El judío, el gentil y la Iglesia de Dios
Ahora llegamos al final de una porción muy relevante del libro del Éxodo. Valiéndose Dios de su gracia perfecta, visitó y redimió a su pueblo; lo hizo salir de la tierra de Egipto, lo liberó primero de la mano de Faraón, luego de la de Amalec. Además, hemos visto en el maná un tipo de Cristo descendido del cielo; en la peña, un tipo de Cristo herido por su pueblo; en el agua que brotó de la peña, un tipo del Espíritu Santo. Luego, por fin, según el orden maravilloso de las Escrituras, vamos a ver un hermoso cuadro de la gloria venidera que comprende tres grandes partes: los judíos, los gentiles y la Iglesia de Dios.
Durante la época en que Moisés era rechazado por sus hermanos, él fue puesto aparte y le fue dada una esposa: la compañera de su destierro. En el principio de este libro se nos ha enseñado cuál fue el carácter de la relación de Moisés con esta esposa. Él fue para ella “un esposo de sangre” (cap. 4:25). Esto es precisamente lo que Cristo es para la Iglesia. La unión de la Iglesia con él está fundada sobre la muerte y la resurrección. La Iglesia es llamada a la participación de sus sufrimientos. Sabemos que es durante el tiempo de la incredulidad de Israel, y mientras Cristo es rechazado, cuando la Iglesia es recogida. Y una vez esté completa según los consejos divinos, cuando “haya entrado la plenitud de los gentiles” (Romanos 11:25), entonces Israel aparecerá de nuevo en la escena.
Lo mismo aconteció con Séfora y el pueblo de Israel de entonces. Moisés había enviado a Séfora a su padre durante el tiempo de su misión para con Israel. Pero, en cuanto este se manifestó como un pueblo enteramente liberado, se dice que “tomó Jetro suegro de Moisés a Séfora la mujer de Moisés, después que él la envió, y a sus dos hijos; el uno se llamaba Gersón (peregrino), porque dijo: Forastero he sido en tierra ajena; y el otro se llamaba Eliezer (Dios me ayudó), porque dijo: El Dios de mi padre me ayudó, y me libró de la espada de Faraón. Y Jetro el suegro de Moisés, con los hijos y la mujer de este, vino a Moisés en el desierto, donde estaba acampado junto al monte de Dios; y dijo a Moisés: Yo tu suegro Jetro vengo a ti, con tu mujer, y sus dos hijos con ella. Y Moisés salió a recibir a su suegro, y se inclinó, y lo besó; y se preguntaron el uno al otro cómo estaban, y vinieron a la tienda. Y Moisés contó a su suegro todas las cosas que Jehová había hecho a Faraón y a los egipcios por amor de Israel, y todo el trabajo que habían pasado en el camino, y cómo los había librado Jehová. Y se alegró Jetro de todo el bien que Jehová había hecho a Israel, al haberlo librado de mano de los egipcios. Y Jetro dijo: Bendito sea Jehová, que os libró de mano de los egipcios, y de la mano de Faraón, y que libró al pueblo de la mano de los egipcios. Ahora conozco que Jehová es más grande que todos los dioses; porque en lo que se ensoberbecieron prevaleció contra ellos. Y tomó Jetro, suegro de Moisés, holocaustos y sacrificios para Dios; y vino Aarón y todos los ancianos de Israel para comer con el suegro de Moisés delante de Dios” (v. 2-12).
¡Qué escena más interesante! Toda la congregación está reunida con triunfo delante de Jehová. El gentil ofrece un sacrificio, y para completar el cuadro, la esposa del libertador es introducida con los hijos que Dios le ha dado. En otras palabras, es una representación admirable del reino venidero: “Gracia y gloria dará Jehová” (Salmo 84:11). Las páginas anteriores nos mostraron abundantes operaciones de la “gracia”. Aquí, el Espíritu Santo pone ante nosotros un magnífico cuadro de la “gloria”, y nos presenta en figura las diversas esferas en las que se manifestará esta gloria. Las Escrituras hacen distinción entre el judío, el gentil y la Iglesia de Dios (comp. 1 Corintios 10:32). De no tenerlo en cuenta, se trastorna el orden perfecto de la verdad que Dios ha revelado en su Palabra. Esta distinción existe en las Escrituras desde que el misterio de la Iglesia fue plenamente revelado a Pablo, y existirá hasta el fin de la época milenial. Todo cristiano espiritual que estudie la Palabra les dará, pues, en su espíritu, el lugar que les corresponde.
El apóstol Pablo enseña claramente a los efesios que el misterio de la Iglesia no había sido dado a conocer a los hijos de los hombres en otras generaciones, como le había sido revelado a él (Efesios 3, comp. Colosenses 1:15-28). Pero, aunque no se había dado la revelación directa, ese misterio fue representado de varias maneras en figura; así, por ejemplo, en la relación de Adán y Eva, en el casamiento de José con una mujer egipcia o en el casamiento de Moisés con una mujer del país de Cus (Números 12:1). El tipo o sombra de una verdad difiere mucho de la revelación directa de aquella verdad misma. El gran misterio de la Iglesia no fue manifestado hasta que Cristo, desde su gloria, lo reveló a Saulo de Tarso. Así, todos los que busquen la revelación completa de este misterio en la ley, los salmos o los profetas, emprenden un camino equivocado. Pero los que han comprendido las enseñanzas de la epístola a los Efesios sobre este asunto, pueden estudiar con interés y provecho las sombras prefiguradoras en los relatos del Antiguo Testamento.
Hallamos, pues, en el principio de este capítulo una escena del milenio. Todos los campos de la gloria quedan abiertos ante nuestros ojos. «El pueblo judío» está allí como el gran testigo, de la unidad, fidelidad, misericordia y poder de Jehová (véase Isaías 43:10-12, 21). Ha sido testigo de ello en las generaciones pasadas, lo es actualmente, y lo será para siempre. «El gentil» lee en el libro de los designios de Dios a favor de los judíos; sigue el maravilloso relato de este pueblo escogido y puesto aparte, “pueblo temible desde su principio y después” (Isaías 18:2, comp. Éxodo 33:16; Deuteronomio 4:6-8). Ve tronos e imperios quebrantados, naciones destruidas hasta sus cimientos; toda cosa y todo hombre obligados a ceder, para que la supremacía de ese pueblo, en el cual Dios ha puesto su afecto, sea establecida de un modo incontestable. “Ahora conozco”, dice el gentil, “que Jehová es más grande que todos los dioses; porque en lo que se ensoberbecieron prevaleció contra ellos” (v. 11). Sí, tal es la confesión de un gentil, cuando las páginas maravillosas de la historia de Israel quedan abiertas ante él.
Por fin «la Iglesia de Dios», representada colectivamente por Séfora e individualmente –en los miembros que la componen– por los hijos de Séfora, aparece como unida en la relación más íntima con el Libertador. Si se pide la prueba de todo esto, el apóstol responde: “Como a sensatos os hablo; juzgad vosotros lo que digo” (1 Corintios 10:15). No se puede fundamentar una doctrina sobre una figura; pero cuando la doctrina ha sido revelada, se puede discernir la figura con exactitud y estudiarla con provecho. En todo caso, el discernimiento espiritual es necesario, ya sea para comprender la doctrina, ya sea para discernir la figura. “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14).
Jefes para la administración
Desde el versículo 13 vemos el establecimiento de jefes que debían ayudar a Moisés en la administración de los asuntos de la congregación. Esto tuvo lugar a causa del consejo de Jetro, quien temía que Moisés desfalleciese bajo el peso de su cargo. Y puede sernos útil relacionar este hecho con los setenta varones mencionados en Números, donde se ve a Moisés doblegado por la responsabilidad que pesa sobre él, y expresar la angustia de su alma, diciendo a Jehová: “¿Por qué has hecho mal a tu siervo? ¿y por qué no he hallado gracia en tus ojos, que has puesto la carga de todo este pueblo sobre mí? ¿Concebí yo a todo este pueblo? ¿Lo engendré yo, para que me digas: Llévalo en tu seno, como lleva la que cría al que mama, a la tierra de la cual juraste a sus padres? ¿De dónde conseguiré yo carne para dar a todo este pueblo? Porque lloran a mí, diciendo: Danos carne que comamos. No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía. Y si así lo haces tú conmigo, yo te ruego que me des muerte, si he hallado gracia en tus ojos; y que yo no vea mi mal” (Números 11:11-15).
Aquí, es evidente que Moisés se retira de un puesto de honor. Si Dios juzgó bueno hacer de él el único instrumento para gobernar la asamblea, ¿no era eso colmarlo de mayor honor y gloria? Es verdad que la responsabilidad era inmensa, pero la fe habría reconocido que Dios era suficiente para todas las cosas. Empero Moisés perdió el ánimo, a pesar de ser un siervo fiel: “No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía”. El pueblo no era demasiado pesado para Dios, y en realidad él era quien lo soportaba; Moisés no era más que el instrumento. Podría haber dicho igualmente que la vara que él llevaba en su mano era la que conducía al pueblo, porque él mismo, en las manos de Dios, no era más que la vara en las suyas. En este punto tropiezan los siervos de Dios, y de una manera tanto más funesta que esta falta reviste la apariencia de humildad. Retroceder ante una gran responsabilidad se parece a la desconfianza en sí mismo, a una profunda humildad de espíritu. Pero la única cosa que nos importa saber es esta: ¿Es Dios quien nos ha impuesto esta responsabilidad? Si es así, seguro es que Dios estará con nosotros para ayudarnos a llevarla. Con él podemos soportarlo todo. Con él, el peso de una montaña no es nada, mientras que sin él nos aplasta el peso de una pluma. Si un hombre, en la vanidad de sus pensamientos, se coloca en primera línea y toma sobre sí una carga que Dios no le ha mandado llevar, y en estas condiciones emprende una obra para la que, por consiguiente, Dios no le ha dotado, no podemos esperar otra cosa que verlo sucumbir bajo el peso de esta carga. Pero si Dios es quien pone la carga sobre un hombre, él lo fortalecerá haciéndolo capaz para llevarla.
Enseñanza para el siervo de Cristo
Dejar un lugar que Dios nos haya asignado nunca es el fruto de la humildad; al contrario, la humildad más profunda se manifestará permaneciendo en ese lugar, en la más completa y sencilla dependencia de Dios. Cuando retrocedemos ante algún servicio pretextando incapacidad, es una prueba evidente de que estamos ocupándonos de nosotros mismos. Dios no nos llama a su servicio fundando su llamamiento en nuestra capacidad, sino en la suya. Por consiguiente, a menos que esté ocupado exclusivamente de mí mismo, o lleno de desconfianza hacia Dios, no debo abandonar una posición de servicio o de testimonio a causa de la responsabilidad que entraña. Todo poder pertenece a Dios; poco importa que este poder obre por medio de un solo instrumento o por medio de setenta; siempre es el mismo. Pero si el instrumento rehúsa el servicio que le es impuesto, tanto peor para él. Dios no obliga a alguien a ocupar un puesto de honor si el tal no sabe confiar en él para ser sostenido. El camino siempre está abierto ante los que abandonan su alta posición. Pronto tomarán el lugar adonde su incredulidad los haya llevado.
Eso le aconteció a Moisés. Se quejó de la carga que debía llevar, y esta le fue quitada inmediatamente. Pero con la carga perdió también el insigne honor de llevarla. “Entonces Jehová dijo a Moisés: Reúneme setenta varones de los ancianos de Israel, que tú sabes que son ancianos del pueblo y sus principales; y tráelos a la puerta del tabernáculo de reunión, y esperen allí contigo. Y yo descenderé y hablaré allí contigo, y tomaré del espíritu que está en ti, y pondré en ellos; y llevarán contigo la carga del pueblo, y no la llevarás tú solo” (Números 11:16-17). No se introdujo ningún nuevo poder; el mismo espíritu había en un solo hombre que en setenta, y por lo tanto, los setenta no tenían más valor o mérito que uno solo. “El Espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha” (Juan 6:63). Este paso en falso de Moisés no le hizo ganar nada en cuanto a poder; en cambio, le hizo perder mucho en gloria.
En la última parte de este capítulo 11 de Números, Moisés profiere unas palabras de incredulidad que le valieron una severa reprimenda de parte de Jehová. “Entonces Jehová respondió a Moisés: ¿Acaso se ha acortado la mano de Jehová? Ahora verás si se cumple mi palabra, o no” (v. 23). Si se comparan los versículos 11 al 15 y 21 al 23, se observa una relación evidente entre ellos. Aquel que retrocede ante la responsabilidad a causa de su debilidad corre el riesgo de poner en duda la plenitud y suficiencia de los medios de Dios.
Esta escena entraña una preciosa enseñanza para todo siervo de Cristo que se sienta solo o sobrecargado en su obra. Conviene que el tal recuerde que allí donde está obrando el Espíritu Santo, un solo instrumento es tan bueno y eficaz como setenta; y que allí donde no obra Dios, setenta son tan inútiles como uno solo, por cuanto todo depende de la energía del Espíritu Santo. Con él, un solo hombre puede hacerlo todo, sufrirlo todo y soportarlo todo. Sin él, setenta hombres no pueden hacer nada. Recuerde el siervo solitario de Cristo, para consuelo y ánimo de su corazón fatigado, que con tal que tenga consigo el poder del Espíritu Santo, no tiene motivo para quejarse de su carga o suspirar por una disminución de trabajo. Si Dios honra a un hombre dándole mucha labor, regocíjese él y no murmure, pues si murmura, se expone a perder muy pronto ese honor. Dios no tropieza con dificultades cuando se trata de hallar instrumentos. Aun de las piedras puede levantar hijos a Abraham, y de esas mismas piedras suscitar los instrumentos necesarios para el cumplimiento de su obra gloriosa.
¡Quién tuviera un corazón mejor dispuesto a servirle! ¡Un corazón paciente, humilde, consagrado, desnudo de sí mismo! ¡Un corazón dispuesto a servir con otros, dispuesto a servir solo, un corazón tan lleno de amor por Cristo que halle su gozo –su mayor gozo– en servirle en cualquier esfera, y cualquiera que sea el carácter de este servicio! Esta es, seguramente, nuestra mayor necesidad en los tiempos en que vivimos. ¡Ojalá el Espíritu Santo reavive en nuestros corazones un sentimiento más profundo de la excelencia y del precio del nombre de Jesús, y nos conceda responder de una manera más completa y poderosa al amor inmutable de su corazón!