Moisés
Su educación
Al meditar la historia de Moisés, es necesario considerar a este gran siervo de Dios desde el doble punto de vista de su carácter personal y de su carácter típico.
En cuanto al carácter personal de Moisés, hay muchas cosas que tenemos para aprender. Dios tuvo que formar su carácter, valiéndose de diversos medios, durante el largo período de ochenta años: primero en el palacio de la hija de Faraón, luego “a través del desierto” (cap. 3:1). Para nuestros espíritus tan limitados, ochenta años nos parece un tiempo excesivamente largo para la preparación de un siervo de Dios. Pero los pensamientos de Dios no son como nuestros pensamientos. Dios sabía que esas dos veces “cuarenta años” eran indispensables para la preparación de ese vaso escogido por él. Cuando Dios educa a alguien, lo hace de una manera digna de él y de su santo servicio. Dios no quiere un neófito para hacer su obra. El siervo de Cristo debe aprender más de una lección; debe pasar por varios ejercicios y sostener muchas luchas en secreto, antes que sea verdaderamente apto para entrar en su ministerio público. A nuestra naturaleza no le gusta este método; prefiere más bien empezar desempeñando un papel importante que aprender en secreto; desea más fácilmente ser el objeto de la admiración de los hombres que ser disciplinada por la mano de Dios. Es preciso que sigamos el camino de Dios, y no el nuestro. La naturaleza puede precipitarse en el campo de la acción, pero Dios no tiene nada que ver con ello; es necesario que lo humano sea quebrantado, consumido, y puesto a un lado. El lugar de la muerte es el sitio que le corresponde. Si la naturaleza humana quiere obrar, Dios, en su fidelidad y sabiduría perfectas, conducirá las cosas de tal manera que el resultado de esa actividad será una completa confusión. Dios sabe lo que se debe hacer con nuestra naturaleza, donde debe ser colocada y donde debe ser mantenida. ¡Dios nos ayude para que podamos entrar más profundamente en Sus pensamientos respecto a nuestro «yo» y en todo cuanto con él se relaciona! Así caeremos menos fácilmente en el error; nuestra vida será más fiel y moralmente más elevada, nuestro espíritu más tranquilo y nuestro servicio, eficaz.
Primer contacto con sus hermanos
“En aquellos días sucedió que crecido ya Moisés, salió a sus hermanos, y los vio en sus duras tareas, y observó a un egipcio que golpeaba a uno de los hebreos, sus hermanos. Entonces miró a todas partes, y viendo que no parecía nadie, mató al egipcio y lo escondió en la arena” (v. 11-12). Moisés muestra aquí su celo por sus hermanos, “pero no conforme a ciencia” (Romanos 10:2). No había llegado todavía el tiempo fijado por Dios para el juicio de Egipto y la liberación de Israel; el siervo inteligente tendría que esperar siempre el tiempo de Dios. Moisés, “crecido ya… fue enseñado en toda la sabiduría de los egipcios”; además, “él pensaba que sus hermanos comprendían que Dios les daría libertad por mano suya” (Hechos 7:22-28). Todo eso era verdad; sin embargo, es evidente que Moisés corrió antes de tiempo. Cuando esto ocurre, la caída está cerca; pero no solo la caída al fin de tal carrera, sino también la incertidumbre y la falta de tranquilidad y de santa independencia en la marcha de una obra empezada antes del tiempo de Dios. Moisés “miró a todas partes” (v. 12). Cuando se obra con Dios y para Dios, en la plena inteligencia de sus pensamientos en cuanto a los detalles de la obra, no hay necesidad de mirar aquí y allá. Si el tiempo de Dios hubiese sido realmente entonces, si Moisés hubiese tenido la convicción de haber recibido de Dios la misión para ejecutar juicio sobre Egipto, si hubiese estado cierto que la presencia de Dios estaba con él, no habría “mirado a todas partes”.
En el discurso de Esteban ante el Concilio hay una alusión a este acto de Moisés, sobre lo cual será conveniente decir algunas palabras. “Cuando hubo cumplido la edad de cuarenta años, le vino al corazón el visitar a sus hermanos, los hijos de Israel. Y al ver a uno que era maltratado, lo defendió, e hiriendo al egipcio, vengó al oprimido. Pero él pensaba que sus hermanos comprendían que Dios les daría libertad por mano suya; mas ellos no lo habían entendido así” (Hechos 7:23-25). Es evidente que el objeto de Esteban, en todo este discurso, no era otro que el de recordar diversos hechos de la historia de la nación que pudiesen influir sobre las conciencias de los que estaban delante de él; de otra manera, habría sido del todo contrario a este objeto, y contrario también a la regla del Espíritu Santo en el Nuevo Testamento, el levantar aquí la cuestión sobre si Moisés había obrado antes del tiempo ordenado por Dios o no.
Además, Esteban se limita a mencionar que “le vino al corazón el visitar a sus hermanos” sin decir que Dios le envió en esa época. Esto tampoco afecta, en ninguna manera, la cuestión del estado moral de aquellos que lo rechazaron. “Mas ellos no lo habían entendido así”. Tal es el hecho en cuanto a ellos, aparte de las lecciones que Moisés pudiera aprender personalmente sobre este asunto. El hombre espiritual comprenderá todo esto sin dificultad.
Considerando a Moisés como un tipo del Señor Jesús, podemos ver en estos rasgos de su vida la misión de Cristo a Israel, y su rechazamiento por los judíos, los cuales dicen: “No queremos que este reine sobre nosotros” (Lucas 19:14). Por otro lado, comprobamos que Moisés, como otros, cometió errores y manifestó flaquezas; en algunas ocasiones quería ir demasiado aprisa y con vehemencia, en otras, era demasiado lento y flojo. Todo esto es muy útil para magnificar la gracia infinita y la paciencia inagotable de Dios.
La muerte del egipcio, un hecho irreflexivo y prematuro
La acción de Moisés respecto al egipcio encierra una lección muy práctica para todo siervo de Dios. Concurren en ella dos circunstancias, a saber: el temor de la ira del hombre y la esperanza de obtener su aprobación. No obstante, al siervo de Dios no debe preocuparle ni uno ni otro. ¿Qué le importa la ira o la aprobación de un pobre mortal a quien se halla investido de una misión divina y goza de la presencia de Dios? Para tal siervo, estas cosas tienen menos importancia que la ligera capa de polvo que se posa sobre una balanza. “Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas” (Josué 1:9). “Tú, pues, ciñe tus lomos, levántate, y háblales todo cuanto te mande; no temas delante de ellos, para que no te haga yo quebrantar delante de ellos. Porque he aquí que yo te he puesto en este día como ciudad fortificada, como columna de hierro, y como muro de bronce contra toda esta tierra, contra los reyes de Judá, sus príncipes, sus sacerdotes, y el pueblo de la tierra. Y pelearán contra ti, pero no te vencerán; porque yo estoy contigo, dice Jehová, para librarte” (Jeremías 1:17-19).
Colocado sobre este terreno elevado, el siervo de Cristo no mira “a todas partes”, sino que obra según el consejo de la sabiduría divina: “Tus ojos miren lo recto, y diríjanse tus párpados hacia lo que tienes delante” (Proverbios 4:25). La sabiduría divina nos conduce siempre a mirar hacia arriba y adelante. Podremos estar seguros de que hay algo malo, y de que no estamos en el verdadero terreno del servicio de Dios, cuando miremos a nuestro alrededor, ya sea para evitar la mirada airada de un mortal o para buscar la sonrisa de su aprobación. En este caso, no tenemos la seguridad de que nuestra misión tenga la autoridad divina y de que gozamos de la presencia de Dios. Y estas dos cosas son absolutamente necesarias para todo siervo de Dios. Es cierto que un gran número de personas, bien por una profunda ignorancia, bien por excesiva confianza en sí mismas, entran en una esfera de actividad a la cual Dios no las destinaba, y para la que, en consecuencia, no las había dotado. Además, esas personas muestran tal sangre fría y aplomo que maravillan a quienes están en condiciones de juzgar con imparcialidad de sus obras y méritos. Pero toda esa hermosa apariencia pronto deja paso a la realidad. No puede modificar en lo más mínimo el principio de que nada puede librar realmente al hombre de mirar aquí y allá, si no es la convicción íntima de haber recibido una misión de Dios y de gozar de su presencia. El que posee estas dos cosas está enteramente libre de las influencias humanas y es independiente de los hombres. Y nadie está en disposición de servir a los demás si no es completamente independiente de ellos; pero aquel que conoce su verdadero lugar puede descender a lavar los pies de sus hermanos.
Si apartamos nuestra mirada de los hombres y la fijamos en aquel Único Siervo fiel y perfecto, no le vemos nunca mirar aquí y allá, por la sencilla razón de que sus ojos jamás se fijaron en los hombres, sino siempre en Dios. Jesús nunca temió la ira del hombre, ni procuró obtener su aprobación. Su boca nunca se abrió para alcanzar los aplausos de los hombres, ni jamás cerró sus labios para evitar las críticas. Por esto todas sus palabras y acciones estaban impregnadas de santidad y de firmeza. Jesús es el único de quien se ha podido decir con verdad: “da su fruto en su tiempo y su hoja no cae; y todo lo que hace, prosperará” (Salmo 1:3). Todo lo que él hacía era prosperado, porque hacía todas las cosas para Dios. Todos sus hechos, palabras, miradas y pensamientos se parecían a un hermoso racimo de frutos dispuesto para regocijar el corazón de Dios, el perfume del cual ascendía hasta su trono. Jamás tuvo temor alguno en cuanto al resultado de su obra, porque obraba siempre con Dios y para Dios en completo acuerdo con sus planes. Su propia voluntad no se mezcló nunca en lo que él hizo como hombre sobre la tierra, y por eso mismo él podía decir:
He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió
(Juan 6:38).
Por eso él dio siempre “su fruto en su tiempo” e hizo “siempre” lo que agradaba al Padre (Juan 8:29). En consecuencia, no tuvo que temer a nada ni a nadie, ni necesidad de arrepentirse de algo, ni de mirar “a todas partes”.
La gracia de Dios solo ve los hechos de la fe (Hebreos 11)
En este punto, como en todos los demás, nuestro bendito Maestro forma un notable contraste con los más distinguidos y eminentes siervos de Dios. Moisés “tuvo miedo”, y Pablo se lamentó (v. 14; 2 Corintios 7:8). En cambio, el Señor Jesús nunca hizo ni uno ni otro; no tuvo que volver atrás en su camino ni retirar una sola de sus palabras, ni rectificar su pensamiento. Todo en él fue absolutamente perfecto; todo fue “fruto en su tiempo”. El curso de su vida santa y celeste se deslizaba hacia adelante sin obstáculos ni desviaciones. Su voluntad estaba perfectamente sumisa al Padre. Los hombres más consagrados cometen errores, y nosotros estamos expuestos a cometerlos; pero es cierto que cuanto más podamos mortificar nuestra propia voluntad, por la gracia de Dios, menos equivocaciones cometeremos. Es un verdadero gozo para nosotros cuando nuestra senda es realmente una senda de fe y de sincera consagración a Dios.
Así caminó Moisés. Fue un hombre de fe que supo identificarse con el espíritu de su Maestro; siguió sus pisadas con una firmeza y constancia maravillosas. Es cierto que se anticipó en cuarenta años al tiempo fijado por Dios para el juicio de Egipto y la liberación de Israel; sin embargo, no vemos que se haga ninguna mención de este hecho en el comentario inspirado que hallamos en el capítulo 11 de Hebreos, donde se trata del principio divino sobre el cual estaba basada su senda: “Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales de pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón. Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque se sostuvo como viendo al Invisible” (Hebreos 11:24-27).
Este pasaje nos presenta la conducta de Moisés de una manera llena de gracia. Es siempre de esta manera que el Espíritu Santo cuenta la historia de los santos del Antiguo Testamento. Cuando el Espíritu Santo escribe la historia de un hombre, nos lo muestra tal como es, con todas sus faltas e imperfecciones; pero cuando en el Nuevo Testamento comenta esta misma historia, se limita a hacernos conocer el verdadero principio fundamental y el resultado general de la vida de ese hombre. Así, aunque en Éxodo leemos que Moisés “miró a todas partes”, que “tuvo miedo” y dijo: “Ciertamente esto ha sido descubierto” y finalmente que “Moisés huyó de delante de Faraón”, en la epístola a los Hebreos leemos que lo que hizo Moisés, lo hizo “por la fe… no temiendo la ira del rey… porque se sostuvo como viendo al Invisible” (cap. 11:27).
Y pronto sucederá lo mismo, cuando
Venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios
(1 Corintios 4:5).
He aquí una verdad bien consoladora y preciosa para toda alma recta y para todo corazón fiel. El corazón puede concebir más de un proyecto que, por diversas razones, la mano es incapaz de realizar. Todas esas intenciones serán manifestadas cuando “venga el Señor”. ¡Bendita sea la gracia divina que nos ha dado esta seguridad! Los anhelos amantes de un corazón sincero que está unido a él son mucho más preciosos a los ojos de Cristo que las más perfectas obras externas. Estas podrán brillar ante los ojos de los hombres y ser objeto de sus alabanzas; pero los anhelos del alma solo son conocidos y ofrecidos al Señor Jesús. Él los manifestará delante de Dios y de sus ángeles. ¡Que los corazones de todos los siervos de Cristo estén ocupados exclusivamente en Su persona, y que su mirada esté fija en Su glorioso regreso!
Lo que la fe comprende
Estudiando la vida de Moisés, vemos que la fe le hizo seguir un camino completamente opuesto al curso ordinario de la naturaleza humana, llevándole no solo a despreciar todos los placeres y seducciones, así como todos los honores de la corte de Faraón, sino haciéndole abandonar una esfera de actividad en apariencia muy útil y extensa. Los razonamientos de los hombres le habrían conducido por una senda completamente opuesta: le habrían llevado a usar su gran influencia a favor del pueblo de Dios, más bien que a sufrir con él. Para los cálculos humanos, parecía que la Providencia había abierto un campo de trabajo muy extenso e importante para Moisés. Si alguna vez la mano de Dios se manifestó claramente para poner a alguien en una posición especial, fue seguramente en el caso de Moisés. Debido a una intervención maravillosa y a una serie incomprensible de circunstancias –en cada una de las cuales se manifestaba la mano del Todopoderoso, y que ninguna previsión humana podría haber combinado– la hija de Faraón vino a ser el instrumento por el cual Moisés fue sacado de las aguas, criado y educado hasta que “hubo cumplido la edad de cuarenta años” (Hechos 7:23). En tales circunstancias, el abandono de su alta posición y de la influencia que la misma le permitía ejercer no podía considerarse, en el caso de Moisés, más que como resultado de un celo mal entendido.
Así razona nuestra pobre y ciega naturaleza. Pero la fe piensa de forma distinta, porque la naturaleza y la fe están siempre opuestas entre sí. Y aunque la una y la otra no pueden ponerse de acuerdo en un solo punto, es probable que no hay nada acerca de lo cual se hallen tan alejadas como en aquello que generalmente se designa como «conducción providencial». La naturaleza considerará siempre esas indicaciones providenciales como autorizaciones para dejarse llevar por sus propias inclinaciones. En cambio, la fe las considerará como otras tantas ocasiones de renuncia al yo. Jonás hubiese podido ver una conducción bien palpable de la Providencia en el encuentro «providencial» de una nave que partía para Tarsis, cuando no se trataba más que de una salida por la cual procuraba evitar el camino de la obediencia.
Sin duda alguna, es un privilegio del creyente ver la mano y oír la voz de su Padre en todo; pero no debe dejarse conducir por las circunstancias. El cristiano que se deja conducir por ellas es semejante a un navío en alta mar, sin brújula ni timón; está expuesto a la furia de las olas y los vientos. La promesa de Dios a sus hijos es:
Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos
(Salmo 32:8).
Y añade luego su palabra de amonestación: “No seáis como el caballo, o como el mulo, sin entendimiento, que han de ser sujetados con cabestro y con freno, porque si no, no se acercan a ti” (Salmo 32:9). Por tanto, es mucho mejor ser guiados por el ojo de nuestro Padre que por el cabestro y el freno de las circunstancias; y sabemos que la acepción ordinaria y corriente de la palabra «Providencia» suele no ser más que otra manera de expresar la acción de las circunstancias.
El poder de la fe se manifiesta rechazando constantemente esas pretendidas direcciones providenciales. Así fue en el caso de Moisés. “Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón”. “Por la fe dejó a Egipto”. Si él hubiese juzgado las cosas por lo que sus ojos podían ver, habría aceptado la dignidad que se le ofrecía como un don manifiesto de la Providencia y habría permanecido en la corte de Faraón, donde en apariencia la mano de Dios le había preparado tan extenso campo de trabajo. Pero como él caminaba por fe, “y no por vista”, abandonó todas aquellas cosas ¡Qué noble ejemplo, tan digno de imitación!
Y notemos que lo que Moisés estimó como “mayores riquezas… que los tesoros de los egipcios” no fue solo el vituperio por Cristo, sino “el oprobio de Cristo”. “Los denuestos de los que te vituperaban cayeron sobre mí” (Salmo 69:9). El Señor Jesús se identificó en perfecta gracia con su pueblo. Dejando el seno del Padre y desprendiéndose de toda la gloria de que estaba revestido, descendió del cielo, tomó el lugar de su pueblo, confesó el pecado de los suyos y sufrió el castigo sobre el madero. Tal fue su abnegación voluntaria; no se limitó a obrar por nosotros, sino que se hizo uno con nosotros, librándonos así de todo lo que podía estar contra nosotros.
Vemos de esta manera hasta qué punto Moisés se identificó, en sus simpatías respecto al pueblo de Dios, con los mismos pensamientos y sentimientos de Cristo. Viviendo en medio del bienestar, de la pompa y de la grandeza del palacio de Faraón, donde abundaban los “deleites temporales del pecado” y “los tesoros de los egipcios”, si lo hubiese querido, podría haber disfrutado de todas esas cosas. Le habría sido fácil vivir y morir en la opulencia, recorrer un camino iluminado, desde el principio hasta el fin, por el sol del favoritismo real; pero esto no habría sido según “la fe”, ni tampoco conforme a Cristo. Moisés, desde la alta posición que ocupaba, vio a sus hermanos doblegados bajo el peso de las cargas que se les había impuesto, y por la fe comprendió que su lugar estaba con ellos. Sí; con ellos en su oprobio, en su servidumbre, en su aflicción y en su humillación. Si él no hubiese estado motivado más que por un sentimiento de afecto, de filantropía o de patriotismo, habría hecho valer su poderosa influencia en favor de sus hermanos. Tal vez su intercesión hubiera logrado que Faraón disminuyese las cargas que los oprimían, haciéndoles la vida más fácil por medio de concesiones reales. Pero esa no sería nunca la manera de proceder de un corazón en comunión con el corazón de Cristo, ni le satisfaría jamás. Y, por la gracia de Dios, así era el corazón de Moisés. Por esto, con toda la energía y con todos los afectos de ese corazón, Moisés se lanzó, cuerpo, alma y espíritu, en medio de sus hermanos oprimidos “escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios”. Y de ese modo, él obró “por la fe”.
Considérese bien este asunto. No debemos contentarnos con desear el bien del pueblo de Dios, ocuparnos de él o hablar benévolamente en su favor. Nuestro deber es identificarnos plenamente con él, por despreciado y perseguido que sea. Un corazón generoso y benévolo puede hallar cierto placer en favorecer el cristianismo; pero es cosa totalmente distinta identificarse con los cristianos y sufrir con Cristo. Una cosa es ser protector, otra ser mártir. Las dos cosas se distinguen bien en las Escrituras desde el principio hasta el fin. Abdías tuvo cuidado de los testigos de Dios, pero Elías fue testigo para Dios (1 Reyes 18:3-4). Darío sentía tal afecto por Daniel que, a causa de él, pasó una noche sin conciliar el sueño; pero Daniel pasó la misma noche en el foso de los leones, como testigo de la Verdad (Daniel 6:18). Nicodemo se aventuró a pronunciar una palabra por Cristo; sin embargo, un conocimiento más profundo del Maestro le habría llevado a identificarse con él.
José y Moisés, tipos de Cristo
Estas consideraciones son eminentemente prácticas. El Señor Jesús no tiene necesidad de protectores; él quiere verdaderos compañeros. La verdad que le concierne no nos ha sido revelada para que tomemos la defensa de su causa en la tierra, sino para que tengamos comunión con su Persona en los cielos. Él se ha identificado con nosotros al precio inmenso de todo el amor que podía darnos. Nada le obligaba a ello. El Señor Jesús pudo haber guardado su lugar “en el seno del Padre” (Juan 1:18) por toda la eternidad; pero entonces, ¿cómo el inmenso río de amor que estaba retenido en su corazón podría haber descendido hasta nosotros, pecadores culpables y dignos del infierno? Entre él y nosotros no podía existir ninguna unidad sino bajo ciertas condiciones que exigían de su parte el abandono completo de todas las cosas. ¡Bendito sea para siempre su Nombre adorable! Voluntariamente se sometió a tales condiciones y
Se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras
(Tito 2:14).
Jesús no quiso gozar a solas de su gloria, y dio satisfacción a su corazón amante apropiándose de “muchos hijos” en esta gloria. “Padre, (dice) aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Juan 17:24). Tales eran los pensamientos de Cristo con respecto a su pueblo. Nosotros podemos juzgar hasta qué punto Moisés simpatizó con estos benditos pensamientos. Sin duda alguna, él participó en alto grado del mismo espíritu que su Maestro, y mostró ese espíritu sacrificando, por su propia voluntad, toda consideración personal y asociándose al pueblo de Dios sin reservas de ningún tipo.
En el capítulo siguiente consideraremos de nuevo los hechos y el carácter personal de este gran siervo de Dios. Por el momento, nos limitaremos a considerarlo como tipo del Señor Jesús. Por lo que leemos en Deuteronomio 18:15: “Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios; a él oiréis” (comp. Hechos 7:37), es evidente que Moisés era un tipo de Cristo. No nos entregamos pues a humanas fantasías, sino que seguimos la enseñanza clara y expresa de las Escrituras, que en los últimos versículos del capítulo 2 del Éxodo nos presenta este mismo tipo bajo dos aspectos: primero (v. 14; Hechos 7:27-28), como rechazado por Israel; y a continuación en su unión con una mujer extranjera del país de Madián (v. 21-22). En cierta medida, ya hemos desarrollado estos dos puntos al tratar la historia de José, el cual, rechazado por sus hermanos según la carne, se unió a una mujer egipcia. Tanto el rechazo de Cristo por Israel como su unión con la Iglesia están representados en figura en la historia de José y en la de Moisés, pero bajo aspectos distintos. En la historia de José vemos la manifestación de la enemistad positiva contra su persona; en la de Moisés se trata más bien del rechazo de su misión. De José está escrito que “sus hermanos le aborrecían y no podían hablarle pacíficamente” (Génesis 37:4). A Moisés, le dijeron: “¿Quién te ha puesto a ti por príncipe y juez sobre nosotros?” (Éxodo 2:14). En otras palabras, el primero fue personalmente aborrecido; el segundo, públicamente rechazado.
Lo mismo acontece en cuanto a la manera en que se representa el gran misterio de la Iglesia en la historia de estos dos santos del Antiguo Testamento. Asenat representa una fase de la Iglesia del todo diferente de la que representa Séfora. Asenat fue unida a José durante el tiempo de su exaltación; Séfora fue la compañera de Moisés durante el tiempo de su vida obscura en el desierto (comp. Génesis 41:41-45 con Éxodo 2:15; 3:1). José y Moisés fueron rechazados ambos por sus hermanos en la época de su unión con mujeres extranjeras, pero el primero era gobernador sobre toda la tierra de Egipto y el último apacentaba un rebaño “en el desierto”.
Ya sea que contemplemos a Cristo manifestado en gloria, o escondido a la vista del mundo, la Iglesia le está íntimamente unida. Y así como el mundo no puede verle ahora, tampoco puede conocer a ese cuerpo que se llama la Iglesia, y que es uno con él. “El mundo no nos conoce, porque no le conoció a él” (1 Juan 3:1). Muy pronto aparecerá Cristo en su gloria y la Iglesia aparecerá con él. “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Colosenses 3:4); y también: “La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Juan 17:22-23)1 .
Tal es la gloriosa y santa posición de la Iglesia. Ella es una con Aquel que es desechado del mundo, pero que ocupa el trono de la Majestad en los cielos. En la cruz, el Señor Jesús se ha hecho responsable por ella, a fin de que ella participe de su vilipendio presente y de su gloria venidera. ¡Quiera Dios que todos los que forman parte de ese cuerpo, tan gloriosamente privilegiado, lleguen a una profunda e inteligente comprensión del camino que les conviene seguir, y del carácter de que deben estar revestidos aquí abajo! Entonces sería cosa cierta que todos los hijos de Dios responderían más plena y claramente a este amor inmenso con que han sido amados, a la salvación que les ha sido dada y a la dignidad a que han sido elevados. El andar del cristiano siempre debería ser el resultado natural de un privilegio comprendido y plasmado en la vida y no el resultado forzado de promesas y resoluciones legales; el fruto natural de una posición conocida y de la cual se goza por la fe, no el fruto de los propios esfuerzos del hombre para llegar a una posición “por las obras de la ley” (Gálatas 2:16). Cada verdadero creyente forma parte de la Esposa de Cristo; por lo tanto le debe a Cristo los afectos que corresponden a esta relación. ¡Que así sea, Señor, con todo tu pueblo muy amado, que has rescatado al precio de tu preciosa sangre!
- 1En Juan 17:21-23 tenemos dos uniones diferentes. La primera es la unión cuyo mantenimiento fue puesto bajo la responsabilidad de la Iglesia y que ha fracasado completamente; la segunda es la unión que Dios cumplirá infaliblemente, y que manifestará en la gloria. Si el lector lee atentamente este pasaje, se convencerá fácilmente de esta diferencia, tanto en el carácter como en el resultado de estas uniones.