El maná, pan del cielo
Las murmuraciones del pueblo
Partió “luego de Elim toda la congregación de los hijos de Israel, y vino al desierto de Sin, que está entre Elim y Sinaí, a los quince días del segundo mes después que salieron de la tierra de Egipto” (v. 1). Aquí vemos a Israel en una interesante y notable posición. El pueblo está todavía en el desierto, pero se halla en una parte muy importante y significativa, a saber, “entre Elim y Sinaí”. El primero de estos lugares era donde Israel había gustado recientemente las refrescantes aguas del ministerio divino. El segundo era aquel donde ellos iban a abandonar el terreno de la gracia gratuita y soberana para ponerse bajo un pacto de obras. Los hijos de Israel aparecen aquí como los objetos de la misma gracia que los había hecho salir de la tierra de Egipto; por eso Dios responde a sus murmuraciones con el oportuno socorro. Cuando Dios obra en la manifestación de su gracia, no halla obstáculo alguno para bendecir. Las bendiciones que él derrama corren sin interrupción. Solo cuando el hombre se coloca bajo la ley pierde todos los privilegios de la gracia, porque entonces es necesario que Dios le deje experimentar hasta dónde puede llegar en virtud de sus propias obras.
Cuando Dios visitó y redimió a su pueblo, y lo hizo salir de la tierra de Egipto, no fue ciertamente con el fin de hacerle morir de hambre en el desierto. Los hijos de Israel deberían haberlo sabido. Deberían haber confiado en Dios y caminado en íntima comunión con este amor que los había librado de una manera tan gloriosa de los horrores de la esclavitud en Egipto. Deberían haberse acordado que era infinitamente mejor estar en el desierto con Dios que en medio de los hornos de ladrillos con Faraón. Pero no, al corazón humano le cuesta mucho trabajo creer en el amor puro y perfecto de Dios. Tiene mayor confianza en el diablo que en Dios (comp. Génesis 3:1-6). Consideremos por un momento todos los sufrimientos, la miseria y la degradación que el hombre ha sufrido por haber dado oídos a la voz de Satanás; no obstante, jamás le oiremos quejarse de servirle, ni expresar el menor deseo de sustraerse a su influencia. El hombre no está descontento de Satanás, ni cansado de servirle. Todos los días recoge los amargos frutos de ese campo que el diablo ha abierto delante de él, y todos los días se le ve sembrar de nuevo la misma semilla y someterse a los mismos trabajos.
El hombre obra de una manera muy distinta respecto a Dios. Cuando hemos empezado a caminar por su senda, estamos dispuestos a murmurar y a rebelarnos tan pronto como se nos presenta la primera apariencia de prueba o tribulación. Y esto es por falta de cultivar en nosotros un espíritu de agradecimiento y confianza. Olvidamos fácilmente diez mil misericordias ante la más pequeña privación. Hemos recibido el perdón gratuito de todos nuestros pecados (Efesios 1:7; Colosenses 1:14); somos
Aceptos en el Amado
(Efesios 1:6);
herederos de Dios y coherederos con Cristo (Romanos 8:17; Efesios 1:11; Gálatas 4:7); esperamos la gloria eterna (Romanos 8:18-25; Filipenses 3:20-21; Gálatas 5:5; Tito 2:13; 1 Juan 3:2, etc.) Además, nuestro camino a través del desierto está sembrado de innumerables favores (Romanos 8:28). A pesar de esto, cuando una nube grande como la palma de la mano aparece en el horizonte ––nube que, después de todo, tal vez no hará otra cosa que deshacerse en bendiciones sobre nuestras cabezas– olvidamos inmediatamente las múltiples gracias que nos han sido concedidas. Este pensamiento debería humillarnos profundamente en la presencia de Dios. ¡Cuán diferente en esto, así como en todo lo demás, ha sido nuestro divino modelo! Mirémosle a él, el verdadero Israel en el desierto, rodeado de fieras y ayunando durante cuarenta días. ¿Murmuró él? ¿Se quejó? ¿Deseaba estar en otras circunstancias? No; Jehová era la porción de su herencia y de su copa (Salmo 16:5). Por eso, cuando el tentador se le acercó, ofreciéndole las cosas necesarias para la vida, sus glorias, distinciones y honores, lo rechazó todo. Permaneció firme en la posición de dependencia absoluta de Dios y en la obediencia implícita a su Palabra. No quiso tomar el pan ni la gloria que le eran ofrecidos, por no ser de las manos de Dios.
¡Cosa muy distinta sucedió con Israel según la carne! Tan pronto como los hijos de Israel se sintieron apremiado por el hambre, murmuraron “contra Moisés y Aarón en el desierto” (v. 2). Parecían haber realmente olvidado que era Jehová quien los había liberado, porque dijeron: “Nos habéis sacado a este desierto” (v. 3). Y poco después añaden, murmurando contra Moisés: “¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?” (cap. 17:3). En cada ocasión manifestaron un espíritu irritado y descontentadizo, el que mostraba cuán poco eran conscientes de la presencia de su poderoso y benigno Libertador, cuán poco habían aprendido a apoyarse en su fuerte brazo.
Nada deshonra tanto a Dios como las murmuraciones de los suyos. El apóstol habla de este espíritu como de un signo especial de la corrupción de los gentiles, que “habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias” (Romanos 1:21). Luego, señala la consecuencia práctica de esta conducta: “sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido”. El que no cultiva en su corazón un espíritu de gratitud hacia Dios por sus bondades pronto se verá “entenebrecido”. De esta manera Israel olvidó que se hallaba en las manos de Dios y ello, como sería de esperar, le condujo a tinieblas mucho más densas todavía, porque más adelante en su historia le oímos decir: “¿Por qué nos trae Jehová a esta tierra para caer a espada, y que nuestras mujeres y nuestros niños sean por presa?” (Números 14:3). Tal es la pendiente que sigue el alma cuando ha perdido su comunión con Dios. Comienza por no darse cuenta de que está en las manos de Dios para su bien, y termina por creerse en las manos de Dios para su mal. ¡Triste progreso!
El maná
Sin embargo, por hallarse Israel todavía bajo la gracia, Dios provee a todas sus necesidades de una manera maravillosa, como nos lo enseña este capítulo. “Y Jehová dijo a Moisés: He aquí yo os haré llover pan del cielo” (v. 4). Mientras estaban envueltos por la fría nube de la incredulidad, los israelitas habían dicho: “¡Ojalá hubiéramos muerto por mano de Jehová en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos!” (v. 3). Y Dios les responde hablándoles del “pan del cielo”. ¡Glorioso contraste! ¡Qué diferencia entre “las ollas de carne” y el pan de Egipto, con el maná del cielo, el pan de los ángeles! Las primeras cosas pertenecen a la tierra, mientras la segunda desciende del cielo.
Pero este alimento celestial era la piedra de toque para probar a Israel, así como está escrito: “Para que yo lo pruebe si anda en mi ley, o no” (v. 4). Era pues preciso tener el corazón completamente libre de las influencias de Egipto para sentirse satisfecho con el “pan del cielo” y gozar de él. En realidad, sabemos que los israelitas no se contentaron con ese pan. Lo despreciaron, confesándose fastidiados de “este pan tan liviano” (Números 21:5). Ellos codiciaban la carne de Egipto, con lo que mostraron cuán poco separado de Egipto se hallaba su corazón, y cuán mal dispuesto estaba para observar la ley de Jehová. Los israelitas “en sus corazones se volvieron a Egipto”. Pero en vez de volver allí, más tarde fueron exiliados “más allá de Babilonia” (Hechos 7:39, 43). He aquí una seria lección para los cristianos. Si los que han sido librados del presente siglo malo no caminan con Dios con corazones agradecidos, satisfechos con la provisión que Dios ha hecho para sus redimidos en el desierto, están en peligro de ser envueltos en los lazos de la influencia babilónica. Es menester tener afectos celestiales para nutrirse de pan del cielo. La naturaleza no puede saborear tal alimento; suspira siempre por Egipto. Por eso es necesario mantenerla continuamente sujeta y humillada.
Cristo, el pan vivo que bajó del cielo
Los cristianos que hemos sido bautizados en Cristo por su muerte, sepultados con él en el bautismo y resucitados juntamente con él por “la fe en el poder de Dios” (Romanos 6:3, Colosenses 2:12), tenemos el privilegio de alimentarnos de Cristo como
El pan vivo que descendió del cielo
(Juan 6:51).
Nuestro alimento en el desierto es Cristo, tal como nos lo presenta el Espíritu Santo por medio de la Palabra escrita, mientras que nuestra bebida espiritual es el mismo Espíritu Santo, quien, a semejanza del agua de la peña, proviene de un Cristo herido por nosotros. Esta es nuestra buena parte en el desierto de este mundo.
Ahora bien, es evidente que para disfrutar de esta parte, nuestro corazón debe estar del todo desligado de lo que pertenece al presente siglo malo, de todo aquello que podría atraernos como hombres naturales, como seres viviendo todavía en la carne. Un corazón mundano y carnal no hallará a Cristo en las Escrituras ni gozará de él si le encuentra. El maná era tan puro y tan delicado que no podía soportar el menor contacto con la tierra. Descendía sobre el rocío (v. 13-16; Números 11:9) y debía ser recogido antes del calor del día (v. 21). Cada uno debía madrugar para recoger su alimento cotidiano. Así también sucede ahora con el pueblo de Dios. El maná espiritual ha de ser recogido fresco cada mañana. El maná de ayer de nada sirve para hoy, ni el de hoy para mañana. Debemos alimentarnos de Cristo cada día con nueva energía del Espíritu o, de lo contrario, cesaremos de crecer. Además, debemos hacer de Cristo el primer objeto. Es conveniente que le busquemos temprano, antes de dar lugar a que otras cosas se apoderen de nuestros débiles corazones. Muchos de entre nosotros faltan, desgraciadamente, a este respecto. Damos a Cristo un lugar secundario y, en consecuencia, quedamos débiles y estériles. El enemigo, siempre vigilante, se aprovecha de nuestra indolencia espiritual para privarnos de las bendiciones y de las fuerzas que se reciben nutriéndose de Cristo. La vida nueva del creyente no puede ser alimentada y sostenida más que por Cristo. “Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí” (Juan 6:57).
La gracia del Señor Jesucristo, quien descendió del cielo para ser la comida de su pueblo, es de un valor inapreciable para el alma renovada. Pero para gozar así de Cristo, debemos darnos cuenta de que estamos en el desierto, puestos aparte por Dios en virtud de una redención cumplida. Si yo camino con Dios en el desierto, estaré satisfecho del alimento que él me da, es decir, de Cristo descendido del cielo para ser mi pan. Las “espigas” y “los frutos de la tierra de Canaán” (Josué 5:11-12) hallan su antitipo en Cristo cuando subió “a lo alto” y se sentó en la gloria. Como tal, es el alimento indispensable para los que por la fe saben que están juntamente resucitados con Cristo y sentados en lugares celestiales con él. Pero el maná, es decir, Cristo descendido del cielo, es el sostén del pueblo de Dios en su vida y en su experiencia en el desierto. Como pueblo extranjero aquí abajo, tenemos necesidad de un Cristo que también ha sido extranjero en la tierra. Como pueblo sentado arriba en la gloria, tenemos un Cristo sentado en el cielo. Esto podría explicar la diferencia que existe entre “el maná” y “los frutos de la tierra”. No se trata de la redención; esta la tenemos ya por la sangre de la cruz, y solamente en ella. Se considera aquí únicamente la provisión que Dios ha hecho para su pueblo, en vista de las diferentes posiciones en que este se halla, ya sea luchando en el desierto, ya tomando posesión, por la fe, de su herencia celestial.
La gloria de Jehová en la nube
¡Qué imagen más admirable nos ofrece Israel en el desierto! Detrás de sí tenía a Egipto, delante la tierra de Canaán y en torno suyo la arena del desierto; mientras que, en cuanto a sí mismo, estaba llamado a mirar al cielo para su sustento de cada día. El desierto no tenía ni una brizna de hierba, ni una sola gota de agua para brindar al Israel de Dios; solo en Jehová estaba su porción. Los cristianos no tienen nada aquí abajo. Siendo su vida del cielo, esta no puede ser mantenida más que por cosas celestiales. Aunque están en el mundo, no son del mundo, porque Cristo los ha escogido del mundo. Como pueblo celestial se hallan de camino hacia su patria y son sostenidos por el alimento enviado desde allí. Avanzan hacia el cielo. La gloria solo los dirige hacia ese lado. Es completamente inútil volver la mirada atrás, a Egipto, porque en esta dirección no se vislumbra ningún rayo de gloria. “Y hablando Aarón a toda la congregación de los hijos de Israel, miraron hacia el desierto, y he aquí la gloria de Jehová apareció en la nube” (v. 10). El carro de fuego de Jehová estaba en el desierto, y todos aquellos que deseaban tener comunión con él también debían estar en el desierto con él. Y si estaban allí, el maná celestial había de ser su único alimento.
Cristo, el alimento del cristiano
Es cierto que este maná era un alimento extraño; un alimento tal que un egipcio no habría podido comprenderlo, ni apreciarlo, ni alimentarse de él jamás. Pero aquellos que habían sido “bautizados en la nube y en el mar” (1 Corintios 10:2) podían gozar de este maná y alimentarse de él, si se mantenían en la posición en que acababan de ser introducidos por este bautismo. El hombre del mundo no comprende como vive el cristiano. Tanto su vida como el alimento que la sostiene son impenetrables para el ojo natural más experto. Cristo es la vida del cristiano, y él vive de Cristo. Se nutre por la fe de la gracia poderosa de Aquel, “el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Romanos 9:5) y que
Se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres
(Filipenses 2:7).
Le sigue desde el seno del Padre a la cruz, de la cruz hasta el trono, y halla en él, en cada período de su carrera y en todas las fases de su vida, un precioso alimento para el nuevo hombre. Todo lo que rodea al cristiano, aunque en realidad es el Egipto de este mundo, no es más que un desierto árido y desolado, sin tener nada que satisfaga un espíritu renovado. Si por desgracia el alma halla allí algún alimento, sus progresos en la vida espiritual son entorpecidos en la misma medida en que se nutre de tales alimentos. La única provisión que Dios ha hecho para nosotros es el maná (es decir Cristo) y el creyente debería alimentarse siempre y exclusivamente de él (comp. Levítico 7:11-36).
¡Cuán deplorable es ver tantos cristianos buscando las cosas de este mundo! Esto prueba claramente que están «fastidiados» del maná del cielo y que lo consideran como un “pan tan liviano” (Números 21:5). Están sirviendo a aquellas mismas cosas que deberían mortificar. La actividad del hombre nuevo está siempre vinculada con deshacerse “del viejo hombre con sus hechos” (Colosenses 3:9). Cuanto más completo sea este despojo, tanto más deseará nutrirse del “pan que sustenta la vida del hombre” (Salmo 104:15). Así como en el orden físico, cuanto mayor es el ejercicio, mejor es el apetito, así también en nuestra vida espiritual, cuanto más se ponen en juego nuestras renovadas facultades, tanto más sentimos la necesidad de alimentarnos de Cristo cada día. Una cosa es saber que tenemos vida en Cristo Jesús, unida a un completo perdón y a una aceptación perfecta ante Dios, y otra muy diferente tener habitualmente comunión con él, nutriéndonos de él por la fe, y haciéndole el único alimento de nuestras almas. Muchos son los que profesan haber hallado el perdón y la paz en Cristo; en realidad, se nutren con una variedad de cosas que no tienen ninguna relación con él. Alimentan sus mentes con la lectura de los periódicos y de la literatura frívola e insípida de nuestros días1 . ¿Hallarán allí a Cristo? ¿Es por esos medios cómo el Espíritu Santo nutre al alma con Cristo? ¿Es este el puro rocío sobre el cual desciende el maná celestial para servir de alimento a los redimidos de Jehová en el desierto? ¡Ay! no; esos son los alimentos groseros en los cuales se deleita el espíritu carnal. La Palabra de Dios nos enseña que en cada cristiano hay dos naturalezas distintas. Que se pregunte, pues, cuál de estas dos naturalezas se alimenta de las noticias y de la literatura del mundo. ¿La nueva o la vieja? La respuesta no es dudosa. ¿Cuál, pues, de las dos queremos alimentar? Nuestra conducta será, seguramente, la respuesta más eficaz a esta pregunta. Si yo deseo sinceramente crecer en la vida espiritual, si mi objeto principal es ser hecho semejante a Cristo y consagrarme del todo a él, si de veras aspiro a que el reino de Dios haga progreso en mi corazón, indudablemente buscaré siempre el alimento que Dios me ha preparado para mi desarrollo espiritual. Esto es muy natural y sencillo. Las acciones de un hombre siempre son el indicio más seguro de sus deseos e intenciones. Así, si yo hallo a un cristiano que descuida su Biblia y que, sin embargo, encuentra tiempo suficiente –al no ser algunas de sus mejores horas– para leer periódicos u otros tantos libros por lo menos fútiles y con frecuencia perniciosos, no me será difícil juzgar la verdadera condición de su alma. Estaré seguro de que el tal no puede ser un cristiano espiritual, porque no se alimenta de Cristo y, por lo tanto, no puede vivir para él ni rendirle un fiel testimonio.
Si un israelita hubiese descuidado recoger, temprano por la mañana, la porción de pan que la gracia de Dios había preparado para él, pronto habría carecido de las fuerzas necesarias para continuar su viaje. Asimismo es necesario que nosotros hagamos de Cristo el objeto soberano de nuestras almas. Si no, nuestra vida espiritual declinará inevitablemente. Los sentimientos y las experiencias relacionados con Cristo no pueden constituir nuestro alimento espiritual, porque son variables y sujetos a mil fluctuaciones. El pan de vida de ayer era Cristo, Cristo debe ser el de hoy, el de la eternidad. Tampoco es suficiente que nos alimentemos en parte de Cristo y en parte de otras cosas. Como solo Cristo es la vida, así también el “vivir” solo puede ser Cristo. Así como no podemos mezclar nada a lo que comunica la vida, tampoco podemos mezclar nada a lo que la sostiene.
- 1N. del E.: Se podría añadir todos los medios de comunicación modernos: la radio, el cine, la televisión, etc.
El vaso de maná en el arca
Es perfectamente cierto que al igual que Israel comió de “los frutos de la tierra” (Josué 5), nosotros podemos, en espíritu y por la fe, alimentarnos ahora de un Cristo resucitado y glorificado, subido al cielo en virtud de una redención cumplida. Y no solamente esto, sino que sabemos que cuando los redimidos de Dios hayan entrado en las gloriosas esferas del reposo y de la inmortalidad que se hallan más allá del Jordán, habrán terminado, de hecho, con el alimento del desierto; pero no habrán terminado con Cristo ni con el recuerdo de lo que ha sido su alimento en el desierto. Dios quería que Israel no olvidase nunca, en medio de la leche y la miel de la tierra de Canaán, lo que le había sostenido durante los cuarenta años de su peregrinación por el desierto. “Esto es lo que Jehová ha mandado: Llenad un gomer de él, y guardadlo para vuestros descendientes, a fin de que vean el pan que yo os di a comer en el desierto, cuando yo os saqué de la tierra de Egipto… Y Aarón lo puso delante del Testimonio para guardarlo, como Jehová lo mandó a Moisés” (v. 32, 34; Hebreos 9:4).
¡Precioso monumento de la fidelidad de Dios! Él no les dejó perecer de hambre como temían sus insensatos e incrédulos corazones. Hizo llover pan del cielo para ellos, los alimentó con pan de los ángeles, veló sobre ellos con toda la ternura de una madre, usó de paciencia en sus rebeliones y los llevó sobre alas de águila. Y si hubiesen perseverado en la gracia, los habría puesto en posesión perpetua de todas las promesas hechas a sus padres. El vaso de maná con la porción de un día –porque contenía un gomer– puesto delante de Jehová, es una figura llena de instrucción para nosotros. Ese maná no crió gusanos ni tampoco ningún otro germen de corrupción; era el memorial de la fidelidad de Dios proveyendo a las necesidades de aquellos a quienes había liberado de las manos del enemigo.
No hacer provisión de maná para el día de mañana
Sin embargo, no acontecía así cuando el hombre recogía el maná para sí mismo; entonces los síntomas de descomposición se manifestaban muy pronto. Jamás pensaríamos en hacer acopio de provisiones si comprendiésemos la verdad y la realidad de nuestra posición. Nuestro privilegio es alimentarnos de Cristo día tras día, como siendo Aquel que descendió del cielo para dar vida al mundo. Pero si alguno, al olvidar su verdadera posición, quiere hacer provisión para mañana, es decir, quiere reservarse la verdad en vez de aprovecharla para renovar sus fuerzas, seguramente esta verdad se corromperá. Conocer la verdad es una cosa muy seria, porque no hay ni un principio que profesamos haber aprendido que no debamos manifestar de una manera práctica. Dios no quiere que seamos teóricos. Al escuchar a ciertas personas –sea en sus oraciones, sea en sus conversaciones– haciendo ardientes votos de consagración, con frecuencia uno tiembla, temiendo que cuando llegue la hora de la prueba, esas personas no tengan suficiente energía espiritual para ejecutar lo que sus labios pronunciaron.
Hay un grave peligro cuando la inteligencia se adelanta a la conciencia y a los afectos del corazón. De esto proviene que algunos parecen hacer muy rápidos progresos hasta que llegan a cierto punto; llegados allí, se detienen completamente y parecen retroceder. Son semejantes al israelita que recogía más maná del necesario para un día. A primera vista, podía parecer mucho más diligente que los demás respecto a esto, pero cada grano que recogía de más para cubrir sus necesidades diarias no solamente era inútil, sino que “crió gusanos”. El cristiano también debe usar lo que recoge; debe alimentarse de Cristo porque su alma tiene necesidad de él. Esta necesidad nace del servicio activo y actual. El carácter y los planes de Dios, la excelencia y hermosura de Cristo, así como las vivas y profundas realidades de las Escrituras son revelados solo a la fe y a las necesidades presentes del alma. Nuestra porción será aumentada a medida que usemos la que ya hemos recibido. La vida del creyente debe ser práctica; y en esto un gran número de entre nosotros se halla culpable. Sucede con frecuencia que los que adelantan más rápidamente en la teoría son los más lentos en la práctica, porque se trata en ellos más bien de un trabajo de la inteligencia, no del corazón y de la conciencia. Nunca deberíamos olvidar que el cristianismo no es un conjunto de opiniones o de miras, ni un sistema de dogmas. Es ante todo y sobre todo una realidad divina, algo personal, práctico, potente, manifestándose en todos los acontecimientos y circunstancias de la vida diaria, esparciendo su influencia purificadora sobre el carácter y la vida del individuo, aportando sus disposiciones celestiales en todas las relaciones en que el hombre puede hallarse ante Dios. En otras palabras, el cristianismo es la consecuencia lógica y natural del hecho de estar unidos a Cristo y ocupados en él. ¡Así es el cristianismo! Se puede tener un claro entendimiento de todas estas cosas, ideas correctas, principios sanos, sin tener la menor comunión con Jesús; y cuando sea puesta a prueba, se verá que una profesión de fe ortodoxa sin Cristo no es más que una cosa fría, estéril y muerta.
Piense usted en esto seriamente. No solo es salvo por Cristo, sino que vive también de él. Búsquele “cada mañana”; búsquele a él solo. Cuando alguna otra cosa llame su atención, pregúntese: «¿Habla esto de Cristo a mi alma? ¿Me enseña algo nuevo acerca de él? ¿Me unirá más a su persona?» Si la respuesta es negativa, rechace lo que sea sin vacilar. Sí, rechácelo aunque se presente ante usted bajo el más agradable aspecto y se apoye en la autoridad más respetable. Si realmente tiene deseos de avanzar en la vida divina, de progresar espiritualmente, de conocer a Cristo personalmente, entonces medite seriamente en este asunto. Haga de Cristo su alimento habitual. Recoja el maná que desciende sobre el rocío, y nútrase con él con el apetito estimulado por una marcha vigilante con Dios a través del desierto. La rica gracia del Señor le fortifique abundantemente para todas estas cosas, por medio del Espíritu Santo1 .
- 1Se sacará mucho provecho de la meditación del capítulo 6 de Juan, en relación con el asunto del maná. Estando cerca la Pascua, Jesús sacia a una multitud hambrienta y luego se retira al monte para estar solo. Desde allí acude en auxilio de los suyos que se hallan en peligro sobre las aguas. Después de esto, revela la doctrina de su persona y de su obra. Declara que él dará su carne por la vida del mundo y que nadie podrá tener la vida si no come su carne y bebe su sangre. Luego habla de sí mismo como volviendo arriba donde estaba primero. Por fin declara el poder vivificador del Espíritu Santo.
El día de reposo o sábado
Hay también en este capítulo otro asunto que mencionaremos, a saber, la institución del día de reposo (o sábado) relacionado con el maná y con la posición de Israel, tal como nos es expuesta aquí. Desde el capítulo 2 del Génesis hasta el capítulo 16 del Éxodo no se hace mención de esta institución. Esto es digno de atención. El sacrificio de Abel, el caminar de Enoc con Dios, la predicación de Noé, la vocación de Abraham, con las historias detalladas de Isaac, Jacob y José, están allí todos relatados. Pero, no se hace ninguna alusión al día de reposo hasta el momento en que hallamos a Israel reconocido como un pueblo en relación con Jehová y puesto bajo la responsabilidad derivada de esta relación. El día de reposo, interrumpido en Edén, lo vemos instituido de nuevo para Israel en el desierto. Pero, ¡ay!, el hombre no ama el reposo de Dios. “Y aconteció que algunos del pueblo salieron en el séptimo día a recoger, y no hallaron. Y Jehová dijo a Moisés: ¿Hasta cuándo no querréis guardar mis mandamientos y mis leyes? Mirad que Jehová os dio el día de reposo, y por eso en el sexto día os da pan para dos días” (v. 27-29). Dios quería que su pueblo gozase de un dulce reposo con él. Quería darle descanso, alimento y bebida, aun en el desierto. Pero el corazón del hombre no está dispuesto a reposarse con Dios. Los israelitas podían recordar los tiempos en que se sentaban “a las ollas de carne” en la tierra de Egipto, pero no podían apreciar la bendición de sentarse, cada uno en su tienda, gozando con Dios del santo día de reposo, alimentándose con el pan del cielo.
Y nótese que aquí el sábado es presentado como un don. “Jehová os dio el día de reposo” (v. 29). Más adelante, en este mismo libro, lo hallamos mencionado de nuevo bajo la forma de ley, acompañado de una maldición y de juicio, en caso de desobediencia. Pero, para el hombre caído, lo mismo da que reciba un privilegio o una ley, una bendición o una maldición. Su naturaleza es siempre la misma, mala. No puede descansar con Dios ni trabajar para Dios. Si Dios trabaja y le prepara un reposo, él no quiere guardarlo. Si Dios le ordena trabajar, se resiste a hacer las obras que Dios le propone. Así es el hombre en sus pecados. No ama a Dios. Podrá servirse del nombre del sábado para exaltarse a sí mismo, o como una prueba de su propia piedad; pero el versículo 27 nos muestra que es incapaz de apreciar el día de reposo de Jehová como un don, mientras que en Números 15:32-36, vemos su incapacidad de guardarlo como ley.
Sabemos que el día de reposo, así como el maná, era un tipo. En sí mismo, el día de reposo era una bendición, un favor de parte de un Dios de amor y de gracia. El quería suavizar el trabajo y la pena en un mundo maldito a causa del pecado, dando un día de reposo en cada siete. Bajo cualquier aspecto que consideremos la institución del día de reposo, la veremos siempre fecunda en gracias excelentes, lo mismo para el hombre que para la creación animal. Y si los cristianos guardan “el primer día de la semana”, “el día del Señor”, según las reglas que le son propias, se puede discernir en ese día la misma providencia llena de gracia. “El día de reposo fue hecho por causa del hombre” (Marcos 2:27) y el hombre no lo ha observado nunca de una manera conforme al pensamiento de Dios. Sin embargo, esto no disminuye en nada la gracia que resplandece en su institución ni despoja a ese día de su importancia como figura del reposo eterno que permanece para el pueblo de Dios, o como sombra de esta sustancia de la cual la fe se goza ahora en la persona y en la obra de un Cristo resucitado.
No se imagine alguien que el autor de estas páginas quiera menoscabar en lo más mínimo este día misericordiosamente puesto aparte, para reposo del hombre y de la creación animal, ni mucho menos atacar el lugar importante que el día del Señor ocupa en el Nuevo Testamento. Como hombre, aprecia demasiado el primero de estos días, y como cristiano goza demasiado del último, para decir o escribir una sola palabra que pudiese quitar alguna importancia al uno o al otro. Solamente ruega al lector que no prejuzgue la cuestión, sino que pese con imparcialidad, en la balanza de las Sagradas Escrituras, los pensamientos expuestos aquí, antes de formar su opinión. Si el Señor lo permite, volveremos al asunto más adelante. Entre tanto, procuremos apreciar mejor el santo reposo que nuestro Dios nos ha preparado en Cristo. Y mientras gozamos de él como nuestro reposo, nutrámonos de él como del “maná escondido” (Apocalipsis 2:17) y conservado en el lugar santísimo por el poder de la resurrección. Este es el memorial de lo que Dios ha cumplido en favor nuestro, descendiendo a la tierra en su gracia infinita, a fin de que pudiéramos estar siempre delante de él, en la perfección de Cristo, y nutrirnos eternamente con sus inagotables riquezas.