Estudio sobre el libro del Éxodo

Éxodo 25

El tabernáculo

El orden divino

Este capítulo es uno de los filones más ricos de la mina inagotable de los libros inspirados; cada golpe que damos deja al descubierto nuevas riquezas. Nosotros conocemos el único instrumento con el cual podemos trabajar con éxito en semejante mina, a saber, el ministerio especial del Espíritu Santo. La naturaleza humana nada puede hacer aquí. La razón es ciega. La imaginación, completamente inútil. La inteligencia más elevada, en lugar de estar en estado de interpretar los símbolos sagrados, se parece más bien a un ave nocturna ante el resplandor del sol, chocando contra los objetos que es incapaz de discernir. Es necesario dejar fuera nuestra razón e imaginación y, con corazón sobrio, mirada sencilla y pensamiento reverente, entrar en los santos atrios para contemplar de cerca todos esos detalles llenos de significado. Solo el Espíritu Santo puede guiarnos en el recinto sagrado de la casa de Jehová e interpretar a nuestras almas el verdadero sentido de todo lo que se presenta a nuestra vista. Querer explicar estas cosas con la ayuda de facultades no santificadas es más absurdo que intentar componer un reloj de bolsillo con las tenazas y el martillo de un herrero. “Las figuras de las cosas celestiales” (Hebreos 9:23) no pueden ser interpretadas por la inteligencia mejor cultivada; las cosas celestiales deben ser examinadas a la luz del cielo. El mundo no tiene ninguna claridad que pueda iluminar su hermosura. Aquel que produjo las figuras es el único capaz de explicar lo que significan, y Aquel que ha dado los símbolos es quien puede interpretarlos.

Al ojo humano puede parecerle que el Espíritu Santo no presenta la organización del tabernáculo de manera ordenada. Muy al contrario; el orden más perfecto, la precisión más absoluta y la exactitud más minuciosa reinan en todo. Los capítulos 25 a 30 forman una parte especial del libro del Éxodo. Esta parte se subdivide en dos secciones; la primera termina en el capítulo 27, versículo 19, la segunda al final del capítulo 30. La primera empieza con la descripción del arca del testimonio dentro del velo, y concluye con la del altar de bronce y del atrio donde el altar debía ser puesto. Así, hallamos en esta el trono judicial de Jehová sobre el cual estaba sentado el Señor de toda la tierra. Después somos conducidos al lugar donde Jehová se encontraba con el poder y en virtud de una expiación consumada. Luego, en la segunda parte, aprendemos cómo el hombre se acercaba a Dios, cuáles eran los privilegios, los honores y responsabilidades de los que, siendo sacerdotes, podían acercarse a la presencia divina para rendirle culto y gozar de su comunión.

El orden es perfecto, magnífico. No puede ser de otro modo, porque este es el orden divino. El arca y el altar de bronce forman, en cierto sentido, los dos extremos opuestos. El arca era el trono de Dios, establecido en “justicia y juicio” (Salmo 89:14); el altar de bronce era el lugar donde el pecador podía acercarse, allí donde la “misericordia y verdad” iban delante del rostro de Jehová. El hombre, por sí mismo, no tenía libertad de acercarse al arca de Jehová para hallar a Dios, porque “aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo” (Hebreos 9:8). Pero Dios sí podía venir al altar de bronce para encontrar al pecador. La “justicia y (el) juicio” no podían admitir al pecador en el lugar santo. En cambio, la “misericordia y verdad” podían hacer salir a Dios de allí, no envuelto de aquel resplandor y majestad con que solía revelarse entre los sostenes místicos de su trono, los “querubines de oro” (Éxodo 25:18), sino rodeado de este ministerio de gracia que nos es representado simbólicamente por los utensilios y la disposición del tabernáculo.

Todo esto es muy adecuado para recordarnos el camino que recorrió Aquel a quien estos tipos prefiguran, Aquel que es la sustancia de todas estas sombras. Cristo descendió desde el trono eterno de Dios en los cielos hasta las profundidades de la cruz del Calvario. Dejó las glorias del cielo por las vergüenzas de la cruz para introducir a su pueblo redimido, perdonado y recibido en gracia, delante del mismo trono que Él había abandonado por amor. El Señor Jesús, en su persona y su obra, llena todo el espacio entre el trono de Dios y el polvo de la muerte, y todo el espacio entre el polvo de la muerte y el trono de Dios (comp. Efesios 4:9-10). En Cristo, Dios ha descendido, en gracia perfecta, hasta el pecador. En Cristo, el pecador es conducido, en perfecta justicia, hasta Dios. Todo el camino, del arca al altar, muestra las huellas del amor, y todo el camino del altar al arca está rociado con la sangre de la expiación (véase Levítico 1:5; 3:2; 4:6-7, 16-18, 30, 34, etc.; 16:14-19; Hebreos 9:6-12). Al pasar el adorador por este maravilloso camino, ve el nombre de Jesús impreso sobre todo lo que se ofrece a su vista. ¡Ojalá este nombre glorioso venga a ser precioso a nuestros corazones!

Continuemos ahora el examen de estos capítulos por su orden. Es interesante observar que lo primero que Jehová muestra a Moisés es ese designio de misericordia según el cual quiere establecerse un santuario –o santa morada– en medio de su pueblo. Un santuario construido con materiales que se relacionan directamente con Cristo, su persona, su obra, y con los frutos preciosos de esta obra, tal como aparecen en la luz, el poder y las gracias diversas del Espíritu Santo. Además, estos materiales eran el fruto de la dulce fragancia de la gracia de Dios, las ofrendas voluntarias de corazones consagrados. Jehová, a quien “los cielos de los cielos” no pueden contener (1 Reyes 8:27), consentía, en su gracia, habitar en una tienda construida por aquellos cuyo ardiente deseo era saludar su presencia en medio de ellos. Esta tienda o tabernáculo puede ser considerada de dos maneras: primero, como figura “de las cosas celestiales”, luego, como tipo del cuerpo de Cristo. Los diferentes materiales de que se componía se presentarán a nuestra consideración a medida que avancemos en nuestro estudio.

Vamos a considerar ahora los tres grandes asuntos que este capítulo pone ante nosotros, esto es: el arca, la mesa y el candelero.

El arca y su contenido

El arca del testimonio ocupa el primer lugar en las comunicaciones divinas hechas a Moisés. Su posición en el tabernáculo era también muy particular. Encerrada dentro del velo, en el Lugar Santísimo, constituía la base del trono de Jehová. Su mismo nombre indica al alma toda su importancia; un arca está destinada a conservar intacto lo que se encierra en ella. Fue en un arca donde Noé y su familia, juntamente con todas las especies de animales sobre la faz de la tierra, fueron transportados a salvo por encima de las olas y las ondas del juicio que cubrió la tierra. Fue también “un arca”1 ––como vimos en el capítulo 2– la nave de la fe que preservó a un niño “hermoso” de las aguas de la muerte. Cuando se trata del “arca del pacto” (Números 10:33; Deuteronomio 31:9; Jeremías 3:16; Hebreos 9:4), debemos pensar que Dios destinaba esta arca a guardar intacto su pacto en medio de un pueblo sujeto al error. En esta arca fueron guardadas las segundas tablas de la ley. Las primeras habían sido rotas al pie del monte (Éxodo 32:19) para mostrar que el pacto del hombre estaba roto y que sus obras de ninguna manera podían constituir la base del trono del gobierno de Jehová. “Justicia y juicio son el cimiento de su trono”, ya sea bajo el punto de vista terrenal, ya bajo el celestial. El arca no podía contener las tablas rotas en su interior santificado. El hombre podía faltar al voto que había hecho de propia iniciativa; pero era necesario que la ley de Dios fuese conservada en toda su integridad y divina perfección. Si Dios establecía su trono en medio de su pueblo, debía hacerlo de una manera que fuese digna de sí. El principio y la medida de su juicio y de su gobierno debían ser perfectos.

“Harás unas varas de madera de acacia, las cuales cubrirás de oro. Y meterás las varas por los anillos a los lados del arca, para llevar el arca con ellas” (v. 13-14). El arca del pacto debía acompañar al pueblo en todos sus viajes; no se detuvo mientras Israel era como un ejército en campaña. Le acompañó de una parte a otra a través del desierto. Marchó delante del pueblo atravesando el Jordán. Fue el lugar de reunión para Israel en todas las guerras de Canaán. Era la garantía segura del poder, por donde quiera que iban. Ningún poder del enemigo podía mantenerse delante de lo que era la expresión muy conocida de la presencia y el poder de Dios. El arca debía ser la compañera de viaje inseparable del pueblo de Israel en el desierto; las “varas” y los “anillos” eran la expresión exacta de su condición especial de peregrino.

  • 1N. del E.: En el texto original hebreo, la palabra empleada en Éxodo 2:3 es la misma que en Génesis 6:14.

El arca en el templo

Con todo, el arca no iba a ser siempre viajera. La aflicción de David (Salmo 132:1), así como las guerras de Israel, iban a tener fin. La oración siguiente todavía debía ascender a Dios, y recibir respuesta: “Levántate, oh Jehová, al lugar de tu reposo, tú y el arca de tu poder” (Salmo 132:8). Esta petición sublime tuvo un cumplimiento parcial en los tiempos gloriosos de Salomón, cuando “los sacerdotes metieron el arca del pacto de Jehová en su lugar, en el santuario de la casa, en el lugar santísimo, debajo de las alas de los querubines. Porque los querubines tenían extendidas las alas sobre el lugar del arca, y así cubrían los querubines el arca y sus varas por encima. Y sacaron las varas, de manera que sus extremos se dejaban ver desde el lugar santo, que está delante del lugar santísimo, pero no se dejaban ver desde más afuera; y así quedaron hasta hoy” (1 Reyes 8:6-8). La arena del desierto debía ser reemplazada por el piso de oro del templo (1 Reyes 6:30). La peregrinación del arca había llegado a su fin; no había “adversarios, ni mal que temer” (1 Reyes 5:4), por eso “sacaron las varas”.

No es esta la única diferencia entre el arca en el tabernáculo y el arca en el templo. El apóstol, hablando del arca en el desierto, la describe como “el arca del pacto cubierta de oro por todas partes, en la que estaba una urna de oro que contenía el maná, la vara de Aarón que reverdeció, y las tablas del pacto” (Hebreos 9:4). Estos eran los objetos que el arca contenía durante sus viajes por el desierto. Encerraba la urna del maná, memorial de la fidelidad de Jehová en proveer a las necesidades de su pueblo redimido; luego la vara de Aarón, “por señal a los hijos rebeldes”, para hacer “cesar sus quejas” (comp. Éxodo 16:32-34 y Números 17:10). Pero llegó el momento de retirar “las varas”, cuando cesaron los viajes y las guerras, cuando fue terminada la casa “magnífica por excelencia” (1 Crónicas 22:5) y, en figura, cuando llegó a su apogeo el sol de la gloria de Israel, con el esplendor y la magnificencia del reinado de Salomón. Entonces desaparecieron los memoriales de las necesidades y de las faltas del desierto, y únicamente quedó en el arca lo que constituía el fundamento del trono del Dios de Israel y de toda la tierra. “En el arca ninguna cosa había sino las dos tablas de piedra que allí había puesto Moisés en Horeb” (1 Reyes 8:9).

Sin embargo, toda esta gloria pronto iba a ser oscurecida por las espesas nubes de la infidelidad del hombre y el desagrado de Dios. El pie devastador del incircunciso aún iba a atravesar las ruinas de esta magnífica morada. La desaparición de su esplendor y de su gloria todavía iba a provocar el desdén del extranjero (1 Reyes 9:8-9).

No es el momento de continuar este asunto con mayores detalles; me limitaré a hacer referencia a la última mención que la Palabra de Dios hace del “arca del pacto”. En aquel tiempo, la locura y el pecado del hombre no turbarán más el lugar de reposo del arca, y no será encerrada en un tabernáculo guarnecido de cortinas, ni en un templo hecho de manos. “Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos. Y los veinticuatro ancianos que estaban sentados delante de Dios en sus tronos, se prostraron sobre sus rostros, y adoraron a Dios, diciendo: Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, el que eres y que eras y que has de venir, porque has tomado tu gran poder, y has reinado. Y se airaron las naciones, y tu ira ha venido, y el tiempo de juzgar a los muertos, y de dar el galardón a tus siervos los profetas, a los santos, y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes, y de destruir a los que destruyen la tierra. Y el templo de Dios fue abierto en el cielo, y el arca de su pacto se veía en el templo. Y hubo relámpagos, voces, truenos, un terremoto y grande granizo” (Apocalipsis 11:15-19).

El propiciatorio

Después del arca y su contenido viene el propiciatorio. “Y harás un propiciatorio de oro fino, cuya longitud será de dos codos y medio, y su anchura de codo y medio. Harás también dos querubines de oro; labrados a martillo los harás en los dos extremos del propiciatorio… Y los querubines extenderán por encima las alas, cubriendo con sus alas el propiciatorio; sus rostros el uno enfrente del otro, mirando al propiciatorio los rostros de los querubines. Y pondrás el propiciatorio encima del arca, y en el arca pondrás el testimonio que yo te daré. Y de allí me declararé a ti, y hablaré contigo de sobre el propiciatorio, de entre los dos querubines que están sobre el arca del testimonio, todo lo que yo te mandare para los hijos de Israel” (v. 17-22). Jehová declara su propósito misericordioso de descender de la montaña ardiente para tomar su lugar encima del propiciatorio. Podía venir a morar allí mientras las tablas del testimonio estaban intactas en el arca. Los símbolos de su poder, en creación y providencia, se elevaban a derecha e izquierda, como accesorio inseparable de este trono en el cual Jehová quería sentarse, trono de gracia fundado sobre la justicia divina, y sostenido por la justicia y el juicio. Allí brillaba la gloria del Dios de Israel. De allí emanaban sus mandamientos suavizados y endulzados por el manantial de misericordia de donde salían, y por el intermediario que los transmitía, como los rayos del sol de mediodía al pasar a través de una nube, de cuya influencia grata y vivificadora podemos gozar sin vernos deslumbrados por su resplandor. “Sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5:3) cuando los recibimos del trono de la gracia, porque nos llegan unidos a la gracia que da oídos para oír y capacidad para obedecer.

El único lugar de encuentro

Al contemplar el arca y el propiciatorio como un todo, podemos ver en ellos una admirable figura de Cristo, en su persona y en su obra. Habiendo magnificado la ley por su vida, y habiéndola hecho honorable, Cristo vino a ser, por su muerte, una propiciación o un propiciatorio para todos los que creen (Romanos 3:25). La misericordia de Dios solo podía reposar sobre un fundamento de justicia perfecta.

Para que… la gracia reine por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro
(Romanos 5:21).

El único lugar donde Dios y el hombre pueden encontrarse personalmente es donde la gracia y la justicia se encuentran y armonizan perfectamente. Nada puede convenir a Dios sino una justicia perfecta y nada puede convenir al pecador sino una gracia perfecta. Y solo es en la cruz donde “la misericordia y la verdad se encontraron” y donde “la justicia y la paz se besaron” (Salmo 85:10). Así es cómo el pecador halla la paz de su alma; se da cuenta de que la justicia de Dios y su propia justificación reposan sobre el mismo fundamento, es decir, la obra consumada por Cristo. Cuando el hombre –bajo la influencia poderosa de la verdad de Dios– toma el lugar que le corresponde como pecador, Dios puede –en el ejercicio de su gracia– tomar el suyo como Salvador. Entonces queda solucionada toda cuestión; porque habiendo dado satisfacción la cruz a todas las demandas de la justicia divina, pueden correr libremente los ríos de la gracia. Cuando un Dios justo y un pecador perdido se encuentran sobre el propiciatorio rociado con sangre, todo queda arreglado para siempre, solucionado de una manera que glorifica perfectamente a Dios y salva eternamente al pecador. Es preciso que Dios sea verdadero, aunque todo hombre es demostrado mentiroso. Y cuando el hombre se da cuenta de lo bajo de su condición moral delante de Dios y está dispuesto a aceptar el lugar que le asigna la verdad de Dios, entonces aprende que Dios se ha revelado como Justificador justo. Esto debe dar una paz estable a su turbada conciencia. También debe impartirle la capacidad para tener comunión con Dios y para prestar oído a sus santos preceptos en la inteligencia de esta relación a la cual nos ha introducido la gracia divina.

“El lugar santísimo” presenta ante nuestra vista una escena admirable. ¡El arca, el propiciatorio, los querubines, la gloria! ¡Qué espectáculo para el sumo sacerdote de Israel, cuando entraba, una vez al año, adentro del velo! Que el Señor abra nuestros ojos y nuestros entendimientos para que comprendamos mejor el verdadero sentido de estas figuras preciosas.

La mesa del pan de la proposición

A continuación, Moisés recibe instrucciones referentes a la mesa del pan de la proposición, o pan de la presentación. Sobre esta mesa estaba dispuesto el alimento de los sacerdotes de Dios. Durante siete días se presentaban delante de Jehová los doce panes de “flor de harina” con “incienso puro”. Después de esto, ya reemplazados por otros panes, eran para los sacerdotes, los cuales los comían en el lugar santo (Levítico 24:5-9). Huelga decir que estos doce panes representan “a Jesucristo hombre”. La “flor de harina” con que estaban amasados es la imagen de la humanidad perfecta del Salvador, mientras que el “incienso puro” es figura de la consagración completa a Dios de esta humanidad. Si Dios tiene a sus sacerdotes que le sirven en el lugar santo, tendrá ciertamente una mesa para ellos, y una mesa bien dispuesta. Cristo es la mesa y Cristo es el pan sobre la mesa. La mesa pura y los doce panes representan a Cristo estando continuamente delante de Dios, en toda la excelencia de su pura humanidad, y dado como alimento a la familia sacerdotal. Los “siete días” son el emblema de la perfección del gozo que Dios tiene de Cristo, y los “doce panes” expresan la administración de este gozo en el hombre y por el hombre. Y me aventuro a sugerir que tenemos aquí también la relación de Cristo con las doce tribus de Israel, y a los doce apóstoles del Cordero.

El candelero

El “candelero de oro puro” viene a continuación (v. 31-40), porque los sacerdotes de Dios tienen necesidad de luz lo mismo que de alimento; en Cristo tienen uno y otro. “Harás además un candelero de oro puro; labrado a martillo” (v. 31). Las “siete lamparillas” que alumbraban a un lado y otro del candelero expresan la perfección de la luz y de la energía del Espíritu Santo, fundadas sobre la eficacia de la obra de Cristo, y unidas con ella. La obra del Espíritu Santo no puede separarse jamás de la obra de Cristo. Esto es lo que expone, de dos maneras distintas, la magnífica imagen del candelero de oro puro. Las siete lamparillas unidas a la caña de oro labrado nos muestran la obra cumplida por Cristo como el único fundamento donde reposa la manifestación del Espíritu en la Iglesia. El Espíritu Santo no fue dado hasta que Jesús fue glorificado (comp. Juan 7:39 con Hechos 19:2-6). En el capítulo 3 del Apocalipsis, Cristo es presentado como “el que tiene los siete espíritus de Dios” (v. 1). Cuando el Señor Jesús fue exaltado a la diestra del trono de Dios, derramó el Espíritu Santo sobre su Iglesia, a fin de que esta pudiese brillar ––conforme a la perfección de su posición– en el lugar santo, la esfera de su acción y de su culto.

Vemos también que una de las funciones particulares de Aarón consistía en mantener las lámparas encendidas teniendo cuidado de ellas. “Habló Jehová a Moisés, diciendo: Manda a los hijos de Israel que te traigan para el alumbrado aceite puro de olivas machacadas, para hacer arder las lámparas continuamente. Fuera del velo del testimonio, en el tabernáculo de reunión, las dispondrá Aarón desde la tarde hasta la mañana delante de Jehová; es estatuto perpetuo por vuestras generaciones. Sobre el candelero limpio pondrá siempre en orden las lámparas delante de Jehová” (Levítico 24:1-4). Así es cómo la obra del Espíritu Santo en la Iglesia está unida a la obra de Cristo en la tierra y a su obra en el cielo. Estaban allí las “siete lamparillas”, pero la actividad y vigilancia del sacerdote eran necesarias para mantenerlas arregladas y encendidas. El sacerdote debía usar continuamente las “despabiladeras y sus platillos” (v. 38) destinados a recoger lo que caía de las lámparas, a fin de quitar todo aquello que obstruyera los canales del “aceite puro de olivas”. Esas despabiladeras y sus platillos eran igualmente de “oro puro”, porque todas esas cosas eran el fruto inmediato de la operación divina. Si la Iglesia es luz, lo es únicamente por la energía del Espíritu. Esta energía está fundada en Cristo, quien, en virtud del consejo eterno de Dios, vino a ser en su sacrificio y en su sacerdocio el manantial y el poder de todas las cosas para su Iglesia. Todo es de Dios. Sea que miremos adentro del velo misterioso y contemplemos el arca con su cubierta y sus dos querubines, sea que dirijamos nuestra atención a lo que está fuera del velo, sobre la mesa pura y el candelero puro con sus vasos y sus respectivos utensilios, todo nos habla de Dios, revelado bien en relación con el Hijo, bien con el Espíritu Santo.

El llamamiento divino le coloca a usted en el centro de todas estas preciosas realidades. Su lugar no solo está entre “las figuras de las cosas celestiales”, sino en medio de “las cosas celestiales mismas”. Tiene plena “libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo” (Hebreos 9:23; 10:19). Es un sacerdote para Dios. “El pan de la proposición” le pertenece. Su lugar está en la “mesa pura” para comer el pan sacerdotal a la luz del Espíritu Santo. Nada puede despojarle de este divino privilegio; es su privilegio para siempre. Cuídese de todo lo que le impidiera disfrutar de estas cosas. Guárdese de todo impío arranque de cólera, de toda codicia, de todo sentimiento, de toda imaginación que no sean puros. Mantenga la naturaleza por tierra; mantenga al mundo fuera de su corazón; mantenga al diablo lejos. Que el Espíritu Santo llene enteramente su alma de Cristo; entonces será santo en la práctica y siempre dichoso; llevará fruto, el Padre será glorificado, y el gozo de usted será “cumplido” (Juan 15:11).