El hombre y su miserable corazón
Hasta aquí, en el estudio de este libro, hemos considerado la manera en que Dios dirigía a su pueblo en el desierto y proveía a sus necesidades. Hemos recorrido los diez primeros capítulos, y en ellos hemos visto las pruebas de la sabiduría, la bondad y la providencia de Jehová, el Dios de Israel.
Pero ahora llegamos a un punto en el que sombrías nubes se amontonan a nuestro alrededor. Hasta aquí, Dios y su obra han estado ante nosotros; ahora somos llamados a contemplar al hombre y sus miserables caminos. Esto es siempre triste y humillante. El hombre es el mismo en todas partes: en Edén, en la tierra restaurada, en el desierto, en el país de Canaán, en la Iglesia, en el milenio; y está demostrado que el hombre se halla en un estado de decadencia total; apenas se mueve, ya se cae. Así, en los dos primeros capítulos de Génesis, vemos a Dios obrando como Creador; todo está hecho y arreglado con perfección divina; el hombre está colocado en esta escena para gozar de los frutos de la sabiduría, la bondad y la potestad de Dios. Pero en el capítulo 3 todo ha cambiado. En cuanto el hombre obra, es para desobedecer e introducir la ruina y la desolación. Así, después del diluvio en el que la tierra pasó por aquel profundo y terrible bautismo y en el que el hombre retomó su lugar, se muestra tal como es y da pruebas de que, lejos de poder someter y gobernar la tierra, no puede ni siquiera gobernarse a sí mismo (Génesis 9). Israel, apenas había sido sacado de Egipto, hizo el becerro de oro. El sacerdocio apenas se había establecido cuando los hijos de Aarón ofrecieron un fuego extraño. En cuanto Saúl fue elegido rey, se mostró obstinado y desobediente.
Apenas abrimos el Nuevo Testamento vemos reproducirse este mismo hecho. En cuanto se funda la Iglesia y se la dota con los dones el día de Pentecostés, oímos tristes palabras de murmuración y descontento. En pocas palabras, desde el principio hasta el fin, en toda época y en todo lugar, la historia del hombre está caracterizada por sus caídas. No hay ni una sola excepción desde el Edén hasta el fin del milenio.
Es muy útil considerar bien este grave y solemne hecho para que quede grabado en lo más íntimo de nuestros corazones. Esto es muy adecuado para corregir toda falsa idea sobre el verdadero carácter y la verdadera condición del hombre. Es conveniente recordar que el terrible juicio que llenó de terror el corazón del voluptuoso rey de Babilonia, en realidad fue pronunciado contra toda la raza humana, contra cada descendiente de Adán caído: “Pesado has sido en balanza, y fuiste hallado falto” (Daniel 5:27). Lector, ¿ha aceptado plenamente esta sentencia contra usted mismo? Es una pregunta muy seria. Nos sentimos forzados a insistir en ella. ¿Es usted uno de los hijos de la Sabiduría? ¿Justifica a Dios y se condena a sí mismo? ¿Se reconoce pecador perdido, culpable y merecedor del infierno? Si es así, Cristo es todo lo que necesita. Él murió para quitar el pecado y para llevar sus numerosos pecados. Confíe en él: todo lo que él es y posee es suyo. Él es su sabiduría, su justicia, su santidad y su redención. Todos los que, sencillamente y de corazón, creen en Jesús han abandonado el antiguo dominio del pecado y de la condenación. A los ojos de Dios están en el nuevo terreno de la vida eterna y la justicia divina. Son aceptados en el Cristo resucitado y victorioso.
Como él es, así somos nosotros en este mundo
(1 Juan 4:17).
Suplicamos al lector que no descanse hasta que esta importante cuestión esté clara y totalmente resuelta a la luz de la Palabra y de la presencia de Dios. Deseamos que el Espíritu Santo obre en el corazón y la conciencia del lector inconverso e indeciso, y le conduzca a los pies del Salvador.
Las quejas y el hastío del alimento celestial
“Aconteció que el pueblo se quejo a oídos de Jehová; y lo oyó Jehová, y ardió su ira, y se encendió en ellos fuego de Jehová, y consumió uno de los extremos del campamento. Entonces el pueblo clamó a Moisés, y Moisés oró a Jehová, y el fuego se extinguió. Y llamó a aquel lugar Tabera, porque el fuego de Jehová se encendió en ellos. Y la gente extranjera que se mezcló con ellos tuvo un vivo deseo, y los hijos de Israel también volvieron a llorar y dijeron: ¡Quién nos diera a comer carne! Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos; y ahora nuestra alma se seca; pues nada sino este maná ven nuestros ojos” (v. 1-6).
Aquí queda al descubierto el corazón humano. Sus gustos y tendencias se hacen manifiestos. El pueblo suspiraba por la tierra de Egipto y codiciaba sus frutos y guisados de carne. No decían nada de los latigazos que allí recibieron, ni de la fatiga en los hornos de ladrillos. Solo recordaban los recursos con los cuales Egipto había satisfecho los deseos de su carne.
¡Cuán a menudo sucede lo mismo con nosotros! Cuando el corazón pierde el frescor que le proporciona la vida divina, las cosas celestiales empiezan a perder su sabor. Cuando mengua el primer amor, cuando Cristo ya no es una porción preciosa y satisfactoria para el alma, la Palabra de Dios y la oración pierden su encanto y se convierten en un deber fastidioso y mecánico. Entonces las miradas se dirigen hacia el mundo, luego el corazón sigue a las miradas, y al fin los pies siguen al corazón. En momentos así olvidamos lo que el mundo fue para nosotros, cuando estábamos en él y formábamos parte del mismo. Olvidamos las fatigas, la miseria y la degradación que sufrimos cuando estábamos en la esclavitud del pecado y de Satanás; luego solo pensamos en la satisfacción, en el bienestar carnal proporcionado por la liberación de los penosos trabajos, de los conflictos y de las ansiedades que se hallan en el sendero del pueblo de Dios en el desierto.
Todo esto es muy triste y debería conducir al alma al más profundo juicio de sí misma. Es espantoso el estado de los que, después de haber comenzado a seguir al Señor, se cansan del camino y de la gracia de Dios. ¡Cuán terriblemente debieron resonar en los oídos del Señor las palabras:
Y ahora nuestra alma se seca; pues nada sino este maná ven nuestros ojos (v. 6).
¿Qué les faltaba a los hijos de Israel? ¿Ese alimento celestial no era suficiente? ¿No podían vivir de lo que la mano de su Dios les proporcionaba?
El maná despreciado
Y nosotros, ¿estamos libres de plantear cuestiones semejantes a la de los israelitas? Para nosotros, ¿es suficiente nuestro maná celestial? ¿Preguntamos a veces qué bien o qué mal hay en tal actividad, en tal placer del mundo? ¿Se oyen de nuestra boca palabras como estas: «¿Qué vamos a hacer todo el día? No podemos estar pensando siempre en Cristo y en las cosas del cielo; necesitamos divertirnos un poco». Esa manera de hablar recuerda la de Israel en este capítulo. Ciertamente así como es el lenguaje, también es la conducta. En el hecho mismo de buscar otras cosas demostramos que Cristo, lamentablemente, no basta a nuestros corazones. Cuán a menudo descuidamos nuestra Biblia para leer largamente y con afán una literatura ligera e inútil. Esos periódicos constantemente leídos y la Biblia casi siempre cubierta de polvo hablan por sí mismo. ¿Estos hechos no hablan claro? ¿No es esto despreciar el maná para desear los puerros y cebollas de Egipto (v. 5)?
Fijémonos en el peligro que corre el cristiano de caer en el mismo pecado que cayó Israel. Según se nos recuerda en este capítulo, no hay duda de que todos estamos expuestos a ese mismo peligro, pero muy especialmente los jóvenes. Los que a través de los años hemos adquirido más experiencia en la vida estamos menos expuestos a ser arrastrados por los frívolos empeños del mundo. Pero el joven quiere tener un poco del mundo. Quiere probarlo por sí mismo. No siente que Cristo sea enteramente suficiente para su corazón. Necesita diversión.
¡Qué equivocación! Cuán triste es oír a un cristiano que dice: «No puedo estar pensando siempre en Jesús». Quisiéramos preguntar a cada uno de los que hablan así: ¿En qué empleará la eternidad? ¿No será Cristo suficiente para llenar sus incontables siglos? ¿Necesitará recreo allí?
Se dirá sin duda: «Entonces seremos diferentes». Pero, ¿respecto a qué? Somos hechos partícipes de la naturaleza divina, el Espíritu Santo mora en nosotros, tenemos a Cristo, somos celestiales, hemos sido llevados a Dios. «Tenemos una naturaleza mala», se nos replicará. Pues bien, pero ¿vamos a alimentarla? ¿Para eso deseamos las diversiones? ¿Hemos de ayudar a nuestra miserable carne, a nuestra corrompida naturaleza a pasar el día? No, de ningún modo; somos exhortados a acallarla, a mortificarla, a considerarla como muerta. Este es el recreo del cristiano, el modo en que el santo es llamado a emplear el día. ¿Cómo podremos crecer en la vida divina si solo nos preocupamos por conseguir provisiones para la carne? La comida de Egipto no puede alimentar la nueva naturaleza. Ahora bien, la gran cuestión que debemos plantear es: ¿Cuál es realmente la naturaleza que pretendemos alimentar y fomentar: la nueva o la vieja? Es obvio que la nueva naturaleza no puede nutrirse con los periódicos, las canciones frívolas y la literatura insustancial; si nos dedicamos a esto, nuestras almas se marchitarán y desfallecerán.
Que Dios nos dé la gracia de pensar atentamente en estas cosas. Que podamos andar en el Espíritu de tal modo que Cristo sea siempre la satisfacción de nuestros corazones. Si Israel hubiera andado con Dios en el desierto nunca hubiese dicho: “Y ahora nuestra alma se seca; pues nada sino este maná ven nuestros ojos”. Ese maná hubiese sido más que suficiente para ellos. Así es también para nosotros. Si realmente andamos con Dios en el desierto de este mundo, nuestras almas se contentarán con la parte que él les conceda, y esta parte es un Cristo celestial. ¿Podrá dejar de satisfacernos? Él satisface el corazón de Dios; él llena todos los cielos con su gloria; él es el continuo tema del canto de los ángeles y el supremo objeto de su adoración; él es también la única finalidad de los consejos y designios eternos. La historia de sus caminos, ¿no se extiende a la eternidad?
Este muy Amado, en el profundo misterio de su Persona, según la gloria moral de sus caminos, el resplandor y la belleza de su carácter, ¿no basta a nuestros corazones? ¿Acaso tenemos necesidad de algo más? ¿Necesitamos periódicos y otros escritos ligeros para llenar el vacío de nuestras almas? ¿Vamos a volver la espalda a Cristo por las diversiones, por los estudios, por un trabajo?
¡Ay, qué triste es tener que escribir esto! Sí, muy triste, pero muy necesario; y aquí dirigimos más formalmente al lector esta pregunta: ¿De veras halla insuficiente a Cristo para satisfacer su corazón? ¿Tiene necesidades que él no pueda satisfacer plenamente? Si así es, usted está en un alarmante estado de alma; le conviene examinar este grave asunto con todo detenimiento. Incline su rostro ante Dios y júzguese objetivamente. Derrame su corazón ante él y dígaselo todo. Confiésele hasta qué punto ha caído y se ha extraviado, ya que el Hijo de Dios no le basta. Confiese todo a Dios y no descanse hasta no estar plena y gozosamente restablecido a la comunión de corazón con él en cuanto al Hijo de su amor.
La gente extranjera
Volvamos a nuestro capítulo. Llamamos la atención del lector sobre una frase llena de advertencias para nosotros: “Y la gente extranjera que se mezcló con ellos tuvo un vivo deseo, y los hijos de Israel también volvieron a llorar” (v. 4). No hay nada que perjudique más a la causa de Cristo y a las almas de su pueblo que la asociación con hombres de principios mezclados. Tratar con enemigos conocidos y declarados es menos peligroso. Satanás lo sabe bien y se esfuerza constantemente para llevar al pueblo de Dios a unirse con los que no tienen principios bien determinados, y, por otro lado, trata de introducir falsos elementos, falsos profesantes, en medio de los que procuran seguir una senda de separación respecto del mundo. En el Nuevo Testamento tenemos frecuentes alusiones a este carácter especial del mal. Lo encontramos proféticamente en los evangelios e históricamente en los Hechos y en las epístolas. Lo tenemos en la cizaña y la levadura en Mateo 13. Luego, en el libro de los Hechos, encontramos personas que se relacionaban con la asamblea y eran como la “gente extranjera” que acompañaba a Israel. Y, finalmente, tenemos la alusión del apóstol a los elementos distintos introducidos por el enemigo con el fin de corromper el testimonio y trastornar las almas del pueblo de Dios. Así el apóstol Pablo habla de los “falsos hermanos introducidos a escondidas” (Gálatas 2:4). Judas habla también de ciertos hombres que “han entrado encubiertamente” (v. 4).
Todo ello nos enseña que el pueblo de Dios tiene que vigilar y, además, depender absolutamente del Señor, el único que puede preservarlo de la introducción de elementos peligrosos y guardarlo de todo contacto con hombres de principios mezclados o de carácter dudoso. La “gente extranjera” seguramente tendrá un “vivo deseo” y el pueblo de Dios, en contacto con estas personas, se halla en un inminente peligro de sentir fastidio del maná celestial. Por tanto, es necesario decidirse por Cristo y consagrarse enteramente a él y a su causa. Cuando un grupo de creyentes es capaz de andar con los corazones unidos a Cristo sin compartirlos con otra cosa, y con decidida separación del presente siglo, será menos probable que las personas de carácter equívoco procuren hacerse un lugar entre ellos, por más que Satanás procure destruir el testimonio introduciendo hipócritas. Una vez que se han introducido tales personas, atraen el oprobio sobre el nombre del Señor por causa de sus malos caminos. Satanás sabía muy bien lo que hacía cuando empujó a la gente extranjera a mezclarse con el pueblo de Israel. Los efectos de esa mezcla no se manifestaron inmediatamente. El pueblo había salido a toda prisa, había atravesado el mar Rojo y había entonado el cántico de triunfo junto a sus orillas. Todo parecía brillante y lleno de esperanza, pero la “gente extranjera” estaba allí, y la influencia de su presencia se manifestó muy pronto.
Así ha sucedido siempre en la historia del pueblo de Dios. En los grandes movimientos espirituales que se han producido de tiempo en tiempo podemos distinguir ciertos elementos de decadencia que, ocultos al principio por la abundante corriente de la gracia y de la energía espiritual, se mostraron en cuanto esa corriente empezó a menguar.
Estos son hechos muy graves que exigen gran vigilancia, ya sea que se apliquen a los individuos o a las asambleas. Al principio, en nuestros días de juventud, cuando el celo y el frescor nos caracterizan, la abundante corriente de la gracia fluye de una manera tan bendita que muchas cosas pueden pasar sin ser juzgadas; y, no obstante, en realidad son semillas arrojadas al suelo por la mano del enemigo, que germinarán y darán fruto a su tiempo. De ahí que las asambleas de creyentes, y cada cristiano individualmente, deberían estar siempre atentos, velando para que el enemigo no consiga ninguna ventaja en este asunto. Cuando el corazón es leal a Cristo es seguro que todo acabará bien. Nuestro Dios es misericordioso, cuida de nosotros y nos preserva de mil lazos. ¡Que podamos aprender a confiar en él y a glorificarle!
Moisés agobiado por el peso de las responsabilidades
Tenemos otras lecciones que sacar de esta importante porción de la Palabra. No solo debemos considerar la decadencia de la asamblea de Israel; también vemos al mismo Moisés titubear y a punto de sucumbir bajo el peso de su responsabilidad. “Y dijo Moisés a Jehová: ¿Por qué has hecho mal a tu siervo? ¿Y por qué no he hallado gracia en tus ojos, que has puesto la carga de todo este pueblo sobre mí? ¿Concebí yo a todo este pueblo? ¿Lo engendré yo, para que me digas: Llévalo en tu seno, como lleva la que cría al que mama, a la tierra de la cual juraste a sus padres? ¿De dónde conseguiré yo carne para dar a todo este pueblo? Porque lloran a mí, diciendo: Danos carne que comamos. No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía. Y si así lo haces tú conmigo, yo te ruego que me des muerte, si he hallado gracia en tus ojos; y que yo no vea mi mal” (v. 11-15).
He aquí un lenguaje verdaderamente asombroso. Y no es que queramos insistir en las caídas y debilidades de un siervo tan amado y consagrado como Moisés. Lejos de nosotros una idea así. Haríamos mal en comentar los actos y las palabras de aquel de quien el Espíritu Santo dijo que fue fiel en toda la casa de Dios. Moisés, como todos los santos del Antiguo Testamento, ha tomado su lugar entre los “espíritus de los justos hechos perfectos” (Hebreos 12:23), y toda alusión que se hace de él en el Nuevo Testamento tiende a honrarlo y a designarlo como un vaso muy precioso.
No obstante, debemos meditar sobre la historia inspirada que tenemos ahora ante nuestros ojos, historia escrita por Moisés mismo. Es felizmente cierto que en el Nuevo Testamento casi nunca se comentan las faltas y las caídas del pueblo terrenal de Dios durante el tiempo del que nos habla el Antiguo Testamento; no obstante, este último las relata con fiel exactitud, y ¿para qué? Para nuestra instrucción.
Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza
(Romanos 15:4).
¿Qué debemos aprender, pues, del extraño arrebato de sentimientos de Moisés? Por lo menos esto: que el desierto pone de manifiesto lo que mora incluso en el mejor de nosotros. Allí mostramos lo que hay en nuestros corazones. Y como el libro de los Números es expresamente el libro del desierto, es justo que en él encontremos toda clase de caídas y debilidades al desnudo. El Espíritu de Dios inscribe fielmente en él cada cosa. Nos presenta a los hombres tal como son, y aunque sea un Moisés quien habla “precipitadamente con sus labios” (Salmo 106:33), esta misma precipitación está consignada para servirnos de advertencia e instrucción. Moisés, al igual que Elías, era un hombre “sujeto a pasiones semejantes a las nuestras” (Santiago 5:17), y es evidente que en esta parte de su historia su corazón sucumbe bajo el espantoso peso de sus responsabilidades. Quizá se diga: «No es extraño que su corazón desfalleciera. Era una carga demasiado pesada para un ser humano». Pero la cuestión es: ¿Era demasiado pesada para Dios? ¿Moisés fue realmente llamado a llevar solo esa carga? ¿No bastaba con que el Dios vivo estuviera con él? ¿Qué podía importar si Dios quería obrar por medio de un solo hombre o por diez mil? Todo el poder, la sabiduría y la gracia están en Dios. Él es la fuente de toda bendición; y, a juicio de la fe, no tiene ninguna importancia que haya un solo canal o mil.
Aquí podemos comprobar un hermoso principio moral aplicable a todos los siervos de Cristo: es necesario recordar que cuando el Señor coloca a un hombre en un puesto de responsabilidad, lo hace capaz de ocuparlo y lo mantiene en él. Naturalmente el caso es muy diferente cuando un hombre, sin ser llamado, quiere lanzarse a un campo de trabajo o a un sitio difícil o peligroso. En ese caso, con toda seguridad, tarde o temprano ocurrirá el fracaso. Pero cuando Dios llama a un hombre a ocupar una determinada posición, lo colma de la gracia necesaria para ocuparla. No envía a nadie a la guerra a sus propias expensas y, por lo tanto, debemos esperar en él para todo. Si nos apoyamos únicamente en el Dios vivo, jamás caeremos. Si bebemos de la fuente, la sed no nos atormentará. Nuestros pequeños manantiales se secarán pronto; pero nuestro Señor Jesucristo declara:
El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva
(Juan 7:38).
Es una gran lección para el desierto. Sin ella no podemos dar un paso adelante. Si Moisés la hubiera comprendido plenamente, jamás hubiese proferido palabras como: “¿De dónde conseguiré yo carne para dar a todo este pueblo?” (v. 13). Hubiera fijado sus ojos únicamente en el Señor, comprendiendo que él era solo un instrumento en las manos de Dios, cuyos recursos son ilimitados. Seguramente Moisés no hubiera podido proporcionar víveres a aquella inmensa muchedumbre, ni siquiera para un día, pero Dios siempre puede suplir las necesidades de todo cuanto vive.
¿Creemos esto en realidad? ¿No ocurre que a veces dudamos de ello? ¿No sentimos alguna vez como si nos correspondiera a nosotros, y no a Dios, proveer a nuestras necesidades? ¿Tiene algo de extraño, pues, que estemos abatidos, titubeantes, y que sucumbamos? En verdad Moisés tenía razón al decir: “No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía” (v. 14). No había más que un solo corazón que pudiera soportar tal compañía: el de ese Amado que, cuando los israelitas se rendían de cansancio junto a los hornos de ladrillos en Egipto, descendió para liberarlos, y una vez rescatados de manos de sus enemigos, estableció su morada en medio de ellos. Él solo podía sostenerlos. Su corazón amante y su mano poderosa eran por sí solos suficientes para esa tarea; y si Moisés hubiera conocido todo el poder de esta gran verdad, no hubiese dicho: “Y si así lo haces tú conmigo, yo te ruego que me des muerte, si he hallado gracia en tus ojos; y que yo no vea mi mal” (v. 15).
Este fue, indudablemente, un momento sombrío en la vida del ilustre siervo de Dios. Esto nos recuerda en algo al profeta Elías, cuando se echó al pie de un enebro y pidió al Señor que le quitara la vida (1 Reyes 19:4). ¡Qué maravilloso es ver a estos dos hombres juntos en el monte de la transfiguración! Esto prueba de una manera notable que los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos y que sus caminos no son nuestros caminos. Para Moisés y Elías estaban reservadas cosas mejores. Bendito sea su nombre; él acalla nuestros temores por medio de las riquezas de su gracia; y cuando nuestros pobres corazones aguardan la muerte y la desdicha, él da la vida, la victoria y la gloria.
La respuesta de Dios y la suficiencia del Espíritu Santo
Sin embargo, no podemos dejar de advertir que, al retroceder ante una posición de pesada responsabilidad, Moisés renunciaba a una dignidad suprema y a un santo privilegio. Esto parece muy evidente por el pasaje que sigue: “Entonces Jehová dijo a Moisés: Reúneme setenta varones de los ancianos de Israel, que tú sabes que son ancianos del pueblo y sus principales; y tráelos a la puerta del tabernáculo de reunión, y esperen allí contigo. Y yo descenderé y hablaré allí contigo, y tomaré del Espíritu que está en ti, y pondré en ellos; y llevarán contigo la carga del pueblo, y no la llevarás tú solo” (v. 16-17).
Esa introducción de setenta hombres, ¿añadía algún poder a Moisés? Por cierto ningún poder espiritual, ya que, después de todo, era el mismo Espíritu que ya estaba en Moisés. Aunque eran setenta hombres en vez de uno, un número mayor de hombres no implicaba ningún aumento de poder espiritual. Esta adición de hombres ahorraba trabajos a Moisés, pero le restaba algo de su dignidad. En adelante sería un instrumento unido a otros, en vez de ser único. Tal vez se diga que Moisés, siervo bendito como era, no deseaba ninguna dignidad para sí; más bien buscaba una senda anónima y humilde. Sin duda alguna lo hacía; pero esto no toca la cuestión presente. Moisés, como lo veremos pronto, era el hombre más manso de toda la tierra, y no queremos ni siquiera suponer que otro hombre hubiera obrado mejor en esas circunstancias. Sin embargo, debemos retener la gran lección práctica que este capítulo enseña de una manera tan admirable. El mejor de los hombres cae, y parece evidente que Moisés en esta ocasión no tenía la paz y la serenidad que la fe da. Parece haber perdido, por un momento, aquel perfecto equilibrio del alma, resultado que logran los que tienen al Dios vivo como centro de sus pensamientos. Y deducimos esto no solo del hecho de que Moisés vaciló bajo el peso de su responsabilidad, sino también por medio del estudio del siguiente párrafo:
“Pero al pueblo dirás: Santificaos para mañana, y comeréis carne; porque habéis llorado en oídos de Jehová, diciendo: ¡Quién nos diera a comer carne! ¡Ciertamente mejor nos iba en Egipto! Jehová, pues, os dará carne, y comeréis. No comeréis un día, ni dos días, ni cinco días, ni diez días, ni veinte días, sino hasta un mes entero, hasta que os salga por las narices, y la aborrezcáis, por cuanto menospreciasteis a Jehová que está en medio de vosotros, y llorasteis delante de él, diciendo: ¿Para qué salimos acá de Egipto? Entonces dijo Moisés: Seiscientos mil de a pie es el pueblo en medio del cual yo estoy; ¡y tú dices: Les daré carne, y comerán un mes entero! ¿Se degollarán para ellos ovejas y bueyes que les basten? ¿O se juntarán para ellos todos los peces del mar para que tengan abasto? Entonces Jehová respondió a Moisés: ¿Acaso se ha acortado la mano de Jehová? Ahora verás si se cumple mi palabra, o no” (v. 18-23).
En todo esto vemos la obra de ese espíritu de incredulidad que tiende siempre a limitar al Santo de Israel. El Dios Todopoderoso, el Poseedor de los cielos y de la tierra, el Creador de toda la tierra, ¿no podía proporcionar carne a seiscientos mil hombres? Lamentablemente, en esto fallamos todos. No tomamos posesión de esta verdad: tenemos de nuestra parte al Dios vivo. La fe introduce a Dios en escena y, por lo tanto, ella no conoce dificultad alguna; se ríe de las imposibilidades. A juicio de la fe, Dios es la gran respuesta a todo problema, la gran solución a cada dificultad. Ella lo traslada todo a Dios y, en consecuencia, no le importa que se trate de seiscientos mil o de seiscientos millones; sabe que Dios es plenamente suficiente. Encuentra todos sus recursos en él. La incredulidad dice: ¿Cómo puede suceder eso?, pero la fe tiene una sola y gran respuesta a diez mil “¿cómo?”, y la respuesta es DIOS.
“Y salió Moisés y dijo al pueblo las palabras de Jehová; y reunió a los setenta varones de los ancianos del pueblo, y los hizo estar alrededor del tabernáculo. Entonces Jehová descendió en la nube, y le habló; y tomó del Espíritu que estaba en él, y lo puso en los setenta varones ancianos; y cuando posó sobre ellos el Espíritu, profetizaron, y no cesaron” (v. 24-25).
El Espíritu Santo como fuente del ministerio
El verdadero secreto de todo ministerio es el poder espiritual. No es el genio, la inteligencia o la energía del hombre, sino sencillamente el poder del Espíritu de Dios. Esto era verdad en los días de Moisés y lo es aún hoy.
No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos
(Zacarías 4:6).
Es conveniente que todos los ministros lo recuerden siempre. Esto sostendrá su corazón y dará a su ministerio una continua eficacia. Un ministerio que fluye de una dependencia permanente del Espíritu Santo nunca puede ser estéril. Si un hombre confía en sus propios recursos, pronto estará desprovisto de ellos. Poco importan sus talentos o sus grandes conocimientos; si el Espíritu Santo no es la fuente y el poder de su ministerio, este perderá, tarde o temprano, su frescura y su eficacia.
¡Cuán importante es, pues, que todos los que sirven, sea en la predicación del Evangelio o en la Iglesia de Dios, se apoyen continua y exclusivamente en el poder del Espíritu Santo! Él sabe lo que las almas necesitan y puede satisfacer estas necesidades. Pero es preciso confiar en él y pedirle ayuda. No está bien apoyarse parte en uno mismo y parte en el Espíritu de Dios. Si existe la menor confianza en sí mismo, pronto quedará en evidencia. Debemos vaciarnos completamente de lo que pertenece al yo si queremos ser vasos del Espíritu Santo.
Esto no quiere decir que no deba haber una santa diligencia y un ardor en el estudio de la Palabra, en las actividades, pruebas, luchas y distintas dificultades del alma. Al contrario, estamos convencidos de que cuanto más nos apoyemos en el poder del Espíritu Santo, con conocimiento de nuestra nulidad, estudiaremos más cuidadosa y celosamente las Escritures y escudriñaremos nuestra alma. Sería un error fatal valerse de la dependencia del Espíritu Santo como pretexto para descuidar el estudio hecho con oración y meditación. “Ocúpate en estas cosas; permanece en ellas,para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos” (1 Timoteo 4:15).
Pero, después de todo, se debe recordar siempre que el Espíritu Santo es la fuente inagotable y viviente del ministerio. Solo él puede desplegar, en su fuerza y plenitud divinas, los tesoros de la Palabra de Dios y aplicarlos, según su poder celestial, a las actuales necesidades del alma. No se trata de exponer verdades nuevas, sino sencillamente de desarrollar la misma Palabra de Dios, de manera que obre en el estado espiritual y moral del pueblo de Dios. Ese es el verdadero ministerio. Un hombre puede hablar cien veces de la misma porción de la Escritura a las mismas personas, y en cada ocasión puede anunciar a Cristo con una nueva fuerza espiritual. Por otra parte, un hombre puede atormentar su espíritu tratando de descubrir nuevos temas y nuevas maneras de tratar viejos textos, pero a pesar de todo puede suceder que en su predicación no haya ni un átomo de Cristo o de poder espiritual.
Todo esto es cierto para el evangelista, el maestro o el pastor. Un hombre puede ser llamado a predicar el Evangelio en el mismo sitio durante años, y en ocasiones podrá sentirse abrumado por tener que dirigirse al mismo auditorio y hablar sobre el mismo tema del Evangelio semana tras semana, mes tras mes, y año tras año. Puede verse en aprietos para encontrar algo nuevo, fresco o variado. Quizá desee ir a cualquier otro sitio donde los temas que le son familiares sean nuevos para sus oyentes. Lo dicho anteriormente ayudará mucho a hombres así a recordar que Cristo es el único gran tema del evangelista. El Espíritu Santo es el poder para desarrollar ese gran tema, y los pecadores perdidos son los oyentes ante los que debe ser desarrollado. Y Cristo siempre es nuevo; el poder del Espíritu Santo siempre tiene su frescor; la condición y el destino del alma siempre son dignos de interés. Además el evangelista, cada vez que predica, debe recordar que aquellos a quienes se dirige ignoran realmente el Evangelio, por lo tanto debe hablarles como si fuera la primera vez que ellos oyen el mensaje y la primera vez que él lo anuncia. En efecto, la predicación del Evangelio, en el divino significado de esta palabra, no es la exposición vana de una simple doctrina evangélica, ni una cierta forma de discursos expuestos según la misma rutina fastidiosa. Lejos de esto, predicar el Evangelio es en realidad manifestar el corazón de Dios, la persona y la obra de Cristo, esto con la energía del Espíritu Santo, inspirada y nutrida por el inagotable tesoro de las Santas Escrituras.
Si todos los predicadores pudiesen tener estas cosas presentes en su pensamiento, poco importaría que hubiese un solo predicador o setenta, que hubiese un solo hombre en un mismo sitio durante cincuenta años, o el mismo hombre en cincuenta sitios distintos durante un año. Así, según nos narra este capítulo, no hubo aumento de poder en el caso de Moisés, sino que el mismo espíritu que él poseía fue derramado sobre los setenta ancianos. Dios puede obrar por medio de un solo hombre tan bien como por setenta; y si Dios no obra, setenta no harán más que uno solo. Es muy importante tener siempre presente a Dios en el alma. Ese es el verdadero secreto del poder y el frescor para el evangelista, el maestro o cualquier otro siervo. Cuando un hombre puede decir:
Todas mis fuentes están en ti
(Salmo 87:7),
no necesita preocuparse con respecto a la esfera de su actividad o a su aptitud para cumplirla. Pero cuando no es así, es perfectamente comprensible que un hombre desee compartir con otros su trabajo y su responsabilidad. Recordemos cómo Moisés, al comienzo del libro del Éxodo, iba temeroso a Egipto, olvidando la simple dependencia de Dios, y cómo dejó en seguida que Aarón lo acompañara. Eso es lo que sucede siempre. Nos agrada lo que es palpable, lo que los ojos pueden ver y las manos tocar. Se nos hace difícil ver a Aquel que es invisible. Y, sin embargo, el apoyo en que deseamos descansar es con frecuencia “una caña cascada” (Mateo 12:20) que nos atravesará la mano. Aarón fue para Moisés una fuente de muchas penas, y aquellos que en nuestro apresuramiento consideramos como seres indispensables, resultan con frecuencia todo lo contrario, un estorbo. ¡Quiera el Señor que aprendamos a apoyarnos en el Dios vivo con un corazón sincero y una confianza inquebrantable!
Eldad y Medad
Antes de terminar este capítulo consideraremos, por un momento, la excelente actitud de Moisés en medio de las circunstancias en que él mismo se había colocado. Una cosa es retroceder ante el peso de la responsabilidad y del trabajo, y otra cosa es comportarnos con gracia y humildad con los que son llamados a compartir la carga con nosotros. Las dos cosas son totalmente distintas y a menudo podemos verlo claramente. En la escena que tenemos ante nosotros Moisés muestra esa mansedumbre que le caracteriza de un modo tan especial.
“Y habían quedado en el campamento dos varones, llamados el uno Eldad y el otro Medad, sobre los cuales también reposó el Espíritu; estaban estos entre los inscritos, pero no habían venido al tabernáculo; y profetizaron en el campamento. Y corrió un joven y dio aviso a Moisés, y dijo: Eldad y Medad profetizan en el campamento. Entonces respondió Josué hijo de Nun, ayudante de Moisés, uno de sus jóvenes, y dijo: Señor mío Moisés, impídelos. Y Moisés le respondió: ¿Tienes tú celos por mí? Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera su Espíritu sobre ellos” (v. 26-29).
¡Esto es notablemente hermoso! Moisés estaba lejos de tener ese miserable espíritu de envidia que no deja hablar a nadie más que a sí mismo. Se alegraba, por gracia, al ver las manifestaciones del verdadero poder espiritual, vinieran de donde viniesen. Sabía muy bien que esos dos hombres solo podían profetizar realmente por el poder del Espíritu de Dios; así, pues, en cualquier lugar en donde se manifestara ese poder, ¿quién era él para intentar ahogarlo u oponérsele?
¡Qué bueno sería que abundara más este excelente espíritu! ¡Que cada uno de nosotros procure buscarlo! ¡Que podamos tener la gracia de regocijarnos sinceramente por el testimonio y el servicio de otros hijos de Dios, aun cuando no veamos todas las cosas desde el mismo punto de vista que ellos y aunque nuestro método y medida puedan diferir! Nada es más despreciable que ese espíritu mezquino de envidia y celos que no permite a un hombre interesarse en otro trabajo que no sea el suyo propio. Podemos estar seguros de que cuando el Espíritu de Cristo obra en nuestros corazones, logramos salir de nosotros mismos para abrazar, en espíritu, el vasto campo de trabajo de nuestro bendito Maestro y a todos sus amados obreros. Podemos regocijarnos plenamente de que la obra se cumpla, sin importar por medio de quién. Un hombre cuyo corazón está lleno de Cristo podrá decir sinceramente:
Con tal que la obra se haga, es decir, con tal que Cristo sea glorificado, que las almas sean salvas, que el rebaño del Señor sea alimentado, poco me importa saber quién lo hace
(ver Filipenses 1:17-18).
Este es el espíritu que hay que cultivar; forma un contraste brillante con la estrechez y el egoísmo que solo pueden alegrarse en un trabajo en el que el «yo» tiene un lugar evidente. Quiera el Señor librarnos de todo esto y concedernos el estado de ánimo que manifestó Moisés al decir: “¿Tienes tú celos por mí? Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera su Espíritu sobre ellos” (v. 29).
El juicio de la codicia
En el último párrafo de nuestro capítulo vemos al pueblo entregado al miserable y fatal goce de las cosas por las que sus corazones habían sido presa de la codicia. “Y él les dio lo que pidieron; mas envió mortandad sobre ellos” (Salmo 106:15). Obtuvieron lo que tan ardientemente habían deseado, pero en ello encontraron la muerte. Quisieron carne, y con ella vino el juicio de Dios. Esto es muy solemne. ¡Tengamos en cuenta esa advertencia! El pobre corazón está lleno de vanos deseos y de odiosas codicias. El maná celestial no le satisface. Necesita otra cosa. Dios permite que la tengamos; pero entonces nos sobrevienen debilitamiento, esterilidad, muerte y juicio. ¡Oh, Señor, mantén nuestros corazones unidos solo a ti en todo tiempo! ¡Sé siempre la porción suficiente a nuestras almas mientras atravesamos este desierto hasta que veamos tu gloriosa faz!