“Deja ir a mi pueblo”
Los capítulos 7 a 11 forman una parte singular del libro del Éxodo. Su contenido puede agruparse bajo los tres títulos siguientes:
- los diez juicios de Jehová,
- la resistencia de “Janes y Jambres”,
- las cuatro objeciones de Faraón.
Los diez juicios
El país de Egipto fue quebrantado bajo los golpes sucesivos de la vara de Jehová. Todos, desde el monarca sentado en su trono hasta la última criada que estaba tras el molino, tuvieron que sentir el peso de esta terrible vara. “Envió a su siervo Moisés, y a Aarón, al cual escogió. Puso en ellos las palabras de sus señales, y sus prodigios en la tierra de Cam. Envió tinieblas que lo oscurecieron todo; no fueron rebeldes a su palabra. Volvió sus aguas en sangre, y mató sus peces. Su tierra produjo ranas hasta en las cámaras de sus reyes. Habló, y vinieron enjambres de moscas, y piojos en todos sus términos. Les dio granizo por lluvia, y llamas de fuego en su tierra. Destrozó sus viñas y sus higueras, y quebró los árboles de su territorio. Habló, y vinieron langostas, y pulgón sin número; y comieron toda la hierba de su país, y devoraron el fruto de su tierra. Hirió de muerte a todos los primogénitos en su tierra, las primicias de toda su fuerza” (Salmo 105:26-36).
Aquí, el salmista nos describe en términos concisos los terribles castigos que, por la dureza de su corazón, Faraón atrajo sobre su tierra y su pueblo. Este monarca soberbio había emprendido la tarea de resistirse a la voluntad soberana y a los caminos del Dios altísimo. Como justa consecuencia de esto fue cegado y endurecido judicialmente. “Jehová endureció el corazón de Faraón, y no los oyó, como Jehová lo había dicho a Moisés. Entonces Jehová dijo a Moisés: Levántate de mañana, y ponte delante de Faraón, y dile: Jehová, el Dios de los hebreos, dice así: Deja ir a mi pueblo, para que me sirva. Porque yo enviaré esta vez todas mis plagas a tu corazón, sobre tus siervos y sobre tu pueblo, para que entiendas que no hay otro como yo en toda la tierra. Porque ahora yo extenderé mi mano para herirte a ti y a tu pueblo de plaga, y serás quitado de la tierra. Y a la verdad yo te he puesto para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea anunciado en toda la tierra” (cap. 9:12-16).
Aspecto profético de la rebelión contra Jehová
Al considerar a Faraón y sus hechos, la mente es llevada hacia adelante a las escenas emocionantes del Apocalipsis. Nos muestran al último soberbio opresor del pueblo de Dios, quien atrae sobre sí mismo y sobre su reino las siete copas de la ira del Todopoderoso (cap. 15:1 a 16:21). Dios, en sus designios, ha querido dar a Israel la preeminencia sobre la tierra. Es pues necesario que quien tenga la pretensión de oponerse a esta preeminencia sea completamente destruido. La gracia divina debe encontrarse con los que son el objeto de ella, y cualquiera que intente poner una barrera a esta gracia debe ser “quitado”; poco importa que este sea Egipto, Babilonia, o “la bestia que era y no es, y será” (Apocalipsis 17:8). El poder divino abrirá el camino, a fin de que la gracia divina pueda derramarse. La maldición eterna caerá sobre quienes se opongan a ella. Los obstinados saborearán durante la eternidad el fruto amargo de su rebelión contra “Jehová, el Dios de los hebreos”. Él dijo a su pueblo: “Ninguna arma forjada contra ti prosperará” (Isaías 54:17). Su fidelidad inmutable cumplirá lo que su gracia infinita ha prometido. Por eso, cuando Faraón persistió en retener con su mano de hierro al pueblo de Dios, las copas de la ira divina fueron derramadas sobre él, y todo el país de Egipto fue cubierto de tinieblas, enfermedades y desolación. Pronto sucederá lo mismo con el gran y último opresor, cuando salga del abismo sin fondo, armado del poder satánico, para aplastar bajo el “pie de soberbia” (Salmo 36:11) a los que Jehová ha escogido como objetos de su amor. Su trono será derribado, su reino devastado por las siete últimas plagas. Finalmente, él mismo será hundido, no en el Mar Rojo, sino “en el lago de fuego y azufre” (Apocalipsis 17:8; 20:10).
No pasarán ni una jota ni una tilde1 de lo que Dios prometió a Abraham, a Isaac y a Jacob, sin que se realice. Dios lo cumplirá todo. A pesar de lo que se ha dicho o hecho en sentido contrario, Dios es fiel a sus promesas y las cumplirá. “Porque todas las promesas de Dios son en él (en Jesucristo) Sí, y en él Amén” (2 Corintios 1:20). Dinastías se han elevado y han jugado su papel en el teatro de este mundo; tronos han sido erigidos sobre las ruinas de la antigua gloria de Jerusalén; imperios han florecido por un tiempo, y luego se han derrumbado; potentados ambiciosos han combatido por la posesión de la “tierra prometida”; todo esto ha tenido lugar. No obstante, Jehová ha dicho de Palestina: “La tierra no se venderá a perpetuidad, porque la tierra mía es” (Levítico 25:23). Nadie más que Jehová poseerá en definitiva ese país, y él lo poseerá para la simiente de Abraham. Un solo pasaje de las Escrituras es suficiente para fijar nuestra mente en este asunto. La tierra de Canaán es para la posteridad de Abraham y la posteridad de Abraham para la tierra de Canaán. Nunca ningún poder humano o infernal podría invertir este orden divino. El Dios eterno ha empeñado su palabra y la sangre del pacto eterno ha sido derramada para ratificarla. ¿Quién, pues, podrá anularla?
El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán
(Mateo 24:35).
“No hay como el Dios de Jesurún, quien cabalga sobre los cielos para tu ayuda, y sobre las nubes con su grandeza. El eterno Dios es tu refugio, y acá abajo los brazos eternos; él echó de delante de ti al enemigo, y dijo: Destruye. E Israel habitará confiado, la fuente de Jacob habitará sola en tierra de grano y de vino; también sus cielos destilarán rocío. Bienaventurado tú, oh Israel. ¿Quién como tú, pueblo salvo por Jehová, escudo de tu socorro, y espada de tu triunfo? Así que tus enemigos serán humillados, y tú hollarás sobre sus alturas” (Deuteronomio 33:26-29).
- 1N. del E.: El término jota se refiere a la letra hebrea «yod», la más pequeña del alfabeto hebreo. La tilde es una pequeña raya que distingue alguna letra de otra en el mismo alfabeto (véase Mateo 5:18).
Janes y Jambres
Debemos considerar ahora, en segundo lugar, la oposición de “Janes y Jambres”, los hechiceros de Egipto. Nunca hubiésemos conocido los nombres de estos dos antagonistas de la verdad de Dios si el Espíritu Santo no los hubiese nombrado en relación con los “tiempos peligrosos”, sobre los cuales el apóstol Pablo advierte a su hijo Timoteo. Es de suma importancia tener una comprensión clara del verdadero carácter de la resistencia que esos hechiceros opusieron a Moisés.
En los postreros días
Con el fin de poner en claro la gravedad del asunto, es útil citar todo el pasaje de la segunda epístola de Pablo a Timoteo:
“También debes saber esto: que en los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados, amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella; a estos evita. Porque de estos son los que se meten en las casas y llevan cautivas a las mujercillas cargadas de pecados, arrastradas por diversas concupiscencias. Estas siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad. Y de la manera que Janes y Jambres resistieron a Moisés, así también estos resisten a la verdad; hombres corruptos de entendimiento, réprobos en cuanto a la fe. Mas no irán más adelante; porque su insensatez será manifiesta a todos, como también lo fue la de aquellos” (2 Timoteo 3:1-9).
El carácter especial de esta resistencia a la verdad es de particular importancia. La oposición que “Janes y Jambres” hicieron a Moisés consistía simplemente en imitar, hasta donde les fue posible, las señales que este hacía. No vemos que atribuyesen a un poder engañador o maligno las señales de Moisés; más bien procuraron neutralizar sus efectos sobre la conciencia haciendo lo mismo. Lo que Moisés hacía, también ellos podían hacerlo, de modo que, después de todo, no había gran diferencia entre ellos. Lo mismo valía el uno que los otros. Un milagro es un milagro. Si Moisés obraba milagros para sacar al pueblo de Egipto, ellos podían obrar milagros para hacerlo quedar en el país. ¿Dónde estaba pues la diferencia?
De todo esto aprendemos que la resistencia más diabólica al testimonio de Dios en el mundo viene de aquellos que, si bien imitan los efectos de la verdad, no tienen más que la “apariencia de piedad”, negando “la eficacia de ella” (2 Timoteo 3:5). Esa gente puede hacer las mismas cosas, adoptar las mismas costumbres y formas, emplear el mismo lenguaje y profesar las mismas opiniones que los creyentes. Si el cristiano verdadero, constreñido por el amor de Cristo, da de comer al hambriento, da vestido al desnudo, visita a los enfermos, esparce las Escrituras, distribuye tratados, ora, canta, defiende y predica el Evangelio, el formalista puede hacer otro tanto. Estemos alerta, porque este es el carácter especial de la resistencia opuesta a la verdad en “los últimos tiempos”; este es el espíritu de Janes y Jambres. ¡Cuán necesario es comprender esta verdad! ¡Cuánto importa recordar que “de la manera que Janes y Jambres resistieron a Moisés”, así hipócritas amadores de sí mismos, del mundo y de los placeres “resisten a la verdad”! Ellos no querrían vivir sin tener una “apariencia de piedad”; pero aunque adoptan esta apariencia, pues ha venido a formar parte de las costumbres, aborrecen “la eficacia” de ella, porque esto significa el renunciamiento de sí mismo. “La eficacia” de la piedad implica el reconocimiento de los derechos de Dios, el establecimiento de su reino en el corazón y, como consecuencia, la manifestación de estas cosas en el carácter y la vida entera. El formalista ignora todo esto. “La eficacia” de la piedad nunca podrá estar de acuerdo con ninguno de los caracteres horribles señalados anteriormente; pero “la apariencia”, encubriéndoles, les permite vivir sin someterse, y esto causa placer al formalista hipócrita. Él no se cuida de subyugar sus tentaciones, de interrumpir sus placeres, de dominar sus pasiones, de poner en regla sus afectos, de que su corazón sea purificado. Solo necesita la indispensable cantidad de religión para poder sacar el mejor partido posible de la vida presente y futura. No sabe lo que significa abandonar el mundo presente por haber encontrado la vida venidera.
Considerando las diversas formas de la oposición de Satanás a la verdad de Dios, vemos que su sistema siempre ha sido resistir a esta verdad; en primer lugar por la violencia, atacándola abiertamente, y luego, cuando este medio le ha fallado, procurando desacreditarla por medio de una falsificación. Procura, pues, en primer lugar hacer morir a Moisés (cap. 2:15) y, como no ha podido llevar a cabo su propósito, intenta imitar sus obras.
Lo mismo ha sucedido acerca de la verdad confiada a la Iglesia. Los primeros esfuerzos de Satanás se manifestaron con la ira de los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo, con los tribunales, la cárcel y la espada. Pero en el pasaje de la segunda epístola a Timoteo no se hace mención de tales procedimientos. El ataque frente a frente ha sido reemplazado por el medio mucho más sutil y peligroso de una profesión vana, de una apariencia sin poder y falsificación humana. En lugar de presentarse con la espada de la persecución en la mano, el enemigo se pasea cubierto con el manto de la religión, profesando e imitando aquello mismo que en otro tiempo combatió y persiguió. Por este medio obtiene, por ahora, ventajas asombrosas. Las horribles formas que ha revestido el mal moral, y que de siglo en siglo han manchado las páginas de la historia de la humanidad, en lugar de hallarse solo en aquellos sitios donde naturalmente podrían buscarse, en los antros de las tinieblas humanas, están cuidadosamente ocultas bajo los pliegues del manto de una religiosidad fría e impotente. Esto constituye una de las obras maestras del diablo.
Es natural que el hombre, como ser caído y corrompido, sea egoísta, avaro, vanidoso, altivo, amigo de los deleites más que de Dios. Pero que todo esto tenga lugar bajo la hermosa forma de “apariencia de piedad” denota la energía especial de Satanás empleada en su resistencia a la verdad “en los postreros días”. No es extraño que el hombre mundano manifieste abiertamente esos vicios, concupiscencias y pasiones repugnantes, que son el resultado de su alejamiento de la fuente de santidad y de pureza. Es natural que así sea, porque hasta el fin de su historia el hombre siempre será lo que ha sido. Pero, por otro lado, cuando se ve asociado el santo nombre del Señor Jesús con la perversidad y maldad implacable del hombre, cuando los principios santos se ven unidos con prácticas impías; cuando se ven cubiertas con la “apariencia de piedad” todas aquellas cosas que caracterizan la corrupción de los gentiles, descritas en el primer capítulo de Romanos, entonces en verdad puede decirse: he aquí el horrible carácter de “los postreros días”, la resistencia de “Janes y Jambres”.
La apariencia de piedad
Los hechiceros de Egipto solo pudieron imitar en tres cosas a los siervos del Dios vivo y verdadero; cambiaron sus varas en serpientes (cap. 7:12), transformaron el agua en sangre (cap. 7:22) e hicieron subir las ranas sobre el país (cap. 8:7). Pero en la cuarta señal, la que requería la potestad creadora y significaba la manifestación de la vida, unida a una prueba evidente del estado humillante de la naturaleza, se vieron confundidos y obligados a exclamar: “Dedo de Dios es este” (cap. 8:16-19). Lo mismo sucede con los que resisten a la verdad en los postreros días. Todo lo que hacen, lo hacen según el poder directo de Satanás y, por lo tanto, circunscritos a los límites de este. Su fin esencial no es otro que el de resistir “a la verdad”.
Las tres cosas que “Janes y Jambres” fueron capaz de ejecutar se caracterizan por la energía satánica, la muerte y la impureza, a saber: las serpientes, la sangre y las ranas. Por estos medios “resistieron a Moisés”, y “así también estos resisten a la verdad”, e impiden su acción moral sobre la conciencia. Nada contribuye más a debilitar el poder de la verdad que ver que ciertas personas, opuestas a la verdad, hacen exactamente las mismas cosas que los que son guiados por ella. Así obra el diablo en la actualidad. Procura que todos los hombres sean considerados como cristianos. Quiere hacernos creer que estamos en un mundo cristiano; pero este no es más que una cristiandad falsificada que, lejos de rendir testimonio a la verdad, está aquí, según los designios del enemigo, para oponerse a la influencia de la verdad que santifica y purifica los corazones.
El siervo de Cristo, el testigo de la verdad de Dios, se halla rodeado por todas partes del espíritu de “Janes y Jambres”; es conveniente que lo recuerde, conociendo a fondo el mal contra el cual debe luchar. No debe olvidar que el mundo que le rodea es una imitación diabólica de la obra de Dios, no producida por la varita mágica de un hechicero abiertamente hostil y malo, sino por la acción de falsos religiosos que tienen “apariencia de piedad”, pero que niegan la “eficacia de ella”; gentes que hacen obras al parecer buenas y justas, pero que no tienen la vida de Cristo en sus almas, ni el amor de Dios en sus corazones, ni tampoco la potestad de la palabra de Dios en sus conciencias.
“Mas no irán más adelante”, añade el apóstol, “porque su insensatez será manifiesta a todos, como también lo fue la de aquellos”. En efecto, la insensatez de “Janes y Jambres” fue manifiesta a todos, no solamente cuando se vieron impotentes para continuar imitando los milagros de Moisés y Aarón, sino también cuando fueron envueltos en los juicios de Dios, lo mismo que los demás egipcios. Este hecho es muy grave. La insensatez de todos los que no poseen más que la apariencia será igualmente manifestada. No solamente serán incapaces de imitar los efectos de la vida y de la potestad divina, sino que vendrán a ser el objeto de los juicios resultantes de la resistencia a esta verdad, rechazada por ellos mismos.
¿Dirá alguien que todo esto no nos dice nada en una época de profesión de fe carente de poder? Sí que nos dice, y mucho. Esto debería hablar con un poder vital a cada conciencia. Debería, con acentos solemnes, hacer oír su voz en todos los corazones, y llevarnos a cada uno a examinarnos seriamente acerca de si realmente damos testimonio de la verdad, viviendo según la eficacia de la piedad, o si somos un obstáculo a la verdad, neutralizando sus efectos y no teniendo más que su apariencia. Mostraremos los efectos de la potestad de la verdad persistiendo en las cosas que hemos aprendido (2 Timoteo 3:14). Solo los que han sido enseñados por Dios podrán persistir; los que por la virtud del Espíritu de Dios han bebido del agua de la vida, en la fuente pura de la inspiración divina.
Pero podemos dar gracias a Dios porque tales personas se hallan en gran número en las distintas fracciones de la Iglesia profesante. Muchos, aquí y allá, cuyas conciencias han sido lavadas en la sangre expiatoria del “Cordero de Dios” (Juan 1:29), y cuyos corazones palpitan con un verdadero afecto por la persona del Señor Jesús, se regocijan en la gloriosa esperanza de verle “tal como es” y de ser hechos semejantes a su imagen para siempre. Pensando en estos, el corazón cobra ánimo. Es un gozo indecible tener comunión con aquellos que pueden dar razón de su esperanza y de la posición que ocupan como hijos de Dios. ¡Aumente el Señor de día en día el número de los verdaderos creyentes, y sea la eficacia de la piedad esparcida en estos últimos tiempos, para que se rinda un brillante testimonio al nombre de Quien es digno de ser ensalzado!
Las cuatro objeciones de Faraón
Debemos examinar todavía el tercer punto señalado en esta parte del libro, es decir, las cuatro objeciones maliciosas de Faraón, con las cuales se oponía a la plena libertad del pueblo de Dios y a su entera separación de Egipto.
Primera objeción
La hallamos en el capítulo 8, versículo 25. “Entonces Faraón llamó a Moisés y a Aarón, y les dijo: Andad, ofreced sacrificio a vuestro Dios en la tierra”. Aquí huelga hacer notar que, ya sean los hechiceros con su resistente oposición, ya las objeciones hechas por Faraón, Satanás está detrás de esta escena. Es evidente que al sugerir esto a Faraón, el objeto del diablo no era otro que impedir el testimonio que debía ser rendido al nombre de Jehová, el que estaba íntimamente relacionado con la separación completa entre el pueblo de Dios y Egipto. Es asimismo cierto que no se podría haber dado un testimonio de esta clase si Israel hubiese permanecido en Egipto, aunque hubiese sacrificado a Jehová. Los israelitas se habrían colocado entonces en el mismo terreno que los egipcios y habrían puesto a Jehová al mismo nivel de los dioses de Egipto. Los egipcios habrían dicho a los israelitas: «No vemos ninguna diferencia entre nosotros; vosotros tenéis vuestro culto y nosotros tenemos el nuestro; ¿dónde, pues, está la diferencia?»
Los hombres consideran perfectamente justo y muy natural que cada cual tenga una religión, sea la que sea. Con tal que seamos sinceros y no nos entrometemos en las ideas religiosas de nuestro vecino, poco importa la forma de nuestra religión. Así son los pensamientos de los hombres respecto a lo que ellos llaman religión; pero es manifiesto que en todo esto la gloria del nombre de Jesús no se tiene en cuenta para nada. El enemigo se opondrá siempre a toda idea de separación, y el corazón humano nunca la comprenderá. Este puede aspirar a la piedad, porque la conciencia le atestigua que no todo está en regla, pero al mismo tiempo anhela poder seguir al mundo. El corazón querría sacrificar a Dios en la tierra. Por eso, cuando se acepta una piedad mundana y se rehúsa salir y separarse, Satanás ha logrado su propósito. Desde el principio, su plan invariable consiste en impedir el testimonio rendido al nombre de Dios. Aquí también su plan oculto es el mismo, cuando hace decir a Faraón: “Andad, ofreced sacrificio a vuestro Dios en la tierra”. ¡Qué destrucción del valor del testimonio, si se hubiese aceptado esta proposición! ¡El pueblo de Dios en Egipto, y Dios mismo asociado con los ídolos de Egipto! ¡Qué terrible blasfemia!
La religión
Deberíamos meditar seriamente sobre estas cosas. El esfuerzo del enemigo para inducir al pueblo de Israel a sacrificar a su Dios en Egipto revela un principio diabólico mucho más serio de lo que podríamos suponer a primera vista. El enemigo triunfaría si pudiese obtener la más pequeña apariencia de conformidad divina en favor de la religión del mundo, sin importarle en cuánto tiempo, por cuáles medios, ni en qué circunstancias pudiese lograrlo. Él no tiene ninguna objeción que hacer contra una religión de esta especie. Su intento se logra tan eficazmente a través de lo que se llama «el mundo religioso» como por cualquier otro medio que emplee. Por eso obtiene un gran triunfo cuando consigue que un verdadero cristiano acredite la religión del mundo. Es conocido que nada excita más la indignación del mundo que este principio divino de total separación del presente siglo malo. Se le dejará creer las mismas cosas, predicar las mismas doctrinas y hacer las mismas obras; pero en el momento en que intente, aunque sea en una pequeña medida, conformarse a las órdenes divinas: “a estos evita” (2 Timoteo 3:5);
Salid de en medio de ellos, y apartaos
(2 Corintios 6:17),
él tendrá que contar con la más violenta oposición. ¿Cómo se explica esto? Únicamente por el hecho de que los cristianos separados de la vana religión del mundo rinden un testimonio a Cristo, el cual nunca podrían rendirle mientras estuviesen asociados con ella. Entre la religión humana y Cristo hay una inmensa diferencia. Un pobre hindú hundido en las tinieblas os hablará de su religión, pero nada sabe de Cristo. En Filipenses 2:1 el apóstol no dice: «Si hay alguna consolación en la religión», aunque sin duda los sectarios de una religión cualquiera hallan en ella lo que creen ser una consolación. Pablo había hallado su consolación en Cristo, después de haber hecho plenamente la experiencia de la vanidad de la religión, aun en su forma más bella e imponente (comp. Gálatas 1:13-14; Filipenses 3:4-11).
Es verdad que el Espíritu de Dios habla de una “religión pura y sin mácula” (Santiago 1:27); mas el hombre irregenerado no puede participar de ella en ninguna manera, porque, ¿cómo podrá el tal tener parte en lo que es “puro y sin mácula”? Esta religión es la del cielo, la fuente de todo lo que es puro y excelente; está exclusivamente “delante de nuestro Dios y Padre” para producir los frutos de la nueva naturaleza de la cual son hechos partícipes todos los que creen en el nombre del Hijo de Dios (Juan 1:12-13; Santiago 1:18; 1 Pedro 1:23; 1 Juan 5:1). Por último, se define por los dos principales aspectos de la benevolencia activa y de la santidad personal: “Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27).
Si se examina el catálogo de los verdaderos frutos del cristianismo, se los hallará todos clasificados bajo estos dos puntos principales. Es muy interesante observar que, tanto en Éxodo 8 como en Santiago 1, la separación del mundo es presentada como una cualidad indispensable en el servicio de Dios. Nada que sea manchado por el contacto con el presente siglo malo puede ser aceptable delante de Dios, ni recibir de su mano el sello “puro y sin mácula”. “Por lo cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Corintios 6:17-18).
No había en Egipto ningún lugar de reunión para Jehová y su pueblo redimido; la libertad y la separación de Egipto eran para Israel una sola y la misma cosa. Dios había dicho: “He descendido para librarlos” (Éxodo 3:8), y nada menos que esto podía satisfacerle o glorificarle. Una salvación que hubiese dejado al pueblo en Egipto no habría sido de Dios. Además, debemos recordar que el designio de Jehová, tanto en la salvación de Israel como en la destrucción de Faraón, era que su nombre fuese “anunciado en toda la tierra” (Éxodo 9:16). ¿Qué manifestación habría hecho de su nombre o de su carácter, si su pueblo hubiera intentado rendirle culto en Egipto? No habría existido ningún testimonio, o habría sido completamente falso. Así, para que el carácter de Dios fuese plena y fielmente manifestado, era necesario que su pueblo estuviera enteramente liberado y completamente separado de Egipto. Asimismo ahora, para rendir un testimonio claro y sin equívocos al Hijo de Dios, es necesario que todos los que le pertenecen estén separados del presente siglo malo. Tal es la voluntad de Dios, por lo que Cristo se dio a sí mismo, según leemos en la Palabra de Dios: “Gracia y paz sean a vosotros, de Dios el Padre y de nuestro Señor Jesucristo, el cual se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Gálatas 1:3-5).
Los gálatas comenzaban a darse a una religión carnal y mundana de ordenanzas, una religión de “los días, los meses, los tiempos y los años” (cap. 4:10). El apóstol, desde el principio de su epístola, les recuerda que el Señor Jesús se entregó a sí mismo con el fin de librar a su pueblo de todo este sistema. Es necesario que el pueblo de Dios sea separado, por cuanto es su pueblo, y para dar respuesta inteligente al fin misericordioso que Dios se ha propuesto al ponerlo en relación con él mismo y asociándolo a su nombre. Un pueblo que hubiese vivido todavía en medio del pecado y de las abominaciones de Egipto no podría haber sido testigo del Dios Santo. Igualmente ahora, el que se mezcla con las suciedades de una religión mundana y corrompida no puede ser un poderoso y fiel testigo de un Cristo crucificado y resucitado.
El camino de tres días
La respuesta de Moisés a la primera objeción de Faraón es muy notable. “Y Moisés respondió: No conviene que hagamos así, porque ofreceríamos a Jehová nuestro Dios la abominación de los egipcios. He aquí, si sacrificáramos la abominación de los egipcios delante de ellos, ¿no nos apedrearían? Camino de tres días iremos por el desierto, y ofreceremos sacrificios a Jehová nuestro Dios, como él nos dirá” (cap. 8:26-27). El “camino de tres días” es una separación real de Egipto. Nada menos que esto podría dar satisfacción a la fe. El Israel de Dios debe estar separado por el poder de la resurrección del país de la muerte y de las tinieblas. Es necesario que las aguas del Mar Rojo separen a los redimidos de Dios del país de Egipto, antes de que puedan ofrecer un sacrificio agradable a Jehová. Si se hubiesen quedado en Egipto, habrían tenido que sacrificar a Jehová los mismos objetos abominables del culto de los Egipcios1 . Esto era imposible. En Egipto no podía haber tabernáculo, ni templo, ni altar. En toda la extensión del país no había lugar para ninguna de estas cosas. De hecho, como lo veremos luego, no se entonó ningún cántico de alabanza hasta que toda la asamblea fue reunida, por la potestad de la redención efectuada, en la otra orilla del Mar Rojo, la que está hacia el país de Canaán. Hoy en día sucede exactamente lo mismo. Es preciso que el creyente sepa dónde ha sido colocado para siempre, en virtud de la muerte y resurrección del Señor Jesús, antes que pueda ser un adorador inteligente, un siervo aprobado, un verdadero y fiel testigo.
No se trata aquí de saber si somos hijos de Dios y, por lo tanto, salvos. Muchos hijos de Dios están lejos de conocer el completo resultado de la muerte y resurrección de Cristo en lo que concierne a cada uno de ellos. No se apropian de esta preciosa verdad, que la muerte de Cristo ha abolido para siempre sus pecados (Hebreos 9:26) y que son los bienaventurados participantes de su vida y de su resurrección, con la cual el pecado no tiene nada que ver. Cristo fue hecho maldición por nosotros, no como algunos quisieran enseñárnoslo, es decir, naciendo bajo la maldición de una ley quebrantada, sino siendo colgado en el madero (comp. atentamente Deuteronomio 21:23 con Gálatas 3:13). Nosotros estábamos bajo la maldición, porque vivíamos en nuestros pecados; no habíamos guardado la ley; pero Cristo, el hombre perfecto, habiéndola magnificado y engrandecido (Isaías 42:21) a través de su perfecta obediencia, vino a ser hecho maldición por nosotros siendo colgado en el madero. Así, en su vida Jesús magnificó la ley de Dios, y en su muerte llevó nuestra maldición. Ahora, pues, no hay para el creyente ni pecado, ni maldición, ni ira, ni condenación. Aunque deba comparecer ante el tribunal de Cristo, este le será tan favorable como ahora lo es el trono de la gracia. El tribunal manifestará su verdadera condición, esto es, que nada existe en su contra. Lo que el creyente es, Dios lo produjo. Él es la obra de Dios. Dios vino a él cuando se encontraba en un estado de muerte y de condenación, y ha sido hecho exactamente tal como Dios quería que fuese. El juez mismo ha borrado sus pecados y es su propia justicia, de manera que el tribunal ha de serle favorable. Hay más aún: allí hallará la declaración pública y solemne, hecha ante el cielo, la tierra y el infierno, que aquel que es lavado de sus pecados por la sangre del Cordero queda absolutamente limpio, porque ha sido lavado por Dios (véase Juan 5:24; Romanos 8:1; 2 Corintios 5:5, 10-11; Efesios 2:10). Todo lo que debía hacerse lo ha hecho Dios, y de cierto que él no condenará su propia obra. Dios ha proveído la justicia exigida; por lo tanto, no hallará en ella ningún defecto. La luz de la sede judicial será tan radiante como para disipar todas las nieblas y nubes que pudieran oscurecer las glorias incomparables y las virtudes eternas que pertenecen a la cruz, y para mostrar que el creyente está “todo limpio” (Juan 13:10; 15:3; Efesios 5:27).
- 1La expresión “abominación” se refiere a lo que adoraban los egipcios.
La paz, fuera del mundo
Por no haberse apropiado de estas verdades fundamentales con la sencillez de la fe, un gran número de hijos de Dios se lamentan de no poseer una paz segura, de que experimentan constantes variaciones en su estado espiritual y continuos altibajos en su experiencia. Cada duda en el corazón de un cristiano es un deshonor hecho a la palabra de Dios y al sacrificio de Cristo. El cristiano no se baña, ya desde este mismo momento, en aquella luz que resplandecerá desde el tribunal de Cristo; por eso se siente atormentado por las dudas y los temores. Esas fluctuaciones e incertidumbres que tantas personas sufren tienen menor importancia, comparativamente, porque solo afectan la experiencia de estas personas. Los efectos que producen sobre su culto, su servicio y su testimonio son infinitamente más graves, por cuanto la gloria del Señor queda afectada por ello. Pero, hablando generalmente, se piensa poco en la gloria del Señor, porque para la mayoría de los cristianos el objeto principal, el fin supremo, es la salvación personal. Nos sentimos inclinados a considerar como esencial todo aquello que se relaciona directamente con nosotros, mientras que lo que afecta a la gloria de Cristo en nosotros y por nosotros es considerado como no esencial, secundario.
Sin embargo, es bueno comprender claramente que la misma verdad que da la paz segura al alma la pone en estado de ofrecer un culto inteligente, un servicio agradable y un testimonio eficaz. En el capítulo 15 de la primera epístola a los Corintios, el apóstol presenta la muerte y la resurrección de Cristo como el gran fundamento de todas las cosas. “Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano. Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (v. 1-4). ¡Así es el Evangelio! El fundamento de la salvación es un Cristo muerto y resucitado;
El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación
(Romanos 4:25).
Ver, con los ojos de la fe, a Jesús clavado en la cruz y sentado sobre el trono, es una visión que debe dar una paz sólida a la conciencia, una perfecta libertad al corazón. Podemos mirar en el sepulcro y verlo vacío, podemos mirar arriba al trono de gloria y verlo ocupado, y proseguir gozosos nuestro camino. En la cruz, el Señor Jesús ha satisfecho todas las deudas en favor de su pueblo; la prueba de ello es que ahora está sentado a la diestra de Dios. El Cristo resucitado es la prueba eterna de una redención cumplida. Si la redención es un hecho cumplido, la paz del creyente es una realidad verdadera y estable. No somos nosotros los que hemos hecho la paz; nunca la pudimos haber hecho; todos nuestros esfuerzos, en ese sentido, solo habrían servido para manifestar con mayor evidencia que éramos infractores de la paz. Pero Cristo, habiendo hecho la paz por la sangre de su cruz, se ha sentado en lugares celestiales, triunfando sobre todos los enemigos. Por él, Dios anuncia la buena nueva de la paz. La palabra del Evangelio trae esta paz; y el alma que cree el Evangelio tiene la paz, una paz estable ante Dios porque Cristo es su paz (véase Hechos 10:36; Romanos 5:1; Efesios 2:14; Colosenses 1:20). De esta manera Dios ha satisfecho no solamente las demandas de su gloria, sino que, haciéndolo, ha abierto un camino por el cual su amor infinito puede descender hasta el más culpable de la culpable raza de Adán.
Luego, en cuanto al resultado práctico de todo eso, la cruz de Cristo no solo ha quitado los pecados del creyente, sino que ha quebrantado para siempre los lazos que le retenían al mundo, por lo cual tiene el privilegio de considerar al mundo como crucificado y de ser considerado como crucificado por él (Gálatas 6:14). Esa es la posición respectiva del creyente y del mundo. El mundo está crucificado para él, y él para el mundo. El juicio que este mundo ha pronunciado sobre Cristo ha quedado expresado por la posición en que puso deliberadamente a Cristo. El mundo fue invitado a escoger entre Cristo y un asesino. Mas dio libertad al asesino y clavó a Cristo en la cruz entre dos malhechores. Por lo tanto, si el creyente sigue los pasos de Cristo, si se compenetra con su espíritu y lo manifiesta, ocupará el mismo lugar que Cristo en la estima del mundo. De esta manera sabrá que, en cuanto a su posición ante Dios, está crucificado con Cristo; pero será también conducido a aplicar este hecho en su vida y en su experiencia cotidiana.
En tanto que la cruz ha roto las cadenas que unían al cristiano con el mundo, la resurrección ha introducido al creyente bajo el poder de nuevos vínculos y nuevas relaciones. Si en la cruz vemos el juicio del mundo respecto a Cristo, en la resurrección vemos el juicio de Dios. El mundo ha crucificado a Cristo, pero “Dios también le exaltó hasta lo sumo” (Filipenses 2:9). El hombre le ha dado el lugar más bajo; Dios le ha dado el lugar más elevado. Puesto que el creyente es llamado a gozar de una plena comunión con Dios en sus pensamientos respecto a Cristo, participará del lugar que el mundo ha dado a Cristo, y podrá considerar al mundo como una cosa crucificada. Así pues, si el creyente está en una cruz y el mundo en otra, la distancia moral que los separa es considerable. Y si la distancia es considerable en principio, también debería serlo en la práctica. El mundo y el cristiano de ninguna manera deberían tener algo en común; y nada tendrán en común a no ser que el cristiano niegue a su Señor y Maestro. El creyente se muestra infiel a Cristo en la misma proporción de la comunión que mantiene con el mundo.
Lo que es el mundo
Todo esto es bastante claro; pero, ¿adónde nos conduce en lo que concierne a este mundo? Desde luego que fuera de él, y esto de un modo completo. Estamos muertos al mundo y vivos con Cristo. Somos participantes a la vez del desprecio del cual el mundo le hizo objeto y de su aceptación en el cielo. El gozo de esta aceptación nos hace considerar como nada la prueba del desprecio del mundo. Para mí, ser desechado por el mundo sería insoportable, si no supiera que tengo un lugar y una parte en el cielo; pero cuando las glorias del cielo absorben las miradas del alma, muy poco de la tierra es necesario.
Puede ser que uno se pregunte: «¿Y qué es el mundo?» Sería difícil hallar una expresión tan vaga y mal determinada como la de “mundo” o «mundanalidad», porque en general estamos inclinados a hacer comenzar lo “mundano” uno o dos grados más arriba del punto donde nos encontramos situados espiritualmente. Sin embargo, la Palabra de Dios define con perfecta precisión lo que es el “mundo”: abarca todo lo que “no proviene del Padre” (1 Juan 2:15-16). Por lo tanto, cuanto más profunda sea mi comunión con el Padre, más se ejercitará mi discernimiento respecto a lo que pertenece al mundo. Así es cómo Dios nos enseña. Cuanto más disfrutemos con el amor del Padre, tanto más rechazaremos al mundo. Pero, ¿quién nos revela al Padre? El Hijo. ¿Cómo? Por el poder de su Santo Espíritu. Por esta razón, cuanto más aprendo por el poder del Espíritu no contristado a deleitarme en la revelación que el Hijo nos ha dado del Padre, más exacto es mi discernimiento de lo que es el mundo. A medida que el reino de Dios gana terreno en el corazón, nuestro juicio respecto a la mundanalidad viene a ser más recto y justo. Definir lo que es el mundo es bastante difícil; alguien ha dicho que se compone de varios matices que varían gradualmente desde el color blanco hasta el negro más obscuro. No se puede poner un límite y decir: Aquí comienza lo “mundano”; pero la viva y exquisita sensibilidad de la naturaleza divina retrocede ante ello. Todo lo que debemos hacer es marchar adelante por la potencia de esta naturaleza, a fin de mantenernos alejados de toda especie de mundanalidad.
Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne
(Gálatas 5:16).
Andemos con Dios y no andaremos con el mundo. Las frías distinciones y las reglas severas no tienen eficacia alguna. Nos es necesaria la potencia divina. Necesitamos comprender el sentido y la aplicación espiritual del “camino de tres días por el desierto”, el cual no solo nos separa para siempre de los hornos de ladrillos y de los cuadrilleros de Egipto, sino también de sus templos y altares.
Segunda objeción
La segunda objeción de Faraón participa en mucho del mismo carácter y tendencia de la primera. “Dijo Faraón: Yo os dejaré ir para que ofrezcáis sacrificios a Jehová vuestro Dios en el desierto, con tal que no vayáis más lejos” (cap. 8:28). Si no podía retener a los israelitas en Egipto, procuraba a lo menos tenerlos cerca de las fronteras, para actuar sobre ellos por las diversas influencias del país. Así, el pueblo podría ser conquistado nuevamente y su testimonio mejor aniquilado que si Israel no hubiese salido nunca de Egipto. Quienes vuelven al mundo después de haber aparentado abandonarlo, hacen mucho más daño a la causa de Cristo que si nunca se hubiesen movido de él; porque virtualmente confiesan que habiendo probado las cosas divinas, han descubierto que las cosas terrenales son mejores y dan mayores satisfacciones.
Pero esto no es todo. El efecto moral de la verdad sobre la conciencia de los inconversos recibe un golpe fatal a causa de aquellos que, habiendo profesado abandonar el mundo, vuelven a las mismas cosas que parecía habían dejado para siempre. No se trata de que esos casos concedan a alguien la autorización para rechazar la verdad de Dios; cada uno es responsable de sí mismo y tendrá que dar cuenta a Dios de sus propios actos. No obstante, el efecto producido en este sentido es siempre malo. “Ciertamente, si habiéndose ellos escapado de las contaminaciones del mundo, por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo, enredándose otra vez en ellas son vencidos, su postrer estado viene a ser peor que el primero. Porque mejor les hubiera sido no haber conocido el camino de la justicia, que después de haberlo conocido, volverse atrás del santo mandamiento que les fue dado” (2 Pedro 2:20-21).
Por este motivo, si no se está dispuesto a abandonar el mundo enteramente, es mucho mejor no moverse de él en absoluto. El enemigo no ignoraba esto, de ahí la segunda objeción. El adoptar una posición de vecindad responde admirablemente bien a sus designios. Los que no saben tomar una posición decidida siempre son débiles e inconsecuentes, y de hecho, su influencia, cualquiera que sea, conduce hacia un lado enteramente falso.
Es muy importante comprender que el fin de Satanás en cada una de sus objeciones solo era poner obstáculos al testimonio, el cual no podía ser rendido al nombre del Dios de Israel sino después de un peregrinaje de tres días a través del desierto. Esto era verdaderamente “alejarse”. Mucho más allá de lo que Faraón podía imaginarse, donde no le era posible seguir a Israel. ¡Qué gran bendición sería si todos los que profesan salir de Egipto se alejasen verdaderamente de él, si reconociesen la cruz y el sepulcro de Cristo cual límite entre ellos y el mundo! Nadie puede colocarse en ese terreno por la sola energía de su naturaleza. Por eso el salmista pudo decir: “No entres en juicio con tu siervo; porque no se justificará delante de ti ningún ser humano” (Salmo 143:2). Lo mismo acontece respecto a la verdadera y efectiva separación del mundo. Ningún viviente puede realizarla. Solo considerándose muerto con Cristo y resucitado con él, “mediante la fe en el poder de Dios” (Colosenses 2:12) es cómo el hombre puede ser “justificado” ante Dios y separado del mundo. He aquí lo que se puede llamar “alejarse”. ¡Permita Dios que todos los que hacen profesión de cristianos y así se llaman, puedan alejarse! Entonces su lámpara dará una luz constante; su testimonio dejará oír un sonido inteligible; su marcha será elevada, sus experiencias ricas y profundas; su paz correrá como un río; sus afectos serán celestiales y sus vestiduras puras. Y sobre todo, el nombre del Señor Jesús será glorificado en ellos por la potencia del Espíritu Santo, según la voluntad de Dios el Padre.
Tercera objeción
La tercera objeción de Faraón reclama una atención especial por nuestra parte. “Y Moisés y Aarón volvieron a ser llamados ante Faraón, el cual les dijo: Andad, servid a Jehová vuestro Dios. ¿Quiénes son los que han de ir? Moisés respondió: Hemos de ir con nuestros niños y con nuestros viejos, con nuestros hijos y con nuestras hijas; con nuestras ovejas y con nuestras vacas hemos de ir; porque es nuestra fiesta solemne para Jehová. Y él les dijo: ¡Así sea Jehová con vosotros! ¿Cómo os voy a dejar ir a vosotros y a vuestros niños? ¡Mirad cómo el mal está delante de vuestro rostro! No será así; id ahora vosotros los varones, y servid a Jehová, pues esto es lo que vosotros pedisteis. Y los echaron de la presencia de Faraón” (cap. 10:8-11). De nuevo, vemos cómo el enemigo procura asentar un golpe de muerte al testimonio rendido al nombre del Dios de Israel. ¡Los padres en el desierto y los hijos en Egipto! ¡Qué terrible anomalía! Solo hubiera sido una liberación a medias, tanto inútil para Israel como deshonrosa para su Dios. Esto no era posible. Si los hijos hubiesen quedado en Egipto, no se podría haber dicho que los padres habían abandonado el país, puesto que los hijos eran una parte integrante de ellos mismos. En tal caso, lo más que se podría decir es que una parte de Israel servía a Jehová y otra parte a Faraón. Pero Jehová no podía compartir el servicio de su pueblo con Faraón; era necesario que Él lo poseyese todo o nada. He aquí un principio importante para los padres cristianos. ¡Tengámoslo muy presente en nuestros corazones! Tenemos el inmenso privilegio de contar con la ayuda de Dios para procurar el bien de nuestros hijos y para criarlos “en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4). Para nuestros hijos, ninguna otra porción debería satisfacernos sino aquella misma que nosotros disfrutamos.
Cuarta objeción
La cuarta y última objeción de Faraón se relacionaba con el ganado mayor y el menor. “Entonces Faraón hizo llamar a Moisés, y dijo: Id, servid a Jehová; solamente queden vuestras ovejas y vuestras vacas; vayan también vuestros niños con vosotros” (cap. 10:24). ¡Con qué perseverancia disputaba Satanás a Israel cada pulgada de terreno en su camino fuera de Egipto! En primer lugar procura hacerles quedar en el país; luego tenerlos cerca del país; después retener una parte del pueblo. Por fin, cuando ha fracasado en esas tres tentativas, se esfuerza en hacerlos marchar sin ningún medio para servir a Jehová. Como no pudo retener a los servidores, se empeña en retener el ganado que les es necesario para su servicio, pensando obtener así el mismo resultado. Puesto que no puede inducirles a sacrificar en el país, quisiera enviarlos fuera del país sin víctimas para sus sacrificios.
Respuesta de Moisés
La respuesta de Moisés a esta última objeción de Faraón nos presenta una magnífica exposición de los derechos soberanos de Jehová sobre su pueblo, y sobre todo lo que le pertenece. “Y Moisés respondió: Tú también nos darás sacrificios y holocaustos que sacrifiquemos para Jehová nuestro Dios. Nuestros ganados irán también con nosotros; no quedará ni una pezuña; porque de ellos hemos de tomar para servir a Jehová nuestro Dios, y no sabemos con qué hemos de servir a Jehová hasta que lleguemos allá” (cap. 10:25-26). Cuando los hijos de Dios toman, con una fe sencilla como la de un niño, el alto lugar que les corresponde por la muerte y la resurrección, entonces pueden tener un juicio algo exacto de los derechos de Dios sobre ellos. “No sabemos con qué hemos de servir a Jehová hasta que lleguemos allá”. Israel no conocía cuál era su responsabilidad ni las demandas de Dios hasta que hubo hecho el “camino de tres días”. El pueblo no podía conocer esas cosas en medio de la atmósfera corrompida de Egipto. Es indispensable que la redención sea conocida como un hecho realizado antes que se pueda tener una idea justa o completa de la responsabilidad. Todo esto es perfecto y de una extraordinaria hermosura. “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios” (Juan 7:17). Es necesario que por el poder de la muerte y de la resurrección vayamos completamente fuera de Egipto; entonces, y solo entonces, conoceremos realmente lo que es el servicio del Señor. Cuando, por la fe, tomamos nuestro lugar en esos celestes y gloriosos atrios donde nos ha introducido la preciosa sangre de Cristo; cuando miramos a nuestro alrededor y contemplamos los resultados excelentes y maravillosos del amor que nos ha rescatado; cuando consideramos atentamente la figura de Aquel que nos ha introducido en ese lugar y que nos ha hecho merced de todas esas riquezas, entonces nos vemos constreñidos a exclamar:
¿Qué pondré a los pies de un tal amor?
¿Qué daré al Señor por su gracia infinita?
¡Ah, mi vida y mi corazón sin condición suyos son!
“No quedará ni una pezuña”, responde Moisés. ¡Qué nobles palabras! Egipto no es el lugar propio para guardar nada que pertenezca a los redimidos de Jehová; Dios es digno de todo; “espíritu, alma y cuerpo” (1 Tesalonicenses 5:23). Todo lo que somos y todo lo que tenemos, le pertenece a él.
No sois vuestros, porque habéis sido comprados por precio
(1 Corintios 6:19-20).
Es nuestro gran privilegio consagrarnos, con todo lo que poseemos, a Aquel a quien pertenecemos y a cuyo servicio hemos sido llamados. Nada se descubre aquí del espíritu legalista del hombre. Las palabras “hasta que lleguemos allá” son nuestra salvaguardia contra ese mal terrible. Hemos hecho el “camino de tres días” antes que se haya hecho oír o hayamos comprendido una sola palabra referente al sacrificio. Estamos en plena e indiscutible posesión de la vida de resurrección y de la justicia eterna. Hemos abandonado ese país de muerte y de tinieblas; hemos sido conducidos a Dios mismo de tal manera que podemos gozar de él, por el poder de la vida que nos es dada, y en la esfera de justicia en la cual hemos sido colocados. Entonces, nuestro mayor gozo es servir. No hay, pues, en el corazón ni un solo pensamiento del cual Dios no sea digno; no hay en todo el rebaño ni una sola víctima que sea demasiado preciosa para ser sacrificada sobre su altar. Cuanto más cerca de él caminemos y más íntima sea nuestra comunión con él, mejor comprenderemos que nuestra comida y nuestra bebida es hacer su santa voluntad. El creyente considera como su mayor privilegio servir al Señor. Toma placer en todo ejercicio, en toda manifestación de la naturaleza divina. No camina cargado con un yugo pesado y duro. Su yugo ha sido roto “a causa de la unción” (Isaías 10:27); su carga ha sido quitada para siempre por la sangre de la cruz, en tanto que avanza “rescatado”, regenerado y “libertado” en virtud de estas consoladoras palabras: “Deja ir a mi pueblo”.
La última plaga
“Jehová dijo a Moisés: Una plaga traeré aún sobre Faraón y sobre Egipto, después de la cual él os dejará ir de aquí; y seguramente os echará de aquí del todo” (cap. 11:1). Todavía debe caer otro golpe aún más duro sobre este monarca endurecido y sobre su pueblo, para obligarle a dejar ir a los bienaventurados objetos de la gracia soberana de Jehová.
El corazón endurecido de Faraón
En vano se endurece el hombre y se levanta contra Dios; porque Dios puede ciertamente quebrantar y reducir a polvo al corazón más duro, y abatir hasta la humillación al espíritu más altivo. “Él puede humillar a los que andan con soberbia” (Daniel 4:37). El hombre puede imaginarse que es algo; puede levantar en alto la cabeza en su loco orgullo, como si fuese su propio dueño. ¡Hombre vano! ¡Cuán poco conoce su mísera condición y su verdadero carácter! No es más que un medio, un instrumento de Satanás, quien lo emplea para poner obstáculos a los designios de Dios. La inteligencia más brillante, el genio más elevado, la más indomable energía, no son más que otros tantos instrumentos en las manos de Satanás para ejecutar sus negros planes, a menos que todas estas dotes sean puestas bajo el gobierno inmediato del Espíritu de Dios.
Ningún hombre es su propio dueño: o bien es gobernado por Cristo, o por Satanás. El rey de Egipto podía creerse un agente libre; sin embargo, no era más que un instrumento en las manos de otro. Satanás estaba detrás del trono. En consecuencia de haberse entregado a él para resistir a los planes de Dios, Faraón fue entregado judicialmente a la influencia endurecedora y ciega del dueño que había escogido.
Esto nos explica una expresión que leemos frecuentemente en estos capítulos: “Jehová endureció el corazón de Faraón” (cap. 9:12; 10:20, 27; 11:10; 14:8; véase también 4:21; 7:3; 14:4). No sería provechoso para nadie procurar evitar el sentido claro y completo de esta solemne declaración. Si el hombre rechaza la luz del testimonio divino, es judicialmente entregado al endurecimiento y a la ceguera del corazón. Dios lo abandona a sí mismo. Entonces Satanás, apoderándose de él, lo arrastra precipitadamente hacia la perdición. Había luz abundante para hacer ver a Faraón la extravagancia y la locura del camino que seguía, procurando retener bajo su mano a aquellos a quienes Dios le había ordenado que dejase marchar. Pero la verdadera inclinación de su corazón era la de oponerse a Dios con todas sus fuerzas. Por este motivo Dios lo abandonó a sí mismo e hizo de él un monumento para la manifestación de su gloria “en toda la tierra” (cap. 9:16). Esto no encierra ninguna dificultad más que para aquellos que desean disputar con Dios y esforzarse “contra el Todopoderoso” (Job 15:25), arruinando así sus almas inmortales.
Dios da algunas veces a los hombres aquello que está de acuerdo con la verdadera inclinación de sus corazones: “Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (2 Tesalonicenses 2:11-12). Si los hombres rechazan la verdad cuando les es presentada, tendrán ciertamente la mentira. Si no quieren a Cristo, tendrán a Satanás. Si menosprecian el cielo, tendrán el infierno1 . ¿Hallará el espíritu incrédulo algo que responder a esto? Comience él por demostrar que todos los que son tratados judicialmente de esta manera han respondido plenamente a sus responsabilidades. Por ejemplo, que demuestre, en el caso de Faraón, que actuó en alguna medida en conformidad a la luz que poseía. Y así se debe demostrar en cada caso. Indiscutiblemente, la carga de la prueba recae sobre aquellos que están listos a disputar con Dios acerca de sus juicios contra los que rechazan su verdad. El hijo de Dios, sencillo de corazón, justificará a Dios en sus más insondables dispensaciones y, aunque no pueda responder de una manera satisfactoria a todas las preguntas difíciles de la incredulidad, halla un reposo perfecto en estas palabras: “El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?” (Génesis 18:25). Hay mucho más sabiduría en esta manera de resolver una dificultad aparente que en los razonamientos más complicados; porque lo cierto es que un corazón que esté dispuesto a altercar con Dios (Romanos 9:20) no quedará convencido por los razonamientos humanos.
Sin embargo, una de las prerrogativas de Dios es responder a todos los orgullosos razonamientos del hombre y abatir las soberbias imaginaciones del espíritu humano. Dios puede imprimir la sentencia de muerte sobre toda la naturaleza, aun cuando esta adquiera sus formas más bellas. “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez” (Hebreos 9:27). Nadie puede escapar de esta sentencia. El hombre puede procurar cubrir su humillación por diversos medios; escondiendo su paso a través del valle de sombra de muerte de la manera más heroica; dando los nombres más honrosos que pueda imaginarse a sus últimos días, los más humillantes de su carrera; dorando con falsos resplandores el lecho de muerte; decorando el convoy fúnebre y la tumba con cierta apariencia de pompa y de gloria; levantando sobre los restos corrompidos un monumento espléndido sobre el cual se inscribe la historia de la vergüenza humana. El hombre puede hacer todo esto, pero al fin y al cabo, la muerte es muerte, y no puede retardarla ni un solo momento, ni transformarla en otra cosa de lo que realmente es, a saber, “la paga del pecado” (Romanos 6:23).
- 1Hay una gran diferencia entre la manera de obrar de Dios para con los paganos y para con aquellos que rechazan el Evangelio. En cuanto a los primeros, se dice: “Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen” (Romanos 1:28); pero en cuanto a los segundos, la Palabra enseña que “por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos… Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos” (2 Tesalonicenses 2:10-11). Los paganos rehúsan el testimonio de la creación, y por lo tanto son entregados a sí mismos. Los que rechazan el Evangelio, desdeñan la luz resplandeciente que irradia de la cruz, y por lo mismo pronto les será enviado un “poder engañoso”. Esto es muy solemne para nuestros tiempos, en los que hay tanta abundancia de luz y tanta profesión de cristianismo.
El juicio de los primogénitos de Egipto
Estos pensamientos nos han sido sugeridos por el versículo 1 del capítulo 11: “Una plaga traeré aún”. ¡Palabra solemne! Ella pone el sello a la sentencia de muerte pronunciada sobre los primogénitos de Egipto, “las primicias de toda su fuerza” (Salmo 105:36). “Dijo, pues, Moisés: Jehová ha dicho así: A la medianoche yo saldré por en medio de Egipto, y morirá todo primogénito en tierra de Egipto, desde el primogénito de Faraón que se sienta en su trono, hasta el primogénito de la sierva que está tras el molino, y todo primogénito de las bestias. Y habrá gran clamor por toda la tierra de Egipto, cual nunca hubo, ni jamás habrá” (cap. 11:4-6). Tal debía ser la plaga final, la muerte en cada casa. “Pero contra todos los hijos de Israel, desde el hombre hasta la bestia, ni un perro moverá su lengua, para que sepáis que Jehová hace diferencia entre los egipcios y los israelitas” (cap. 11:7). No hay, sino el Señor, quien pueda hacer “diferencia” entre aquellos que son suyos y los que no lo son. No debemos, por lo tanto, decir a nadie: “Estate en tu lugar, no te acerques a mí, porque soy más santo que tú” (Isaías 65:5); este es el lenguaje propio de un fariseo. Pero cuando Dios “hace diferencia”, es nuestro deber indagar en qué consiste esta diferencia. En el caso presente, vemos que se trataba de una simple cuestión de vida o de muerte. He aquí la gran diferencia que hace Dios. Él tira una línea de demarcación: a un lado está la “vida”, al otro, la “muerte”. Algunos de los primogénitos de Egipto podían ser tan hermosos como los de Israel y tener los mismos atractivos que ellos, y tal vez más, pero Israel tenía la vida y la luz, fundamentadas sobre los consejos del amor de un Dios Redentor, y establecidas firmemente, como vamos a verlo, por la sangre del Cordero. Esta era la bienaventurada posición de Israel, mientras que, del otro lado, en toda la extensión del país de Egipto, desde el monarca sentado en el trono hasta la sierva ocupada en moler, no se veía más que muerte; solo se oía el grito amargo de la angustia, arrancado por el golpe terrible de la vara de Jehová. Dios puede abatir el espíritu altivo del hombre, él puede hacer que “la ira del hombre” lo alabe, y reprimir “el resto de las iras” (Salmo 76:10). “Y descenderán a mí todos estos tus siervos, e inclinados delante de mí dirán: Vete, tú y todo el pueblo que está debajo de ti; y después de esto yo saldré” (cap. 11:8). Dios cumplirá sus propósitos. Es menester que sus designios de misericordia sean realizados a toda costa; y la confusión de rostro será para quienes se le oponen. “Alabad a Jehová, porque él es bueno, porque para siempre es su misericordia… Al que hirió a Egipto en sus primogénitos, porque para siempre es su misericordia. Al que sacó a Israel de en medio de ellos, porque para siempre es su misericordia. Con mano fuerte, y brazo extendido, porque para siempre es su misericordia” (Salmo 136:1; 10-12).