Estudio sobre el libro del Éxodo

Éxodo 26

Estructura del tabernáculo

Los materiales

Tenemos aquí la descripción de las cortinas y los velos del tabernáculo, en los cuales la mirada espiritual discierne las sombras de los diversos rasgos del carácter de Cristo. “Harás el tabernáculo de diez cortinas de lino torcido, azul, púrpura y carmesí; y lo harás con querubines de obra primorosa” (v. 1). Estos son los diferentes aspectos de “Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5). El lino torcido representa la pureza perfecta de su vida y de su carácter, mientras que el azul, púrpura y carmesí nos lo muestran como el “Señor de los cielos”, quien debe reinar según los consejos divinos, pero solamente después de haber sufrido. Tenemos, pues, en él un hombre sin mancha, un hombre celestial, un hombre regio, un hombre afligido. Los diferentes materiales mencionados aquí no debían servir únicamente para “las cortinas” del tabernáculo, sino también para el “velo” (v. 31), para la “cortina” a “la puerta del tabernáculo” (v. 36), para la “cortina” a “la puerta del atrio” (cap. 27:16), para “las vestiduras del ministerio” y “las vestiduras sagradas para Aarón” (cap. 39:1). En otras palabras, estaba Cristo en todas partes, Cristo en todo y solo Cristo.

El lino torcido

El “lino torcido”, figura de la humanidad pura y sin mácula de Cristo1 , abre a la inteligencia espiritual un manantial precioso y abundante de meditación. La verdad tocante a la humanidad de Cristo debe ser recibida con toda la exactitud de la enseñanza de las Escrituras. Esta es una verdad fundamental. Si no es aceptada, defendida y confesada tal cual Dios la ha revelado en su Santa Palabra, el edificio entero que debe reposar sobre ella se corromperá indefectiblemente. Si estamos en el error tocante a un punto tan capital, no podemos estar en la verdad respecto a ningún otro. No hay cosa más deplorable que la flojedad que parece predominar en los pensamientos y expresiones de algunos sobre una doctrina de tal importancia. Con mayor respeto por la Palabra de Dios se la conocería seguramente mejor, y se evitarían esas declaraciones erróneas e irreflexivas que contristan al Espíritu Santo de Dios, cuyo oficio consiste en rendir testimonio al Señor Jesús.

Cuando el ángel anunció a María la buena nueva del nacimiento del Salvador, ella le preguntó: “¿Cómo será esto? pues no conozco varón” (Lucas 1:34). Su débil inteligencia era incapaz de comprender, y mucho menos de profundizar, el prodigioso misterio de “Dios… manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). Pero escuchemos con atención cuál fue la respuesta del ángel, no dirigiéndose a un espíritu escéptico, sino a un corazón piadoso aunque ignorante. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35). María se imaginaba sin duda que este nacimiento debía tener lugar según los principios ordinarios de la naturaleza; pero el ángel además de corregir su equivocación, anunció una de las mayores verdades de la revelación. Le declaró que el poder divino iba a formar un hombre verdadero, “el segundo hombre… (venido) del cielo” (1 Corintios 15:47), un hombre cuya naturaleza sería divinamente pura, y enteramente incapaz de recibir o de comunicar la más pequeña mancha. Este Ser santo fue formado a “semejanza de carne de pecado”, sin pecado en la carne (Romanos 8:3). Fue hecho partícipe de carne y sangre de una manera real y verdadera, sin un átomo o una sombra del mal que manchaba la creación entre la cual venía.

Esta es una verdad fundamental a la cual jamás nos someteremos con demasiada fidelidad y firmeza. La encarnación del Hijo, su entrada misteriosa en una carne pura y sin mancha, formada por la virtud del Altísimo en el seno de la virgen, es el fundamento del gran “misterio de la piedad” (1 Timoteo 3:16), cuya culminación es el Dios-hombre glorificado en el cielo, el Jefe, el Representante y el Modelo de la Iglesia redimida de Dios. La pureza esencial de su humanidad respondía perfectamente a las demandas de Dios. La realidad de esta humanidad respondía a las necesidades del hombre. Él era un hombre; porque nadie más que un hombre habría ido al encuentro de la ruina del hombre. Pero era un hombre que podía dar satisfacción a todas las exigencias del trono de Dios. Él era un hombre verdadero, puro y sin mancha, en quien Dios hallaba su delicia perfecta, y sobre quien el hombre podría apoyarse sin reserva alguna.

Huelga recordar que todo esto, si se separase de la muerte y de la resurrección, carecería de fruto para nosotros. Teníamos necesidad no únicamente de un Cristo encarnado, sino de un Cristo crucificado y resucitado. Cierto, era preciso que él fuese hecho carne para ser crucificado; pero por su muerte y resurrección, su encarnación viene a ser eficaz para nosotros. Es un error fatal creer que en su encarnación Cristo se unió a la humanidad pecaminosa. Esto era imposible. Él mismo nos enseña la verdad respecto a esto.

De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muriere, lleva mucho fruto
(Juan 12:24).

No podía haber ninguna unión entre una carne de pecado y este Santo Ser nacido de María, entre lo puro y lo impuro, lo mortal y lo inmortal. La muerte consumada es la única base de la unidad entre Cristo y sus miembros elegidos. “Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección; sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Romanos 6:5-6). “En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos” (Colosenses 2:11-12). En estos textos hallamos una exposición detallada de la importante verdad que nos ocupa. Siendo muertos y resucitados es la única manera en que Cristo y los suyos pueden venir a formar esa unidad (comp. también Efesios 1:20 a 2:9). Era necesario que el verdadero grano de trigo cayese en la tierra y muriese, antes que la espiga llena pudiese formarse y ser recogida en el granero celestial.

Pero mientras que esta verdad es claramente revelada en las Escrituras, está igualmente claro que la encarnación formaba, por decirlo así, el primer fundamento del glorioso edificio; y las cortinas de “lino torcido”, como ya se mencionó, nos presentan, en figura, la pureza moral de “Jesucristo hombre”. Hemos visto de qué manera fue concebido y nació (Lucas 1:26-38), y si le seguimos a lo largo del curso de su vida en la tierra, vemos en él, siempre y en todas partes, esta misma pureza irreprochable. Pasó cuarenta días en el desierto siendo tentado por el diablo, pero nada, en su pura naturaleza, respondió a las viles sugestiones del tentador. Cristo podía tocar al leproso sin ser contaminado. Podía tocar el ataúd de un difunto sin contraer el hedor de la muerte. Podía pasar “sin pecado” por en medio de la corrupción. Era perfectamente único en el origen, estado y carácter de su humanidad. Solo él pudo decir: “No permitirás que tu santo vea corrupción” (Salmo 16:10). Esto estaba en relación con su humanidad que, en tanto que perfectamente santa y perfectamente pura, podía llevar el pecado. Llevó “él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24); no al madero, como algunos quisieran enseñarnos, sino “sobre el madero”. Fue en la cruz donde Cristo llevó nuestros pecados, y allí solamente. Porque al “que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21).

  • 1La expresión “limpio y resplandeciente” (Apocalipsis 19:8) da una fuerza y hermosura particular al tipo que el Espíritu Santo nos presenta en el “lino fino”. En efecto, no puede hallarse un emblema más exacto de Su naturaleza humana pura y sin mancha.

El azul

El “azul” es el color del cielo e indica el carácter celestial de Cristo. Fue realmente hombre, entrando en todas las circunstancias de una humanidad verdadera y real “sin pecado” (Hebreos 4:15); sin embargo, era el Señor venido “del cielo” (1 Corintios 15:47). Si bien fue “hombre verdadero”, anduvo siempre consciente de su alta dignidad. Como extranjero celestial jamás olvidó un instante de donde había venido, donde estaba, y adonde iba. La fuente de todo su gozo estaba arriba. La tierra no podía hacerle más rico ni más pobre. Él hizo la experiencia de que este mundo era una “tierra seca y árida donde no hay aguas” (Salmo 63:1). Por consiguiente, su alma no podía tener refrigerio sino arriba, alimentándose de lo celestial.

Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo
(Juan 3:13).

La púrpura

La “púrpura”, signo de la realeza, nos hace ver al que nació siendo “Rey de los judíos”, al que se presentó como tal a la nación judía y fue rechazado por ella (comp. Juan 19:2), al que hizo una buena confesión delante de Poncio Pilato, confesando que era rey, cuando a vista humana no había en él ninguna traza de realeza. “Tú dices que yo soy rey” (Juan 18:37).

Y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo
(Marcos 14:62; comp. Daniel 7:13).

Por fin, la inscripción sobre la cruz “en hebreo, en griego y en latín” –las lenguas de la religión, de la ciencia y del gobierno– declaraba que él era “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos” (Juan 19:19-21). La tierra le denegó sus derechos, desgraciadamente para ella; pero no aconteció lo mismo en el cielo. Allí los derechos de Cristo fueron plenamente reconocidos. Fue acogido como vencedor en las moradas eternas de la luz, y se sentó sobre el trono de la majestad, en medio de las aclamaciones de los ejércitos celestiales, “hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies”. “¿Por qué se amotinan las gentes, y los pueblos piensan cosas vanas? Se levantarán los reyes de la tierra, y príncipes consultarán unidos contra Jehová y contra su ungido, diciendo: Rompamos sus ligaduras, y echemos de nosotros sus cuerdas. El que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos. Luego hablará a ellos en su furor, y los turbará con su ira. Pero yo he puesto mi rey sobre Sión, mi santo monte. Yo publicaré el decreto; Jehová me ha dicho: Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy. Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra. Los quebrantarás con vara de hierro; como vasija de alfarero los desmenuzarás. Ahora, pues, oh reyes, sed prudentes; admitid amonestación, jueces de la tierra. Servid a Jehová con temor, y alegraos con temblor. Honrad al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de pronto su ira. Bienaventurados todos los que en él confían” (Salmo 2).

El carmesí

El “carmesí” tiene relación con Cristo derramando su sangre.

Cristo ha padecido por nosotros en la carne
(1 Pedro 4:1).

Sin la muerte, todo hubiera sido inútil. Bien podemos admirar el azul y la púrpura; pero sin el carmesí, habría estado ausente el carácter más importante del tabernáculo. Por medio de la muerte, Cristo destruyó al que tenía el imperio de la muerte. Al poner ante nosotros una figura de Cristo, el Espíritu Santo no podía omitir este lado de su carácter, el cual constituye el fundamento de su unión con el cuerpo que es la Iglesia, de su derecho al trono de David, y de su señorío sobre toda la creación. En fin, por medio de esas materias llenas de significado, el Espíritu Santo nos presenta al Señor Jesús como hombre puro y sin tacha, hombre rey, y como hombre afligido, quien, por la muerte, conseguiría sus derechos sobre todo cuanto le pertenecía, según los consejos divinos.

La primera cubierta

Las cortinas del tabernáculo no son solamente la expresión de las diferentes perfecciones del carácter de Cristo. Ponen también en evidencia la unidad y firmeza de este carácter. Cada rasgo es perfecto y tiene su lugar; uno no usurpa al otro ni menoscaba su hermosura. Todo era armonía ante la mirada de Dios. Ello se manifestó tanto en el modelo que había sido mostrado a Moisés en el monte (Éxodo 25:40; Hebreos 8:5; Hechos 7:44), como en la reproducción exhibida en la tierra. “Todas las cortinas tendrán una misma medida. Cinco cortinas estarán unidas una con la otra, y las otras cinco cortinas unidas una con la otra” (v. 2-3). Tales eran la justa medida y el acuerdo que reinaban en todas las sendas de Cristo, cual hombre perfecto andando por la tierra, en cualquier situación o relación que le consideremos. Cuando él obra según uno de esos caracteres, nunca vemos que haya desacuerdo con la divina perfección de ningún otro. En todo tiempo, en todo lugar y en toda circunstancia fue el hombre perfecto. En todos sus actos, nada salía de esa hermosa y perfecta medida que le era propia. “Todas las cortinas tendrán una misma medida” (v. 2).

Unir dos veces cinco cortinas simboliza quizás los dos aspectos del carácter de Cristo, esto es su manera de actuar para con Dios y para con el hombre.  En la ley también encontramos estos dos aspectos: lo que conviene en cuanto a Dios y lo concerniente al hombre. En Cristo todo es perfecto. Si miramos Su interior, observamos:

Tu ley está en medio de mi corazón
(Salmo 40:8).

Si contemplamos Su carácter externo, su conducta, vemos que los dos elementos están completa e inseparablemente unidos por la gracia celestial y la fuerza de Dios que moran en él.

La cubierta de pelo de cabra

La primera cubierta estaba tapada por otra “de pelo de cabra” (v. 7-14). Su belleza estaba escondida para los de fuera por aquella que hablaba de rudeza y severidad. Esta última no era visible desde el interior. Los que tenían el privilegio de entrar en el lugar santo solo veían el azul, la púrpura, el carmesí y el lino torcido, imagen de las diversas virtudes y perfecciones que, estrechamente unidas entre sí, formaban ese tabernáculo divino donde Dios moraba dentro del velo. A través de ese velo, figura de la carne de Cristo, los rayos de la naturaleza divina brillaban tan suavemente que el pecador podía contemplarlos sin ser abatido ni cegado por su glorioso esplendor.

Cuando el Señor Jesús atravesó este mundo, ¡cuán pocos le conocieron realmente, cuán pocos ungieron sus ojos con el colirio celeste para penetrar en el misterio profundo de Su carácter y apreciarlo! ¡Cuán pocos vieron el azul, la púrpura, el carmesí y el lino torcido! Solo cuando alguien era conducido a su presencia por la fe, permitía Jesús que se manifestase el fulgor de lo que él era, y que su gloria atravesara la nube. Para el ojo natural, más bien parecería que había en la persona de Jesús cierta severidad y reserva –representadas en el tabernáculo por las “cortinas de pelo de cabra”– que eran el resultado de su separación total y de su alejamiento, no de los pecadores personalmente, sino de los pensamientos y máximas humanos. Nada tenía en común con el hombre como tal, y no estaba al alcance de la mera naturaleza el comprenderle y gozar de él. “Ninguno puede venir a mí”, dice él, “si el Padre que me envió no le trajere”; y cuando uno de los que fueron traídos confesó su nombre, él le declaró: “No te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (comp. Juan 6:44, Mateo 16:17). Él era “como raíz de tierra seca” sin “parecer… ni hermosura” (Isaías 53:2) que atrajera la mirada o satisficiera el corazón del hombre. La oleada de la popularidad no podía pasar sobre aquel que, mientras atravesaba rápidamente la escena de este mundo vano, se vestía, en figura, “de pelo de cabra”. Jesús no fue popular. La multitud pudo seguirle un momento porque, para ella, Su ministerio estaba ligado a los panes y los peces que tan admirablemente respondían a sus necesidades; pero estaba igualmente dispuesta a gritar “¡Fuera, fuera, crucifícale!” (Juan 19:15) que “¡Hosanna al Hijo de David!” (Mateo 21:9). ¡Que los cristianos, los siervos de Cristo y todos los predicadores del Evangelio se acuerden de ello! ¡Que todos nosotros, y cada uno en particular, nunca olvidemos la cubierta de “pelo de cabra”!

La cubierta de pieles de carneros teñidas de rojo

Si las cortinas de pelo de cabra representaban la rigurosa separación entre Cristo y el mundo, las “pieles de carneros teñidas de rojo” (v. 14) representan su abnegación y completa consagración a Dios, en cuya senda perseveró hasta la misma muerte. Él fue el siervo perfecto que jamás dejó de trabajar en la viña de Dios. Su vida no tuvo más que un fin, y a su cumplimiento dedicó toda su carrera, desde el pesebre hasta la cruz, sin desviarse un ápice. Este único fin era glorificar al Padre y acabar la obra que le había encomendado. “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (Lucas 2:49). Ese fue el lenguaje de su infancia, y el cumplimiento de estos “negocios” constituyó la meta exclusiva de su vida. Su comida era hacer la voluntad del que le había enviado y acabar su obra (Juan 4:34). Las “pieles de carneros teñidas de rojo” representan un lado de su carácter, así como la cubierta “de pelo de cabra” representa otro. Su perfecta consagración a Dios le separaba de las costumbres de los hombres.

La cubierta de pieles de tejones

Las “pieles de tejones” (v. 14) quizás nos muestran la santa vigilancia con que el Señor Jesús se ponía en guardia contra todo lo que era hostil al propósito que llenaba su alma entera. Él asumió su posición al lado de Dios, y la mantuvo con tal tenacidad que ninguna influencia de hombres o de demonios pudo jamás dominarla. La cubierta de pieles de tejones estaba “encima”, mostrándonos que el rasgo más marcado en el carácter de “Jesucristo hombre” era la invencible decisión de ser un testigo para Dios en la tierra. Él fue el verdadero Nabot, dispuesto a entregar su vida antes que renunciar a la verdad de Dios o abandonar aquello para lo cual había tomado su lugar en este mundo.

La cabra, el carnero y el tejón deben ser considerados como representando ciertos rasgos naturales, así como ciertas cualidades morales. Deben tenerse en cuenta ambos aspectos en la aplicación de estas figuras al carácter de Jesús. El ojo humano solo podía discernir los rasgos naturales; permanecían ocultas a su mirada la gracia, la hermosura y la dignidad moral que se escondían detrás de la apariencia exterior del humilde y despreciado Jesús de Nazaret. Cuando los tesoros de la sabiduría divina estaban en sus labios, la gente preguntaba: “¿No es este el carpintero?” (Marcos 6:3). “¿Cómo sabe este letras, sin haber estudiado?” (Juan 7:15). Cuando declaraba que él era el Hijo de Dios y afirmaba su divinidad eterna, se le respondía: “Aún no tienes cincuenta años”, o más bien, tomaban “piedras para arrojárselas” (Juan 8:57, 59). En fin, la confesión de los fariseos era verdadera respecto a los hombres en general: “Ese, no sabemos de dónde sea” (Juan 9:29).

Los límites de esta obra no permiten seguir aquí el desarrollo de esos preciosos rasgos del carácter del Señor Jesús que nos muestran los relatos de los evangelios. Lo que ha sido dicho es suficiente para descubrir un manantial de meditación espiritual, y para darse cuenta de los preciosos tesoros que están encerrados en la imagen de las cubiertas del tabernáculo. El misterio de la persona de Cristo, sus motivos secretos de acción y sus perfecciones inherentes, su apariencia exterior desprovista de todo aquello que los hombres admiran, lo que era en sí mismo, lo que era para Dios y lo que era para los hombres; quién era él según el juicio de la fe, y quién era según el juicio natural, todo esto estaba presentado a la vez bajo la figura de las “cortinas de lino torcido, azul, púrpura y carmesí”, de “pelo de cabra” y por las cubiertas de pieles.

Las tablas y sus basas de plata

Las tablas para el tabernáculo (v. 15) eran hechas de la misma madera que el arca del testimonio. Además, estaban sostenidas por basas de plata (la cual procedía del “rescate”); sus corchetes y sus capiteles eran igualmente de plata (comp. atentamente el cap. 30:11-16 con 38:25-28). El armazón del pabellón del tabernáculo descansaba por completo sobre aquellas basas de plata que, al igual que los corchetes y los capiteles en la parte superior, hablaban de redención. Las basas estaban enterradas en la arena, los corchetes y capiteles estaban encima. Cualquiera que sea la profundidad o la altura que alcancemos, se destacará esta verdad eterna y gloriosa ante nosotros: “Dios… halló redención” (Job 33:24). Bendito sea Dios, hemos sido

Rescatados… no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación
(1 Pedro 1:18).

Los velos que cerraban las entradas

El tabernáculo estaba dividido en tres partes distintas: el lugar santísimo, el lugar santo y el atrio. Los velos que cerraban la entrada a cada una de estas partes estaban hechos de los mismos materiales que la primera cubierta del pabellón, o sea, de “azul, púrpura, carmesí, y lino torcido” (v. 31, 36; 27:16). Cristo es la única puerta de entrada a las diversas esferas de la gloria que han de ser manifestadas todavía, ya sea en la tierra, en el cielo, o en los cielos de los cielos. “Toda familia en los cielos y en la tierra” (Efesios 3:15) será puesta bajo la autoridad suprema de Cristo, así como también “toda familia” será introducida en la felicidad y gloria eterna en virtud de la expiación que Cristo ha cumplido. Esto es ya bastante claro y no exige ningún esfuerzo de imaginación para ser comprendido. Tal es la verdad, y cuando conocemos la verdad, resulta fácil comprender aquello que la representa. Si nuestros corazones están llenos de Cristo, no corremos el riesgo de extraviarnos un tanto lejos en nuestras interpretaciones del tabernáculo y sus accesorios. La ciencia y la crítica no nos serán de ninguna utilidad en este estudio, sino un corazón lleno de amor para Jesús, y una conciencia en paz por la sangre de su cruz.

¡Que el Espíritu de Dios nos haga aptos para estudiar estas cosas con mayor interés e inteligencia! ¡Quiera él abrir nuestros ojos para que contemplemos las maravillas de su ley!