El caso de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés
Este capítulo ha dado lugar a grandes discusiones. Se han emitido opiniones muy diversas acerca de la conducta de las dos tribus y media. ¿Tenían razón o no al escoger su heredad en la ribera del Jordán lindante con el desierto? La conducta que siguieron, ¿era expresión de poder o de debilidad? ¿Cómo podremos formular un sano juicio en este asunto?
En primer lugar, ¿dónde estaba la porción propiamente dicha de Israel, su heredad divinamente ordenada? Con toda seguridad, al otro lado del Jordán, en tierra de Canaán. Pues bien, ¿no debería haber bastado este hecho? Un corazón sincero, que hubiera pensado, sentido y juzgado de acuerdo con Dios, ¿habría podido pensar en escoger una parte que no fuese la que Dios le había asignado? Imposible. No necesitamos, pues, ir más allá para tener una apreciación divina respecto a este asunto. Era un error y una falta de fe por parte de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés escoger un territorio en la parte oriental del Jordán. Su conducta estaba regida por consideraciones personales y mundanas, por lo que sus ojos veían, por motivos carnales. Contemplaron “la tierra de Jazer y de Galaad” (v. 1) y la estimaron según sus propios intereses, sin considerar el juicio y la voluntad de Dios. Si simplemente hubieran mirado a Dios, la cuestión de establecerse al lado oriental de las orillas del Jordán jamás se hubiese planteado.
Cuando no somos sencillos ni sinceros entramos en circunstancias que suscitan toda clase de cuestiones. Es muy importante que por la gracia de Dios, seamos capaces de seguir una línea de conducta y pisar una senda tan inequívoca que no pueda producir dudas. Nuestro santo y feliz privilegio es comportarnos de tal manera que no pueda surgir ninguna complicación. El secreto para obrar así es andar con Dios y tener, de este modo, nuestra conducta absolutamente determinada por su Palabra.
Rubén, Gad y la media tribu de Manasés no se habían conducido así; esto puede observarse en toda su historia. Eran hombres de corazón dividido, de principios mezclados; hombres que buscaban satisfacer sus propios intereses y no las cosas de Dios. Si estas últimas hubieran llenado sus corazones, nada habría podido inducirlos a posicionarse fuera de sus verdaderos límites.
Es evidente que a Moisés no le agradaba su propuesta. El juicio de Jehová le impidió pasar el Jordán, pero su corazón estaba en la tierra prometida. ¿Cómo, pues, habría podido aprobar la conducta de hombres realmente deseosos de establecerse fuera de ella? La fe nunca puede estar satisfecha con lo que no es la verdadera posición ni la verdadera porción del pueblo de Dios. Un ojo sencillo no puede ver, ni un corazón fiel puede desear otra cosa que la heredad que Dios le había dado. Por esto Moisés condenó inmediatamente la propuesta de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés. Es verdad que a continuación suavizó su dictamen y dio su consentimiento. La promesa de pasar el Jordán armados, delante de sus hermanos, obtuvo de Moisés una forma de asentimiento. Parecía una extraordinaria manifestación de desinterés y energía dejar a todos los suyos detrás y atravesar el Jordán para luchar en favor de sus hermanos. Pero ¿dónde estaban los suyos? Los habían dejado fuera de los límites señalados por Dios; los privaron de un lugar y de una parte en el verdadero país de la promesa, esa herencia que Dios había prometido a Abraham, Isaac y Jacob. Y ¿por qué? Por tener buenos pastos para sus ganados. Por ese motivo las dos tribus y media dejaron su lugar dentro de los verdaderos límites del Israel de Dios.
Las consecuencias del establecimiento de las dos tribus y media al oriente del Jordán
Veamos ahora cuáles fueron las consecuencias de esa conducta. En el capítulo 22 de Josué encontramos el primer triste efecto de la conducta equívoca de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés. Se vieron en la necesidad de edificar un “altar de grande apariencia” (v. 10) por miedo a que en el futuro sus hermanos los desaprobasen. ¿Qué prueba todo esto? Que se equivocaron completamente al establecerse al oriente del Jordán. Y notemos el efecto producido por ese altar en toda la asamblea. Al principio parecía que aquello era una verdadera rebelión. “Cuando oyeron esto los hijos de Israel, se juntó toda la congregación de los hijos de Israel en Silo, para subir a pelear contra ellos. Y enviaron los hijos de Israel a los hijos de Rubén y a los hijos de Gad y a la media tribu de Manasés en tierra de Galaad, a Finees hijo del sacerdote Eleazar, y a diez príncipes con él: un príncipe por cada casa paterna de todas las tribus de Israel, cada uno de los cuales era jefe de la casa de sus padres entre los millares de Israel. Los cuales fueron a los hijos de Rubén y a los hijos de Gad y a la media tribu de Manasés, en la tierra de Galaad, y les hablaron, diciendo: Toda la congregación de Jehová dice así (las dos tribus y media ¿no formaban ya parte de ella?): ¿Qué transgresión es esta con que prevaricáis contra el Dios de Israel para apartaros hoy de seguir a Jehová, edificándoos altar para ser rebeldes contra Jehová? ¿No ha sido bastante la maldad de Peor, de la que no estamos aún limpios hasta este día, por la cual vino la mortandad en la congregación de Jehová, para que vosotros os apartéis hoy de seguir a Jehová? Vosotros os rebeláis hoy contra Jehová, y mañana se airará él contra toda la congregación de Israel. Si os parece que la tierra de vuestra posesión es inmunda, pasaos a la tierra de la posesión de Jehová, en la cual está el tabernáculo de Jehová (qué palabras más solemnes), y tomad posesión entre nosotros; pero no os rebeléis contra Jehová, ni os rebeléis contra nosotros, edificándoos altar además del altar de Jehová nuestro Dios” (v. 12-19).
Toda esa grave falta de inteligencia, esa perturbación y esa alarma eran resultado de la falta cometida por Rubén, Gad y la media tribu de Manasés. Es verdad que lograron dar una explicación convincente y satisfacer a sus hermanos en cuanto al altar, pero no habría habido necesidad de altar, de explicaciones, ni de ninguna alarma si no hubiesen tomado una posición equivocada.
Allí estaba la causa de todo el mal; es importante entender este asunto con claridad y sacar de él la gran lección práctica que debe enseñarnos. Cualquier persona reflexiva y espiritual que examine atentamente este asunto, no tendrá dudas de que las dos tribus y media se equivocaron al detenerse antes de llegar al Jordán y establecer allí su lugar. Si se necesitasen nuevas pruebas, nos las daría el hecho de que esas tribus fueron las primeras que cayeron en poder del enemigo (1 Reyes 22:3).
Esta porción de la historia de Israel nos advierte muy claramente que debemos velar continuamente para no quedarnos por debajo de nuestra propia posición, contentándonos con cosas que pertenecen a este mundo, sino que debemos tomar en Cristo la posición espiritual y verdadera de muerte y de resurrección figuradas por el Jordán1 .
Según creemos esta es la enseñanza que nos da esta parte del libro. Es importante no tener el corazón dividido, sino estar decididos completamente, declarándonos a favor de Cristo. Los que profesan ser cristianos y niegan su vocación y carácter celestiales u obran como si fueran aún ciudadanos de este mundo, atentan contra la causa de Dios y el testimonio que deben a Cristo. Se convierten en instrumentos de los que Satanás sabe sacar partido. Un cristiano indeciso, de ánimo doble, es más inconsecuente que un mundano sincero o que un verdadero incrédulo.
La inconsecuencia de los cristianos profesantes es mucho más perjudicial en lo que concierne para los intereses de Dios que todas las formas de depravación moral. Aunque puede parecer una afirmación aventurada, es más que verdadera. Los cristianos profesantes, o de nombre, que simplemente son habitantes de la frontera, hombres de principios mezclados o entreverados, personas de conducta dudosa o equívoca, son los que hacen mayor daño a la causa de Cristo y los que más favorecen los planes del enemigo. La ruina en la cual nos encontramos hoy hace que necesitamos hombres de corazón íntegro, sinceros y valientes testigos de Jesucristo, que demuestren que buscan una patria mejor, hombres celosos y extraños al mundo.
Amado lector cristiano, estemos en guardia contra estas cosas. Juzguémonos sinceramente como si estuviéramos en la misma presencia de Dios; arrojemos lejos de nosotros todo lo que tienda a impedir nuestra dedicación de corazón, alma y cuerpo a Aquel que nos amó y se dio a sí mismo por nosotros. Ojalá que podamos, sirviéndonos del lenguaje de Josué 22, conducirnos de tal forma que no haya necesidad de que tengamos “un altar de grande apariencia” (v. 10) para demostrar a qué país pertenecemos, dónde adoramos, de quién somos y a quién servimos. Entonces todo será claro e incuestionable; nuestro testimonio será bien definido y el sonido de nuestra trompeta claro y firme. Nuestra paz también fluirá como un río tranquilo; toda nuestra marcha y nuestro carácter contribuirán a la alabanza de Aquel cuyo nombre reclamamos para nosotros. ¡Que el Dios de bondad dirija de nuevo el corazón de su pueblo, en estos días de odiosa indiferencia, de tibieza y de profesión frívola, a una renuncia más completa, a una verdadera consagración a la causa de Cristo y a una fe inconmovible en el Dios vivo!
- 1Sin duda hay muchos cristianos sinceros que no ven la vocación celestial de la Iglesia, que no alcanzan a comprender el carácter particular de la verdad enseñada en la epístola a los Efesios y que, no obstante, son celosos, consagrados y veraces de corazón; pero estamos convencidos de que esas personas pierden una inmensa bendición para sus almas y permanecen muy por debajo del verdadero testimonio cristiano.