Estudio sobre el libro de los Números

El sacerdocio

La rebelión de Coré

A excepción del corto párrafo referente al que había profanado el sábado, el capítulo que acabamos de estudiar puede ser considerado como un paréntesis en la historia de Israel en el desierto. Nos transporta al porvenir, cuando Israel, a pesar de todos sus pecados, de su locura, sus murmuraciones y sus rebeliones poseerá la tierra de Canaán y ofrecerá sacrificios de justicia y cánticos de alabanza al Dios de su salvación. Hemos visto en él a Jehová pasando por alto la incredulidad y la desobediencia (cap. 13 y 14), anticipando el cumplimiento pleno y final de su eterno designio y la realización de sus promesas a Abraham, Isaac y Jacob.

Seguidamente, el capítulo 16 continúa la historia del desierto, triste y humillante en cuanto al hombre, pero brillante y bendita si miramos la inagotable paciencia y la ilimitada gracia de Dios. Esas son las dos grandes lecciones del desierto: lo que es el hombre, pero también lo que es Dios. Las dos cosas se relacionan en las páginas del libro de los Números. Así, en el capítulo 14, se nos muestra al hombre y sus caminos. Luego, en el capítulo 15, vemos a Dios y sus caminos; ahora, en el 16, volvemos de nuevo al hombre y los suyos. ¡Que podamos cosechar una instrucción profunda y sólida de esta doble lección!

“Coré hijo de Izhar, hijo de Coat, hijo de Leví, y Datán y Abiram hijos de Eliab, y On hijo de Pelet, de los hijos de Rubén, tomaron gente, y se levantaron contra Moisés con doscientos cincuenta varones de los hijos de Israel, príncipes de la congregación, de los del consejo, varones de renombre. Y se juntaron contra Moisés y Aarón y les dijeron: ¡Basta ya de vosotros! Porque toda la congregación, todos ellos son santos, y en medio de ellos está Jehová ¿por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la congregación de Jehová? (v. 1-3).

Aquí llegamos a la solemne historia de lo que el Espíritu Santo, por medio del apóstol Judas, llama “la contradicción de Coré” (v. 11). La rebelión se atribuye a Coré porque él fue el jefe religioso de la misma. Parece que poseía autoridad suficiente para reunir a su alrededor un gran número de hombres influyentes, príncipes, hombres llamados al consejo y varones de renombre. En pocas palabras, era una rebelión formidable y seria, y haremos bien si procuramos examinar su origen y su carácter moral.

Cuando se manifiesta un espíritu de deslealtad es siempre un momento de crisis para la historia de la asamblea; ya que si no es reprimido según Dios, tendrán lugar las más desastrosas consecuencias. En todas las asambleas hay elementos de oposición; basta un espíritu alborotador y dominador que obre sobre ese tipo de elementos para convertir en fuego devorador la llama que ardía en lo oculto. Siempre hay cientos y aun miles de individuos dispuestos a agruparse alrededor del estandarte de la revuelta en cuanto este se despliega, pero que no hubieran tenido la fuerza ni el valor de levantarlo ellos mismos. Satanás no echará mano del primer novato como instrumento de una obra semejante. Para ello necesita a un hombre astuto, diestro y enérgico, a un hombre de carácter fuerte que influya en el ánimo de sus semejantes y con una voluntad de hierro para proseguir en sus proyectos. Ciertamente Satanás reviste de esas características a los que emplea en sus empresas diabólicas. Sea como fuese, sabemos que los grandes conductores de todas las revueltas han sido hombres con una mente superior, capaces de gobernar a su capricho la turba inconstante que, como el océano que se deja levantar por todos los vientos de la tempestad. Esos hombres saben agitar las pasiones de los pueblos para servirse de ellos. La palanca más segura de que disponen para sublevar a las masas es la cuestión de sus derechos y de su libertad. Si logran persuadir a los pueblos de que su libertad está amenazada, o de que sus derechos son infringidos, se reunirán con seguridad a su alrededor un gran número de mentes inquietas y capaces de causar mucho mal.

La acusación contra Moisés y Aarón

Este fue el caso de Coré y sus partidarios. Trataron de convencer al pueblo de que Moisés y Aarón se imponían como amos sobre sus hermanos y que atentaban contra sus derechos y privilegios como miembros de una santa congregación en la cual, según su criterio, todos estaban al nivel y tenían el mismo derecho de obrar.

“¡Basta ya de vosotros!… ¿por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la congregación de Jehová?” (v. 3). Básicamente este era su acusación fundamental contra el hombre más manso de toda la tierra. Pero ¿qué era lo que Moisés se había adjudicado? La ojeada más rápida sobre la historia de este amado siervo hubiera bastado para convencer a una persona imparcial de que, lejos de apropiarse de dignidades o responsabilidades, se había mostrado demasiado dispuesto a rehusarlas cuando le fueron ofrecidas, y a desfallecer bajo su peso cuando se le impusieron. Por tanto, el que acusara a Moisés de querer abarcar mucho estaba probando sencillamente que ignoraba por completo el verdadero espíritu y carácter de este hombre. El que pudo decir a Josué: “¿Tienes tú celos por mí? Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera su Espíritu sobre ellos” (cap. 11:29), no estaba dispuesto a apropiarse de nada.

Por otra parte, si Dios llama y prepara a un hombre para su obra, si llena un vaso para un servicio especial, ¿cómo y por qué, entonces, censurar el don y el cargo conferidos por Dios? Verdaderamente, no puede haber nada más absurdo.

No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo
(Juan 3:27).

Sin ello es completamente inútil que un hombre cualquiera pretenda ser o tener algo; esa pretensión debe necesariamente desembocar en la nada. Tarde o temprano los ambiciosos serán puestos en su lugar y solo subsistirá lo que es de Dios.

Coré y su banda estaban disputando contra Dios, no contra Moisés y Aarón. Estos habían sido llamados por Dios para ocupar cierto cargo y cumplir una misión especial, y ¡desdichados si se hubieran negado!, pues ellos no fueron quienes habían aspirado a tal cargo o se habían apropiado de aquella obra, sino que habían sido consagrados por Dios. Esto hubiera debido bastar para resolver la cuestión para todos, pero no para los rebeldes, alborotadores y ocupados en sí mismos, quienes procuraban perjudicar a los verdaderos siervos de Dios con el fin de exaltarse a sí mismos. Este es siempre el caso de los promotores de sediciones y descontentos, cuyo objetivo verdadero es darse importancia. Hablan altivamente y de manera muy creíble de los derechos y privilegios comunes al pueblo de Dios, pero en realidad aspiran a ocupar una posición para la que no son aptos, y disfrutar de privilegios a los que no tienen ningún derecho.

En realidad la cuestión es muy sencilla. Si Dios le ha dado a alguien una posición que ocupar o alguna obra que hacer, ¿quién se atreverá a contradecirlo? Que cada cual, pues, reconozca su lugar y lo ocupe; que reconozca la obra que le ha sido confiada y la cumpla. Es absurdo querer ocupar la posición o hacer la obra de otro. Así lo vimos al meditar acerca de los capítulos 3 y 4 de este libro. Es preciso que esto sea siempre una realidad. Coré tenía su obra y Moisés la suya. ¿Por qué debía uno envidiar al otro? Acusar al sol, a la luna y a las estrellas de darse demasiada importancia al brillar en el espacio que se les ha asignado sería tan insensato como acusar de presunción a un siervo revestido de los dones de Cristo que acepta la responsabilidad de su cargo.

La función de cada uno en el Cuerpo de Cristo

Este principio tiene una gran importancia en cualquier asamblea, grande o pequeña, y en toda circunstancia en la que los cristianos son llamados a trabajar juntos. Es un error suponer que todos los miembros del cuerpo de Cristo son llamados a ocupar lugares de distinción o que cada miembro pueda escoger su lugar en el cuerpo. Esto depende absolutamente del decreto de Dios.

Esa es la clara enseñanza de 1 Corintios 12:14-18: “Además, el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos. Si dijere el pie: Porque no soy mano, no soy del cuerpo, ¿por eso no será del cuerpo? Y si dijere la oreja: Porque no soy ojo, no soy del cuerpo, ¿por eso no será del cuerpo? Si todo el cuerpo fuese ojo, ¿dónde estaría el oído? Si todo fuese oído, ¿dónde estaría el olfato? Mas ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él quiso”.

Ahí se ve la verdadera y única fuente del ministerio en la Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo. “Dios ha colocado los miembros”. No es un hombre quien nombra a otro; menos aun es un hombre quien se nombra a sí mismo. Se requiere el nombramiento divino y si este es realizado por el hombre, se usurpan los derechos de Dios.

Si examinamos este asunto a la luz de la maravillosa enseñanza de 1 Corintios 12, ¿qué diríamos si los pies acusasen a las manos, o si los oídos acusasen a los ojos de darse demasiada importancia? ¿No resultaría algo extremadamente ridículo?

Es verdad que estos miembros ocupan cada uno un lugar distinto en el cuerpo; pero ¿por qué? Porque Dios los ha colocado allí “como él quiso”. ¿Y qué hacen ellos en esa posición diferenciada? La obra que Dios les ha encomendado que cumplan. ¿Con qué objeto? Por el bien de todo el cuerpo. No hay un solo miembro, por humilde que sea, que no se beneficie de la obra debidamente cumplida por un miembro distinguido. Por otra parte, este disfruta y aprovecha las funciones debidamente cumplidas por el miembro más humilde. Si los ojos pierden la agudeza visual, todos los miembros lo sentirán. Cualquier problema que tenga el miembro más insignificante, el miembro más honorable también sufrirá.

Por lo tanto, la cuestión no es saber si abarcamos poco o mucho, sino si cumplimos la obra que se nos ha asignado y ocupamos nuestro debido lugar. La edificación de todo el Cuerpo se efectúa mediante la fiel cooperación de todos los miembros, en la medida del trabajo de cada uno. Si esta gran verdad no es comprendida y puesta en práctica, la edificación, lejos de producirse, será obstaculizada; el Espíritu Santo será apagado y contristado, los derechos soberanos de Cristo serán negados, y Dios no será honrado. Todo cristiano debe obrar de acuerdo con este principio divino y testificar en contra de todo lo que lo oscurezca o lo niegue.

La introducción en la casa de Dios de «cristianos» sin la vida divina ha conducido a la ruina del testimonio que Dios esperaba de su Iglesia. Esto debe ser, para los fieles, un estímulo poderoso para guardar y practicar la verdad de Dios, cuyo olvido, abandono y negación han causado la presente ruina (2 Timoteo 2:20-21).

El cristiano está solemnemente obligado a someterse al pensamiento revelado por Dios. Alegar las circunstancias como excusa para hacer lo malo o para descuidar cualquier verdad de Dios es burlarse de la autoridad divina y hacer a Dios cómplice de nuestra desobediencia. No iremos más allá en nuestras consideraciones. Solo hemos recordado estos temas porque están ligados a nuestro capítulo. Es, sin duda, una de las páginas más solemnes de la historia de Israel en el desierto.

La humilde actitud de Moisés

Cuando Moisés, el verdadero siervo de Dios, oyó las palabras sediciosas de Coré y su banda, “se postró sobre su rostro”. En Éxodo 14 vimos a este amado siervo postrado cuando debió haber permanecido de pie. Pero en este caso fue lo mejor y más seguro que pudo haber hecho. No se consigue nada respondiendo a los descontentos y amotinados; vale más dejarlos en manos del Señor, porque en realidad es a él a quien tienen que rendir cuenta. Cuando Dios coloca a un hombre en cierto puesto y le asigna un trabajo determinado, si es acusado por sus semejantes por serle obediente, entonces, esa querella va dirigida contra Dios mismo, quien sabrá resolverla según su sabiduría. Esta verdad consuela al siervo de Dios y da altura moral cuando se le oponen almas envidiosas y turbulentas. Es casi imposible ocupar un lugar distinguido en el servicio, o ser empleado de una manera especial por Dios, sin exponerse a los ataques de ciertos hombres radicales y descontentos que no pueden soportar que alguien sea más honrado que ellos. Pero el verdadero modo de responder a estas personas consiste en inclinarse humildemente reconociendo su propia nulidad y dejar pasar sobre sí la corriente de la revuelta.

“Cuando oyó esto Moisés, se postró sobre su rostro; y habló a Coré y a todo su séquito, diciendo: Mañana mostrará Jehová (no será Moisés quien muestre) quién es suyo, y quién es santo, y hará que se acerque a él; al que él escogiere, él lo acercará a sí. Haced esto: Tomaos incensarios, Coré y todo su séquito, y poned fuego en ellos, y poned en ellos incienso delante de Jehová mañana; y el varón a quien Jehová escogiere, aquel será el santo; esto os baste, hijos de Leví” (v. 4-7).

Esto era poner el asunto en buenas manos. Aquí vemos a Moisés poniendo los derechos soberanos de Jehová en primer lugar. Dios “mostrará” y Dios escogerá (v. 5). No dijo ni una palabra de sí mismo ni de Aarón. Todo el asunto dependía del nombramiento y selección hechas por Dios. Los doscientos cincuenta rebeldes son colocados frente al Dios vivo. Fueron convocados a presentarse ante él con sus incensarios, a fin de que toda la cuestión se examinara y se resolviera definitivamente ante aquel gran tribunal cuya decisión era inapelable. De nada hubiera servido, evidentemente, que Moisés y Aarón hubiesen pronunciado un juicio, ya que eran los demandados en la causa. Moisés deseaba que ambas partes fuesen citadas delante de Dios para juzgar y resolver ese difícil caso.

Esta era la verdadera humildad, la verdadera sabiduría. Siempre es conveniente, cuando las personas buscan una posición, dejársela ocupar a su gusto; pues seguramente la misma plaza a la que locamente aspiraron será el escenario de su derrota y confusión. A veces se ve a hombres que envidian a otros en cierto ámbito de actividad, ya que quisieran ocuparlo ellos. Que lo intenten, y seguramente al final caerán y saldrán llenos de vergüenza y confusión. El Señor los confundirá. Lo mejor que pueden hacer quienes están expuestos a los ataques de la envidia, es postrarse ante Dios y dejarle resolver la cuestión con los descontentos.

Es muy triste ver que estas escenas ocurren una y otra vez en el pueblo de Dios. El mejor remedio en tales casos es dejar que los rebeldes y ambiciosos corran libres cuan largo les permita la cuerda, ya que esto es, en realidad, dejarlos en manos de Dios, quien con toda seguridad, les tratará según su perfecto camino.

“Dijo más Moisés a Coré: Oíd ahora, hijos de Leví: ¿Os es poco que el Dios de Israel os haya apartado de la congregación de Israel, acercándoos a él para que ministréis en el servicio del tabernáculo de Jehová, y estéis delante de la congregación para ministrarles, y que te hizo acercar a ti, y a todos tus hermanos los hijos de Leví contigo? ¿Procuráis también el sacerdocio? Por tanto, tú y todo tu séquito sois los que os juntáis contra Jehová; pues Aarón, ¿qué es, para que contra él murmuréis?” (v. 8-11).

Aquí se nos muestra la verdadera causa de esta terrible conspiración. Vemos al hombre que la provocó y lo que se proponía. Moisés se dirigió a Coré y lo acusó de aspirar al sacerdocio. Es importante que el lector capte claramente este punto según la enseñanza de la Escritura. Es necesario que vea lo que era Coré, lo que era su obra y cuál era la finalidad de su turbulenta ambición. Necesita ver todas estas cosas si quiere comprender la verdadera fuerza y el verdadero sentido de la expresión de Judas: “La contradicción de Coré” (Judas 11).

¿A qué aspiraba Coré y qué enseñanza debemos sacar?

¿Quién era Coré? Era un levita que, como tal, fue llamado a servir y a enseñar. “Ellos enseñarán tus juicios a Jacob, y tu ley a Israel” (Deuteronomio 33:10). El Dios de Israel os ha “apartado de la congregación de Israel, acercándoos a él para que ministréis en el servicio del tabernáculo de Jehová, y estéis delante de la congregación para ministrarles”. Así era Coré y la esfera de su actividad. Pero ¿a qué aspiraba? Al sacerdocio: “¿Procuráis también el sacerdocio?”.

Un observador superficial quizás no notaría que Coré buscaba algo para sí. Parecía defender los derechos de toda la asamblea. Pero Moisés, por el Espíritu de Dios, desenmascaró a este hombre y mostró que, con un pretexto verosímil, procuraba audazmente el sacerdocio para sí mismo. Conviene resaltar esto; por lo general, quienes hablan a gritos de las libertades, los derechos y los privilegios del pueblo de Dios, en realidad buscan su propia exaltación e intereses personales. Descontentos con hacer su propia obra, buscan un lugar que no les corresponde. Esto no siempre es visible, pero sin duda Dios lo descubrirá tarde o temprano. Nada es tan despreciable en la asamblea como buscar un puesto para uno mismo. Esto ha de terminar inevitablemente en la decepción y la vergüenza. Lo mejor para cada uno es estar en el puesto que se le ha señalado y hacer la obra que se le ha confiado. Cuanto más humilde, tranquila y sencillamente se haga, mejor.

Coré no había aprendido este principio sencillo y sano. Descontento con su posición y su servicio asignados por Dios, pretendía algo que no le correspondía. Aspiraba a ser sacerdote. Su pecado era el de rebelión contra el sumo sacerdote de Dios. Esta era “la contradicción de Coré”. Debido a que este hecho de la historia de Coré no es bien comprendido, ocurre a veces que se acusa del mismo pecado a quien trata de ejercer un don cualquiera conferido por la Cabeza de la Iglesia, sin el permiso de su jerarquía o de hombres. Un juicio así está completamente desprovisto de fundamento. Tomemos, por ejemplo, un hombre al cual Cristo le haya dado claramente el don de evangelista. ¿Debemos culparlo del pecado de Coré si, en virtud del don y de la misión de Dios, predica el Evangelio? ¿Deberá predicar o no? El don de Dios y su llamamiento ¿son suficientes para autorizarle? ¿Obra como rebelde el que predica el Evangelio en esas condiciones?

Lo mismo podría decirse con respecto al pastor o al maestro. ¿Es culpable del pecado de Coré al ejercer el don especial que ha recibido de la Cabeza de la Iglesia? El don de Cristo ¿no hace del hombre un ministro? ¿Qué le falta para el servicio? Para todo espíritu sin prejuicios (para todos los que se dejan enseñar por la Escritura) está muy claro que la posesión de un don, otorgado desde lo alto, basta para hacer de un hombre un ministro. Asimismo es evidente que, aunque un hombre tenga todo cuanto es posible, si no tiene el don de parte de la Cabeza de la Iglesia, no es ministro. No comprendemos por qué surgen tantas dudas sobre asuntos tan claros.

No debe perderse de vista que hablamos de dones especiales para el servicio en la Iglesia1 . Sin duda, todos los miembros del cuerpo de Cristo tienen un ministerio que desempeñar, alguna obra que hacer. Esto lo comprenden todos los cristianos que tienen sabiduría. Es obvio que la edificación del Cuerpo no es solo fruto de la acción de algunos dones eminentes, sino de todos los miembros en sus posiciones respectivas, como leemos en Efesios 4:15-16. “Sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimientopara ir edificándose en amor”.

Todo esto está claro. Pero en cuanto a los dones especiales, como el de evangelista, pastor, profeta o maestro, es Cristo quien los da. La sola y simple posesión de esos dones basta para que los hombres que los tienen sean considerados ministros (Efesios 4:12; 1 Corintios 12:11). Por otra parte, ni la mejor educación ni todas las instituciones humanas existentes serían capaces de hacer de un hombre un evangelista, un pastor o un maestro, a menos que haya recibido de la Cabeza de la Iglesia un don especial. Creemos haber dicho lo suficiente para probar que es un grave error acusar a hombres del horrendo pecado de Coré por ejercer libremente los dones que les han sido distribuidos por la Cabeza de la Iglesia. En realidad pecarían gravemente si no los ejerciesen.

Hay una gran diferencia entre el ministerio (o servicio) y el sacerdocio. Coré no aspiraba a ser ministro; lo era. Él aspiraba a ser sacerdote, pero no podía serlo, ya que el sacerdocio pertenecía a Aarón y a sus hijos. Querer ofrecer sacrificios o cumplir cualquier otra función sacerdotal hubiera sido, de parte de cualquier otro que no fuese de esa casa, una usurpación temeraria. Aarón era tipo de nuestro gran Sumo Sacerdote que subió a los cielos, Jesús el Hijo de Dios. Los cielos son la esfera de su ministerio. “Así que, si estuviese sobre la tierra, ni siquiera sería sacerdote” (Hebreos 8:4). “Porque manifiesto es que nuestro Señor vino de la tribu de Judá, de la cual nada habló Moisés tocante al sacerdocio” (Hebreos 7:14). Ahora no hay sacerdotes en la tierra, salvo en el sentido de que todo creyente es un sacerdote. Así leemos: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio” (1 Pedro 2:9). Todo cristiano es sacerdote según el sentido de esta expresión. El más débil creyente en la Iglesia de Dios es tan sacerdote como lo era Pablo. Esto no es cuestión de capacidad o de poder espiritual, sino de posición. Todos los creyentes son sacerdotes y como tales son llamados a ofrecer sacrificios espirituales, según lo leemos en Hebreos 13:15-16.

Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre. Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios.

Ese es el sacerdocio cristiano. Lector, note cuidadosamente que aspirar a otra forma de sacerdocio fuera de esta, encargarse de alguna otra pretendida función sacerdotal, establecer otra casta cualquiera de sacerdotes, poner aparte a cierto número de hombres consagrados para obrar en favor de sus semejantes, o para cumplir, en su lugar, un culto o cualquier otro servicio sacerdotal ante Dios, es, en principio, exactamente el pecado de Coré. Hablamos del principio y no de las personas. El germen del pecado está allí, y el fruto tarde o temprano llegará a su plena madurez.

Este asunto tiene una enorme importancia y debe ser examinado a la luz de las Santas Escrituras, y en ningún modo bajo la influencia de la tradición o de la historia eclesiástica. ¿Cuáles son hoy en día los verdaderos culpables del pecado de Coré? ¿Los que buscan ejercer un don recibido de la Cabeza de la Iglesia, los que ejercen un ministerio porque una institución humana se lo confirió o los que se atribuyen a sí mismos un oficio sacerdotal, que depende únicamente de Cristo? Esta solemne cuestión solo puede plantearse y resolverse a la luz de la Palabra. ¡Que podamos examinarla con calma en la presencia de Dios y permanecer fieles a Aquel que no solo es nuestro Salvador, sino también nuestro soberano Señor!

  • 1Nota del traductor: El evangelista ejerce su don mayormente fuera de la Iglesia. Mediante su ministerio las almas que han venido al Señor son añadidas a la Asamblea.

El juicio de Dios sobre Coré y los suyos

El resto del capítulo ofrece un cuadro muy conmovedor del juicio de Dios ejecutado sobre Coré y los suyos. Jehová resolvió muy pronto la cuestión suscitada por esos hombres rebeldes. El relato por sí mismo ya es horroroso. ¿Cómo habrá sido, pues, el hecho mismo? La tierra abrió su boca y tragó a los tres principales promotores de la rebelión; el fuego de Jehová descendió y consumió a los doscientos cincuenta hombres que ofrecían el incienso (v. 35).

“Y dijo Moisés: En esto conoceréis que Jehová me ha enviado para que hiciese todas estas cosas, y que no las hice de mi propia voluntad. Si como mueren todos los hombres murieren estos, o si ellos al ser visitados siguen la suerte de todos los hombres, Jehová no me envió. Mas si Jehová hiciere algo nuevo, y la tierra abriere su boca y los tragare con todas sus cosas, y descendieren vivos al Seol, entonces conoceréis que estos hombres irritaron a Jehová” (v. 28-30).

De este modo Moisés plantea la cuestión únicamente entre Jehová y los rebeldes. Él puede recurrir a Dios y dejarlo todo en sus manos; este es el verdadero secreto del poder moral. El hombre que no procura nada para sí mismo, que no tiene otro fin u objeto que la gloria de Dios, puede esperar con confianza el desenlace de cualquier dificultad. Pero para ello, su ojo debe ser sencillo, su corazón íntegro y sus intenciones puras. Las falsas pretensiones, la envidia y la presunción no pueden subsistir cuando la tierra abre su boca y el fuego del Eterno lo devora todo en derredor. Es fácil hacerse el fanfarrón, alabarse a sí mismo y emplear palabras altisonantes cuando todo está en calma, pero en cuanto Dios aparece con su juicio terrible, el aspecto de las cosas cambia.

“Y aconteció que cuando cesó él de hablar todas estas palabras, se abrió la tierra que estaba debajo de ellos. Abrió la tierra su boca, y los tragó a ellos, a sus casas, a todos los hombres de Coré, y a todos sus bienes. Y ellos, con todo lo que tenían, descendieron vivos al Seol, y los cubrió la tierra, y perecieron de en medio de la congregación. Y todo Israel, los que estaban en derredor de ellos, huyeron al grito de ellos; porque decían: No nos trague también la tierra” (v. 31-34).

Ciertamente “¡horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!” (Hebreos 10:31). “Dios temible en la gran congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor de él” (Salmo 89:7).

Porque nuestro Dios es fuego consumidor
(Hebreos 12:29).

Cuánto mejor hubiera sido para Coré contentarse con su servicio levítico, que era del orden más elevado. Su labor como coatita era llevar algunos de los utensilios más preciosos del santuario. Pero él aspiró al sacerdocio y cayó al Seol.

Pero esto no fue todo. Apenas el suelo se hubo cerrado sobre los rebeldes, “salió fuego de delante de Jehová, y consumió a los doscientos cincuenta hombres que ofrecían el incienso” (v. 35). Fue una escena pavorosa, una terrible manifestación del juicio de Dios contra el orgullo y las pretensiones del hombre. Es inútil levantarse contra Dios, pues él resiste a los soberbios y da gracia a los humildes. ¡Qué locura de las débiles criaturas querer levantarse contra el Dios Todopoderoso!

Si Coré y los que estaban con él hubieran sido humildes y sumisos a Dios, contentos con la posición que Dios les había señalado, hubiesen sido honrados por él y no hubieran llenado de espanto y luto el corazón de sus hermanos. Quisieron ser algo, no siendo nada en realidad, y cayeron en el abismo. En el gobierno moral de Dios, la destrucción sigue inevitablemente al orgullo. Extraigamos del estudio del capítulo 16 de Números un sentimiento más vivo del valor de un espíritu humilde y contrito. Vivimos momentos en los que el hombre tiende a enaltecerse más y más. «Superación» es la divisa más popular hoy en día. Estemos atentos a nuestra manera de interpretarla y aplicarla.

El que se enaltece será humillado
(Mateo 23:12).

Si nos regimos por la regla del reino de Dios, veremos que el único modo de ser enaltecidos es descender. El que ahora ocupa el lugar supremo en los cielos es el que tomó voluntariamente el puesto más bajo aquí en la tierra (Filipenses 2:5-11).

Este es nuestro modelo como cristianos y en él está el antídoto divino contra el orgullo y la ambición sediciosa de los hombres de este mundo. No hay nada más triste que ver un espíritu presuntuoso, inquieto, vano e impaciente en los que hacen profesión de seguir a Aquel que era manso y humilde de corazón. Examinarse en la presencia de Dios y estar frecuentemente a solas con él es el gran remedio contra el orgullo y la satisfacción de sí mismo. ¡Que podamos conocer la realidad de esto en lo profundo de nuestras almas! Que el Señor en su bondad nos haga realmente humildes en todos nuestros caminos y considerarnos como nada a nuestros ojos.

La gloria de Jehová aparece después de la murmuración del pueblo

El último párrafo de nuestro capítulo demuestra, de la manera más evidente, el mal incorregible del corazón natural. Se podía esperar que después de las impresionantes escenas que habían ocurrido, la congregación hubiera aprendido lecciones profundas y duraderas. Después de haber visto a la tierra abrir su boca, de haber oído los desgarradores alaridos de los rebeldes que descendían al Seol, de haber visto el fuego de Jehová descender y consumir a los doscientos cincuenta príncipes de la asamblea, después de haber presenciado esas pruebas del juicio divino, ese despliegue del poder y de la majestad de Dios, podría suponerse que aquel pueblo, en adelante, marcharía mansa y humildemente, sin que en sus tiendas se volvieran a oír expresiones de descontento y rebelión, pero lamentablemente, por más que se quieran enseñar esas cosas, la carne es incurable. Esta verdad se revela en cada página del volumen divino; y se muestra igualmente en las últimas líneas del capítulo 16. “El día siguiente”; fijémonos en esto. No fue al cabo de un año, de un mes, ni siquiera de una semana que ocurrieron las espantosas escenas ante las cuales nos hemos detenido, sino: “El día siguiente, toda la congregación (no solamente algunos de espíritu temerario) de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y Aarón, diciendo: Vosotros habéis dado muerte al pueblo de Jehová. Y aconteció que cuando se juntó la congregación contra Moisés y Aarón, miraron hacia el tabernáculo de reunión, y he aquí la nube lo había cubierto, y apareció la gloria de Jehová. Y vinieron Moisés y Aarón delante del tabernáculo de reunión. Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Apartaos de en medio de esta congregación, y los consumiré en un momento” (v. 41-45).

La intercesión de Moisés y Aarón

Aquí tenemos un nuevo motivo de intercesión para Moisés. La congregación estaba amenazada de la destrucción total y no parecía haber ninguna esperanza. La paciencia de Dios parecía haberse agotado; la espada del juicio estaba a punto de caer sobre toda la congregación, y vemos, precisamente en ese momento, que los rebeldes y el pueblo encontraron su única esperanza en aquel sacerdocio que habían despreciado, y que los mismos hombres a quienes acusaban de hacer morir al pueblo de Dios, eran los instrumentos del Señor para salvar sus vidas. “Y ellos se postraron sobre sus rostros. Y dijo Moisés a Aarón: Toma el incensario, y pon en él fuego del altar, y sobre él pon incienso, y ve pronto a la congregación, y haz expiación por ellos, porque el furor ha salido de la presencia de Jehová; la mortandad ha comenzado. Entonces tomó Aarón el incensario, como Moisés dijo, y corrió en medio de la congregación; y he aquí que la mortandad había comenzado en el pueblo; y él puso incienso, e hizo expiación por el pueblo, y se puso entre los muertos y los vivos; y cesó la mortandad” (v. 45-48).

Aquel sacerdocio, que había sido tan menospreciado, era el único que podía salvar al pueblo rebelde y obstinado. Hay algo inefablemente bendito en este párrafo. Aarón, el sumo sacerdote de Dios, se colocó entre los muertos y los vivos, y de su incensario se elevó una nube de incienso que subió hasta Dios, figura relevante de Aquel más grande que Aarón quien, habiendo hecho por sí mismo una perfecta expiación por los pecados de su pueblo, está siempre delante de Dios con todo el perfume de su Persona y de su obra. Solo el sacerdocio podía conducir al pueblo a través del desierto; era el rico y adecuado recurso de la gracia divina. El pueblo era deudor a la intercesión del sumo sacerdote ya que había sido preservado de las justas consecuencias de sus rebeldes murmuraciones. Si hubiera sido tratado simplemente desde el punto de vista de la justicia, todo lo que se hubiese dicho sería: “Apartaos… y los consumiré en un momento” (v. 45).

Ese es el lenguaje de la pura e inflexible justicia; la destrucción inmediata es su obra de la justicia, pero la liberación completa y final es la gloriosa y característica obra de la gracia divina, la gracia que reina “por la justicia” (Romanos 5:21). Si Dios hubiese obrado con su pueblo únicamente según la justicia, su Nombre no hubiera sido plenamente glorificado, pues este Nombre implica, además de la justicia, el amor, la misericordia, la bondad, la clemencia, la longanimidad, la compasión profunda e inagotable. Y ninguna de estas cosas hubieran sido conocidas si el pueblo hubiese sido consumido en un momento y, por consiguiente, el nombre del Señor no habría sido glorificado o plenamente demostrado. “Por amor de mi nombre diferiré mi ira, y para alabanza mía la reprimiré para no destruirte. He aquí te he purificado, y no como a plata; te he escogido en horno de aflicción. Por mí, por amor de mí mismo lo haré, para que no sea amancillado mi nombre, y mi honra no la daré a otro” (Isaías 48:9-11).

¡Cuán precioso es que Dios obre para nosotros, por nosotros y en nosotros para glorificar su Nombre! ¡Cuán maravilloso es también que su gloria resplandezca sobre todo, e incluso que solo se manifieste en toda su plenitud en el enorme plan formado por su corazón, en el cual se revela como un “Dios justo y Salvador!” (Isaías 45:21). ¡Precioso nombre para un pobre pecador perdido! En él está contenido todo cuanto el hombre pueda necesitar tanto ahora como en la eternidad. Él lo saca de lo profundo de su miseria, pecador culpable digno del infierno; lo salva y lo lleva a través de incontables luchas, pruebas y dolores del desierto; y, finalmente, lo lleva arriba, a aquella mansión feliz y bendita en la cual jamás podrán penetrar el pecado y la tristeza.