Estudio sobre el libro de los Números

Números 9

La pascua celebrada en el desierto

Habló Jehová a Moisés en el desierto de Sinaí, en el segundo año de su salida de la tierra de Egipto, en el mes primero, diciendo: Los hijos de Israel celebrarán la pascua a su tiempo. El decimocuarto día de este mes, entre las dos tardes, la celebraréis a su tiempo; conforme a todos sus ritos y conforme a todas sus leyes la celebraréis. Y habló Moisés a los hijos de Israel para que celebrasen la pascua. Celebraron la pascua en el mes primero, a los catorce días del mes, entre las dos tardes, en el desierto de Sinaí; conforme a todas las cosas que mandó Jehová a Moisés, así hicieron los hijos de Israel” (v. 1-5).

El valor de la sangre del cordero de la Pascua

Hay tres lugares distintos en los que vemos celebrar esta fiesta de redención: en Egipto (Éxodo 12); en el desierto (Números 9) y en la tierra de Canaán (Josué 5). La redención es la base de todo lo que se relaciona con la historia del pueblo de Dios. ¿Debía ser liberado de la servidumbre, de la muerte y de las tinieblas de Egipto? Lo fue por la redención. ¿Debía ser llevado a través de todas las dificultades y peligros del desierto? Lo fue según el principio de la redención. ¿Debía marchar a través de las ruinas de los amenazantes muros de Jericó y poner sus pies sobre el cuello de los reyes de Canaán? Lo fue en virtud de la redención.

La sangre del cordero pascual encontró al Israel de Dios en medio de la profunda degradación de Egipto y de allí lo sacó. Lo encontró en el árido desierto y lo condujo a través del mismo. Estuvo con él a su entrada en la tierra de Canaán y en ella lo estableció.

La sangre del cordero halló al pueblo en Egipto, lo acompañó a través del desierto y lo estableció en Canaán. Ella era el bendito fundamento de todos los caminos de Dios hacia ellos, en ellos y con ellos. ¿Se trataba del juicio de Dios contra Egipto? La sangre del cordero los ponía a cubierto de ese juicio. ¿Se trataba de las innumerables necesidades del desierto? La sangre del cordero era la prenda segura y cierta de una victoria completa y gloriosa. Cuando contemplamos al Señor que acude para obrar en favor de su pueblo, en virtud de la sangre del cordero, todo está infaliblemente garantizado del principio al fin. Toda la duración de este maravilloso y misterioso viaje, desde los hornos de ladrillos de Egipto hasta las colinas cubiertas de viñas y las ricas llanuras de Palestina, no sirve más que para probar y mostrar las variadas virtudes de la sangre del cordero.

Una dificultad impide participar en la Pascua

No obstante, este capítulo nos presenta la Pascua desde el punto de vista del desierto; esto explica por qué se menciona en él la siguiente circunstancia: “Pero hubo algunos que estaban inmundos a causa de muerto, y no pudieron celebrar la pascua aquel día; y vinieron delante de Moisés y delante de Aarón aquel día” (v. 6).

Se presentaba así una dificultad práctica, algo anormal, un caso imprevisto, según suele decirse; por eso la cuestión fue sometida a Moisés y a Aarón. “Y vinieron delante de Moisés”, el representante de los derechos de Dios, y “delante de Aarón”, el representante de los recursos de la gracia de Dios. Parece haber algo especial que se realza en la manera de aludir a estos dos servidores. Los dos elementos, de los cuales ellos eran la expresión, son muy importantes para la solución de una dificultad como la que aquí se planteaba.

“Y le dijeron aquellos hombres: Nosotros estamos inmundos por causa de muerto; ¿por qué seremos impedidos de ofrecer ofrenda a Jehová a su tiempo entre los hijos de Israel?” (v. 7). La mancha había sido confesada y la cuestión que se presentaba era esta: ¿Debían ser absolutamente privados del santo privilegio de presentarse ante Jehová? ¿No habría algún recurso que pudiera ser aplicado para casos como ese?

Cuestión extremadamente interesante, por cierto, pero a la cual ninguna respuesta había sido dada. No tenemos un caso semejante previsto en la institución original en Éxodo 12, aunque veamos en ella una exposición completa de todos los ritos y ceremonias de la fiesta. El planteamiento de esta cuestión había quedado reservado para el desierto. La dificultad se presentó durante la marcha del pueblo, cuando se desarrollaban los hechos reales y prácticos de la vida en el desierto. He aquí por qué el relato de ese asunto está expuesto muy a propósito en Números, el libro del desierto.

Y Moisés les respondió: Esperad, y oiré lo que ordena Jehová acerca de vosotros (v. 8).

¡Hermosa actitud! Moisés no tenía respuesta que dar; pero sabía quién podía darla y a él se dirigió. Fue lo mejor y más prudente que Moisés pudo haber hecho. No tuvo la pretensión de responder. No tuvo vergüenza de decir: «No sé». A pesar de toda su sabiduría y sus conocimientos no titubeó en reconocer su ignorancia. Esa es la verdadera sabiduría, el verdadero conocimiento. Podía ser humillante para un hombre en la posición de Moisés aparecer como ignorante acerca de un asunto cualquiera ante los ojos de la congregación o de algunos de sus miembros. El que había guiado al pueblo fuera de Egipto, el que lo había conducido a través del mar Rojo, el que había conversado con Jehová y había recibido su misión del gran “Yo soy”, ¿sería incapaz de responder a una dificultad surgida de un caso tan sencillo como el que tenía ante sí? ¿Era verdad, pues, que un hombre como Moisés ignoraba el camino a seguir ante unos hombres que estaban contaminados por un muerto?

Hay más de uno que, sin ocupar una alta posición como la de Moisés, hubiese procurado resolver la cuestión de un modo u otro. Pero Moisés era el hombre más manso de toda la tierra y sabía que no debía tener la presunción de hablar cuando no tenía nada que decir. Si nosotros siguiéramos su ejemplo en casos parecidos, evitaríamos muchas afirmaciones atrevidas, muchas equivocaciones o errores. Además, esto nos haría más veraces, más sencillos, más naturales. A menudo somos tan insensatos, que tenemos vergüenza de mostrar nuestra ignorancia. Nos imaginamos, equivocadamente, que menoscabamos nuestra reputación de sabios e inteligentes cuando pronunciamos esas palabras que tan bien expresan una verdadera grandeza moral: «No sé». Es un gran error. Concedamos pues más peso y valor a las palabras de un hombre que no pretende ostentar unos conocimientos que no tiene y no estemos dispuestos a escuchar al que siempre da su opinión con confianza en sí mismo. ¡Oh!, fijémonos siempre en estas bellas palabras: “Esperad, y oiré lo que ordena Jehová acerca de vosotros”.

La Pascua en el segundo mes

“Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel, diciendo: Cualquiera de vosotros o de vuestros descendientes, que estuviere inmundo por causa de muerto o estuviere de viaje lejos, celebrará la pascua a Jehová. En el mes segundo, a los catorce días del mes, entre las dos tardes, la celebrarán; con panes sin levadura y hierbas amargas la comerán” (v. 9-11).

Dos grandes verdades fundamentales se exponen en la Pascua: la redención y la unidad del pueblo de Dios. Estas verdades son invariables. Nada podría destruirlas. Puede haber caída e infidelidad bajo diferentes formas, pero las gloriosas verdades de la redención eterna y de la perfecta unidad del pueblo de Dios conservan toda su fuerza y valor. He aquí la razón por la que esta ordenanza que representaba tan vivamente esas verdades, era continuamente obligatoria. Las circunstancias no debían impedir su cumplimiento. La muerte o la distancia no debían interrumpirla. “Cualquiera de vosotros o de vuestros descendientes, que estuviere inmundo por causa de muerto o estuviere de viaje lejos, celebrará la pascua a Jehová”. Era tan urgente para cada miembro de la congregación celebrar esta fiesta, que en el capítulo 9 de Números se toma una medida especial para los que no estaban preparados para observarla según el orden prescrito. Esas personas debían celebrarla “el día catorce del mes segundo”. Así la gracia proveía para los casos inevitables de muerte o ausencia.

Si el lector tiene a bien buscar el capítulo 30 del segundo libro de Crónicas, verá allí que Ezequías y la congregación con él aprovecharon este recurso misericordioso. “Y se reunió en Jerusalén mucha gente para celebrar la fiesta solemne de los panes sin levadura en el mes segundo, una vasta reunión. Entonces sacrificaron la pascua, a los catorce días del mes segundo” (v. 13 y 15).

La gracia de Dios puede ayudarnos en nuestra gran flaqueza, con tal que la sintamos y la confesemos1 . Pero que esta verdad tan preciosa no nos haga tratar con ligereza el pecado o la contaminación. Aunque la gracia permitía el segundo mes en vez del primero, no por ello toleraba la más pequeña transgresión de las ordenanzas y de las ceremonias de la fiesta. Los “panes sin levadura” y las “hierbas amargas” siempre debían figurar en ella; ninguna carne sacrificada debía conservarse para el día siguiente y ningún hueso de la víctima debía ser quebrado. Dios no puede tolerar que se rebaje la regla de la verdad o de la santidad. Por causa de la debilidad, la falta o la influencia de las circunstancias el hombre podía demorarse en celebrar la Pascua, pero no debía estar por debajo del estándar divino. La gracia permite el primer caso, la santidad prohíbe el segundo; y si alguno hubiera presumido de la gracia dejando de lado a la santidad, hubiese sido cortado de la congregación.

Esto, ¿no nos dice nada? Al leer las páginas de este maravilloso libro de los Números debemos recordar siempre que las cosas que le sucedían a Israel son figuras para nosotros, y que es a la vez un deber y un privilegio estudiar esas figuras y tratar de comprender las lecciones que nos proporcionan de parte de Dios.

¿Qué nos enseñan, pues, los reglamentos relativos a la celebración de la Pascua en el segundo mes? ¿Por qué se ordenaba a Israel que no omitiera ninguna ceremonia en esa ocasión particular? ¿Por qué en el capítulo 9 de Números las instrucciones para el segundo mes se encuentran más detalladas que las correspondientes al primero? No es, ciertamente, porque la ordenanza fuese más importante en un caso que en otro, pues su importancia era siempre la misma a juicio de Dios. Tampoco había ninguna diferencia en el orden, ya que este era siempre el mismo. No obstante, cuando se trata de la celebración de la Pascua en el primer mes, se leen sencillamente estas palabras: La celebraréis “conforme a todos sus ritos y conforme a todas sus leyes”. Pero, cuando se trata del segundo mes, tenemos una explicación más detallada de lo que eran esos ritos y esas leyes. “Con panes sin levadura y hierbas amargas la comerán. No dejarán del animal sacrificado para la mañana, ni quebrarán hueso de él; conforme a todos los ritos de la pascua la celebrarán” (cf. v. 3 con v. 11-12).

  • 1Nótese el contraste que existe entre la manera de obrar de Ezequías, en 2 Crónicas 30, y la de Jeroboam en 1 Reyes 12:32. El primero usó el recurso otorgado por la gracia divina; el segundo siguió su propio criterio. El mes segundo era permitido por Dios; el mes octavo fue inventado por el hombre. Las provisiones divinas que satisfacen las necesidades del hombre, y las invenciones humanas que se oponen a la Palabra de Dios, son enteramente diferentes.

La debilidad del pueblo de Dios no disminuye las exigencias divinas

Ese simple hecho nos enseña muy claramente que nunca debemos rebajar el estándar de las cosas divinas a causa de la caída o de la debilidad del pueblo de Dios, sino que debemos mantenerlo especial y cuidadosamente en toda su divina integridad. Sin duda, se debe tener profunda conciencia del fallo, y cuanto más profundo sea ese sentimiento, mejor será; pero no debe sacrificarse la verdad de Dios. Siempre podemos contar con los recursos de la gracia divina, procurando mantener con firmeza inquebrantable el estandarte de la verdad de Dios.

Recordemos siempre esta verdad en nuestras mentes y en nuestros corazones. Por un lado estamos en peligro de olvidar que la caída ha ocurrido: sí, una gran caída, la infidelidad y el pecado. Por otra parte, corremos el riesgo de olvidar la infalible fidelidad de Dios que obra a pesar de nuestro fallo. La Iglesia profesante está en una ruina completa; y no solo ella, sino que nosotros mismos, individualmente, hemos fallado y contribuido a su ruina. Deberíamos sentir todo esto profunda y constantemente. Deberíamos mantener en nuestro espíritu, ante Dios, el recuerdo íntimo y humillante de cuán triste y vergonzosamente nos hemos conducido en la Casa de Dios. Si olvidáramos que hemos caído, solo agravaríamos extremadamente nuestra culpabilidad. Nos conviene tener una profunda humildad y un espíritu verdaderamente quebrantado al recordar todas estas cosas. Estos sentimientos y estos ejercicios interiores se traducirán necesariamente en una conducta humilde en medio de la escena en que vivimos.

Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo
(2 Timoteo 2:19).

He aquí el recurso del fiel, en presencia de la ruina de la cristiandad. Dios jamás falla, no cambia, y nosotros solo tenemos que apartarnos de la iniquidad y apegarnos a él. Debemos hacer lo recto, seguirle con diligencia y confiarle nuestro futuro.

Detengámonos unos momentos y consideremos este tema con espíritu de oración. Estamos convencidos de que el atento examen de esas dos caras del asunto nos ayudaría grandemente a encontrar nuestro camino en medio de las ruinas que nos rodean. El recuerdo de la condición de la Iglesia y de nuestra infidelidad individual nos mantendrá en la humildad y, al mismo tiempo, el conocimiento del invariable estándar de Dios y de su inmutable fidelidad nos apartará del mal que nos rodea y nos sostendrá firmes en el sendero de la separación. Las dos cosas unidas nos preservarán eficazmente de una vana pretensión, por una parte, y de la relajación e indiferencia, por otra. Debemos recordar en todo momento el humillante hecho de que hemos sido infieles, al mismo tiempo que nos adherimos a esta gran verdad: Dios es fiel.

Estas son, por excelencia, las lecciones para el desierto, para los días actuales, para nosotros. Son sugeridas con gran fuerza por el relato inspirado de la Pascua en el segundo mes, relato particular de los Números, el gran libro del desierto. La culpabilidad de la humanidad se manifiesta más claramente en el desierto, donde también se despliegan los recursos infinitos de la gracia divina. Pero repitamos una vez más esta afirmación, y quiera Dios grabarla de un modo indeleble en nuestros corazones: las más ricas provisiones de la gracia y de la misericordia divina no dan el más pequeño motivo para rebajar el estándar de la verdad de Dios. Si alguien hubiera alegado, como excusa, su contaminación o su ausencia para no celebrar la Pascua, o la hubiese celebrado de modo diferente del ordenado por Dios, seguramente habría sido expulsado de la congregación. Y lo mismo ocurre con nosotros si consentimos en abandonar cualquier verdad de Dios porque la caída se ha producido; si por pura incredulidad hacemos concesiones a expensas de la verdad de Dios, abandonamos el terreno divino; si tomamos como excusa el estado de cosas que nos rodea para sacudir de nuestra conciencia la autoridad de la verdad de Dios, o para apartarnos de su influencia sobre nuestra conducta, es evidente que nuestra comunión se verá interrumpida1 .

Para terminar, citamos a continuación el resto de la exposición sobre la Pascua en el desierto.

  • 1Nótese que la exclusión de un miembro de la congregación de Israel corresponde hoy día a la exclusión de un creyente de la comunión y de la participación a la Cena del Señor por causa de un pecado no juzgado por él como tal.

El olvido voluntario de la Pascua

“Mas el que estuviere limpio, y no estuviere de viaje, si dejare de celebrar la pascua, la tal persona será cortada de entre su pueblo; por cuanto no ofreció a su tiempo la ofrenda de Jehová, el tal hombre llevará su pecado. Y si morare con vosotros extranjero, y celebrare la pascua a Jehová, conforme al rito de la pascua y conforme a sus leyes la celebrará; un mismo rito tendréis, así el extranjero como el natural de la tierra” (v. 13-14).

El olvido voluntario de la Pascua hubiera demostrado por parte de los israelitas un desprecio a las bendiciones derivadas de la redención y la liberación de la esclavitud de Egipto. Cuanto más compenetrado estuviera alguien con lo que se había cumplido aquella noche memorable en la que la congregación de Israel había encontrado refugio y seguridad al abrigo de la sangre del cordero pascual, tanto más suspiraría por la llegada del día catorce del “mes primero” para conmemorar aquella gloriosa ocasión; y si cualquier causa le hubiese impedido gozar de esa ordenanza en el “mes primero”, hubiera aprovechado con mayor alegría y reconocimiento el “mes segundo”. Pero el hombre que se hubiera contentado con continuar año tras año sin celebrar la Pascua, hubiese demostrado que su corazón estaba muy distanciado del Dios de Israel. Le hubiera sido inútil hablar de su amor hacia el Dios de sus padres y de su gozo por las bendiciones de la redención, cuando la ordenanza misma que Dios había establecido para representar esa redención era descuidada por él año tras año.

La relación con la Cena del Señor

Podemos aplicarnos, hasta cierto punto, todo esto en relación con la cena del Señor con gran provecho para nuestras almas. Existe una relación entre la Pascua y la cena del Señor: la primera era el tipo de la muerte de Cristo y la segunda el memorial de ella. De ahí que leamos en 1 Corintios 5:7:

Porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros.

Esta frase establece la relación. La Pascua era el memorial del rescate de Israel de la esclavitud en Egipto; la cena del Señor es el memorial de la redención de la Iglesia de la esclavitud, más pesada y tenebrosa, del pecado y de Satanás. Por eso, como seguramente se veía a todo verdadero y fiel israelita celebrar la Pascua en la época fijada, de acuerdo con todos los ritos y ceremonias de aquella fiesta, así también se verá a todo cristiano verdadero y fiel celebrar la cena del Señor en el día determinado y según los principios, expuestos en el Nuevo Testamento, que con ella se relacionan. Si un israelita hubiese dejado de celebrar la Pascua, aun en una sola ocasión, hubiera sido separado de la congregación. Tal negligencia no debía ser tolerada en el pueblo de Israel; habría atraído inmediatamente el juicio de Dios. Pues bien, ante ese hecho solemne tenemos derecho a preguntarnos: ¿Esto no significa nada actualmente, es asunto de poca importancia para los cristianos descuidar semana tras semana y mes tras mes la cena del Señor? ¿Podemos suponer que quien declaraba en el capítulo 9 de los Números que el israelita que dejara de celebrar la Pascua sería separado, no tiene en cuenta la negligencia del cristiano respecto de la cena del Señor? Por supuesto que no. Porque, aunque no se trate de ser separado de la Iglesia de Dios, del Cuerpo de Cristo, ¿autoriza esto nuestra negligencia? Lejos de nosotros tal pensamiento. Este hecho debería más bien animarnos a ser más diligentes en la celebración de esta preciosa fiesta, en la cual anunciamos la muerte del Señor hasta que él venga (1 Corintios 11:26).

Para un israelita piadoso no existía nada tan hermoso como la Pascua, porque era el memorial de su redención. Para un cristiano piadoso nada hay más bello que la Cena, pues es el memorial de su redención y de la muerte de su Señor. De todos los servicios a los que un cristiano puede entregarse, nada hay tan precioso y expresivo, nada que coloque a Cristo de un modo más conmovedor y solemne ante su corazón como la cena del Señor. Puede cantar acerca de la muerte del Señor y orar a este respecto, puede leer u oír el relato de ella, pero únicamente en la Cena él anuncia esa muerte. “Y tomó el pan y dio gracias, y lo partió y les dio, diciendo: esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí. De igual manera, después que hubo cenado, tomó la copa, diciendo: esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama” (Lucas 22:19-20). Aquí tenemos la institución de la fiesta. Cuando llegamos a los Hechos de los Apóstoles, leemos:

El primer día de la semana, reunidos los discípulos para partir el pan
(Hechos 20:7).

Ahí tenemos la celebración de la fiesta. Finalmente, cuando abrimos las epístolas, leemos: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1 Corintios 10:16-17). Luego leemos: “Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí. Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Corintios 11:23-26). Aquí tenemos la explicación de la fiesta.

Podemos decir que en la institución, en la celebración y en la explicación tenemos, para atar nuestras almas a tan preciosa fiesta, un cordón de tres dobleces que no se rompe pronto (Eclesiastés 4:12).

¿Cómo es posible, pues, que ante esta santa autoridad haya algún cristiano que tenga en poco la cena del Señor? O bien, considerando este hecho desde otro punto de vista, ¿a qué se debe que algunos miembros de Cristo puedan pasar semanas, meses y aun toda su vida sin hacer memoria de su Señor, conforme con su mandamiento directo y claro? Sabemos que algunos cristianos profesantes consideran equivocadamente la Cena como un retorno a los ritos judaicos y como una decadencia de la elevada posición de la Iglesia. Consideran la Cena y el bautismo como misterios espirituales interiores, y creen que nos apartamos de la verdadera espiritualidad al insistir en la observancia literal de esos mandamientos.

A todo esto respondemos sencillamente que Dios es más sabio que nosotros. Si Cristo instituyó la Cena, si el Espíritu Santo condujo a la Iglesia primitiva a celebrarla, y él mismo nos la ha explicado ¿quiénes somos nosotros para emitir nuestras ideas en oposición a Dios? Sin duda, la cena del Señor debería ser un misterio espiritual interior para los que participan de ella; pero es también un acto exterior, literal, palpable. En ella está literalmente el pan y la copa, un acto concreto de comer y beber. Si se niega esto, se debe negar también que exista literalmente una asamblea reunida. No tenemos derecho a interpretar la Escritura de esa manera. Para nosotros es un deber santo y bendito someternos a la Escritura e inclinarnos absolutamente ante su divina autoridad.

Por otra parte, no se trata solo de sumisión a la autoridad de la Escritura; este punto lo hemos probado por medio de numerosas citas del Libro divino, lo cual es suficiente para todo espíritu piadoso. Pero hay más que eso. Hay en el corazón del cristiano un deseo de corresponder al amor de Cristo. ¿No vale nada esto? Deberíamos procurar, al menos en alguna medida, responder al amor de tal corazón. Si nuestro adorable Señor instituyó el pan y la copa en la Cena, como memorial de su cuerpo partido y de su sangre derramada, si ordenó que comiéramos de ese pan y bebiéramos de la copa en su memoria, ¿no deberíamos corresponder al deseo de su afectuoso corazón? Ningún cristiano serio lo pondrá en duda. Debería ser siempre un gozo para nosotros participar de la mesa del Señor, acordarnos de él según su instrucción, anunciar su muerte hasta que él venga. ¿No es admirable pensar que haya querido ocupar un lugar en el recuerdo de corazones como los nuestros? Así es, y sería verdaderamente triste si, por un motivo cualquiera, descuidáramos esa fiesta a la cual él ha unido su precioso nombre.

Pero este no es el momento indicado para entrar en una detallada exposición sobre la Cena del Señor. Lo que deseamos, sobre todo, es insistir en la inmensa importancia y el profundo interés de la ordenanza en cuanto al doble principio de la sumisión a la autoridad de la Escritura y de un amor que corresponda al de Cristo. Además, queremos que cuantos puedan leer estas líneas sientan vivamente la gravedad que entraña la negligencia de no tomar la Cena según las Escrituras. Podemos estar seguros de que es peligroso poner a un lado esta clara institución de nuestro Señor y Maestro. Esto denota un muy mal estado del alma, prueba que la conciencia no está sometida a la autoridad de la Palabra y que el corazón no guarda una verdadera simpatía por los afectos de Cristo. Concentrémonos, pues, en tomar en serio nuestra santa responsabilidad en cuanto a la Cena del Señor, en no dejar de observar la fiesta, en celebrarla de acuerdo a la orden establecida por el Espíritu Santo.

Hasta aquí por lo concerniente a la Pascua en el desierto y las impresionantes enseñanzas que ella proporciona a nuestras almas.

El tabernáculo y la nube: dirección divina

Nos detendremos ahora unos momentos en la consideración del último párrafo de nuestro capítulo, el cual tiene un carácter muy marcado. Allí contemplamos a un gran número de hombres, mujeres y niños viajando a través de un vasto desierto, en el que no había senderos, sin brújula y sin guía humano.

¡Qué espectáculo! Allí se hallaban millones de seres humanos avanzando sin conocer la ruta que debían seguir, dependiendo enteramente de Dios en cuanto a conducción, alimentación y a todo lo demás; un ejército de peregrinos desprovistos de recursos. No podían concebir ningún plan para el día siguiente. Cuando estaban acampados, no sabían en qué momento deberían ponerse en marcha, y cuando estaban en marcha, no sabían dónde ni cuándo harían alto. Su vida era una vida de dependencia diaria y aun momentánea. Debían mirar a lo alto para ser guiados. Sus movimientos estaban determinados por las ruedas del carro de Dios.

Era verdaderamente un espectáculo maravilloso. Leamos su relato y retengamos en nuestras almas sus celestiales enseñanzas.

“El día que el tabernáculo fue erigido, la nube cubrió el tabernáculo sobre la tienda del testimonio; y a la tarde había sobre el tabernáculo como una apariencia de fuego, hasta la mañana. Así era continuamente: la nube lo cubría de día, y de noche la apariencia de fuego. Cuando se alzaba la nube del tabernáculo, los hijos de Israel partían; y en el lugar donde la nube paraba, allí acampaban los hijos de Israel. Al mandato de Jehová los hijos de Israel partían, y al mandato de Jehová acampaban; todos los días que la nube estaba sobre el tabernáculo, permanecían acampados. Cuando la nube se detenía sobre el tabernáculo muchos días, entonces los hijos de Israel guardaban la ordenanza de Jehová, y no partían. Y cuando la nube estaba sobre el tabernáculo pocos días, al mandato de Jehová acampaban, y al mandato de Jehová partían. Y cuando la nube se detenía desde la tarde hasta la mañana, o cuando a la mañana la nube se levantaba, ellos partían; o si había estado un día, y a la noche la nube se levantaba, entonces partían. O si dos días, o un mes, o un año, mientras la nube se detenía sobre el tabernáculo permaneciendo sobre él, los hijos de Israel seguían acampados, y no se movían; mas cuando ella se alzaba, ellos partían. Al mandato de Jehová acampaban, y al mandato de Jehová partían, guardando la ordenanza de Jehová como Jehová lo había dicho por medio de Moisés” (v. 15-23).

Sería imposible concebir un cuadro más admirable de la absoluta dependencia respecto de la dirección divina y de la sumisión a esta dirección. No había una huella de pie humano ni una linde o mojón en aquel “grande y terrible desierto” (Deuteronomio 1:19). Era inútil buscar alguna dirección en pos de los que habían pasado antes. Los hijos de Israel solo debían contar con Dios para dar cada paso en el camino. Esto sería intolerable para un espíritu insumiso o una voluntad no quebrantada; pero para un alma que conoce y ama a Dios, que confía y se complace en él, nada podría ser más bendito.

Aquí está la clave de la cuestión: ¿es Dios conocido, amado, y se confía en él? Si es así, el corazón se alegrará de mantenerse en la dependencia más absoluta respecto a él. Si no, tal dependencia sería insoportable. El hombre no regenerado quiere ser independiente, cree que es libre, le parece que puede hacer lo que le convenga, ir adonde quiera, decir lo que le plazca. Pero lamentablemente es pura ilusión. El hombre no es libre. Es esclavo de Satanás. Hace cerca de seis mil años que se entregó en manos de ese gran propietario de esclavos, quien desde entonces lo ha tenido en su poder. Sí, Satanás mantiene al hombre natural, al inconverso, al impío en una terrible servidumbre. Ha atado sus manos y sus pies con cadenas y grillos, cuyo verdadero aspecto no se ve a causa del baño de oro con que artificialmente los ha recubierto. Satanás gobierna al hombre por medio de codicias, pasiones y placeres. Despierta en los corazones deseos que satisface por medio de las cosas del mundo, y el hombre se imagina vanamente que es libre porque puede satisfacer sus deseos. Pero esto es un lamentable error que tarde o temprano quedará demostrado. No hay otra libertad que aquella con la que Cristo gratifica a sus rescatados. Es él quien dijo: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. Y además: “Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Juan 8:32, 36).

He aquí la verdadera libertad. La libertad que la nueva naturaleza encuentra andando por el Espíritu y haciendo lo que agrada a Dios. El servicio del Señor es la perfecta libertad. Pero este servicio, en todos sus detalles, implica la más completa dependencia al Dios vivo. Así sucedió con el único, verdadero y perfecto siervo que pisó esta tierra. Siempre fue dependiente. Cada uno de sus movimientos, de sus actos, de sus palabras, todo cuanto hacía y cuanto dejaba de hacer era el fruto de la más absoluta dependencia y sumisión respecto de Dios. Andaba cuando Dios lo quería y se detenía cuando Dios así lo deseaba. Hablaba o guardaba silencio según a Dios le parecía bien.

Jesús, ejemplo de perfecta dependencia

Así fue Jesús durante el tiempo que vivió en este mundo, y nosotros, como partícipes de su naturaleza, de su vida, y teniendo a su Espíritu morando en nosotros, somos exhortados a andar en sus huellas y a vivir una vida de dependencia de Dios día tras día. Tenemos, al final de este capítulo, un bello y pintoresco tipo de esta vida de dependencia en una de sus facetas: el Israel de Dios, el campamento en el desierto, ese ejército de peregrinos siguiendo el movimiento de la nube. Debían mirar a lo alto para conocer su dirección. Así es también para el hombre. Fue formado para dirigir su rostro hacia lo alto, en contraste con el animal que fue formado para mirar hacia abajo1 . Israel no podía hacer planes, jamás podía decir: “Mañana iremos a tal ciudad” (Santiago 4:13). Dependía enteramente del movimiento de la nube.

Así sucedía con Israel y lo mismo debe suceder con nosotros. Pasamos a través de un desierto intransitable, un desierto moral en el que no hay absolutamente ningún camino. No sabríamos cómo andar ni adónde ir si no tuviésemos la expresión más hermosa, profunda y comprensiva, salida de la boca de nuestro amado Señor: “Yo soy el camino” (Juan 14:6). He aquí la dirección divina e infalible. Debemos seguirla.

Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida
(Juan 8:12).

Esta es la dirección viviente. No se trata de obrar según la letra de ciertas ordenanzas o reglas, sino de seguir a un Cristo vivo, de andar como él anduvo, de hacer lo que él hizo y de imitar su ejemplo en todo. Tal es el andar cristiano, la acción cristiana. Todo consiste en tener los ojos fijos en Jesús, en imitarle y tener los rasgos de su carácter impresos en nuestra nueva naturaleza, y en reflejarlos o reproducirlos en nuestra vida y conducta diarias.

  • 1La palabra griega equivalente a «hombre» es «anthropos»; significa un ser cuya cara está vuelta hacia arriba.

El creyente andando en ese camino de dependencia

Esto supone la completa renuncia a nuestra voluntad propia, a nuestros planes, a nuestra propia dirección. Debemos seguir la nube; debemos esperar siempre; esperar solamente en Dios. No podemos decir: Iremos a tal o tal lugar, haremos esto o aquello. Todos nuestros movimientos deben ser puestos bajo la salvaguardia reguladora de esta importante frase: “Si el Señor quiere”, frase que lamentablemente muy a menudo escribimos o proferimos con ligereza.

¡El Señor nos conceda comprender mejor todo esto! ¡Quiera Dios que conozcamos más exactamente el sentido de la dirección divina! ¡Cuán a menudo, y con ligereza, nos imaginamos y creemos que la nube marcha en la dirección que concuerda con nuestras inclinaciones! ¿Queremos hacer algo, o seguir cierta ruta? Entonces procuramos persuadirnos de que nuestra voluntad es la de Dios. De esa manera, en vez de ser guiados por Dios, nos engañamos a nosotros mismos. Nuestra voluntad no está quebrantada y, por lo tanto, no podemos ser dirigidos rectamente, pues el verdadero secreto para ser guiados por Dios es tener nuestra voluntad completamente sumisa.

Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera
(Salmo 25:9).

Y además: “Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos”. Y, sobre todo, consideremos detenidamente esta advertencia: “No seáis como el caballo, o como el mulo, sin entendimiento, que han de ser sujetados con cabestro y con freno, porque si no, no se acercan a ti” (Salmo 32:8-9). Si nuestro rostro está vuelto hacia arriba para fijarnos en el movimiento del ojo de Dios, no tendremos necesidad de cabestro ni de freno. Pero precisamente en eso fallamos. No vivimos lo bastante cerca de Dios como para distinguir el movimiento de la nube. Nuestra voluntad está en acción. Queremos seguir nuestro propio camino; de ahí que debamos cosechar tan amargos frutos. Eso le aconteció a Jonás. Se le había ordenado ir a Nínive, pero él quiso ir a Tarsis; las circunstancias parecían favorecerle, la providencia parecía indicarle la dirección que su voluntad había escogido. Pero, lamentablemente, se encontró en el vientre del gran pez, en el mismo “seno del Seol” (Jonás 2:2), donde el alga se enredó a su cabeza (v. 5). Allí conoció la amargura de seguir su voluntad. En las profundidades del océano tuvo que ser instruido acerca del verdadero sentido del cabestro y del freno, por no haber querido seguir la dirección más dulce del ojo de Dios.

¡Pero nuestro Dios es tan misericordioso, tan tierno, tan paciente! Él quiere enseñar y guiar a sus pobres hijos débiles y extraviados. Él no se ahorra ninguna molestia cuando se trata de obrar a nuestro favor. Vela continuamente a fin de que seamos guardados de nuestros propios caminos, llenos de espinos y zarzas, y que andemos en sus caminos, que son deleitosos y de paz (Proverbios 3:17).

Nada hay de mayor bendición en la vida que permanecer en una continua dependencia de Dios, esperar en él y apegarse a él para todo. El verdadero secreto de la paz y de una santa independencia es tener todos los recursos en Dios. El alma que puede decir sinceramente:

Todas mis fuentes están en ti (Salmo 87:7),

está por encima de toda confianza en la criatura, por encima de las esperanzas humanas y terrestres. Esto no quiere decir que Dios no se sirva de las criaturas para ayudarnos. No queremos decir tal cosa. Él emplea sus criaturas; pero si nosotros nos apoyamos en ellas en lugar de hacerlo en él, pronto experimentaremos la escasez y la esterilidad en nuestras almas. Hay una inmensa diferencia entre el empleo que Dios hace de la criatura para bendecirnos y nuestro apoyo en la criatura excluyendo a Dios. En el primer caso somos bendecidos y Dios es glorificado; en el segundo, somos decepcionados y Dios es deshonrado.

Es preciso que el alma considere seriamente esta distinción, que es constantemente descuidada. A menudo pensamos que nos apoyamos en Dios y que estamos mirándole, pero en realidad, si fuéramos al fondo de las cosas y nos juzgáramos en la misma presencia de Dios, encontraríamos en nosotros una espantosa cantidad de confianza en la criatura. Hablamos de vivir por la fe y de confiar solo en Dios, pero si al mismo tiempo sondeáramos las profundidades de nuestro corazón, encontraríamos una abundante medida de dependencia en las circunstancias y de tantos otros sentimientos parecidos.

Lector cristiano, pensemos atentamente en ello; vigilemos para que nuestras miradas se fijen en el único Dios viviente y no en el hombre, cuyo aliento está en su nariz. Esperemos en Dios paciente y constantemente. Si carecemos de algo, sea lo que fuere, dirijámonos directa y simplemente a él. ¿Sentimos la necesidad de discernir nuestro camino, para saber a qué lado debemos volver, qué senda debemos seguir? Recordemos que él dijo:

Yo soy el camino (Juan 14:6);

sigámosle. Él lo hará todo claro, luminoso y cierto. No puede haber tinieblas, perplejidad ni incertidumbre si le seguimos, pues él ha dicho, y debemos creerle: “El que me sigue, no andará en tinieblas” (Juan 8:12). En consecuencia, si estamos en tinieblas es porque no le seguimos. Ningunas tinieblas pueden asentarse en el sendero bendito por el que Dios conduce a aquellos que procuran seguir a Jesús con sencillez de corazón.

Pero el que escudriñe minuciosamente estas líneas podrá decir, o por lo menos estar dispuesto a decir: «A pesar de todo no estoy seguro en cuanto al camino que debo seguir. No sé realmente hacia qué lado volverme». Si ese fuera el lenguaje del lector, le haríamos estas preguntas: ¿Sigue usted a Jesús? Si es así, no puede estar en la incertidumbre. ¿Sigue la nube? Si lo hace, su camino está tan claramente trazado como solo Dios puede hacerlo. Ahí está la clave de toda la dificultad. El titubeo o la incertidumbre a menudo son fruto del trabajo de la voluntad. Nos vemos arrastrados a hacer lo que Dios no quiere que hagamos, a ir adonde no quiere que vayamos. Oramos respecto al caso, pero no recibimos respuesta. Oramos de nuevo y tampoco hay respuesta. ¿A qué se debe esto? Al simple hecho de que Dios quiere que permanezcamos tranquilos, que nos quedemos en el sitio donde estamos. Por eso, en vez de estrujarnos los sesos y atormentarnos acerca de lo que deberíamos hacer, esperemos sencillamente en Dios.

Ahí está el secreto de la paz y de una feliz comunión. Si algún israelita en el desierto se hubiera empeñado en hacer algún movimiento independientemente de Dios, si se le hubiese ocurrido marchar cuando la nube estaba en reposo, o detenerse cuando la nube aún estaba en marcha, podemos imaginar fácilmente cuál habría sido el resultado. Y así sucederá siempre con nosotros. Si andamos cuando deberíamos permanecer quietos, o si nos quedamos quietos cuando deberíamos andar, no tendremos con nosotros la presencia de Dios. “Al mandato de Jehová acampaban, y al mandato de Jehová partían” (v. 20, 23). Permanecían atentos a Dios, situación de las más benditas que uno pueda ocupar; pero es necesario ocuparla antes de saborear la bendición. Hablamos de una realidad para ser conocida, y no de una teoría. ¡Que Dios nos conceda probarla a lo largo de nuestro viaje!