigado al fin del día del Señor que al terminar cualquier otro día de la semana; porque ¿cómo podría él descansar mientras que las almas perecen a su alrededor?
- Al judío le era ordenado por la ley quedar en su tienda durante el día de reposo, el cristiano es conducido fuera por el espíritu del Evangelio, ya sea para asistir a la asamblea cristiana o para anunciar el Evangelio a los pecadores que perecen.
¡El Señor nos conceda confiar con más simplicidad en el nombre del Señor Jesús, y trabajar con más actividad por este nombre! Deberíamos confiar con el espíritu de un niño y trabajar con la energía de un hombre.