La ley
La ley y la gracia
Es de mayor importancia que se comprenda el verdadero carácter y objeto de la ley moral tal como nos es presentada en este capítulo. Hay en el hombre la tendencia a confundir los principios de la ley con los de la gracia, de manera que ni la ley ni la gracia sean bien comprendidas. La ley es despojada de su austera e inflexible majestad y la gracia de sus divinos atractivos. Las santas demandas de Dios permanecen sin respuesta, y el sistema anormal creado por los que así mezclan la ley y la gracia no llena ni satisface las profundas necesidades del pecador. La ley es la expresión de lo que el hombre debería ser, la gracia demuestra lo que Dios es. ¿Cómo, pues, pueden formar unidas un solo sistema? ¿Cómo podría salvarse el pecador en parte por la ley y en parte por la gracia? Imposible: es necesario que sea salvado por una o por otra.
La ley es llamada algunas veces «la expresión del pensamiento de Dios». Pero esta definición es del todo inexacta. Si dijésemos que la ley es la expresión del pensamiento de Dios respecto de lo que el hombre debería ser, estaríamos mucho más cerca de la verdad. A quien quisiera considerar los diez mandamientos como la expresión del pensamiento de Dios, yo le pregunto si en el pensamiento de Dios no hay otra cosa que “harás esto” y “no harás aquello”. ¿No hay en él gracia, ni misericordia, ni bondad? ¿No manifestará Dios lo que él es, ni revelará los profundos secretos de ese amor que rebosa de su corazón? ¿No hay nada más, en el carácter de Dios, que rígidas exigencias y severas prohibiciones? Si así fuera, deberíamos decir que «Dios es ley» en lugar de “Dios es amor”. Empero, bendito sea su nombre, hay mucho más en el corazón de Dios de lo que jamás podrán expresar “los diez mandamientos” pronunciados sobre el monte que ardía. Si yo quiero saber lo que es Dios, tengo que mirar a Cristo, “porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses 2:9).
La ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo
(Juan 1:17).
Necesariamente, en la ley se hallaba cierta medida de verdad; contenía la verdad en cuanto a lo que el hombre debía ser. Como todo lo que dimana de Dios, la ley era perfecta en su medida, perfecta para cumplir el fin al cual era destinada. Pero ese fin no era, en absoluto, el de revelar la naturaleza y el carácter de Dios ante pecadores perdidos y culpables. En la ley no había gracia ni misericordia. “El que viola la ley de Moisés… muere irremisiblemente” (Hebreos 10:28). “Por tanto, guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos” (Levítico 18:5, Romanos 10:5). “Maldito el que no confirmare las palabras de esta ley para hacerlas” (Deuteronomio 27:26; comp. Gálatas 3:10). Este lenguaje no es el de la gracia; no es en el monte de Sinaí donde debe ser buscada. Allí Jehová se manifiesta rodeado de una majestad terrible, en medio de la oscuridad, de tinieblas y tempestad, con truenos y relámpagos. Esas circunstancias no son aquellas que acompañan una dispensación de gracia y de misericordia. En cambio, encajaban perfectamente en una dispensación de verdad y de justicia y la ley no era otra cosa que esto.
En la ley, Dios declara lo que el hombre debería ser, y lo maldice si no lo es. Cuando el hombre se examina a la luz de la ley, ve que precisamente él es aquello que la ley condena. ¿Cómo podría, pues, obtener la vida por la ley? La ley propone la vida y la justicia como finalidad para quienes la habrán guardado. Pero ya desde el principio nos muestra que estamos en un estado de muerte y de iniquidad. Desde el primer instante necesitamos aquellas cosas que la ley nos propone alcanzar al final. ¿Qué hacer entonces? Para cumplir lo que la ley exige, me es preciso tener vida; para ser lo que la ley quiere que yo sea, me es indispensable poseer la justicia; si no tengo ambas, vida y justicia, soy “maldito”. De hecho, no tengo ni una ni otra. ¿Qué hacer, entonces? ¡He aquí el dilema! Respondan los que quieren “ser doctores de la ley” (1 Timoteo 1:7) de una manera que satisfaga a una conciencia recta, doblegada tanto al sentimiento de la espiritualidad e inflexibilidad de la ley como al de su propia naturaleza carnal imposible de corregir.
El propósito de la ley
Como nos lo enseña el apóstol, la verdad es que “la ley se introdujo para que el pecado abundase” (Romanos 5:20). Ese es el objeto mismo de la ley. La ley fue dada a fin de demostrar que el pecado es “sobremanera pecaminoso” (Romanos 7:13). La ley era, en cierto sentido, como un espejo perfecto enviado del cielo para revelar al hombre cuanto se había desfigurado moralmente. Si me pongo ante un espejo con mis vestidos desordenados, el espejo me enseña el desorden, pero no lo arregla. Si tiro una plomada perfectamente justa a lo largo de un tronco tortuoso, la plomada me mostrará las desviaciones del árbol, pero no lo enderezará. Si yo salgo con una luz durante una noche oscura, esta me deja ver todos los obstáculos y tropiezos que se hallan en mi camino, pero no los quita. Sin embargo, ni el espejo, ni la plomada, ni la luz crean los males que cada uno de ellos revela. Ni los crean, ni los quitan; no hacen más que manifestarlos. Lo mismo sucede con la ley: no crea el mal en el corazón del hombre, ni tampoco lo quita; solamente lo revela con una exactitud infalible.
“¿Qué diremos, pues? ¿La ley es pecado? En ninguna manera. Pero yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás” (Romanos 7:7). El apóstol no dice que el hombre no tendría “codicia”, sino que no estaría consciente de la codicia. La codicia estaba en el hombre, pero este lo ignoraba hasta que la “lámpara” de Jehová (Job 29:3) iluminó los rincones tenebrosos de su corazón y manifestó el mal que había en él. Así, en una cámara oscura un hombre puede estar rodeado de polvo y confusión sin que se dé cuenta de ello, a causa de la oscuridad en que está sumido. Pero, que penetre allí un rayo del sol, e inmediatamente lo distinguirá todo. ¿Acaso los rayos del sol crean el polvo? Claro que no; el polvo está allí, y el sol no hace más que descubrirlo y manifestarlo. Este es pues el efecto que produce la ley: juzga el carácter y la condición del hombre; le prueba que es un pecador y le encierra bajo maldición. La ley viene para juzgar al hombre; le maldice si no le halla conforme a lo que debe ser.
La ley condena al pecador
Es, pues, una imposibilidad manifiesta que el hombre obtenga la vida y la justificación por medio de una cosa que no puede sino maldecirle. A menos que la condición del pecador y el carácter de la ley no sean completamente cambiados, la ley no puede hacer más que maldecir al pecador. La ley no es indulgente con las debilidades, ni se satisface con una obediencia imperfecta aunque sea sincera. Si tal fuese el caso, cesaría de ser lo que es: santa, justa y buena (Romanos 7:12). Precisamente porque la ley es lo que es, el pecador no puede obtener la vida por ese medio. Si pudiese tener la vida por ella, o la ley no sería perfecta, o el hombre no sería pecador. Es imposible que un pecador adquiera la vida por medio de una ley perfecta, ya que por la misma razón de ser perfecta, debe condenarlo. Su perfección absoluta manifiesta y pone su sello sobre la ruina absoluta y la condenación del hombre. “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Romanos 3:20). El apóstol no dice que «por la ley sea el pecado», sino que “por medio de la ley es el conocimiento del pecado”. “Pues antes de la ley, había pecado en el mundo; pero donde no hay ley, no se inculpa de pecado” (Romanos 5:13). El pecado existía, pero faltaba que la ley lo manifestara bajo la forma de “transgresión”. Si yo digo a mi hijo: «No toques este cuchillo», mi prohibición misma prueba la tendencia de su corazón a hacer su propia voluntad. Mi prohibición no crea la tendencia; no hace más que revelarla.
El apóstol Juan dice que “el pecado es iniquidad” (1 Juan 3:4, N. T. interlineal). La expresión «infracción o transgresión de la ley», que hallamos en varias versiones de este pasaje, no traduce exactamente el verdadero pensamiento del Espíritu Santo. Para que haya “infracción” es preciso que se haya quebrantado una regla, un pacto o una norma de conducta definida. He aquí las prohibiciones de la ley: “No matarás”, “no cometerás adulterio”, “no hurtarás”. Con esto tengo ante mí una ley o regla; pero descubro que tengo en mí los mismos principios contra los cuales han sido expresamente dirigidas estas prohibiciones. Más aun, el mismo hecho de que se me prohíba matar muestra que el homicidio está en mi naturaleza (comp. Romanos 7:5). Sería del todo inútil prohibirme hacer una cosa si yo no tuviera ninguna inclinación a hacerla; pero la revelación de la voluntad de Dios acerca de lo que yo debería ser pone de manifiesto la tendencia de mi voluntad a ser lo que no debiera. Esto es claro, y está en total conformidad con todas las enseñanzas del apóstol sobre este asunto.
No somos justificados por la ley
No obstante, muchas personas que admiten que no podemos obtener la vida por la ley, sostienen al mismo tiempo que la ley es la regla de nuestra vida. El apóstol declara que “todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición” (Gálatas 3:10). Poco importa su condición individual; si están sobre el terreno de la ley, necesariamente se hallan bajo maldición. Puede ser que alguno diga: «Yo soy regenerado y, por lo tanto, no estoy expuesto a la maldición»; pero si la regeneración no transporta al hombre fuera del terreno de la ley, no puede ponerlo más allá de los límites de la maldición. Si el cristiano se halla bajo la ley, está expuesto necesariamente a la maldición de la ley. Pero, ¿qué tiene que ver la ley con la regeneración? ¿Dónde hallamos que se trate de la regeneración en este capítulo 20 del Éxodo? La ley no hace más que dirigir una pregunta al hombre. Es una pregunta breve, seria y directa, a saber: «¿Eres tú lo que deberías ser?» Si la respuesta es negativa, la ley no puede menos que lanzar sus terribles anatemas y matar al hombre. El hombre verdaderamente regenerado pronto reconocerá que en sí mismo nada es de lo que debería ser. Así que si está bajo la ley, se halla inevitablemente bajo la maldición. Es imposible que la ley disminuya sus demandas o que se mezcle con la gracia. Los hombres, dándose cuenta de que no logran elevarse hasta la medida de la ley, siempre procuran rebajarla hacia ellos; pero es en vano. La ley permanece tal cual es, en toda su pureza, majestad y austera inflexibilidad, y nada menos acepta que una obediencia perfecta. ¿Y quién es el hombre, regenerado o irregenerado, que pueda intentar obedecer así? Se dirá tal vez: «Nosotros tenemos la perfección de Cristo». Es verdad; pero no es por la ley, sino por la gracia, y de ninguna manera podemos confundir las dos dispensaciones. Las Escrituras nos enseñan claramente que no somos justificados por la ley. Por lo tanto, la ley no es la regla de nuestra vida. Lo que solo puede maldecir, no puede justificar nunca, y lo que solo mata, no puede ser lo que regula y gobierna la vida. Sería lo mismo que si un hombre intentara hacer fortuna valiéndose del balance que lo declara en quiebra.
Un yugo imposible de llevar
La lectura del capítulo 15 de los Hechos nos enseña como responde el Espíritu Santo a toda tentativa de poner a los creyentes bajo la ley como regla de vida. “Pero algunos de la secta de los fariseos, que habían creído, se levantaron diciendo: Es necesario circuncidarlos, y mandarles que guarden la ley de Moisés” (v. 5). La insinuación tenebrosa e inoportuna de esos legalismos de los tiempos primitivos no era otra cosa sino el silbido de la serpiente antigua. Pero, la poderosa energía del Espíritu Santo, la voz unánime de los doce apóstoles y de toda la Iglesia respondieron a ello como leemos en el versículo 7: “Y después de mucha discusión, Pedro se levantó y les dijo: Varones hermanos, vosotros sabéis cómo ya hace algún tiempo que Dios escogió que los gentiles oyesen” ¿Qué? ¿Las demandas y maldiciones de la ley de Moisés? ¡No, bendito sea su nombre!, no era este el mensaje que Dios quería hacer llegar a los oídos de pobres pecadores privados de toda fuerza, sino que “oyesen por mi boca la palabra del evangelio y creyesen”. He aquí lo que concordaba con el carácter y la voluntad de Dios. Los fariseos que se levantaron contra Bernabé y Saulo no eran enviados del Señor. Lejos de esto; ellos no anunciaban las buenas nuevas, ni publicaban la paz; sus “pies” no tenían nada de “hermoso” delante de Aquel que solo se complace en la misericordia.
“Ahora, pues”, continúa el apóstol, “¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar?” (v. 10). Este lenguaje es grave y serio. Dios no quería que se pusiese un yugo “sobre la cerviz” de aquellos cuyos corazones habían sido liberados por el Evangelio de paz. Muy al contrario, deseaba exhortarlos a permanecer firmes en la libertad de Cristo para no estar “otra vez sujetos al yugo de esclavitud” (Gálatas 5:1). Dios no quería enviar a quienes había recibido en su seno “al monte que se podía palpar” para aterrarlos con el “fuego”, “la oscuridad”, “las tinieblas” y “la tempestad” (Hebreos 12:18). ¿Cómo podríamos admitir jamás la idea de que Dios quisiera gobernar por la ley a los que ha recibido en gracia? Pedro dice: “Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos” (Hechos 15:11). Los judíos que habían recibido la ley, y los gentiles que no la recibieron, todos debían en adelante ser salvos por la gracia. Y no solamente debían ser salvos por “gracia” sino también estar “firmes” en la gracia, y crecer “en la gracia” (Romanos 5:1-2; 2 Pedro 3:18). Enseñar otra cosa es tentar a Dios. Esos fariseos derriban el fundamento de la fe del cristiano; y esto mismo hacen todos aquellos que procuran poner a los creyentes bajo la ley. No hay mal peor ni más abominable, a los ojos de Dios, que el legalismo. Escúchese el lenguaje enérgico y los acentos de justa indignación de que se sirve el Espíritu Santo respecto a estos doctores de la ley: “¡Ojalá se mutilasen los que os perturban!” (Gálatas 5:12).
¿Han cambiado acaso los pensamientos del Espíritu Santo con relación a este punto? ¿No es todavía “tentar a Dios” poner el yugo de la ley sobre la cerviz de un pecador? ¿Es según su voluntad de gracia que la ley sea recomendada a los pecadores como si fuese la expresión del plan de Dios respecto a ellos? Respondemos a estas preguntas a la luz de Hechos 15 y de la epístola a los Gálatas. De no haber otros, estos dos pasajes de las Escrituras son suficientes para demostrar que la intención de Dios no ha sido jamás que los gentiles oyesen la palabra de la ley. Si tal hubiese sido su plan, seguramente habría escogido a alguien para que se la anunciase. Pero no lo hizo. Cuando Jehová proclamó su “ley terrible”, no habló más que en una sola lengua; “lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley” (Romanos 3:19); pero cuando publicó la buena nueva de salvación por la sangre del Cordero, habló la lengua de “todas las naciones bajo el cielo”. Dios hablaba de tal manera que cada uno, en su propia lengua, pudiera oír el dulce relato de la gracia (Hechos 2:1-11).
El mensaje de la gracia
Cuando Dios, desde lo alto del Sinaí, proclama las duras demandas del pacto de las obras, se dirige exclusivamente a un solo pueblo. Su voz fue oída solamente dentro de los estrechos límites del pueblo judío. Pero cuando desde las llanuras de Belén “el ángel del Señor” anunció “buenas nuevas de gran gozo”, añadió las características palabras: “Que será para todo el pueblo” (Lucas 2:10). Y el Cristo resucitado, al enviar a sus mensajeros de salvación, les dijo: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:15; comp. Lucas 3:6). El caudaloso río de la gracia de Dios, abierto por la sangre del Cordero, debía desbordar, por la energía del Espíritu Santo, mucho más allá del estrecho recinto del pueblo de Israel, y derramarse en abundancia sobre un mundo manchado por el pecado. Es necesario que “toda criatura” oiga, en su propia lengua, el mensaje de paz, la palabra del Evangelio, la nueva de salvación por la sangre de la cruz. Y por fin, para dar a nuestros pobres corazones legalistas la prueba de que el Sinaí no era en ninguna manera el lugar donde los secretos de Dios fueron revelados, el Espíritu Santo dijo por boca de un profeta y por la de un apóstol: “¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salvación!” (Isaías 52:7; Romanos 10:15). En cambio, el mismo Espíritu dice de aquellos que querían ser doctores de la ley: “¡Ojalá se mutilasen los que os perturban!” (Gálatas 5:12).
La ley y el Evangelio
Es evidente, pues, que la ley no es el fundamento de vida para el pecador, ni la regla de vida para el cristiano. Cristo es ambas cosas. Él es nuestra vida y la regla de ella. La ley solo puede maldecir y matar. Cristo es nuestra vida y nuestra justicia. Fue hecho maldición por nosotros, siendo colgado del madero. Jesús descendió al lugar donde yacía el pecador sumido en estado de muerte y condenación. Y habiéndonos librado por su muerte de todo aquello que era o podía ser contra nosotros, ha sido constituido, por su resurrección, en la fuente de vida y el fundamento de justicia para todos los que creen en su nombre. Poseyendo así la vida y la justicia en él, no somos llamados a andar como la ley ordena, sino a
Andar como él anduvo
(1 Juan 2:6).
Parece superfluo afirmar que matar, cometer adulterio y hurtar son actos directamente opuestos a la moral cristiana. Pero, si un cristiano regulara su vida según esos mandamientos o según el decálogo entero, ¿produciría esos preciosos y delicados frutos de que nos habla la epístola a los Efesios? Los diez mandamientos ¿podrían hacer que el ladrón no hurte más, sino que se vuelve un hombre laborioso y generoso? Evidentemente, no. La ley dice: “No hurtarás”. ¿Pero acaso añade la ley: «Vé, y da a aquel que está en necesidad: «Vé, y da de comer a tu enemigo, vístele y bendícele»? ¿Ordena la ley: «Ve, y regocija con tu benevolencia, por tus actos de bondad, el corazón de aquel que solo ha procurado dañarte»? ¡Desde luego que no! Y, sin embargo, si yo estuviese bajo la ley, como regla, sería maldito y muerto por ella. ¿Cómo puede ser esto siendo la santidad cristiana mucho más elevada que la de la ley? Porque yo soy débil, y la ley no me concede ninguna fuerza, ni me manifiesta ninguna misericordia. La ley exige la fuerza de aquel que no tiene ninguna, y le maldice si no puede mostrarla. El Evangelio da la fuerza al que no tiene, y le bendice en la manifestación de esta fuerza. La ley presenta la vida como el fin de la obediencia; el Evangelio da la vida como el único fundamento verdadero de obediencia.
Para no fatigar demasiado al lector a fuerza de argumentos, le pregunto: ¿En qué parte del Nuevo Testamento se presenta la ley como regla de vida? Evidentemente, el apóstol no tenía tal pensamiento cuando dijo: “Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación. Y a todos los que anden conforme a esta regla, paz y misericordia sea a ellos, y al Israel de Dios” (Gálatas 6:15-16). ¿Cuál regla? ¿La ley? No, sino la nueva creación. En el capítulo 20 del Éxodo no se trata de una “nueva creación”. Al contrario, este capítulo se dirige al hombre tal como es, en su estado natural que pertenece a la vieja creación, y le pone a prueba para saber lo que verdaderamente está capaz de hacer. Por tanto, si la ley fuese la regla por la cual los creyentes deben andar, ¿de dónde viene que el apóstol pronuncie una bendición sobre los que andan según una regla totalmente diferente? ¿Por qué no dice: «A todos los que anden conforme a la regla de los diez mandamientos?» ¿No es evidente, según este pasaje, que la Iglesia de Dios tiene una regla más elevada conforme a la cual debe andar? Sin ninguna duda. Aunque los diez mandamientos forman parte del canon de los libros inspirados, nunca podrían ser la regla de vida para aquel que, por la gracia infinita, ha sido introducido en una nueva creación y ha recibido una nueva vida en Cristo.
La ley es perfecta
Tal vez se pregunte: «¿No es perfecta la ley? Y si la ley es perfecta, ¿qué más puede pedirse?» La ley es divinamente perfecta. Más aun, a causa de su misma perfección, la ley maldice y mata a los que no son hallados perfectos cuando intentan medirse con ella. “La ley es espiritual; mas yo soy carnal” (Romanos 7:14). Es imposible tener una opinión justa de la perfección y espiritualidad de la ley. Pero, al ponerse en contacto esta ley perfecta con la humanidad caída, al chocar esta ley espiritual con los “designios de la carne”, no puede producir más que “ira” y “enemistad” (Romanos 4:15; 8:7). ¿Por qué? ¿Por no ser perfecta ley? Al contrario; porque la ley es perfecta y el hombre pecador. Si el hombre fuese perfecto, cumpliría la ley en toda su perfección espiritual. Asimismo el apóstol nos dice a los verdaderos creyentes, a pesar de que llevamos todavía en nosotros una naturaleza corrompida: “Para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:4). “Porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley… el amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor” (Romanos 13:8, 10; comp. Gálatas 5:14, 22-23). Si yo amo a una persona, no le hurtaré lo que le pertenece; al contrario, procuraré hacerle todo el bien que pueda. Todo esto es claro y fácil de comprender para un alma espiritual; pero confunde a los que quieren hacer de la ley el principio de vida para el pecador o la regla de vida para el creyente.
Los dos grandes mandamientos
Si consideramos la ley en sus dos grandes mandamientos, vemos que ordena al hombre amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con toda su mente, y a su prójimo como a sí mismo. Tal es el resumen de la ley. Nada menos que eso pide la ley. ¿Y qué hijo caído de Adán pudo responder jamás a esta doble demanda de la ley? ¿Quién podría decir que ama a Dios y a su prójimo así? “Los designios de la carne (es decir, las intenciones que tenemos por naturaleza) son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Romanos 8:7). El hombre aborrece a Dios y sus preceptos. Dios se ha manifestado en la persona de Cristo, no en su gloriosa majestad, sino con todo el atractivo y la dulzura de una gracia y condescendencia perfectas. ¿Cuál fue el resultado de ello? El hombre aborrece a Dios. “Pero ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre” (Juan 15:24). Pero se dirá: «El hombre debía haber amado a Dios». Sin duda que sí; y si no le ama merece la muerte y la perdición eterna. ¿Pero puede la ley producir este amor en el corazón del hombre? ¿Es esta su meta? De ninguna manera, porque “la ley produce ira”, “porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado”; “fue añadida a causa de las transgresiones” (Romanos 4:15; 3:20; Gálatas 3:19). La ley halla al hombre en un estado de enemistad contra Dios. Sin cambiar en nada este estado, porque no es este su objeto, le manda amar a Dios de todo su corazón y le maldice si no lo hace. No pertenecía al ámbito de la ley el cambiar o mejorar la naturaleza del hombre. Tampoco podía darle el poder para responder a sus justas demandas. La ley dice: “Los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos” (Levítico 18:5). Ordena al hombre que ame a Dios. Si bien no le revela lo que Dios es para el hombre todavía en su culpabilidad y en su ruina, le dice lo que él debe ser para Dios. ¡Qué terrible ministerio! No se demuestra ahí el poderoso atractivo del carácter de Dios que produce en el hombre un verdadero arrepentimiento, derritiendo su corazón de hielo y elevando su alma a un afecto sincero y a la adoración. No; la ley era un mandamiento perentorio para amar a Dios; pero, en lugar de crear este amor, la ley “produce” la “ira”, no porque Dios no deba ser amado, sino porque el hombre es un pecador.
A continuación leemos: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19:18). ¿Ama el hombre natural a su prójimo como a sí mismo? ¿Es este el principio, la regla que prevalece en las cámaras de comercio, en la bolsa, en los bancos, en los mercados y ferias de este mundo? ¡Desgraciadamente no! El hombre no ama a su prójimo como a sí mismo. Debería hacerlo, y si fuera recto, lo haría. La condición en que el hombre se halla es totalmente mala, y a menos que no sea nacido “de nuevo” (Juan 3:3, 5) por la Palabra y por el Espíritu de Dios, no puede ver ni entrar “en el reino de Dios”. La ley no puede producir este nuevo nacimiento. Mata al “viejo hombre” pero no crea ni puede crear al “nuevo hombre”. Sabemos que el Señor Jesús reunió a la vez, en su persona gloriosa, a Dios y a nuestro prójimo, por cuanto Él era, según la verdad fundamental de la doctrina cristiana, “Dios… manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). ¿Cómo ha sido tratado Jesús por el hombre? ¿Le ha amado de todo su corazón y como a sí mismo? Todo lo contrario. El hombre crucificó a Jesucristo entre dos malhechores después de preferir un ladrón y homicida a este Ser bendito que “anduvo haciendo bienes” (Hechos 10:38) por todas partes. Descendió de las moradas eternas de la luz y del amor, siendo él mismo la personificación de este amor y de esta luz. Su corazón estaba lleno de la más pura simpatía para con las necesidades de la pobre humanidad y su mano siempre dispuesta a enjugar las lágrimas del pecador, aliviando sus sufrimientos. Al contemplar así la cruz de Cristo vemos la demostración irrecusable de la impotencia del hombre para guardar la ley, porque tal poder no está en su naturaleza.
La adoración
Después de todo lo que acabamos de ver, hay un interés especial para el hombre espiritual en considerar la posición de Dios frente al pecador al final de este memorable capítulo. “Jehová dijo a Moisés: Así dirás a los hijos de Israel: …Altar de tierra harás para mí, y sacrificarás sobre él tus holocaustos y tus ofrendas de paz, tus ovejas y tus vacas; en todo lugar donde yo hiciere que esté la memoria de mi nombre, vendré a ti y te bendeciré. Y si me hicieres altar de piedras, no las labres de cantería; porque si alzares herramienta sobre él, lo profanarás. No subirás por gradas a mi altar, para que tu desnudez no se descubra junto a él” (v. 22-26).
No vemos aquí que el hombre se halle en la posición de uno que hace obras, sino en la de un adorador; y esto aun al final de nuestro capítulo. Según se desprende de este hecho, es evidente que Dios no quiere que el pecador respire la atmósfera del Sinaí, ya que este no es el lugar adecuado para el encuentro entre Dios y el hombre. “En todo lugar donde yo hiciere que esté la memoria de mi nombre, vendré a ti y te bendeciré”. Y este lugar en el cual Jehová hace que esté la memoria de su nombre, donde él “viene” para bendecir a su pueblo de adoradores, ¡cuán distinto es del terrible monte que ardía!
Además, Dios quiere encontrar al pecador junto a un altar de piedras sin labrar y sin ninguna grada; es decir, en un lugar de culto cuya construcción no exige ningún arte humano, y al cual uno puede acercarse sin el menor esfuerzo. Las piedras labradas habrían manchado el altar y las gradas habrían descubierto la “desnudez” humana. ¡Qué tipo más admirable del centro de reunión donde Dios se encuentra ahora con el pecador, a saber, la persona y la obra de su Hijo Jesucristo, en quien hallan su entera satisfacción todas las demandas de la ley, de la justicia y de la conciencia! En todos los tiempos y en todos los lugares, el hombre ha estado dispuesto a alzar su “herramienta” para erigir el altar y acercarse a él subiendo las gradas de su propia fabricación. Pero el resultado de todas esas tentativas siempre ha sido la profanación, y la manifestación de la “desnudez”. “Todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja” (Isaías 64:6). ¿Quién se atrevería a acercarse a Dios con un vestido manchado, o a presentarse en su desnudez para adorarle? ¿Puede haber algo más fuera de lugar que allegarse a Dios en un estado que implica forzosamente la “suciedad” o la “desnudez”? Pero es lo que ocurre cada vez que el pecador pretende abrirse un camino hacia Dios a través de sus propios esfuerzos. No solamente el esfuerzo resulta inútil, sino que lleva el sello de la suciedad y de la desnudez. Dios se ha acercado tanto al pecador, descendiendo hasta los mismos abismos de su ruina, que no hay ninguna necesidad de emplear la “herramienta” del legalismo, ni subir las gradas de la justicia propia. Hacerlo equivale a manifestar su suciedad y desnudez.
Así son los principios con los cuales termina el Espíritu Santo esta parte tan notable del libro inspirado. ¡Haga Dios que estos principios queden grabados en nuestros corazones y comprendamos mejor la diferencia esencial que existe entre la ley y la gracia!