El culto, la comunión y la adoración
El altar de bronce y el altar de oro
Instituido el sacerdocio, como hemos visto en los dos capítulos precedentes, pasamos ahora a lo referente al culto y la comunión sacerdotal. El orden de estas enseñanzas es notable e instructivo; además corresponde exactamente al orden que existe en la experiencia del creyente. En el altar de bronce, el creyente ve sus pecados reducidos a cenizas. Luego, reconoce cómo Cristo –personalmente puro y sin mácula hasta el punto de ser ungido sin sangre– nos ha unido con él, en su vida, en su justicia y en su favor ante Dios. Finalmente, el creyente ve en el altar de oro el valor de Cristo, como la substancia de que se alimentan los afectos divinos.
Y así es siempre. Es necesario que haya un altar de bronce y un sacerdote antes de que pueda haber un altar de oro con incienso. Muchos hijos de Dios no han pasado nunca más allá del altar de bronce; jamás han experimentado el poder y la realidad del verdadero culto sacerdotal. No se regocijan en el perfecto sentimiento del perdón ni en el divino entendimiento de la justicia; no han llegado todavía al altar de oro. Esperan llegar allí cuando mueran, en tanto que es su privilegio estar allí ahora. La obra de la cruz ha quitado todo obstáculo que pudiera cerrarles el camino para ofrecer a Dios un culto libre y inteligente. La posición actual de todos los verdaderos creyentes es estar cerca del altar de oro del perfume.
La presencia ante este altar ofrece, en figura, una posición de gran bendición. Allí se goza de la realidad y eficacia de la intercesión de Cristo. Hemos acabado con el Yo y con todo lo que a él se refiere, siempre que esperábamos algún bien de ello. Somos llamados a ocuparnos solamente de lo que Cristo es ante Dios. Ya no encontramos en el Yo sino suciedad; toda manifestación del Yo nos mancha; el Yo ha sido condenado y puesto a un lado por el juicio de Dios. No queda ni podría quedar de él un solo átomo en el incienso puro o en el fuego puro sobre el altar de oro puro. “La sangre de Jesús” nos ha dado acceso al santuario, santuario del servicio y del culto sacerdotal, en el cual no hay sombra de pecado. Allí vemos la mesa pura, el candelero puro y el altar puro; pero no hay nada que recuerde al Yo y su miseria. Si fuese posible que el Yo se presentara de alguna manera a nuestra vista, solo serviría para impedir nuestro culto, agriar nuestro alimento de sacerdotes y oscurecer nuestra luz. El santuario de Dios no es un lugar para nuestra naturaleza. Esta ha sido consumida y reducida a cenizas con todo lo que se relaciona con ella. Ahora nuestras almas son llamadas a gozar del buen olor de Cristo que asciende como un perfume agradable delante de Dios. En esto se complace Dios. Todo lo que presenta a Cristo en la excelencia de su persona es bueno y agradable a Dios. La más débil manifestación de Cristo, en la vida o en el culto de un santo, es un perfume de buen olor en el cual Dios se complace.
Con demasiada frecuencia, para vergüenza nuestra, debemos ocuparnos de nuestras faltas y debilidades. Si alguna vez permitimos que salga a la superficie el pecado que mora en nosotros, entonces tenemos que ver con Dios sobre ese asunto, porque Dios no puede tolerar el mal. Él puede perdonarlo y purificarnos, puede restaurar nuestras almas por el ministerio de nuestro grande y misericordioso sumo Sacerdote, pero no puede asociarse a ningún pensamiento culpable. Un pensamiento ligero, una idea loca, no menos que la concupiscencia o un pensamiento impuro, bastan para turbar nuestra comunión e interrumpir del todo nuestro culto. Cuando semejante pensamiento se levanta en nosotros, es necesario que sea confesado y juzgado antes de que podamos disfrutar de nuevo de los goces santos del santuario. Un corazón en el cual obre la concupiscencia no goza de aquello que ocupa el alma en el santuario. Cuando nos hallamos en nuestra verdadera condición de sacerdotes, nuestra naturaleza es como si no existiera. Entonces podemos alimentarnos de Cristo; podemos probar la dicha divina de ser libertados de nosotros mismos y enteramente absortos por Cristo.
Todo esto solo puede ser producido por el poder del Espíritu. Es inútil procurar excitar los sentimientos naturales de devoción por los diferentes medios puestos al servicio de los sistemas y religiones de los hombres; es necesario que haya fuego puro así como incienso puro. Los esfuerzos que se hacen para rendir culto a Dios por medio de las facultades no santificadas de nuestra naturaleza entran en la categoría de “fuego extraño” (comp. Levítico 10:1 con cap. 16:12). Dios es el objeto del culto, Cristo es el fundamento y la substancia, el Espíritu Santo es su poder.
Hablando con propiedad, así como el altar de bronce nos presenta a Cristo en el valor de su sacrificio, así en el altar de oro tenemos a Cristo en el valor de su intercesión. Este doble hecho nos hará comprender mejor por qué se introduce el sacerdocio (en los capítulos 28 y 29) entre los dos altares. Naturalmente hay una relación íntima entre esos dos altares, puesto que la intercesión de Cristo está fundada sobre su sacrificio. “Y sobre sus cuernos hará Aarón expiación una vez en el año con la sangre del sacrificio por el pecado para expiación; una vez en el año hará expiación sobre él por vuestras generaciones; será muy santo a Jehová” (v. 10). Todo reposa sobre el fundamento inconmovible de la sangre esparcida. “Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión. Fue, pues, necesario que las figuras de las cosas celestiales fuesen purificadas así; pero las cosas celestiales mismas, con mejores sacrificios que estos. Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Hebreos 9:22-24).
El medio siclo del rescate
En los versículos 11 al 16 se trata del dinero de las propiciaciones para la congregación. Todo israelita debía pagar “medio siclo”. “Ni el rico aumentará, ni el pobre disminuirá del medio siclo, cuando dieren la ofrenda a Jehová para hacer expiación (o propiciación) por vuestras personas” (v. 15). Todos son puestos al mismo nivel con respecto a la propiciación. Puede haber una diferencia inmensa en la medida de conocimiento, experiencia, capacidad, progreso, celo, de abnegación, pero el fundamento de la propiciación es el mismo para todos. El gran apóstol de los gentiles y el más débil cordero del rebaño de Cristo están al mismo nivel en lo que se refiere a la propiciación. Verdad sencilla y bendita al mismo tiempo. Puede que no todos sean iguales en devoción y que no abunden en frutos de la misma manera; no obstante, el fundamento sólido y eterno del reposo del creyente es “la sangre preciosa de Cristo” (1 Pedro 1:19), y no la abnegación ni la abundancia de frutos. Cuanto más entremos en la verdad y el poder de estas cosas, tanto más fruto llevaremos.
En el último capítulo del Levítico hallamos otra clase de evaluación. Cuando alguno hacía “especial voto a Jehová” (v. 1), Moisés apreciaba al individuo según su edad. En otras palabras, cuando alguno se aventuraba a evidenciar su capacidad, Moisés, como representante de los derechos de Dios, lo estimaba “según el siclo del santuario” (v. 3). Pero si era más pobre que la estimación de Moisés, debía comparecer “ante el sacerdote” (v. 8), representante de la gracia de Dios. Este debía estimarle y ponerle tasa “conforme a la posibilidad del que hizo el voto”.
Bendito sea Dios, sabemos que todas sus justas demandas han sido satisfechas, y que todos nuestros votos han sido cumplidos por Cristo. Él era a la vez el representante de los derechos de Dios y el que reveló su gracia, quien cumplió la obra de la expiación sobre la cruz, y que ahora está a la diestra de Dios. En el conocimiento de todas estas cosas se halla un dulce reposo para el corazón y para la conciencia. La expiación es la primera cosa que comprendemos y nunca debemos perderla de vista. Por extenso que sea el campo de nuestra inteligencia, por ricas que sean nuestras experiencias, por elevado que sea el nivel de nuestra piedad, siempre deberemos volver a la sencilla, divina e inalterable doctrina de la sangre. Así ha sido siempre en la historia del pueblo de Dios. Así es, y así será siempre. Los siervos de Cristo mejor dotados y los de mayor experiencia han vuelto siempre con gozo a «esta única fuente de delicias» de la que bebieron sus espíritus sedientos cuando llegaron a conocer al Señor. El cántico eterno de la Iglesia en la gloria será:
Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre
(Apocalipsis 1:5).
Los atrios del cielo resonarán para siempre con el eco de la gloriosa doctrina de la sangre de la propiciación.
La fuente de bronce
En los versículos 17 al 21 tenemos “la fuente de bronce y su base”, o sea el lebrillo de la purificación y su base (v. 28; 38:8; 40:11). En esta fuente los sacerdotes se lavaban las manos y los pies para mantener así la pureza esencial al ejercicio de las funciones sacerdotales. Esto no significaba en manera alguna una nueva aplicación de la sangre, sino simplemente un acto por el cual eran conservados en un estado apropiado para el servicio sacerdotal y el culto. “Cuando entren en el tabernáculo de reunión, se lavarán con agua, para que no mueran; y cuando se acerquen al altar para ministrar, para quemar la ofrenda encendida para Jehová, se lavarán las manos y los pies, para que no mueran” (v. 20-21).
No puede haber verdadera comunión con Dios si no se mantiene con cuidado la santidad personal. “Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad” (1 Juan 1:6). Esta santidad personal en nuestras vidas solo puede proceder de la acción de la Palabra de Dios en nuestras obras y en nuestros caminos. “Por la palabra de tus labios yo me he guardado de las sendas de los violentos” (Salmo 17:4). Nuestras faltas continuas en nuestro servicio como sacerdotes provienen en gran manera de que descuidemos el uso conveniente de la “fuente de bronce”. Si nuestros caminos no están sometidos a la acción purificadora de la Palabra de Dios, si perseveramos en la prosecución o en la práctica de lo que –según nuestra propia conciencia– no está de acuerdo con esta Palabra, ciertamente nuestro carácter como sacerdotes carecerá de poder. La perseverancia deliberada en mal y el verdadero culto sacerdotal son completamente incompatibles.
Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad
(Juan 17:17).
Si hay en nosotros alguna impureza, no podemos gozar de la presencia de Dios: “Todas las cosas, cuando son puestas en evidencia por la luz, son hechas manifiestas; porque la luz es lo que manifiesta todo” (Efesios 5:13). Pero cuando mediante la gracia sabemos purificar nuestros caminos teniendo cuidado en ello, según nos indica la Palabra de Dios, estamos moralmente en estado de gozar de la presencia divina.
En seguida comprobaremos qué ancho campo de verdad práctica se abre aquí ante nosotros, y en qué gran medida nos es presentada en el Nuevo Testamento la doctrina de la “fuente de bronce”. ¡Ojalá los que tienen el privilegio de entrar en los atrios del santuario con vestidos sacerdotales y de acercarse al altar de Dios para ejercer el sacerdocio, mantengan sus manos y sus pies limpios mediante el uso de la verdadera “fuente de bronce”!
Puede ser interesante observar que la “fuente… y su base” fue hecha “de los espejos de las mujeres que velaban a la puerta del tabernáculo de reunión” (cap. 38:8). Este hecho es muy significativo. Siempre estamos inclinados a hacer como el “hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era” (Santiago 1:23-24). El espejo de nuestra naturaleza jamás puede darnos una opinión clara y permanente de nuestra verdadera condición. “Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, este será bienaventurado en lo que hace” (Santiago 1:25). El hombre que recurre constantemente a la Palabra de Dios dejando que hable a su corazón y a su conciencia, será mantenido en las actividades santas de la vida divina.
Un gran sumo Sacerdote
La eficacia del sacrificio sacerdotal de Cristo se une íntimamente a la acción penetrante y purificadora de la Palabra de Dios. “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta”. Y el apóstol inspirado añade inmediatamente: “Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:12-16).
Cuanto más vivamente sintamos la espada de la Palabra de Dios, mejor apreciaremos el ministerio de misericordia y gracia de nuestro sumo Sacerdote. Estas dos cosas van juntas. Son las compañeras inseparables del sendero del cristiano. El gran sumo Sacerdote simpatiza con las debilidades que la Palabra descubre y expone. Él es un Sacerdote tan fiel como misericordioso. De modo que solo puedo acercarme al altar en la medida en que hago uso de la fuente de bronce. El culto siempre debe ser ofrecido con el poder de la santidad. Es preciso que perdamos de vista la naturaleza tal como es reflejada en un espejo, ocupándonos enteramente de Cristo, tal como es presentado por la Palabra. Solo así “las manos y los pies” (Lucas 24:40), las obras y los caminos serán limpios según la purificación del santuario.
La santa unción
En los versículos 22 al 33 se trata de la “santa unción” con la cual eran ungidos los sacerdotes y el tabernáculo con todos sus utensilios. Esta unción es el tipo de las variadas gracias del Espíritu Santo, las cuales se hallaban en Cristo en su divina plenitud. “Mirra, áloe y casia exhalan todos tus vestidos; desde palacios de marfil te recrean” (Salmo 45:8). Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret (Hechos 10:38). Todas las gracias del Espíritu Santo, en su olor perfecto, se concentraron en Cristo, y solo de él pueden emanar. En cuanto a su humanidad, fue concebido del Espíritu Santo y, antes de entrar en su ministerio público, fue ungido con el Espíritu Santo. Finalmente, cuando se sentó en los cielos, derramó sobre su Asamblea, que es su cuerpo, los dones preciosos del Espíritu Santo, en testimonio de la redención cumplida (véase Mateo 1:20; 3:16-17; Lucas 4:18-19; Hechos 2:33; 10:44-45; Efesios 4:8-13).
Asociados con este Cristo glorificado y bendito eternamente, los creyentes son hechos partícipes de los dones y las gracias del Espíritu Santo. Además, únicamente por medio de una vida de comunión habitual con Cristo pueden gozar de todos estos dones. Entonces, llegan a esparcir su buen olor en torno suyo. El hombre no regenerado desconoce estas cosas. “Sobre carne de hombre no será derramado” (v. 32). Las gracias del Espíritu Santo nunca pueden unirse con la carne del hombre, porque el Espíritu Santo no puede reconocer la naturaleza caída. Ninguno de los frutos del Espíritu ha sido jamás producido sobre el suelo estéril de esta naturaleza. “Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7). Solo el nuevo hombre, este hombre que forma parte de “la nueva creación” (2 Corintios 5:17, N.T. interlineal griego-español), puede conocer algo de los frutos del Espíritu. Es del todo inútil procurar imitar estos frutos y sus virtudes. Ni los más hermosos frutos que el terreno de la naturaleza produzca, ni los rasgos más amables que muestre, podrán en manera alguna ser reconocidos como dignos de valor en el santuario de Dios. “Sobre carne de hombre no será derramado, ni haréis otro semejante, conforme a su composición; santo es, y por santo lo tendréis vosotros. Cualquiera que compusiere ungüento semejante, y que pusiere de él sobre extraño, será cortado de entre su pueblo” (v. 32-33). Dios no quiere la falsificación de la obra del Espíritu; todo debe ser del Espíritu, entera y realmente del Espíritu. Además, aquello que pertenece al Espíritu no debe ser atribuido al hombre. “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14).
En uno de los cánticos graduales hay una alusión muy hermosa a esta “santa unción”:
¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía! Es como el buen óleo sobre la cabeza, el cual desciende sobre la barba, la barba de Aarón, y baja hasta el borde de sus vestiduras
(Salmo 133:1-2).
Ojalá podamos experimentar el poder de esta unción, conocer lo que es tener la “unción del Santo” (1 Juan 2:20) y ser sellado “con el Espíritu Santo de la promesa” (Efesios 1:13).
El perfume bien mezclado, puro y santo
Por fin, el último párrafo de este capítulo tan rico en enseñanzas nos presenta el incienso como un “perfume según el arte del perfumador, bien mezclado, puro y santo” (v. 35). Este incienso precioso y sin igual representa las perfecciones ilimitadas e ilimitables de Cristo. Dios no había prescrito cantidad especial para cada uno de los ingredientes que entraban en la composición del perfume; porque las virtudes de Cristo, las bellezas y perfecciones concentradas en su adorable persona, son ilimitables. Solo la mente de Dios puede medir las perfecciones infinitas de Aquel en quien habita la plenitud de la Divinidad; y durante todo el curso de la eternidad, estas gloriosas perfecciones continuarán manifestándose a la vista de los santos y de los ángeles prosternados. De tiempo en tiempo, a medida que nuevos rayos de luz emanen de este sol central de gloria divina, los atrios celestes arriba y los vastos campos de la creación abajo resonarán con potentes aleluyas, glorificando al que era, que es y que será el objeto supremo de alabanza de toda inteligencia creada.
Dios, pues, no había fijado cantidad determinada para los ingredientes del incienso; leemos:
De todo en igual peso (v. 34).
Cada aspecto de excelencia moral halló en Jesús su verdadero lugar y su justa proporción. Ninguna cantidad reemplazaba otra, ni disminuía su valor; todo era “bien mezclado, puro y santo” (v. 35), esparciendo un perfume tan oloroso que solo Dios podía apreciarlo.
“Y molerás parte de él en polvo fino, y lo pondrás delante del testimonio en el tabernáculo de reunión, donde yo me mostraré a ti. Os será cosa santísima” (v. 36). Hay un significado profundo y extraordinario en la expresión: “polvo fino”. Nos enseña que cada pequeño movimiento en la vida de Cristo, cada una de las menores circunstancias, cada acción, cada palabra, cada mirada, cada rasgo, esparce un perfume producido en proporción igual: un “igual peso” de todas las gracias divinas que constituyen su carácter. Cuanto más molido estaba el perfume, tanto mejor se manifestaba su preciosa y exquisita composición.
“Como este incienso que harás, no os haréis otro según su composición; te será cosa sagrada para Jehová. Cualquiera que hiciere otro como este para olerlo, será cortado de entre su pueblo” (v. 37-38). Este perfume fragante estaba destinado a Jehová exclusivamente; su lugar estaba “delante del testimonio”. Hay algo en Jesús que solo Dios puede apreciar. Todo corazón creyente puede, es verdad, acercarse a su incomparable Persona, quedando satisfechos así sus más ardientes y profundos deseos. Sin embargo, más allá de todo lo que los redimidos de Dios son y sean capaces de comprender, de todo lo que los ángeles puedan contemplar acerca de las glorias insondables del hombre Jesucristo, habrá aún algo en él que solo Dios puede sondear, y de lo cual solo él puede gozar (comp. Mateo 11:27). Ninguna mirada humana o angélica podrá jamás discernir todo lo que encerraba este santo perfume molido en “polvo fino”. Solo halla en el cielo lugar conveniente para exhalar su divina excelencia.
Resumen
En nuestro rápido bosquejo hemos llegado así al fin de una división marcada en el libro que estudiamos. Hemos empezado por “el arca del pacto” hasta llegar al “altar de bronce”, para volver luego del “altar de bronce” a la “santa unción”. ¡Sublime camino, con tal que sea recorrido a la luz infalible de la lámpara del Espíritu Santo, en vez de bajo el resplandor falso e incierto de la imaginación humana! ¡Qué camino, si es recorrido no a través de las sombras de una dispensación ya pasada, sino en medio de las glorias personales y de las perfecciones del Hijo que se representan en ellas! Los que lo han recorrido así, descubrirán que sus afectos han sido atraídos hacia Cristo más que antes; poseerán un conocimiento más elevado de su gloria, Su belleza, Su excelencia, y de Su capacidad para sanar una conciencia herida y dar satisfacción a un corazón sediento. Sus ojos quedarán más cerrados a todas las atracciones de la tierra, sus oídos cerrados a todas las pretensiones y promesas del mundo. Estarán dispuestos a pronunciar un amén más ferviente a las palabras del apóstol, cuando dice: “El que no amare al Señor Jesucristo, sea anatema21). El Señor viene” (1 Corintios 16: 22).