El poder de la sangre
“Desde lejos”
Este capítulo comienza con una expresión que caracteriza a toda la economía mosaica. “Dijo Jehová a Moisés: Sube ante Jehová, tú, y Aarón, Nadab, y Abiú, y setenta de los ancianos de Israel; y os inclinaréis desde lejos. Pero Moisés solo se acercará a Jehová; y ellos no se acerquen, ni suba el pueblo con él” (v. 1-2). En ningún lugar en las ordenanzas de la ley hallamos las preciosas palabras: ¡Venid, acercaos! No. Tales palabras no podían oírse desde la cumbre del Sinaí, ni de en medio de las sombras de la ley. Solo podían ser pronunciadas desde el otro lado de la tumba vacía de Cristo, donde la sangre de la cruz abrió una perspectiva sin nubes para la mirada de la fe. Las palabras: “desde lejos” caracterizan la ley, así como la expresión “venid” caracteriza el Evangelio. Bajo la ley no se realizaba jamás la obra que podía dar a un pecador el derecho de acercarse. El hombre no obedeció como se había comprometido a hacerlo; “la sangre del becerro y la sangre del macho cabrío” (Levítico 16:18) no podían expiar el pecado ni dar la paz a su conciencia turbada. Por esto debía permanecer “lejos”. El hombre violó los votos que había hecho, y su pecado estaba sin lavar. ¿Cómo, pues, podía él acercarse? La sangre de diez mil becerros no podía borrar una sola mancha de su conciencia ni darle el sentimiento apacible de la proximidad de un Dios de gracia, justo y justificador.
Con todo, “el primer pacto” (Hebreos 9) está aquí consagrado con sangre. Moisés edificó un altar al pie del monte, con doce piedras, “según las doce tribus de Israel” (comp. Josué 4, 1 Reyes 18:31). “Y envió jóvenes de los hijos de Israel, los cuales ofrecieron holocaustos y becerros como sacrificios de paz a Jehová. Y Moisés tomó la mitad de la sangre, y la puso en tazones, y esparció la otra mitad de la sangre sobre el altar… Entonces Moisés tomó la sangre y roció sobre el pueblo, y dijo: He aquí la sangre del pacto que Jehová ha hecho con vosotros sobre todas estas cosas” (v. 5-6, 8). Como nos lo enseña el escritor inspirado, si bien “la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados”, sí que santifica “para la purificación de la carne” (Hebreos 10:4; 9:13). Y como “sombra de los bienes venideros” (Hebreos 10:1) servía para mantener al pueblo en relación con Jehová.
La manifestación de Dios
“Y subieron Moisés y Aarón, Nadab y Abiú, y setenta de los ancianos de Israel; y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno. Mas no extendió su mano sobre los príncipes de los hijos de Israel; y vieron a Dios, y comieron y bebieron” (v. 9-11). Así se manifestaba el “Dios de Israel” en luz, pureza, majestad y santidad. Aquí no tenemos la revelación de los afectos paternales, ni los dulces acentos de la voz del Padre derramando la paz y la confianza en el corazón. No; el “embaldosado de zafiro” revelaba esta pureza y luz inaccesible que obligaba al pecador a permanecer “lejos”. Con todo eso, “vieron a Dios, y comieron y bebieron”. ¡Qué prueba palpable de la longanimidad y misericordia divina, como también del poder de la sangre!
El conjunto de esta escena, considerado como una simple imagen, se halla llena de muchas cosas que interesan el corazón vivamente. Abajo está el campamento y arriba el embaldosado de zafiro. Pero el altar al pie del monte nos habla de ese camino por el cual el pecador puede sustraerse a la corrupción de su naturaleza y elevarse hasta la presencia de Dios para celebrar la fiesta y adorar en una paz perfecta. La sangre que corría alrededor del altar era el único derecho para subsistir en presencia de esta gloria que “era como un fuego abrasador en la cumbre del monte, a los ojos de los hijos de Israel” (v. 17).
“Y entró Moisés en medio de la nube, y subió al monte; y estuvo Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta noches” (v. 18). Para Moisés esto significaba una posición en extremo alta y santa. Fue llamado aparte de la tierra y de las cosas de la tierra. Aislado de las influencias de la naturaleza, es encerrado con Dios, para oír de su boca los profundos misterios de la persona y obra de Cristo, tal como nos es representado en toda la estructura del tabernáculo, tan lleno de significado en todos sus accesorios, “figuras de las cosas celestiales” (Hebreos 9:23). Dios sabía bien cuál sería el fin del pacto con el hombre; pero mostró a Moisés, en tipos y sombras, sus propósitos de amor y sus consejos de gracia, manifestados en Cristo y hechos firmes por él.
Bendita sea para siempre la gracia que no nos ha dejado bajo un pacto de obras. Bendito sea Aquel que impuso silencio a los truenos de la ley y apagó las llamas del Sinaí “por la sangre del pacto eterno” (Hebreos 13:20), y que nos da una paz que ningún poder del mundo ni del infierno puede quebrantar.
Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén
(Apocalipsis 1:5-6).