Estudio sobre el libro del Éxodo

Éxodo 32

Apostasía

Se abre ahora ante nosotros una escena muy diferente de la que hasta aquí nos ha ocupado. Ha pasado delante de nuestros ojos la “figura y sombra de las cosas celestiales” (Hebreos 8:5): Cristo en su Persona gloriosa, en sus oficios de misericordia y en su obra perfecta, tal como nos es representado en el tabernáculo y en sus utensilios. En espíritu hemos estado sobre el monte oyendo las mismas palabras de Dios, las dulces declaraciones de sus pensamientos, los afectos de su corazón y los consejos divinos, de los cuales Jesús es

El Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último
(Apocalipsis 22:13).

 

Haznos dioses

Ahora somos llamados a descender otra vez a la tierra, para contemplar el triste estado de ruina a la cual el hombre reduce todo lo que le es confiado. “Viendo el pueblo que Moisés tardaba en descender del monte, se acercaron entonces a Aarón, y le dijeron: Levántate, haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido” (v. 1). ¡Qué degradación se manifiesta aquí! “¡Haznos dioses!” Abandonaban a Jehová para ponerse bajo la tutela de dioses hechos de manos de hombres. Alrededor del monte se habían juntado nieblas espesas y nubes oscuras. Los israelitas estaban cansados de esperar al ausente y de apoyarse sobre un brazo invisible pero real. Se imaginaban que un dios formado con “buril” valía más que Jehová. Preferían un becerro al cual pudieran ver que un Dios invisible aunque presente en todas partes; mejor una falsificación visible que una realidad invisible.

Desgraciadamente, siempre ha sucedido lo mismo en la historia del hombre. El corazón humano desea alguna cosa que pueda ver, algo que responda a sus sentidos y los satisfaga. Solo la fe puede sostenerse “como viendo al Invisible” (Hebreos 11:27). Así, en todos los tiempos los hombres han tenido tendencia a levantar imitaciones de las realidades divinas y a apoyarse sobre ellas. Así es como vemos multiplicarse ante nuestra mirada las falsificaciones de una corrompida religión. Las cosas que por la autoridad de la Palabra de Dios sabemos que son realidades divinas y celestiales, la Iglesia profesante las ha transformado en imitaciones humanas y terrenales. Habiéndose cansado de apoyarse sobre un brazo invisible, de confiar en un sacrificio invisible, de recurrir a un sacerdote invisible, de esperar la dirección de una cabeza invisible, se puso a “hacer” estas cosas. De siglo en siglo, estuvo activamente ocupada, cincel en mano, formando y grabando una cosa tras otra. Por eso hallamos ahora tan poca similitud entre mucho de lo que vemos a nuestro alrededor y lo que leemos en la Palabra de Dios, como entre “un becerro de fundición” y “el Dios de Israel”.

“¡Haznos dioses!” ¡Qué pensamiento! ¡Aarón llamado a hacer dioses, y el pueblo dispuesto a poner su confianza en ellos! Miremos dentro y alrededor de nosotros, y veamos si no descubrimos algo semejante. Con relación a la historia de Israel leemos que todas

Estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos
(1 Corintios 10:11).

Procuremos, pues, aprovechar la enseñanza. Acordémonos de que, si bien no nos hacemos precisamente “un becerro” de oro para postrarnos delante de él, el pecado de Israel representa algo en lo cual estamos en peligro de caer. Cada vez que en nuestro corazón cesamos de apoyarnos exclusivamente en Dios mismo, ya sea en lo concerniente a la salvación o a las necesidades de nuestra vida diaria, decimos en el fondo: “Levántate, haznos dioses”. Huelga decir que en ninguna manera somos nosotros mejores que Aarón o los hijos de Israel. Si ellos honraron a un becerro en lugar de Jehová, nosotros estamos en peligro de obrar según el mismo principio y de manifestar el mismo espíritu. Nuestra única salvaguardia es estar siempre en la presencia de Dios. Moisés sabía que el becerro de oro no era Jehová y por esta causa no lo reconoció. Pero cuando nos apartamos de la presencia divina, nos resulta imposible prever los groseros errores en que podamos caer y todo el mal al cual podamos ser arrastrados.

Las realidades de la fe

Los cristianos somos llamados a vivir por fe. Nada podemos ver por la vista física. Jesús ascendió arriba, y Dios nos manda que esperemos pacientemente su manifestación. La Palabra de Dios, aplicada al corazón por la energía del Espíritu, es el fundamento de la confianza en todas las cosas temporales y espirituales, presentes y futuras. Dios nos habla del sacrificio cumplido por Cristo; nosotros lo creemos por la gracia, ponemos nuestras almas bajo la eficacia de este sacrificio y sabemos que jamás seremos confundidos. Nos habla del gran sumo Sacerdote que traspasó los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, cuya intercesión es todopoderosa. Mediante la gracia lo creemos y nos reposamos con entera confianza sobre su poder, pues sabemos que seremos enteramente salvos. Nos habla de la Cabeza a quien estamos unidos en la potestad de una vida de resurrección, de quien ninguna influencia de ángeles, hombres o demonios jamás podrá separarnos; por la gracia lo creemos y nos unimos a este Jefe bendito con una fe simple, sabiendo que no pereceremos jamás. Nos habla de la aparición gloriosa del Hijo, viniendo de los cielos; por la gracia lo creemos, procuramos experimentar el poder de esta “esperanza bienaventurada” (Tito 2:13), y sabemos que no sufriremos ningún desengaño. Nos habla de

Una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios
(1 Pedro 1:4-5),

herencia que recibiremos a su tiempo; por la gracia creemos y sabemos que no seremos avergonzados. Nos dice que nuestros cabellos están todos contados y que nada nos faltará; por la gracia lo creemos y gozamos de una dulce tranquilidad de corazón. Y así es, o por lo menos, así quisiera nuestro Dios que fuese. Pero el enemigo siempre está activo, buscando hacernos rechazar estas realidades divinas, y tomar el “cincel” de la incredulidad para que nos hagamos “dioses”. Velemos contra él, oremos para ser guardados de él; testifiquemos contra él; protestemos contra él; obremos contra él. Así es cómo será confundido, cómo Dios será glorificado y nosotros seremos abundantemente bendecidos.

El becerro de fundición

En cuanto a Israel, vemos en este capítulo que su rechazo de Dios fue de lo más completo. “Y Aarón les dijo: Apartad los zarcillos de oro que están en las orejas de vuestras mujeres, de vuestros hijos y de vuestras hijas, y traédmelos… y los trajeron a Aarón; y él los tomó de las manos de ellos, y le dio forma con buril, e hizo de ello un becerro de fundición. Entonces dijeron: Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto. Y viendo esto Aarón, edificó un altar delante del becerro; y pregonó Aarón, y dijo: Mañana será fiesta para Jehová” (v. 2-5). Esto era desechar a Dios del todo, sustituyéndolo por un becerro. Que pudiesen proclamar que un becerro los había hecho subir de la tierra de Egipto se debía, evidentemente, a que habían perdido toda conciencia de la presencia y del carácter del verdadero Dios. ¡Cuán “pronto se han apartado del camino” para caer en un error tan grosero y espantoso! (v. 8) ¡Y Aarón, el hermano y compañero de Moisés en su cargo, fue quien los condujo a este extravío y pudo decir delante de un becerro: “Mañana será fiesta para Jehová”! ¡Qué triste! ¡Qué humillante! ¡Dios destituido por un ídolo! ¡Un objeto formado “con buril” por la mano y según la imaginación del hombre, puesto en lugar del “Señor de toda la tierra”! (Josué 3:13).

La cólera de Jehová y la intercesión de Moisés

Todo esto implicaba, por parte de Israel, una renuncia completa a su relación con Jehová. El pueblo había abandonado a Dios y, en consecuencia, Dios obra colocándose en el mismo terreno del pueblo. “Entonces Jehová dijo a Moisés: Anda, desciende, porque tu pueblo que sacaste de tierra de Egipto se ha corrompido. Pronto se han apartado del camino que yo les mandé… Yo he visto a este pueblo, que por cierto es pueblo de dura cerviz. Ahora, pues, déjame que se encienda mi ira en ellos, y los consuma; y de ti yo haré una nación grande” (v. 7-10). Había, pues, una puerta abierta para Moisés, pero este manifiesta en esta circunstancia una virtud poco corriente, y una notable analogía de espíritu con aquel Profeta que Dios iba a suscitar en el futuro (Deuteronomio 18:15, 18). Moisés rehúsa ser o aceptar cosa alguna que implique la exclusión del pueblo. Aboga ante Dios sobre el fundamento de Su propia gloria, y vuelve a poner al pueblo sobre Él con estas admirables palabras: “Oh Jehová, ¿por qué se encenderá tu furor contra tu pueblo, que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y con mano fuerte? ¿Por qué han de hablar los egipcios, diciendo: Para mal los sacó, para matarlos en los montes, y para raerlos de sobre la faz de la tierra? Vuélvete del ardor de tu ira, y arrepiéntete de este mal contra tu pueblo. Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel tus siervos, a los cuales has jurado por ti mismo, y les has dicho: Yo multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo; y daré a vuestra descendencia toda esta tierra de que he hablado, y la tomarán por heredad para siempre” (v. 11-13). He aquí un poderoso abogado. La gloria de Dios, la justificación de su santo nombre, el cumplimiento de su juramento; tales son las razones sobre las cuales Moisés se apoya para suplicar a Jehová que se vuelva del ardor de su ira. No podía hallar nada en Israel sobre lo cual fundar su intercesión, pero lo halló todo en Dios mismo.

Las tablas de la ley rotas

Jehová había dicho a Moisés: “Tu pueblo que sacaste”; pero Moisés responde a Jehová: “Tu pueblo, que sacaste”. Los israelitas, a pesar de todo, eran el pueblo de Jehová. La gloria, el nombre y el juramento de Dios estaban íntimamente ligados con el destino del pueblo. Desde el momento en que Jehová se unió a un pueblo, quedó empeñada su gloria; sobre este sólido fundamento la fe mirará siempre a Él. Moisés se olvida totalmente a sí mismo. Toda su alma está ocupada en la gloria y en el pueblo de Jehová. ¡Dichoso servidor! ¡Cuán pocos hay como él! Y sin embargo, en medio de esta escena, ¡cuán lejos está de hallarse a la altura de nuestro bendito Maestro! ¡La diferencia entre ellos es infinita! Moisés descendió del monte: “Y aconteció que cuando él llegó al campamento, y vio el becerro y las danzas, ardió la ira de Moisés, y arrojó las tablas de sus manos” (v. 19). El pacto estaba roto y los testimonios de este pacto hechos pedazos. Después, tras haber ejecutado juicio en su justa indignación, “dijo Moisés al pueblo: Vosotros habéis cometido un gran pecado, pero yo subiré ahora a Jehová; quizá le aplacaré acerca de vuestro pecado” (v. 30).

Cristo, nuestro Mediador

¡Cuán diferente es esto de lo que vemos en Cristo! Él descendió del seno del Padre no con las tablas de la ley en sus manos, sino con la ley en su corazón. No descendió para enterarse de la condición del pueblo, sino con un conocimiento perfecto de su condición. Además, en lugar de destruir los testimonios del pacto y ejecutar juicio, magnificó y honró la ley, llevó en la cruz, sobre su propia persona adorable, el juicio de su pueblo. Después, habiéndolo cumplido todo, volvió a subir al cielo, no con un “quizá le aplacaré acerca de vuestro pecado”, sino para depositar sobre el trono de la Majestad en las alturas los testimonios imperecederos de una expiación ya cumplida. Esto marca una diferencia inmensa y verdaderamente gloriosa. ¡Bendito sea Dios! No tenemos necesidad de seguir ansiosamente a nuestro Mediador con la mirada para saber si cumplirá la redención por nosotros y si apaciguará la justicia ofendida. No; él lo ha cumplido todo. Su presencia en los cielos declara que toda la obra está terminada. Pudo ponerse en pie en los confines de este mundo, listo para su partida. Aunque todavía tuviera que atravesar la escena más sombría, pudo decir, con la calma del vencedor consciente de su victoria:

Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese
(Juan 17:4).

¡Bendito Salvador! Sí, nosotros podemos adorarte, y triunfar con el honor y la gloria con que te ha revestido la justicia eterna. Te pertenece el lugar más elevado en los cielos, y tus santos solo esperan el tiempo en que “se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:10-11). ¡Ojalá llegue pronto este tiempo glorioso!

Dios y el gobierno moral

Al final de este capítulo, Jehová proclama sus derechos en el gobierno moral con estas palabras: “Al que pecare contra mí, a este raeré yo de mi libro. Vé, pues, ahora, lleva a este pueblo a donde te he dicho; he aquí mi ángel irá delante de ti; pero en el día del castigo, yo castigaré en ellos su pecado” (v. 33-34). He aquí Dios en gobierno, no en el Evangelio. Aquí Dios habla de raer al pecador mientras que en el Evangelio se le ve rayendo el pecado. ¡Cuán grande es la diferencia!

El pueblo ha de ser conducido, por mediación de Moisés, por la mano de un ángel. Este estado de cosas era muy diferente del que había existido durante el viaje entre Egipto y el Sinaí. Israel había perdido todo derecho fundado sobre la ley, de manera que solo le quedaba a Dios recurrir a su soberanía y decir: “Tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente para con el que seré clemente” (cap. 33:19).