Las ordenanzas o juicios
La condescendencia infinita de Dios para con el hombre
El estudio de esta porción es muy a propósito para llenar el corazón de admiración en presencia de la insondable sabiduría de Dios y su bondad infinita. Además, nos permite darnos cuenta de un reino gobernado por las leyes establecidas por Dios. Al mismo tiempo aprendemos a ver la maravillosa condescendencia de Aquel que, siendo el gran Dios del cielo y de la tierra, se rebajó hasta juzgar entre hombre y hombre acerca de la muerte de un buey (cap. 22:10), del préstamo de un vestido (cap. 22:26) o de la pérdida del diente de un esclavo (cap. 21:27). ¿Quién es semejante a Jehová nuestro Dios, que se humilló para mirar las cosas de los cielos y de la tierra? Él gobierna el universo y, sin embargo, se ocupa del vestido de una de sus criaturas. Dirige el vuelo del ángel y conoce la senda del gusano que se arrastra. Regula el movimiento de los innumerables astros que se mueven en el espacio y registra la caída de un pajarillo.
El carácter de los juicios presentados en el capítulo 21 encierra para nosotros un doble sentido. Estos juicios y ordenanzas nos dan un doble testimonio, nos traen un doble mensaje y presentan ante nuestros ojos un cuadro con dos imágenes distintas. Nos hablan de Dios y del hombre.
Primeramente, en cuanto a Dios, le vemos decretar leyes de una justicia perfecta, estricta e imparcial. “Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe” (v. 24-26). Tal era el carácter de las leyes, de los estatutos y de los juicios por medio de los cuales Dios gobernaba a su reino terrestre de Israel. Proveía a todo, defendía los intereses de cada uno y atendía cada demanda. No había parcialidad alguna, ni acepción de personas, ni distinción entre rico y pobre. La balanza donde eran pesados los derechos de cada uno estaba afinada con una exactitud divina, de manera que nadie podía quejarse con razón de la decisión. El manto inmaculado de la justicia no debía ser manchado por las inmundas manchas del cohecho, de la corrupción o de la parcialidad. El ojo y la mano de un Legislador divino se cuidaban de todo; y el Ejecutor divino trataba a todo culpable con un rigor inflexible. La espada de la justicia solo hería la cabeza del culpable, mientras que toda alma obediente era guardada en el pleno goce de todos sus derechos y privilegios.
Es imposible considerar estas leyes sin admirarse de la revelación indirecta que ellas contienen tocante a la horrible depravación de la naturaleza humana. El hecho de que Jehová haya tenido que promulgar leyes contra ciertos crímenes demuestra la capacidad humana para cometerlos. Si no existiesen ni la capacidad ni la tendencia, no habrían sido necesarias esas leyes. Hay un gran número de personas que, al oír las groseras abominaciones prohibidas en estos capítulos, sienten la tentación de exclamar, como Hazael: “¿Qué es tu siervo, este perro, para que haga tan grandes cosas?” (2 Reyes 8:13). Pero los que así hablan no han descendido todavía a los profundos abismos de su propio corazón. Porque si bien algunos de los pecados prohibidos aquí parecen colocar al hombre, en cuanto a sus costumbres e inclinaciones, por debajo del nivel de un perro, estos mismos estatutos prueban de un modo incontestable que aun el hombre de mejor cultura lleva en sí mismo el germen de las más tenebrosas y horribles abominaciones. ¿Para quién fueron dadas esas leyes? Para el ser humano. ¿Eran necesarias? Sin ninguna duda. Serían enteramente superfluas si el hombre fuese incapaz de cometer los pecados que la ley condena. Pero el hombre es capaz de todas esas cosas; y esto nos hace ver que ha caído lo más bajo posible, que su naturaleza está completamente corrompida y que “desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana” (Isaías 1:6; Romanos 3:9-18).
¿Cómo puede comparecer semejante ser sin temor ante la luz del trono de Dios? ¿Cómo puede permanecer en el Lugar Santísimo y estar en pie sobre el mar de cristal? ¿Cómo entrará por las puertas de perlas y caminará por las calles de oro de la Jerusalén celestial? (Apocalipsis 4:6; 21:21). La respuesta a estas preguntas revela a nuestros ojos las maravillas del amor que nos salva y el poder eterno de la sangre del Cordero. Por grande que sea la caída del hombre, el amor de Dios es aun mayor. Por más negro que sea su crimen, la sangre de Jesús puede borrarlo perfectamente. Por ancho que sea el abismo que separa al hombre de Dios, la cruz tendió un puente. Dios descendió hasta el pecador a fin de elevarle a un alto lugar de favor infinito, en unión eterna con su propio Hijo. Nosotros tenemos motivos para exclamar:
Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios
(1 Juan 3:1).
Solo el amor de Dios podía sondear la miseria del hombre, y solo la sangre de Cristo podía sobrepujar su culpabilidad. Pero ahora la profundidad misma de la ruina del hombre magnifica el amor que la ha sondeado, y la inmensidad del crimen proclama el poder de la sangre que puede borrarlo. El más vil pecador que cree en Cristo puede regocijarse en la seguridad de que Dios le ama y le declara que “está todo limpio” (Juan 13:10).
El siervo hebreo
Tal es la doble enseñanza que puede sacarse de estas leyes y ordenanzas cuando se las considera en conjunto, y cuanto más las examinemos en detalle, mejor apreciaremos su perfección y hermosura. Tomemos, por ejemplo, la primera de esas ordenanzas. “Si comprares siervo hebreo, seis años servirá; mas al séptimo saldrá libre, de balde. Si entró solo, solo saldrá; si tenía mujer, saldrá él y su mujer con él. Si su amo le hubiere dado mujer, y ella le diere hijos o hijas, la mujer y sus hijos serán de su amo, y él saldrá solo. Y si el siervo dijere: Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre; entonces su amo lo llevará ante los jueces, y le hará estar junto a la puerta o al poste; y su amo le horadará la oreja con lesna, y será su siervo para siempre” (cap. 21:2-6). El siervo era perfectamente libre en lo que le concernía personalmente. Había hecho todo lo que se exigía de él y podía irse adonde bien le pareciera con una libertad absoluta. Pero, por afecto a su amo, a su mujer y a sus hijos, se sometía voluntariamente a una servidumbre perpetua; y no solamente esto, sino que estaba dispuesto a llevar, en su cuerpo, la señal de esta servidumbre.
El verdadero Siervo
Se reconocerá fácilmente cómo todo esto se aplica al Señor Jesús. En él, vemos a Aquel que estaba en el seno del Padre antes que existiesen los mundos, siendo el objeto de sus delicias eternas. Vemos en él a Quien podría haber ocupado este lugar que le pertenecía por toda la eternidad, puesto que nada le obligaba a abandonarlo. Pero, tal era su amor para con el Padre, de cuyos designios y gloria se trataba, tal era su amor para con la Iglesia y para cada uno de sus miembros que descendió voluntariamente a la tierra, se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo y las marcas de una servidumbre perpetua. Tenemos en los Salmos una probable alusión a estas marcas: “Has abierto mis oídos” (Salmo 40:6). Este salmo es la expresión de la devoción de Cristo a Dios.
Entonces dije: He aquí, vengo; en el rollo del libro está escrito de mí; el hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón(v. 7-8).
Él vino para hacer la voluntad de Dios, cualquiera que fuese. Jamás hizo su propia voluntad, ni en su recepción y salvación de pecadores, aunque ciertamente su corazón amante y todos sus afectos estaban en plena actividad en esta obra tan gloriosa. No obstante, él recibe y salva solo como servidor de los designios del Padre. “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera. Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero” (Juan 6:37-39; comp. Mateo 20:23).
La posición de siervo que toma el Señor Jesús se nos presenta aquí de la manera más interesante. En gracia perfecta, él se considera responsable de recibir a quienes están comprendidos en los consejos de Dios, y no solamente de recibirlos, sino de guardarlos a través de todas las pruebas y dificultades de su peregrinación aquí en la tierra, hasta el momento de la muerte, si esta les sobreviene, y de resucitarlos en el último día. ¡Cuán perfecta es la seguridad que posee aun el más débil miembro de la Iglesia de Dios! Es el objeto de los designios eternos de Dios, y el Señor Jesús es la garantía del cumplimiento de los mismos. Jesús ama al Padre, y la inmensidad de este amor es la medida de la seguridad de cada uno de los miembros de la familia redimida. La salvación del pecador que cree en el nombre del Hijo de Dios no es otra cosa que la expresión del amor de Cristo para con el Padre. Si tan solo uno de los que creen en el nombre de Cristo pudiera perderse por cualquier causa, ese hecho indicaría que el Señor Jesús ha sido incapaz de cumplir la voluntad de Dios. Sería una blasfemia positiva contra su santo nombre, al cual sea dado todo honor y majestad durante la eternidad de los siglos.
Así, tenemos en el siervo hebreo un tipo de Cristo en su consagración perfecta al Padre. Pero aún hay más que esto. “Yo amo… a mi mujer y a mis hijos”. “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Efesios 5:25-27). Hay varios otros pasajes de las Escrituras que nos presentan a Cristo cual antitipo del siervo hebreo, tanto en su amor por la Iglesia como cuerpo, como por todos los creyentes individualmente. Hallamos una enseñanza especial sobre este asunto en Mateo 13, Juan 10 y 13 y en Hebreos 2.
El amor de Cristo… excede a todo conocimiento
El conocimiento del amor de Jesús no puede dejar de producir en nuestros corazones una completa consagración a Aquel que manifestó un amor tan puro, perfecto y desinteresado. La esposa y los hijos del siervo hebreo ¿cómo podían dejar de amar al que había renunciado voluntariamente a su libertad para permanecer con ellos? ¿Y qué es este amor humano, representado en el tipo, en comparación con el amor que resplandece en Cristo, el antitipo? “El amor de Cristo… excede a todo conocimiento” (Efesios 3:19). Le llevó a pensar en nosotros antes que el mundo existiese, a visitarnos luego cuando llegó el cumplimiento del tiempo, a salir, por su propia voluntad, hasta el poste de la puerta –a sufrir por nosotros en la cruz– a fin de elevarnos hasta él, para hacernos compañeros suyos en su reino y en su gloria eterna.
Iría demasiado lejos si quisiera hacer una exposición completa de los demás estatutos y juicios contenidos en estos capítulos1 . Solo señalaré, antes de terminar, que es imposible leer estos pasajes sin que el corazón se llene de adoración ante esta profunda sabiduría y justicia perfecta, y también de una tierna consideración que impregna a todo. Dejan en el alma la profunda convicción de que Aquel que habla en estos capítulos es el “único Dios verdadero”, el “único y sabio Dios”, infinitamente misericordioso.
¡Permita Dios que todas nuestras meditaciones de su Palabra eterna lleven nuestras almas a la adoración de Aquel cuyos propósitos perfectos y gloriosos atributos brillan con todo su esplendor en esta Palabra, para gozo y edificación de su pueblo redimido!
- 1Las fiestas mencionadas en el capítulo 23:14-19 y las ofrendas del capítulo 29, expuestas en toda su plenitud y detalle en el libro del Levítico, las consideraremos en el estudio de ese libro tan rico e interesante.