El sacerdocio de Aarón y los levitas
Las primeras líneas del capítulo 18 contienen una exposición detallada de las funciones del sacerdocio de Aarón. Vamos a dirigir la atención del lector a este último punto.
“Jehová dijo a Aarón: Tú y tus hijos, y la casa de tu padre contigo, llevaréis el pecado del santuario; y tú y tus hijos contigo llevaréis el pecado de vuestro sacerdocio. Y a tus hermanos también, la tribu de Leví, la tribu de tu padre, haz que se acerquen a ti y se junten contigo, y te servirán; y tú y tus hijos contigo serviréis delante del tabernáculo del testimonio. Y guardarán lo que tú ordenes, y el cargo de todo el tabernáculo; mas no se acercarán a los utensilios santos ni al altar, para que no mueran ellos y vosotros. Se juntarán, pues, contigo, y tendrán el cargo del tabernáculo de reunión en todo el servicio del tabernáculo; ningún extraño se ha de acercar a vosotros. Y tendréis el cuidado del santuario, y el cuidado del altar, para que no venga más la ira sobre los hijos de Israel. Porque he aquí, yo he tomado a vuestros hermanos los levitas de entre los hijos de Israel, dados a vosotros en don de Jehová, para que sirvan en el ministerio del tabernáculo de reunión. Mas tú y tus hijos contigo guardaréis vuestro sacerdocio en todo lo relacionado con el altar, y del velo adentro, y ministraréis. Yo os he dado en don el servicio de vuestro sacerdocio; y el extraño que se acercare, morirá” (cap. 18:1-7).
Aquí encontramos una respuesta divina a la cuestión suscitada por los hijos de Israel: “¿Acabaremos por perecer todos?”. “No”, dice el Dios de gracia y de misericordia. ¿Y por qué no? Porque Aarón, y sus hijos con él, tendrán “el cuidado del santuario, y el cuidado del altar, para que no venga más la ira sobre los hijos de Israel”. De este modo el pueblo estaba advertido de que en este mismo sacerdocio que había menospreciado y contra el cual había hablado, era donde debía encontrar su seguridad.
Los levitas bajo las órdenes de Aarón
Hemos de hacer notar cuidadosamente que los hijos de Aarón y la casa de su padre estaban asociados con este en las responsabilidades y en los santos privilegios. Los levitas fueron cedidos a Aarón como un don para desempeñar el servicio del tabernáculo del testimonio. Debían servir bajo las órdenes de Aarón, jefe de la casa sacerdotal. Esto da una enseñanza muy necesaria a los cristianos de nuestros días. Todos necesitamos recordar que cualquier servicio, para ser inteligente y aceptable, debe ser hecho con sumisión a la autoridad y a la dirección del Sacerdote. “Y a tus hermanos también, la tribu de Leví, la tribu de tu padre, haz que se acerquen a ti y se junten contigo, y te servirán” (v. 2). Esto imprime un carácter distintivo a todos los detalles del servicio del levita. Toda la tribu de los obreros estaba asociada y sumisa al sumo sacerdote. Todo estaba bajo su dirección y su control inmediato. Así también debe ser ahora en cuanto a los obreros de Dios. Todo servicio cristiano debe ser hecho de acuerdo con nuestro gran Sumo Sacerdote y con una santa sujeción a su autoridad, de lo contrario no tendrá ningún valor. Se puede trabajar mucho y desplegar una gran actividad, pero si Cristo no es el objetivo principal del corazón, si su dirección y su autoridad no son plenamente reconocidas, la obra no servirá para nada.
Por otra parte, el más pequeño servicio, la menor de las obras hecha bajo la mirada de Cristo, en relación directa con él, tiene valor a los ojos de Dios y recibirá su recompensa. ¡Cuán consolador y estimulante es esto para el corazón de todo obrero que trabaja con celo! Los levitas debían trabajar bajo la dirección de Aarón, y los cristianos deben trabajar bajo la de Cristo; somos responsables ante él. Es muy bueno y hermoso marchar de acuerdo con nuestros queridos compañeros de trabajo y estar sometidos unos a otros en el temor del Señor. Nada más lejos de nosotros que alimentar y aprobar un espíritu de independencia orgullosa, o cualquier otro estado de ánimo que entorpezca una alegre y cordial cooperación con nuestros hermanos en toda buena obra. Todos los levitas estaban junto “a Aarón” en su obra y, por lo tanto, estaban unidos unos a otros; debían trabajar juntos. Si un levita le hubiera vuelto la espalda a sus hermanos, se la hubiese vuelto también a Aarón. Podríamos imaginarnos a un levita ofendido por cualquier detalle en la conducta de sus compañeros, diciéndose a sí mismo: «No puedo continuar con mis hermanos. Debo ir solo. Puedo servir a Dios y trabajar bajo las órdenes de Aarón, pero debo mantenerme apartado de mis hermanos porque me es imposible estar de acuerdo con ellos en la manera de trabajar». Pero podemos ver fácilmente la falsedad de este razonamiento. Adoptar una línea de conducta así habría producido confusión. Todos eran llamados a trabajar juntos, por diferente que fuera su obra.
Variedad de servicios bajo las órdenes de Cristo
Siempre se debe tener en cuenta que su tarea variaba, y que, además, cada uno debía trabajar bajo las órdenes de Aarón. Había una responsabilidad individual en la más armoniosa acción colectiva. Deseamos ciertamente alentar de todos modos la unidad en la acción; pero jamás debemos tolerar que esta usurpe el dominio del servicio personal o que intervenga en las relaciones directas e individuales del obrero con su Señor. La Iglesia de Dios ofrece un campo de trabajo muy extenso para todos los obreros del Señor. No debemos procurar reducirlos a todos a un nivel parecido, o restringir las diversas facultades de los siervos de Cristo confinándolas a los viejos carriles de nuestra propia creación, ya que esto nunca será bendecido. Puede haber la mayor variedad de acción individual si cada uno de nosotros recuerda que debemos servir juntos bajo la dirección de Cristo.
Este es el gran secreto: ¡Juntos bajo las órdenes de Cristo!; quiera Dios que podamos recordarlo siempre. Esto nos ayudará a reconocer y a apreciar el trabajo de los demás, por diferente que sea del nuestro; además nos preservará de cualquier sentimiento de orgullo en cuanto a nuestro servicio, sabiendo que unos y otros no somos más que cooperadores en un mismo e inmenso campo, y que el gran objetivo que el Señor se propone solo puede conseguirse si cada obrero sigue su línea especial de trabajo de feliz acuerdo con los demás.
Algunas personas tienen la tendencia dañina de despreciar cualquier actividad que no sea la suya propia. Guardémonos cuidadosamente de una cosa así. Si todos siguieran la misma línea, ¿dónde estaría esa preciosa variedad que distingue a la obra y a los obreros del Señor en el mundo? No se trata solo del género de trabajo, sino también del modo como cada cual lo desempeña. Dos evangelistas pueden predicar la misma verdad, con un vivo anhelo por la salvación de las almas, aunque haya diferencia en la manera en que procuren llegar al mismo fin. Atendamos a ello; esto puede aplicarse igualmente a cualquier servicio cristiano. No debería hacerse nada que no esté en la dependencia y bajo las órdenes de Cristo. Y todo lo que pueda hacerse así, será seguramente en comunión y acuerdo con los que andan con Cristo.
La posición sacerdotal de Aarón y de los cristianos
Volviendo ahora a los hijos de Aarón, meditaremos acerca de la rica provisión que Dios había hecho para ellos en su bondad y las solemnes funciones asignadas a su posición sacerdotal.
“Dijo más Jehová a Aarón: He aquí yo te he dado también el cuidado de mis ofrendas; todas las cosas consagradas de los hijos de Israel te he dado por razón de la unción, y a tus hijos, por estatuto perpetuo. Esto será tuyo de la ofrenda de las cosas santas, reservadas del fuego; toda ofrenda de ellos, todo presente suyo, y toda expiación por el pecado de ellos, y toda expiación por la culpa de ellos, que me han de presentar, será cosa muy santa para ti y para tus hijos. En el santuario la comerás; todo varón comerá de ella; cosa santa será para ti” (v. 8-10).
Aquí tenemos un tipo del pueblo de Dios visto bajo otro aspecto. Ahora son presentados no como obreros, sino como adoradores; no como levitas sino como sacerdotes. Todos los creyentes, todos los hijos de Dios, son sacerdotes. Una casta sacerdotal especial es una cosa no solo desconocida en el cristianismo, sino claramente contraria a su espíritu y a sus principios. Ya hemos examinado este tema y citado varios pasajes de la Escritura con él relacionados. Tenemos un Sumo Sacerdote que “traspasó los cielos”, pues si estuviese en la tierra ni siquiera sería sacerdote (cf. Hebreos 4:14 y 8:4). “Nuestro Señor vino de la tribu de Judá, de la cual nada habló Moisés tocante al sacerdocio” (Hebreos 7:14). Por consiguiente, un sacerdote oficiando aparte en la tierra, como tal, es una negación directa de la verdad de la Escritura, una completa anulación del hecho glorioso sobre el cual está fundado el cristianismo: la redención cumplida. Si hoy día hubiera necesidad de un sacerdote para ofrecer sacrificios por los pecados, con seguridad la redención no sería un hecho cumplido. Pero la Escritura, en centenares de pasajes, declara que la redención es un hecho cumplido, y, por consiguiente, no tenemos más necesidad de ofrendas por el pecado. “Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Hebreos 9:11-12). Leemos también en el capítulo 10:
Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados (v. 14).
Y también: “Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones. Pues donde hay remisión de estos, no hay más ofrenda por el pecado” (v. 17-18).
Estos pasajes resuelven la gran cuestión del sacerdocio y del sacrificio por el pecado. Los cristianos deben estar más familiarizados con esta verdad, y afirmados sobre ella, ya que forma parte de los mismos fundamentos del cristianismo. Este tema exige una atención seria y profunda por parte de los que desean caminar en la luz de la perfecta salvación, tomando y guardando la verdadera posición cristiana. En nuestros días se hacen grandes esfuerzos para injertar formas cristianas en el viejo tronco judío. Esto no es nuevo; pero actualmente parece que el enemigo se empeña en ello. Podemos notar una gran inclinación a esto en todo el mundo cristiano; y sobre todo se observa claramente esa inclinación en la institución de una especie de orden sacerdotal en la Iglesia de Dios. Se trata sin duda de una institución totalmente anticristiana, que niega el común sacerdocio de todos los creyentes. Si algunos hombres son ordenados para ocupar un lugar de especial proximidad y santidad, ¿dónde colocaremos al resto de los cristianos?
Esta es la cuestión, y en ella se evidencia la gran importancia y gravedad del tema. No vaya a suponer el lector que estamos defendiendo una teoría especial propuesta por cierta clase o secta de cristianos. Nada más lejos de nuestra intención. Instamos a su estudio porque estamos convencidos de que los mismísimos fundamentos de la fe cristiana están envueltos en la cuestión del sacerdocio. Creemos que a medida que los cristianos ven claro y están establecidos en el divino terreno de una redención ya cumplida, se separan cada vez más de los que desean restablecer un orden sacerdotal en la Iglesia de Dios. Y por el contrario, cuando las almas no están esclarecidas y seguras, cuando no son espirituales, cuando hay apego al legalismo y hay un espíritu carnal o mundano, entonces se desea tener un sacerdocio humanamente establecido. No es muy difícil ver la razón de esto. Si un hombre no está en condiciones de acercarse a Dios, será un alivio para él emplear a otro para que se acerque a Dios en su lugar. Ciertamente, ningún hombre está en condiciones para acercarse a un Dios santo si no cree o si no sabe que sus pecados están perdonados, si no tiene una conciencia perfectamente purificada, si su alma se halla en un estado inseguro, oscuro y legalista. Para entrar con libertad en el santuario, es necesario que sepamos lo que la sangre de Cristo ha hecho por nosotros, que hemos sido hechos sacerdotes para Dios y que, en virtud de su muerte expiatoria, hemos sido llevados tan cerca de Dios que es imposible que nadie, y mucho menos una categoría o una casta de hombres pueda interponerse entre nosotros y nuestro Dios y Padre.
Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre
(Apocalipsis 1:5-6).
“Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”. Y también: “Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:9, 5). “Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre. Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios” (Hebreos 13:15-16).
Aquí vemos las dos grandes ramas del sacrificio espiritual que, como sacerdotes, tenemos el privilegio de ofrecer: las alabanzas a Dios y la ayuda a los hombres. El cristiano más joven, el de menos experiencia, el menos entendido es capaz de comprender estas cosas. ¿Habrá, en toda la familia de Dios, en toda la casa sacerdotal de nuestro divino Sumo Sacerdote, quien no pueda decir de corazón: ¡Alabado sea el Señor!, y que no pueda con sus manos hacer algún bien a su prójimo? Estos son el culto y el servicio sacerdotales comunes a todos los verdaderos cristianos. Es cierto que la medida del poder espiritual puede variar; pero todos los hijos de Dios son constituidos sacerdotes en el mismo y único rango.
“Sobrellevad los unos las cargas de los otros” (Gálatas 6:2)
Este capítulo nos ofrece una exposición muy completa de la parte dada a Aarón y a su casa como tipo de la porción espiritual del sacerdocio cristiano. Basta leer ese relato para comprender nuestra porción real. “Toda ofrenda de ellos, todo presente suyo, y toda expiación por el pecado de ellos, y toda expiación por la culpa de ellos, que me han de presentar, será cosa muy santa para ti y para tus hijos. En el santuario la comerás; todo varón comerá de ella; cosa santa será para ti” (v. 9-10).
Se necesita una gran capacidad espiritual para discernir la profundidad y el significado de este maravilloso pasaje. Comer del sacrificio por el pecado, o del sacrificio por la culpa, figurativamente, es identificarse con el pecado ajeno. Esa es una obra muy santa. Esta facultad de identificarse moralmente con el pecado de sus hermanos no es dada a todos. Y hacerlo en propiciación es totalmente imposible para nosotros. Cristo solo pudo hacerlo, y ¡bendito sea su nombre!, lo hizo a la perfección.
Pero una cosa es posible: tomar el pecado de mi hermano y llevarlo en espíritu ante Dios, como si fuera el mío propio. Esto está representado en la acción de los hijos de Aarón de comer el sacrificio por el pecado en un lugar muy santo. Eran los hijos quienes podían hacer esto. “Todo varón comerá de ella”1 . Este era el oficio más elevado del servicio sacerdotal. “En el santuario la comerás”. Necesitamos estar muy cerca de Cristo para alcanzar a comprender el sentido y la aplicación espirituales de todo esto. Es un ejercicio maravillosamente santo y bendito, y solo se puede conocer en la presencia inmediata de Dios. Nuestro corazón puede dar testimonio de lo poco que conocemos de ello realmente. Nuestra tendencia habitual es juzgar a nuestro hermano cuando este ha pecado, convertirnos en un censor rígido y considerar su falta como algo con lo que no tenemos nada que ver. Haciendo esto faltamos a nuestras funciones sacerdotales; rehusamos comer el sacrificio por el pecado en el lugar muy santo. La capacidad de identificarnos con un hermano extraviado, hasta poder cargar con su pecado como si fuera nuestro y llevarlo, en espíritu, ante Dios, es un fruto de la gracia. Este es, ciertamente, un orden superior del servicio sacerdotal, que requiere una gran medida del Espíritu y la mente de Cristo; solo un alma espiritual podrá comprenderlo claramente. ¡Lamentablemente, cuán pocos de nosotros somos realmente espirituales! “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado. Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo” (Gálatas 6:1-2). ¡Que el Señor nos conceda la gracia de cumplir esta bendita
ley de Cristo!
¡Cuán poco se parece a lo que se encuentra en nosotros! ¡Cómo condena nuestra dureza y nuestro egoísmo! ¡Oh, seamos más semejantes a Cristo en esto como en todo!
- 1Por principio general, el “hijo” representa el pensamiento divino; la “hija” el conocimiento humano de un asunto. El “macho” expone la cosa como Dios la da; la “hembra” la expone tal como nosotros la comprendemos y la mostramos.
La porción de los hijos y las hijas de Aarón y nuestra porción en Cristo
Había otro oficio menos elevado del privilegio sacerdotal que el que acabamos de estudiar. “Esto también será tuyo: la ofrenda elevada de sus dones, y todas las ofrendas mecidas de los hijos de Israel, he dado a ti y a tus hijos y a tus hijas contigo, por estatuto perpetuo; todo limpio en tu casa comerá de ellas” (v. 11).
Las hijas de Aarón no debían comer las ofrendas por el pecado o las ofrendas por la culpa. Ellas eran provistas hasta el límite de su capacidad, pero había ciertas funciones que no podían cumplir, ciertos privilegios que estaban más allá de su alcance, ciertas responsabilidades demasiado pesadas para que ellas las pudieran sobrellevar. Es mucho más fácil unirse a alguien para presentar un holocausto que tomar sobre sí el pecado de otro. Este último acto exige una medida de energía sacerdotal que encuentra su tipo en los “hijos” de Aarón y no en las “hijas”. Encontramos capacidades variadas en los miembros de la casa sacerdotal. Todos estamos, bendito sea Dios, en el mismo terreno, todos tenemos los mismos títulos y estamos en la misma relación, pero nuestras capacidades varían, y aunque todos deberíamos aspirar al grado más elevado del servicio sacerdotal, no sacaríamos ningún provecho pretendiendo lo que no poseemos.
No obstante, en el versículo 11 se enseña claramente una cosa: debemos estar limpios para poder disfrutar de los privilegios del sacerdocio o para comer los alimentos del sacerdote; limpios por la preciosa sangre de Cristo aplicada a nuestra conciencia y limpios por la aplicación de la Palabra, por el Espíritu, a nuestros hábitos, a nuestras asociaciones y a nuestros caminos. Cuando somos limpios de esta forma, sea cual sea nuestra capacidad, la más rica provisión nos está asegurada por la gracia preciosa de Dios. Escuchemos las siguientes palabras: “De aceite, de mosto y de trigo, todo lo más escogido, las primicias de ello, que presentarán a Jehová, para ti las he dado. Las primicias de todas las cosas de la tierra de ellos, las cuales traerán a Jehová, serán tuyas; todo limpio en tu casa comerá de ellas”1 (v. 12-13).
Aquí tenemos, sin duda, una porción principesca asignada a los sacerdotes de Dios. Debían tener la mejor parte y los primeros frutos de todo cuanto produjera la tierra de Jehová: “El vino que alegra el corazón del hombre, el aceite que hace brillar el rostro, y el pan que sustenta la vida del hombre” (Salmo 104:15).
¡Qué imagen de nuestra porción en Cristo! La oliva y la uva eran prensadas y el trigo era molido para alimentar y regocijar a los sacerdotes de Dios. Cristo, aquel que es la bendita realidad de lo figurado por todas estas cosas ha sido, en su gracia infinita, molido y golpeado hasta morir, para que por su muerte pudiera suministrar a su casa vida, fuerza y alegría. Él, el precioso grano de trigo, cayó en tierra y murió para que nosotros pudiéramos vivir. La cepa viva fue estrujada para llenar la copa de salvación que ahora bebemos y beberemos para siempre en la presencia de nuestro Dios.
¿Qué más nos falta sino una mayor aptitud para gozar de la riqueza y del valor de un Salvador crucificado, resucitado y glorificado? Bien podemos decir que tenemos de todo y en abundancia. Dios nos ha dado todo lo que nos podía dar, lo mejor que tenía. Nos ha llamado a sentarnos con él en una comunión santa, feliz, y a alimentarnos del becerro engordado. Ha hecho resonar en nuestros oídos y penetrar en nuestros corazones, en alguna medida, esas maravillosas palabras: “Comamos y hagamos fiesta” (Lucas 15:23).
¡Cuán admirable es pensar que nada podía satisfacer el corazón de Dios, salvo reunir a su pueblo a su alrededor para alimentarlo de lo que constituyen sus propias delicias!
Y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo
(1 Juan 1:3).
¿Qué más podía hacer por nosotros el amor de Dios? ¿Y para quién lo ha hecho? Para los que estaban muertos en sus delitos y pecados, para los extranjeros, los enemigos, los culpables rebeldes, para los “perrillos” gentiles (Mateo 15:26; Marcos 7:27), para los que estaban lejos de Él, sin esperanza y sin Dios en el mundo, para los que no habrían merecido más que las eternas llamas del infierno. ¡Oh, qué gracia tan maravillosa! ¡Qué insondable profundidad de soberana misericordia! Y podríamos añadir ¡qué divino y precioso sacrificio expiatorio el que lleva a estos culpables a esa inefable bendición, haciéndonos sacerdotes para Dios, después de quitar de sobre todos nosotros nuestras “ropas sucias” (V. M.), para así llevarnos purificados, vestidos y coronados ante su presencia para cantar sus alabanzas! ¡Alabémosle, pues! ¡Que nuestro corazón lo alabe y que nuestra vida lo glorifique! Aprendamos a disfrutar de nuestra posición y porción de sacerdotes. No podemos hacer nada mejor aquí, ni más elevado que ofrecer a Dios, por Jesucristo, el “fruto de labios que confiesan su nombre”. Esta será nuestra perpetua ocupación en la morada donde pronto estaremos para vivir eternamente con Dios, nuestro bendito Salvador, aquel que “nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros” (Efesios 5:2).
En los versículos 15 a 19 tenemos las instrucciones referentes a “todo lo que abre matriz… así de hombres como de animales”. Notemos que el hombre está colocado al mismo nivel que las bestias inmundas; tanto él como ellas debían ser rescatados. La bestia inmunda no era digna de Dios y el hombre tampoco, a menos que fuera rescatado con la sangre. El animal limpio no tenía que ser rescatado, era limpio para el uso de Dios y dado como alimento a toda la casa del sacerdote, tanto a hijos como a hijas. En esto tenemos un tipo de Cristo, en quien Dios encuentra el único objeto en el cual puede tomar un completo reposo y una entera satisfacción. ¡Maravilloso pensamiento! Esto es lo que nos ha dado a nosotros, su casa sacerdotal, para ser nuestro alimento, nuestra luz, nuestro gozo y nuestro todo para siempre2 .
- 1Tómese simbólica y espiritualmente; tendrá una notable figura del alimento proporcionado a todos los hijos de Dios como una familia sacerdotal, esto es, Cristo en todo su valor y en toda su plenitud.
- 2Para más detalles acerca del tema de Números 18:14-19, remitimos al lector a nuestro «Estudio sobre el libro del Éxodo», cap. 13.
Para los sacerdotes y levitas no había heredad terrenal
El lector ya habrá notado en este capítulo, como en otros, que cada nuevo tema empieza con estas palabras: “Y Jehová dijo a Moisés y a Aarón”. Los versículos 20 a 32 nos enseñan que los sacerdotes y levitas, los adoradores y los obreros de Dios no debían tener heredad entre los hijos de Israel, sino que debían depender enteramente de Dios para su subsistencia. ¡Una situación de las más benditas! Nada podría ser más atrayente que el cuadro que allí se nos presenta. Los hijos de Israel debían traer sus ofrendas y depositarlas a los pies de Jehová, quien en su gracia infinita, mandaba a sus obreros que recogieran esas preciosas ofrendas, fruto de la abnegación de su pueblo, para que les sirvieran de alimento. Esta era para ellos el círculo de la bendición: Dios proveía a todas las necesidades de su pueblo; este tenía el privilegio de compartir con los sacerdotes y levitas los frutos abundantes de la generosidad de Dios; luego se permitía a estos últimos gustar el exquisito placer de presentar a Dios parte de los bienes que había derramado sobre ellos.
Todo esto es divino; es una figura notable de lo que deberíamos hacer siempre en la Iglesia de Dios en la tierra. Como ya hemos visto, en este libro se nos presenta al pueblo de Dios bajo tres aspectos: como guerreros, como obreros y como adoradores. Bajo estos mismos aspectos también lo vemos en la actitud de una absoluta dependencia respecto del Dios vivo. En nuestras luchas, en el trabajo y en nuestro culto dependemos de Dios:
Todas mis fuentes están en ti
(Salmo 87:7).
¿Qué más nos falta? ¿Volveremos nuestros ojos hacia el hombre o el mundo para buscar ayuda? ¡Que no sea así! Que nuestro único objetivo, en toda nuestra vida, en cada expresión de nuestro carácter y en cada parte de nuestro trabajo sea mostrar que Dios basta a nuestros corazones.
Verdaderamente es deplorable ver al pueblo de Dios y a los siervos de Cristo esperar del mundo sus medios de subsistencia, o temblar ante el pensamiento de que estos puedan faltarles. La Iglesia de Dios, en los días de Pablo, no se apoyaba en el gobierno romano para sostener a sus ancianos, sus maestros y sus evangelistas. ¡No, querido lector! La Iglesia dependía, para todas sus necesidades, de su divina Cabeza que está en los cielos y del Espíritu de Dios que está en la tierra. ¿Por qué no ha de ser así ahora? El mundo siempre es el mundo, y como la Iglesia no es del mundo, no debería buscar el oro o la plata del mundo. Dios cuidará de su pueblo y de sus siervos, con tal de que confíen en él. Podemos estar seguros de que el divinum donum (don divino) vale mucho más que el regium donum (don del gobierno) para la Iglesia. No hay comparación posible a los ojos de un cristiano espiritual.
¡Que todos los santos de Dios y los siervos de Cristo inclinen sus corazones a estas cosas! ¡Que el Señor nos otorgue la gracia de confesar en la práctica y delante del mundo impío, incrédulo y sin Cristo, que el Dios vivo basta para suplir todas nuestras necesidades, no solamente ahora sino también por la eternidad! ¡Dios nos lo conceda por amor de Cristo!