El rescate de los primogénitos
Conságrame todo primogénito
Los primeros versículos de este capítulo nos enseñan, de una manera clara y evidente, que la consagración y santidad personal son los frutos del amor divino producidos en aquellos que son los objetos de su afecto. La consagración de los primogénitos y la fiesta de los panes sin levadura se presentan aquí en relación inmediata con la salida de Israel fuera del país de Egipto. “Conságrame todo primogénito. Cualquiera que abre matriz entre los hijos de Israel, así de los hombres como de los animales, mío es. Y Moisés dijo al pueblo: Tened memoria de este día, en el cual habéis salido de Egipto, de la casa de servidumbre, pues Jehová os ha sacado de aquí con mano fuerte; por tanto, no comeréis leudado” (v. 2-3). Y luego: “Siete días comerás pan sin leudar, y el séptimo día será fiesta para Jehová. Por los siete días se comerán los panes sin levadura; y no se verá contigo nada leudado, ni levadura, en todo tu territorio” (v. 6-7).
Lo contarás a tu hijo
En los versículos siguientes se expone la razón por la cual esas dos ceremonias debían ser practicadas. “Y lo contarás en aquel día a tu hijo, diciendo: Se hace esto con motivo de lo que Jehová hizo conmigo cuando me sacó de Egipto”. Y más adelante: “Y cuando mañana te pregunte tu hijo, diciendo: ¿Qué es esto?, le dirás: Jehová nos sacó con mano fuerte de Egipto, de casa de servidumbre; y endureciéndose Faraón para no dejarnos ir, Jehová hizo morir en la tierra de Egipto a todo primogénito, desde el primogénito humano hasta el primogénito de la bestia; y por esta causa yo sacrifico para Jehová todo primogénito macho, y redimo al primogénito de mis hijos” (v. 8, 14-15).
Cuanto más crezcamos por el poder del Espíritu Santo en el conocimiento de la redención que es en Cristo Jesús, más marcada será nuestra vida de separación y más completa nuestra consagración. Todo esfuerzo para producir uno u otro, antes que la redención sea conocida, es el trabajo más vano que pueda imaginarse. Todo lo que hacemos, debemos hacerlo “con motivo de lo que Jehová hizo”, y no con el fin de obtener alguna cosa de él. Los esfuerzos que hacemos para poseer la vida y la paz prueban que somos aún extraños al poder de la sangre; mientras que los frutos puros de una redención conocida y experimentada son ofrecidos para alabanza de Aquel que nos ha redimido. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2:8-10). Dios ya nos ha preparado un camino de buenas obras; ahora, por su gracia nos prepara a nosotros, a fin de que andemos en él. Solo si hemos sido salvos podemos andar en ese camino. Si fuese de otra manera, podríamos gloriarnos; pero, considerándonos nosotros sencillamente como la obra de Dios, y siéndolo también el camino por el cual andamos, ningún motivo nos queda para gloriarnos (Romanos 3:27; 1 Corintios 1:27-31).
El verdadero cristianismo
El verdadero cristianismo no es sino la manifestación de la vida de Cristo, implantada en nosotros por la operación del Espíritu Santo, según los eternos consejos de la gracia soberana de Dios. Todas nuestras obras, que han precedido a la implantación de esta vida, no son más que “obras muertas” (Hebreos 6:1; 9:14) de las cuales nuestra conciencia debe ser purificada. La expresión “obras muertas” abarca todas las obras que los hombres hacen con el fin de obtener la vida. Si alguno busca la vida, es evidente que aún no la posee; es muy posible que sea sincero en su afán por hallarla, pero su misma sinceridad demuestra con toda claridad que no tiene la menor confianza de haberla encontrado. Así pues, toda obra hecha con la intención de obtener la vida es una obra muerta, porque está hecha sin la vida, la vida de Cristo, la sola vida verdadera, la única fuente de la cual pueden manar las buenas obras. Y, obsérvese bien, no se trata aquí de malas obras; ninguna persona soñaría en obtener la vida por tales medios. Al contrario, se verá como se recurre constantemente a las “obras muertas” como medio para aligerar la conciencia oprimida bajo el peso de las malas obras. En cambio, en la revelación divina se nos enseña que la conciencia necesita purificarse de las unas así como de las otras.
En cuanto a nuestra propia justicia, también leemos en otra parte que “todas nuestras justicias (son) como trapo de inmundicia” (Isaías 64:6). No se dice que solo «todas nuestras maldades» son “como trapo de inmundicia”. ¿Quién osaría decir lo contrario? Pero lo que se nos enseña y debemos aprender, es que los mejores frutos que podemos producir, bajo la forma de la piedad y de la justicia, son descritos en las páginas de la verdad eterna como “obras muertas” y “trapo de inmundicia”. Los mismos esfuerzos que hacemos para conseguir la vida muestran palpablemente que estamos muertos, y nuestros esfuerzos para alcanzar la justicia prueban que estamos envueltos en trapos de inmundicia. Únicamente podemos andar en el camino de las buenas obras que Dios nos ha preparado siendo verdaderos y actuales poseedores de la vida eterna y de la justicia divina. Las obras muertas y los trapos sucios no pueden aparecer por ese camino. Solo “los redimidos de Jehová” pueden pasar por él (Isaías 51:11). Como pueblo redimido, Israel guardaba la fiesta de los panes sin levadura y santificaba sus primogénitos a Jehová. Hemos considerado ya la primera de estas ordenanzas, y la segunda no es menos preciosa y rica en enseñanzas.
Rescatados por la sangre de Cristo
El ángel destructor pasó por el país de Egipto para destruir a todos los primogénitos; pero los primogénitos de Israel escaparon mediante la muerte de un sustituto enviado por Dios. En consecuencia, estos aparecen ante nosotros como un pueblo vivo, consagrado a Dios. Salvados por la sangre del cordero, tienen el privilegio de consagrar sus vidas a Aquel que los ha redimido “por precio” (1 Corintios 6:20). Ellos poseían la vida solo en su calidad de redimidos. La gracia de Dios, solamente, había hecho una diferencia en su favor (Éxodo 11:5-7) y les había concedido un lugar de hombres vivos en su presencia. Ellos no tenían ninguna razón para gloriarse, desde luego, porque aquí se nos enseña que, en lo referente a sus méritos o valor personal, estaban colocados al mismo nivel de un animal impuro. “Mas todo primogénito de asno redimirás con un cordero; y si no lo redimieres, quebrarás su cerviz. También redimirás al primogénito de tus hijos” (v. 13). Había dos clases de animales: los puros y los impuros, y el hombre es colocado al mismo nivel de la última categoría. El cordero debía responder por el animal impuro, y si el asno no era redimido se le había de quebrar la cerviz; de manera que el hombre no redimido era puesto en el mismo lugar del animal impuro y sin ningún valor. ¡Qué cuadro tan humillante del hombre en su estado natural! ¡Oh, si nuestros pobres y orgullosos corazones pudiesen comprenderlo mejor! Entonces nos regocijaríamos con mayor sinceridad de nuestro glorioso privilegio de ser lavados de nuestra iniquidad en la sangre del Cordero, y de haber dejado para siempre nuestra abyección personal en el fondo de la tumba, donde fue puesto nuestro Sustituto.
Cristo era el Cordero, el cordero sin mancha y sin contaminación. Nosotros estábamos manchados. Él tomó nuestro lugar, bendito sea su nombre; fue hecho pecado y tratado como tal en la cruz. Cristo sufrió en la cruz lo que nosotros debimos haber sufrido durante los siglos de la eternidad. Él sufrió allí todo lo que nosotros merecíamos, a fin de que pudiésemos gozar eternamente de todo lo que él merecía. Recibió nuestra paga para que nosotros recibiésemos la suya. Aquel que era puro tomó, por un tiempo, el lugar de los impuros, “el justo por los injustos”, para que los impuros pudiesen tomar para siempre el lugar de Aquel que era puro. Así, mientras que, según la naturaleza, somos representados por la repugnante figura de un asno con el cuello quebrado, según la gracia somos representados por un Cristo resucitado y glorificado en el cielo. ¡Qué maravilloso contraste! Pone la gloria del hombre en el polvo y glorifica las riquezas del amor redentor. Reduce al silencio los vanos y orgullosos discursos del hombre y coloca en sus labios un cántico de alabanzas a Dios y al Cordero, que resonará en el cielo por los infinitos siglos de la eternidad1 .
¡De qué modo más enérgico se nos recuerdan aquí las memorables palabras del Apóstol! “Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive. Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia. Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:8-14). No solo estamos redimidos del poder de la muerte y del sepulcro, sino también unidos a Aquel que nos ha redimido al precio inmenso de su propia vida. Por el poder del Espíritu Santo, consagremos, pues, a su servicio nuestras vidas con todas sus facultades, de tal manera que su nombre sea glorificado en nosotros según la voluntad de nuestro Dios y Padre.
- 1Es interesante observar que por naturaleza somos puestos en la categoría de un animal impuro y que por la gracia somos asociados con Cristo, el Cordero sin tacha. No puede haber algo inferior al puesto que tenemos por naturaleza, algo más excelso que aquello que nos pertenece por la gracia. Consideremos, por ejemplo, un asno con el cuello roto; eso es lo que vale el hombre no redimido. Contemplemos la “sangre preciosa de Cristo”. Eso es lo que vale el hombre redimido. “Para vosotros, pues, los que creéis” es preciosa (1 Pedro 2:7). Es decir, los que somos lavados en la sangre participamos del alto precio de Cristo. Así como él es “piedra viva”, los redimidos son “piedras vivas”; así como él es una “piedra… preciosa”, ellos son «piedras preciosas». Ellos reciben la vida y todo su valor de él y en él. Son como él es. Cada piedra en el edificio es preciosa, porque ha sido comprada nada menos que al precio de “la sangre del Cordero”. ¡Ojalá el pueblo de Dios crezca a un más pleno conocimiento de su puesto y privilegios en Cristo!
El camino del desierto del Mar Rojo
En los últimos versículos de este capítulo 13 hallamos un ejemplo hermoso y conmovedor de las tiernas compasiones de Dios por las debilidades de su pueblo.
Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo
(Salmo 103:14).
Cuando Jehová redimió a Israel para ponerle en relación con él, en su gracia infinita e insondable, se encargó de todas las necesidades y debilidades de los suyos. Poco importaba lo que ellos fuesen o cuál necesidad tuviesen, pues el que se llama “Yo soy” los acompañaba e iba a conducirlos de Egipto a la tierra de Canaán. Aquí le vemos ocupado en escoger el camino más conveniente para ellos. “Y luego que Faraón dejó ir al pueblo, Dios no los llevó por el camino de la tierra de los filisteos, que estaba cerca; porque dijo Dios: Para que no se arrepienta el pueblo cuando vea la guerra, y se vuelva a Egipto. Mas hizo Dios que el pueblo rodease por el camino del desierto del Mar Rojo” (v. 17-18).
El Señor, en su gracia y condescendencia, arregla las cosas de tal manera que los suyos no hallen, al principio de su carrera, pruebas demasiado difíciles que puedan tener por efecto inducirlos a desanimarse y a hacerlos retroceder. “El camino del desierto” era mucho más largo que el del país de los filisteos. Pero Dios tenía diversas lecciones importantes que enseñar a su pueblo, y estas solo podían ser aprendidas en el desierto. Este hecho les fue recordado más tarde en el pasaje siguiente: “Y te acordarás de todo el camino por donde te ha traído Jehová tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos” (Deuteronomio 8:2). Tan preciosas lecciones jamás podían aprenderse “por el camino de la tierra de los filisteos”. En ese camino los israelitas habrían aprendido lo que era la guerra desde el principio de su carrera. En “el camino del desierto” aprendieron lo que era la carne, con toda su perversidad, su incredulidad y su rebelión. Sin embargo, aquel que se llama “Yo soy” estaba con ellos, con su paciente gracia, su perfecta sabiduría e infinito poder. Nadie sino él podía proveer a las necesidades de la situación. Solo él puede soportar el espectáculo de los abismos del corazón humano, puesto en descubierto ante su presencia. La revelación de lo que está en mi corazón, hecha en cualquier otra parte fuera de la presencia de la gracia infinita, me sumiría en el mayor desespero. El corazón humano es un infierno en miniatura. ¡Qué maravillosa gracia vernos libres de sus horribles abismos!
Jehová iba delante de ellos
“Y partieron de Sucot y acamparon en Etam, a la entrada del desierto. Y Jehová iba delante de ellos de día en una columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche en una columna de fuego para alumbrarles, a fin de que anduviesen de día y de noche. Nunca se apartó de delante del pueblo la columna de nube de día, ni de noche la columna de fuego” (v. 20-22). Jehová no solamente escogió el camino, sino que él mismo descendió para acompañar a su pueblo y manifestarse a él según sus necesidades. No solo lo condujo sano y salvo fuera de Egipto, sino que lo acompañó a través de todas las vicisitudes de su viaje por el desierto. Era la gracia divina. Los israelitas no fueron simplemente librados del horno de Egipto y luego dejados a ellos mismos para que se arreglasen lo mejor que pudiesen en su viaje a Canaán. Dios sabía que tenían delante de sí un camino peligroso y difícil, con serpientes y escorpiones, lazos y dificultades de toda suerte en un desierto árido y estéril. Bendito sea su nombre para siempre, no quiso dejarlos ir solos. Quiso ser su compañero, compartir sus penas y peligros; más aún, él fue “delante de ellos”. Fue “su guía”, “su gloria” y “su defensa” para librarlos de todo temor. ¿Por qué le afligieron tanto por la dureza de su corazón? Si ellos hubiesen caminado humildemente con él, contentos y confiados, su camino habría sido una marcha victoriosa del principio al fin. Con Jehová “delante de ellos”, ningún poder pudo haber interrumpido su marcha triunfal desde Egipto hasta Canaán. Dios los habría introducido y plantado en el monte de su heredad, según su promesa; por el poder de su diestra, no hubiera permitido que un solo cananeo quedase en el país para ser una espina a Israel. Y pronto será así, cuando Jehová intervenga por segunda vez para librar a su pueblo del poder de todos sus opresores. ¡Quiera el Señor apresurar ese tiempo!