Estudio sobre el libro de los Números

CHM Numeros

Introducción

Vamos a emprender el estudio de la cuarta gran división del Pentateuco, los cinco libros de Moisés. Encontraremos que el carácter esencial de este libro es tan manifiesto como el de los tres precedentes, los cuales ya han ocupado nuestra atención. En el libro del Génesis, después de describirse la creación, el diluvio y la dispersión de Babel, tenemos la elección, según Dios, de la simiente de Abraham. En el libro del Éxodo encontramos la redención. El libro del Levítico nos habla de la comunión por medio del culto sacerdotal. En Números observamos la marcha y la lucha en el desierto. Tales son, en estas preciosas porciones de la Inspiración, los temas principales, al lado de los cuales, como es de esperar, se nos presentan otros puntos de gran interés. El Señor, en su gran misericordia, nos ha guiado en el estudio del Génesis, del Éxodo y del Levítico, y podemos contar con él para ser guiados en el examen del libro de los Números. Quiera él dirigir nuestros pensamientos y guiar la pluma a fin de que no expongamos ninguna opinión que no esté absolutamente acorde con su divino pensamiento. ¡Dios permita que cada página y cada párrafo puedan llevar el sello de su aprobación y contribuir, ante todo, a su gloria, y también al provecho del lector!

“Y habló Jehová a Moisés en el desierto de Sinaí, en el tabernáculo de reunión, en el día primero del mes segundo, en el segundo año de su salida de la tierra de Egipto, diciendo: Tomad el censo de toda la congregación de los hijos de Israel por sus familias, por las casas de sus padres, con la cuenta de los nombres, todos los varones por sus cabezas. De veinte años arriba, todos los que pueden salir a la guerra en Israel, los contaréis tú y Aarón por sus ejércitos” (cap. 1:1-3).

Aquí nos encontramos, desde el principio, “en el desierto”, donde solo se tiene en cuenta a “todos los que pueden salir a la guerra”. Esto está expresamente señalado. En el libro del Génesis, la descendencia o simiente de Israel nos es presentada estando aún en los lomos de Abraham. En el libro del Éxodo los israelitas estaban junto a los hornos de ladrillos en Egipto. En el de Levítico estaban reunidos alrededor del tabernáculo del testimonio. En el de Números se les ve en el desierto. O también, desde otro punto de vista, en perfecta consonancia con lo que hemos expuesto y la Biblia lo confirma: en Génesis oímos el llamamiento de Dios en la elección; en Éxodo contemplamos la sangre del Cordero derramada para la redención; en Levítico estamos casi exclusivamente ocupados en el culto y en el servicio del santuario. Pero en cuanto abrimos el libro de los Números nos encontramos con hombres de guerra, ejércitos, banderas, campamentos y trompetas que tocan alarma.

Todo ello es muy característico y nos muestra que el libro de los Números tiene un valor, una importancia y un interés muy particular para el cristiano. Cada libro de la Biblia, cada división del canon inspirado tiene su debido lugar y su objeto determinado. En esta santa galería cada libro tiene, por decirlo así, el casillero asignado por su divino Autor. No debemos abrigar ni por un momento la idea de establecer comparación alguna entre estos libros de la Biblia desde el punto de vista de su valor intrínseco, de su interés y de su importancia. Todo es divino y, por consiguiente, perfecto. El lector cristiano lo cree de todo corazón. Pone reverentemente su sello a la verdad de la plena inspiración de las Santas Escrituras, de todas las Escrituras, del Pentateuco entre estas, y de ningún modo se deja influir al respecto por los ataques temerarios e impíos de los incrédulos de la Antigüedad, de la Edad Media o de los tiempos modernos. Los incrédulos y los racionalistas anteponen sus razonamientos profanos, demostrando así su enemistad contra el Libro y contra su Autor, pero el cristiano piadoso descansa, a pesar de todo, en la seguridad bienaventurada y sencilla de que “toda la Escritura es inspirada por Dios” (2 Timoteo 3:16).

Pero, si bien rechazamos enteramente la idea de establecer comparaciones entre los diversos libros de la Biblia, en cuanto a su autoridad y a su valor, podemos, no obstante, comparar con gran provecho el contenido, el objeto y el plan de esos libros. Y cuanto más profundamente meditemos sobre esos puntos, tanto más nos sorprenderemos ante la exquisita belleza, la infinita sabiduría y la maravillosa precisión del Libro entero y de cada una de sus divisiones. El escritor inspirado no se aparta jamás del objeto directo del libro, cualquiera sea ese objeto. En ningún libro de la Biblia se encontrará algo que no esté en perfecta armonía con la intención principal de ese Libro. Si quisiéramos desarrollar y demostrar esta afirmación nos sería preciso recorrer todo el canon de las Santas Escrituras; por lo tanto, no lo intentaremos. El cristiano inteligente no tiene necesidad de esa prueba, por más interesante que resultara para él. Le basta el gran hecho de que el Libro es de Dios, en su totalidad y en cada una de sus partes; su corazón está seguro de que no hay, en ese todo y en cada una de sus partes, ni una jota ni una tilde (Mateo 5:18) que no sea, en todos sus aspectos, digna del divino Autor.

La divina inspiración de las Escrituras

Escuchemos las siguientes palabras de alguien que dice estar profundamente convencido de la divina inspiración de las Escrituras, que se ha afirmado en esta convicción por los descubrimientos diarios y crecientes que ha hecho de su plenitud, de su profundidad y de su perfección, y que, por la gracia, se ha vuelto cada vez más sensible a la admirable exactitud de las partes y a la maravillosa armonía del conjunto. Dice ese escritor: «Las Escrituras tienen una fuente viva, un poder viviente ha presidido su composición; de ahí su alcance infinito y la imposibilidad de separar una parte cualquiera de su relación con el todo, ya que un solo Dios es el centro vivo del cual todo fluye; un solo Cristo es el centro viviente alrededor del cual se agrupan todas sus verdades y al cual ellas se refieren aunque con glorias variadas; y un solo Espíritu es la savia divina que lleva el poder desde su fuente en Dios hasta las más pequeñas ramas de la verdad que lo une todo, dando testimonio de la gloria, la gracia y la verdad de Aquel al que Dios presenta como el objeto, el centro y la cabeza de todo lo que está en relación con él mismo; de Aquel que, al mismo tiempo, es Dios sobre todas las cosas, eternamente bendito (Romanos 9:5). Cuanto más hemos seguido esa savia hasta llegar a su centro, desde el cual hemos tendido nuestras miradas a su extensión e irradiaciones, a partir de las últimas ramificaciones de esta revelación de Dios, por la que fuimos alcanzados cuando estábamos lejos de él, tanto más descubrimos su infinidad y nuestra propia debilidad para comprenderla. Aprendemos, bendito sea Dios, que el amor que es la fuente de ella se encuentra en una perfección sin mezcla y en el pleno desenvolvimiento de sus manifestaciones que han llegado hasta nosotros, aun en nuestro estado de ruina. El mismo Dios, perfecto en amor, se muestra en todas sus partes. Pero las revelaciones de la sabiduría divina en los consejos por los que Dios se ha dado a conocer permanecen siempre para nosotros un objeto de investigaciones, en las que cada precioso hallazgo aumenta nuestro entendimiento espiritual y hace que la infinidad del todo, y el modo cómo esa infinidad sobrepasa a todos nuestros pensamientos, nos sean cada vez más evidentes».

Es muy refrescante transcribir semejantes líneas de alguien que, por espacio de cuarenta años, ha estudiado profundamente las Escrituras. Ellas tienen un valor inapreciable en estos tiempos en que tantos hombres están dispuestos a tratar con desdén al sagrado volumen; y no es que nosotros, en modo alguno, hagamos depender del testimonio humano nuestras conclusiones acerca del origen divino de la Biblia, pues estas conclusiones descansan sobre un fundamento que la misma Biblia nos ofrece. La Palabra de Dios habla por sí misma; se recomienda por sí misma; habla al corazón, alcanza aun las grandes raíces morales de nuestro ser; penetra hasta las más íntimas profundidades de nuestra alma, nos muestra lo que somos; habla como ningún otro libro podría hacerlo. Así como la mujer de Sicar llegó a la conclusión de que Jesús era el Cristo, porque le había dicho todo lo que ella había hecho (Juan 4:29), nosotros también podemos decir respecto de la Biblia: ella nos dice todo lo que hemos hecho, ¿no será la Palabra de Dios? Sin duda; es por la enseñanza del Espíritu que podemos discernir y apreciar la evidencia y las cartas credenciales con las que la Escritura se presenta a nuestros ojos; con todo, ella habla por sí misma y no tiene necesidad del testimonio humano para ser preciosa al alma. No debemos basar nuestra fe en la Biblia sobre un testimonio favorable del hombre, como tampoco debemos permitir que se tambalee cuando un testimonio humano le sea contrario.

Ha sido siempre de la mayor importancia, en todo tiempo, y mucho más en nuestros días, tener el corazón y el espíritu firmemente apoyados en la gran verdad de la autoridad divina de la Santa Escritura, de su plena inspiración, de su completa suficiencia para todas las necesidades, para todas las almas y para todas las épocas. Existen dos influencias hostiles: por un lado, la incredulidad, y por otro, la superstición. La primera niega que Dios nos haya hablado por su Palabra; la segunda admite que nos ha hablado, pero niega que podamos comprender lo que nos dice, a no ser por la interpretación de una iglesia.

Y, mientras muchos retroceden con horror ante la impiedad y la audacia de la incredulidad, no ven que la superstición también les priva completamente de las Escrituras. Y si no, que nos digan en qué consiste la diferencia entre negar que Dios nos haya hablado y negar que podamos comprender lo que nos dice. Tanto en un caso como en otro ¿no se nos priva de la Palabra de Dios? Sin duda alguna. Si Dios no puede hacerme comprender lo que dice, si no puede darme la seguridad de que es él mismo quien habla, es como si él no me hubiese hablado en absoluto. Si la Palabra de Dios no es suficiente sin la interpretación humana, entonces en ningún modo puede ser la Palabra de Dios. Una de dos: o Dios no ha hablado en absoluto, o ha hablado y su Palabra es perfecta. No hay otra alternativa: es necesario decidirse por una u otra de esas afirmaciones. ¿Nos ha dado Dios una revelación? La incredulidad dice: «No». La superstición dice: «Sí, pero no puedo comprenderla sin la autoridad religiosa». Tanto en un caso como en otro nos vemos privados del inestimable tesoro de la preciosa Palabra de Dios, y de este modo la incredulidad y la superstición, tan diferentes en apariencia, convergen en un solo punto: privarnos de la revelación divina.

Mas, bendito sea Dios por habernos dado una revelación. Él ha hablado, y su palabra puede llegar al corazón y al entendimiento. Dios puede dar la certeza de que es él quien habla, y para ello no tenemos necesidad de ninguna intervención de autoridad humana. No necesitamos de ninguna candileja para ver que el sol resplandece. Los rayos de ese glorioso astro tienen bastante luz por sí mismos como para que sea necesario pretender ayudarles con tan mísero recurso. No tenemos más que ponernos al sol para quedar convencidos de que brilla. Si nos ponemos bajo techo o en un subterráneo, es seguro que no sentiremos su influencia. Exactamente igual sucede con la Escritura: si nos colocamos bajo las influencias glaciales y tenebrosas de la superstición o de la incredulidad, no experimentaremos el poder luminoso y fecundo de esta divina revelación.