Estudio sobre el libro de los Números

Números 22 – Números 23 – Números 24

Balaam

El salario de la iniquidad

Estos tres capítulos forman una porción distinta de nuestro libro, verdaderamente maravillosa, y abundante en ricas instrucciones. Empieza presentándonos al profeta codicioso y después sus profecías sublimes. Hay algo terrible en la historia de Balaam. Evidentemente amaba el dinero, lo que, por desgracia, también es muy frecuente en nuestros días. Para este miserable hombre el oro y la plata de Balac fueron un cebo demasiado atrayente para que pudiera resistirlo. Satanás conocía bien a su hombre y el precio al que se le podía comprar.

Si el corazón de Balaam hubiera estado en regla con Dios, hubiese terminado pronto con los emisarios de Balac; no habría titubeado antes de mandarle su respuesta. Pero el corazón de Balaam estaba en mal estado; desde un principio lo vemos en la triste situación de un hombre agitado por sentimientos opuestos. Su corazón quería ir, porque codiciaba la plata y el oro; pero al mismo tiempo había una forma de respeto hacia Dios, una apariencia de piedad que le servía como una capa para cubrir su codicia. Iba detrás del dinero, pero deseaba conseguirlo de una manera religiosa. ¡Qué hombre más miserable! Su nombre figura en las páginas inspiradas como la expresión de una fase horrible y oscura en la historia decadente del hombre. “¡Ay de ellos!”, dice el apóstol Judas, “porque han seguido el camino de Caín, y se lanzaron por lucro en el error de Balaam, y perecieron en la contradicción de Coré” (v. 11). Pedro también presenta a Balaam como una figura que aparece en uno de los cuadros más siniestros de la humanidad caída, como un modelo en el que se destacan algunos de los caracteres más despreciables. Habla de los que “tienen los ojos llenos de adulterio, no se sacian de pecar, seducen a las almas inconstantes, tienen el corazón habituado a la codicia, y son hijos de maldición. Han dejado el camino recto, y se han extraviado siguiendo el camino de Balaam hijo de Beor, el cual amó el premio de la maldad, y fue reprendido por su iniquidad; pues una muda bestia de carga, hablando con voz de hombre, refrenó la locura del profeta” (2 Pedro 2:14-16).

Esos pasajes son por sí solos determinantes en cuanto al verdadero carácter y espíritu de Balaam. Su corazón estaba apegado al dinero, amaba “el premio de la maldad”, y su historia ha sido escrita por la pluma del Espíritu Santo como una seria advertencia a todos los que profesan ser cristianos, para que se guarden de la avaricia que también es idolatría. Que el lector considere el cuadro expuesto en Números capítulo 22; estudie sus dos figuras principales: un rey astuto y un profeta codicioso y obstinado. Sin duda, como resultado de ese estudio tendrá un concepto más profundo del mal que hay en la codicia y del gran peligro moral de amar las riquezas de este mundo; pero también de la inmensa dicha del creyente fiel que conserva el temor de Dios ante sus ojos.

El Señor está a favor de su pueblo

Examinemos ahora las maravillosas profecías que pronunció Balaam en presencia de Balac, rey de los moabitas.

Es sumamente interesante asistir a la escena que se desarrolló en los altos de Bamot-baal (cap. 22:41), observar el gran tema en estudio, oír a los que hablan y poder presenciar una escena tan importante. Qué lejos estaba Israel de sospechar lo que pasaba entre Jehová y el enemigo. Quizá murmuraban en sus tiendas en los mismos momentos en que Dios proclamaba su perfección por boca del ávido profeta. Balac quería hacer maldecir a Israel; pero, bendito sea Dios, él no permite que nadie maldiga a su pueblo. Podrá confrontarlo él mismo, en secreto, sobre muchas cosas; pero no consiente que otro hable contra ellos. Podrá tener que censurarlos, pero no permite que otro lo haga.

Ese es un punto de inmenso interés. La gran cuestión no consiste tanto en saber lo que el enemigo pueda pensar del pueblo de Dios, ni lo que este pueblo pueda pensar de sí mismo, o lo que puedan pensar unos de otros; sino que la verdadera e importante cuestión es: ¿Qué piensa Dios de su pueblo? Él sabe exactamente todo lo que le concierne: todo lo que es, lo que ha hecho y lo que hay en él. Todo está enteramente descubierto a su mirada penetrante. Los más íntimos secretos del corazón de la naturaleza humana, de la vida, todo lo conoce. Ni los ángeles, ni los hombres, ni los demonios nos conocen como Dios nos conoce. Él nos conoce perfectamente, y es con él con quien tenemos que ver. Podemos decir triunfalmente como el apóstol:

Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?
(Romanos 8:31).

Dios nos ve, piensa en nosotros, habla de nosotros, y obra en relación con nosotros según lo que ha hecho en nosotros, según la perfección de su obra. Los espectadores pueden ver muchas faltas, pero por lo que respecta a nuestra posición por la fe, nuestro Dios solo nos ve en la belleza de Cristo; somos perfectos “en Cristo Jesús” (Colosenses 1:28). Cuando Dios mira a su pueblo, ve en él su propia obra. Conviene a la gloria de su sagrado nombre y de su salvación que no se pueda descubrir una sola mancha en los que son suyos, a quienes ha hecho suyos en su gracia soberana. Su carácter, su nombre, su gloria y la perfección de su obra, todo ello se manifiesta en la posición de aquellos a quienes él ha atraído hacia sí. He aquí por qué Dios mismo se adelanta para recibir la acusación y responder en cuanto el enemigo o acusador entra en escena; y su respuesta siempre está fundada no en lo que su pueblo es en sí mismo, sino en lo que Dios ha hecho de él, según la perfección de su propia obra. Su gloria va unida a ellos y, al defenderlos, no hace más que mantenerla. Por eso se coloca entre el pueblo y sus acusadores. Su gloria exige que los suyos sean considerados con toda la belleza con la que él los ha revestido. Si el enemigo acude para maldecir y acusar, Dios le responde dando rienda suelta a la eterna satisfacción que siente por los que él ha escogido y ha hecho capaces de habitar en su presencia para siempre.

Todo esto está demostrado de una manera notable en el capítulo 3 del libro del profeta Zacarías. Allí también el enemigo se adelantó para oponerse al representante del pueblo de Dios. ¿Y cómo le respondió el Señor? Pues simplemente purificando, revistiendo y coronando al que Satanás había querido maldecir y acusar. El resultado fue que este último quedó reducido a silencio para siempre. Las vestiduras viles fueron quitadas, y el que era un tizón arrebatado del fuego se convirtió en un sacerdote coronado con la mitra. El que era digno de las llamas del infierno ahora es digno de ir y venir por los atrios de la casa de Dios.

Al leer Cantar de los Cantares vemos lo mismo. El Esposo, contemplando a la esposa, le dice: “Toda tú eres hermosa, amiga mía, y en ti no hay mancha” (cap. 4:7). Al hablar de sí misma, ella no puede menos que exclamar: “Morena soy” (cap. 1:5-6). Igualmente, en Juan 13, el Señor Jesús mira a sus discípulos y les dice: “Vosotros limpios estáis” (v. 10), aunque algunas horas después uno de ellos había de negarle y jurar que no lo conocía; así de grande es la diferencia entre lo que somos en nosotros mismos y lo que somos en Cristo, entre nuestra posición verdadera y nuestro estado variable.

Esta gloriosa verdad acerca de la perfección en nuestra posición, ¿debe hacernos descuidados en nuestra vida práctica? ¡Ni pensarlo siquiera! El conocimiento de nuestra posición, absolutamente establecida y perfecta en Cristo, es el propio instrumento del que el Espíritu Santo se sirve para motivarnos a la perfección práctica. Oigamos las poderosas palabras del apóstol inspirado: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria. Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros” (Colosenses 3:1-5). Nunca debemos medir nuestra posición por nuestro estado, sino, al revés, juzgar nuestro estado por medio de nuestra posición. Rebajar la posición a causa del estado es dar el golpe de muerte a cualquier progreso en el cristianismo práctico.

Israel visto desde “la cumbre de las peñas”

Esta verdad se ve claramente demostrada en los cuatro discursos de Balaam. Nunca habríamos tenido esa gloriosa noción de Israel, según “la visión del Omnipotente” (cap. 24:4, 16), desde “la cumbre de las peñas” (cap. 23:9), por el “varón de ojos abiertos” (cap. 24:3), si Balac no hubiera procurado maldecirlo. Dios, bendito sea su nombre, puede abrir rápidamente los ojos de un hombre al verdadero estado de las cosas que se relacionan con la posición de su pueblo y con el juicio que ejerce sobre él. Él reivindica el privilegio de exponer sus pensamientos respecto a ellos. Balac y Balaam, con “todos los príncipes de Moab” (cap. 23:6), podían juntarse para maldecir y desafiar a Israel; podían levantar “siete altares” y ofrecer “un becerro y un carnero en cada altar” (cap. 23:2), la plata y el oro de Balac podían brillar ante las ávidas miradas del falso profeta; pero todos los esfuerzos de la tierra y del infierno, de los hombres y de los demonios, no lograrían el menor aliento de maldición o de acusación contra el Israel de Dios. Para el enemigo hubiera sido tan inútil intentar descubrir un defecto en la bella creación que Dios declaró buena, como lanzar una acusación contra los rescatados de Jehová. Ellos brillan con toda la belleza con la que él les ha revestido, y para verlo así, solo tenemos que subir a la “cumbre de las peñas”, tener “los ojos abiertos” y mirarlos según el punto de vista de Dios, es decir, con “la visión del Omnipotente”.

Tras esta ojeada general al contenido de estos notables capítulos, vamos a recorrer rápidamente cada uno de los cuatro discursos. En cada uno de ellos encontramos un punto principal, un rasgo distintivo del carácter y la condición de este pueblo visto con “la visión del Omnipotente”.

El primer oráculo de Balaam

En el primero de los discursos de Balaam se ve la marcada separación del pueblo de Dios de las demás naciones: “¿Por qué maldeciré yo al que Dios no maldijo? ¿Y por qué he de execrar al que Jehová no ha execrado? Porque de la cumbre de las peñas lo veré, y desde los collados lo miraré; he aquí un pueblo que habitará confiado (o solo), y no será contado entre las naciones. ¿Quién contará el polvo de Jacob, o el número de la cuarta parte de Israel? Muera yo la muerte de los rectos, y mi postrimería sea como la suya”1  (cap. 23:8-10).

Aquí tenemos a Israel escogido y puesto aparte para ser un pueblo especial, que según el pensamiento de Dios nunca debía, en ningún momento ni por ninguna razón, mezclarse con las demás naciones o ser contado entre ellas. “El pueblo habitará solo”; esto es claro y enfático. Es literalmente cierto en cuanto a la simiente de Abraham y en todos los creyentes de la actualidad. De este gran principio se desprenden inmensos resultados prácticos. El pueblo de Dios debe estar separado para Dios; no porque sea mejor que los demás, sino debido a lo que Dios es y a lo que quiere que sea su pueblo. No nos extenderemos más en este tema; el lector hará bien en estudiarlo a la luz de la palabra divina: Ese pueblo “habitará confiado (o solo), y no será contado entre las naciones” (cap. 23:9).

Pero si al Señor le place, en su gracia soberana, unirse a un pueblo, si lo llama a ser un pueblo separado, a vivir solo en el mundo, y a brillar para él en medio de los que todavía viven “en tinieblas y sombra de muerte”, es necesario que ese pueblo esté en un estado que agrade a Dios. Él hará que sea tal como él quiere, a fin de que sea para alabanza de su grande y glorioso nombre. Por eso, en su segundo discurso, el profeta expone no solamente el estado negativo, sino también el estado positivo del pueblo: “Entonces él tomó su parábola (oráculo) y dijo: Balac, levántate y oye; escucha mis palabras, hijo de Zipor: Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta. Él dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará? He aquí, he recibido orden de bendecir; él dio bendición, y no podré revocarla. No ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel. Jehová su Dios está con él, y júbilo de rey en él. Dios los ha sacado de Egipto; (Israel) tiene fuerzas como de búfalo. Porque contra Jacob no hay agüero, ni adivinación contra Israel. Como ahora, será dicho de Jacob y de Israel: ¡Lo que ha hecho Dios! (No lo que ha hecho Israel). He aquí el pueblo que como león se levantará, y como león se erguirá; no se echará hasta que devore la presa, y beba la sangre de los muertos” (cap. 23:18-24).

Aquí estamos en un terreno verdaderamente elevado, e igualmente sólido. Es en verdad la “cumbre de las peñas”, el aire puro y la vasta extensión de las colinas, donde el pueblo de Dios puede ser visto con “la visión del Omnipotente”, visto como él lo ve, sin mancha, sin arruga ni cosa semejante, con todas sus deformidades ocultas a la vista, revestido de la belleza de Dios. En ese sublime oráculo, la bendición y la seguridad de Israel dependen, no de ellos mismos, sino de la veracidad y la fidelidad de Jehová. “Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta”. Esto coloca a Israel en un terreno firme. Dios debe ser veraz consigo mismo. ¿Existe algún poder que pueda impedirle cumplir su palabra y su juramento? Seguro que no. “Él dio bendición, y no podré revocarla”. Dios no quiere, y Satanás no puede revocar la bendición.

  • 1¡Pobre Balaam! ¡Hombre miserable! Deseaba morir como los hombres justos (acerca de su muerte, léase 31:8). Hay muchos que desean lo mismo, pero olvidan que para “morir como los rectos” se necesita poseer y demostrar la vida de los hombres rectos. Muchos quisieran morir como los justos, sin tener su vida. También hay muchos que quisieran estar en posesión de la plata y del oro de Balac, sin dejar por eso de estar inscritos en el registro del Israel de Dios. ¡Inútil pensamiento, fatal ilusión! No podemos “servir a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24).

El segundo oráculo de Balaam

De este modo todo ha terminado, está resuelto y asegurado. En su primer oráculo, el caso era: “Dios no maldijo” (cap. 23:8). En este es: “Él bendijo”. Hay un progreso evidente. En tanto que Balac lleva al profeta avaricioso de sitio en sitio, Jehová aprovecha eso para descubrir nuevos rasgos de belleza en su pueblo y nuevos puntos de seguridad en su posición. De este modo no solo muestra que es un pueblo separado, sino también un pueblo justificado, que tiene a Jehová su Dios con él, y oye un cántico de triunfo real en medio de él. “No ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel” (cap. 23:21). El enemigo puede decir, con todo, que hay iniquidad y perversidad en él. Sí, pero ¿quién hará que Dios las note, si a él le agradó cubrirlas como con espesa nube por amor de su nombre? Si él las ha echado tras sus espaldas ¿quién podrá traerlas a su presencia? Si Dios es el que justifica, ¿quién condenará? Dios ve a su pueblo tan liberado de todo lo que pueda condenarle que establece su morada en medio de él y oye su voz. Podemos, pues, exclamar con razón: “¡Lo que ha hecho Dios!” (cap. 23:23), y no «lo que ha hecho Israel». Balac y Balaam hubieran encontrado bastantes motivos de maldición si se hubiese tratado de la conducta de Israel. Pero alabado sea el Señor porque su pueblo subsiste gracias a lo que Dios ha hecho. Este fundamento sobre el que descansa es tan inconmovible como el trono de Dios. “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31). Si Dios permanece entre nosotros y nuestros enemigos, ¿qué hemos de temer? Si él emprende la acción para responder a nuestro favor a todo acusador, entonces lo que nos corresponde es una paz perfecta.

El tercer oráculo de Balaam

No obstante, el rey de Moab todavía esperaba y trataba de alcanzar su objetivo. Balaam también lo intentaba, sin duda, ya que se habían aliado contra el Israel de Dios, como la bestia y el falso profeta (Apocalipsis 13) deben levantarse y desempeñar un papel terrible en el futuro de Israel.

“Cuando vio Balaam que parecía bien a Jehová que él bendijese a Israel, no fue, como la primera y segunda vez, en busca de agüero (¡qué terrible descubrimiento!), sino que puso su rostro hacia el desierto; y alzando sus ojos, vio a Israel alojado por sus tribus; y el Espíritu de Dios vino sobre él. Entonces tomó su parábola (oráculo), y dijo: Dijo Balaam hijo de Beor, y dijo el varón de ojos abiertos; dijo el que oyó los dichos de Dios, el que vio la visión del Omnipotente; caído, pero abiertos los ojos: ¡Cuán hermosas son tus tiendas, oh Jacob, tus habitaciones, oh Israel! Como arroyos están extendidas, como huertos junto al río, como áloes plantados por Jehová, como cedros junto a las aguas. De sus manos destilarán aguas, y su descendencia será en muchas aguas; enaltecerá su rey más que Agag, y su reino será engrandecido. Dios lo sacó de Egipto; tiene fuerzas como de búfalo. Devorará a las naciones enemigas (terrible advertencia para Balac), desmenuzará sus huesos, y las traspasará con sus saetas. Se encorvará para echarse como león, y como leona; ¿quién lo despertará? Benditos los que te bendijeren, y malditos los que te maldijeren” (cap. 24:1-9).

«Más arriba, cada vez más arriba», esa parece ser aquí la divisa de Dios. Bien podríamos exclamar: «¡Maravilloso!», a medida que vamos elevándonos hacia la “cumbre de las peñas” y escuchamos las brillantes palabras que el falso profeta se veía obligado a pronunciar. Todo iba cada vez mejor para Israel y de mal en peor para Balac. Este tuvo que estar presente y escuchar no solo la bendición de Israel, sino también su propia maldición por haber deseado maldecir a Israel.

¡Qué rica gracia brilla en este tercer oráculo! “¡Cuán hermosas son tus tiendas, oh Jacob, tus habitaciones, oh Israel!” Si alguien hubiera descendido para examinar esas tiendas, esas habitaciones según “la visión” del hombre, podrían haberle parecido negras “como las tiendas de Cedar” (Cantares 1:5). Pero, vistas con la “visión del Omnipotente”, eran “hermosas”; y el que no las viera así tenía necesidad de abrir “los ojos”. Si miro a los hijos de Dios desde la “cumbre de las peñas”, los veré tal como Dios los ve, es decir, revestidos de la belleza de Cristo, perfectos en él, aceptos en el Amado. Esto es lo que me permitirá andar con ellos, tener comunión con ellos, pasar por alto sus manchas, sus defectos, sus caídas y sus flaquezas1 . Si no los contemplo desde ese elevado sitio, desde ese terreno divino, mis ojos descubrirán sin duda algún defecto, alguna miseria, lo que perturbará mi comunión o perjudicará al amor.

Por lo que corresponde a Israel, en el capítulo siguiente veremos en qué terrible mal cayó. ¿Cambió esto el juicio de Jehová? Por supuesto que no. No “es hijo de hombre para que se arrepienta” (cap. 23:19). Los juzgaba y los castigaba por sus pecados, porque Dios es santo y jamás puede tolerar en su pueblo ninguna cosa contraria a Su naturaleza; pero nunca podía revocar la apreciación que había hecho. Conocía todo lo que se relacionaba con Israel; sabía lo que eran y lo que harían; y, no obstante, había dicho:

No ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel
(cap. 23:21).

“¡Cuán hermosas son tus tiendas, oh Jacob, tus habitaciones, oh Israel!” (cap. 24:5). ¿Era esto hacer poco caso de sus pecados? Solo el pensarlo sería una blasfemia. Podía castigarlos por sus pecados, pero, en cuanto se presenta un enemigo para maldecirlos o acusarlos, se pone por delante y dice: “No he notado iniquidad… ¡Cuán hermosas son tus tiendas!”.

Lector, ¿cree usted que esa manera de considerar la gracia puede conducir a un espíritu de contradicción, que nos lleve a despreciar la ley moral? ¡No lo pensamos siquiera! Podemos estar seguros de que jamás estaremos más alejados de ese terrible mal que cuando respiramos los aires puros y santos de “la cumbre de las peñas” (cap. 23:9), ese terreno elevado desde el que el pueblo de Dios es considerado, no según lo que es en sí mismo, sino según lo que es en Cristo; no según los pensamientos del hombre, sino según los de Dios. Además, la única manera verdadera y eficaz de elevar el nivel de la conducta moral consiste en permanecer fieles a esta verdad tan preciosa y tranquilizadora: Dios nos ve perfectos en Cristo.

No solo las tiendas de Israel eran bellas a los ojos de Jehová, sino que el pueblo mismo se nos presenta aprovechando las antiguas fuentes de la gracia y del ministerio viviente que están en Dios. “Como arroyos están extendidas, como huertos junto al río, como áloes plantados por Jehová, como cedros junto a las aguas” (cap. 24:6). ¡Qué exquisito y hermoso! ¡Y pensar que esas sublimes revelaciones se las debamos a la impía asociación de Balac y Balaam!

Pero aun hay más. No solo se ve a Israel bebiendo de las fuentes eternas de gracia y de salvación; sino que, como ha de suceder siempre, se le ve convertido en canal conductor de bendición para otros. “De sus manos destilarán aguas” (v. 7). El designio de Dios determinado es que las doce tribus de Israel sean también un rico centro de bendición para todos los confines de la tierra. Esto es lo que se nos enseña en Ezequiel 47 y en Zacarías 14, capítulos que desarrollan la belleza de estos admirables oráculos. El lector puede meditar con gran provecho espiritual estos pasajes y otros análogos; pero tenga mucho cuidado del falsamente llamado «sistema espiritualizante» que en realidad consiste sobre todo en aplicar a la Iglesia profesante todas las bendiciones especiales del pueblo de Israel, para no dejarle a este más que las maldiciones de la ley quebrantada. Podemos estar seguros de que Dios no aprueba un sistema como este. Israel es amado a causa de los padres; e “irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Romanos 11:29).

  • 1Esta afirmación no se relaciona, en absoluto, con la cuestión de la disciplina en la casa de Dios. Estamos obligados a juzgar el mal moral y los errores doctrinales (1 Corintios 5:12-13).

El cuarto y último oráculo de Balaam

Terminaremos este capítulo con un rápido examen del último oráculo de Balaam. Cuando Balac oyó el brillante testimonio acerca del porvenir de Israel y la destrucción de todos sus enemigos, se enojó extremadamente. “Entonces se encendió la ira de Balac contra Balaam, y batiendo sus manos le dijo: Para maldecir a mis enemigos te he llamado, y he aquí los has bendecido ya tres veces. Ahora huye a tu lugar; yo dije que te honraría, mas he aquí que Jehová te ha privado de honra. Y Balaam le respondió: ¿No lo declaré yo también a tus mensajeros que me enviaste, diciendo: Si Balac me diese su casa llena de plata y oro (lo que su pobre corazón buscaba con ahínco), yo no podré traspasar el dicho de Jehová para hacer cosa buena ni mala de mi arbitrio, mas lo que hable Jehová, eso diré yo? He aquí, yo me voy ahora a mi pueblo; por tanto, ven, te indicaré lo que este pueblo ha de hacer a tu pueblo en los postreros días (esto era tocar el fondo de la cuestión). Y tomó su parábola (oráculo), y dijo: Dijo Balaam hijo de Beor, dijo el varón de ojos abiertos; dijo el que oyó los dichos de Jehová, y el que sabe la ciencia del Altísimo, el que vio la visión del Omnipotente; caído, pero abiertos los ojos: Lo veré, mas no ahora; lo miraré, mas no de cerca (terrible hecho para Balaam); saldrá Estrella de Jacob, y se levantará cetro de Israel, y herirá las sienes de Moab, y destruirá a todos los hijos de Set” (cap. 24:10-17). Esto completa perfectamente el tema de todas estas visiones. La piedra clave remata este magnífico edificio.

Se trata verdaderamente de la gracia y la gloria. En la primera visión vemos la absoluta separación del pueblo; en el segundo, su perfecta justificación; en el tercero, su belleza y exuberancia morales; y por último, en el cuarto, llegamos a la misma cumbre de los collados, a la más alta cima de las peñas, y contemplamos vastas llanuras de gloria desplegándose a lo lejos en un dilatado futuro sin límites. Distinguimos al León de la tribu de Judá agazapándose, lo oímos rugir, lo vemos apoderarse de todos sus enemigos y aniquilarlos. La Estrella de Jacob se levanta para no ponerse más. El verdadero David asciende al trono de su Padre. Israel domina la tierra, y todos sus enemigos son cubiertos de vergüenza y eterno desprecio.

Es imposible concebir algo más magnífico que esos oráculos, y son aún más notables porque son pronunciados al final del camino de Israel en el desierto, durante el que habían dado muchas pruebas de lo que eran, de qué materia estaban hechos y de cuáles eran sus facultades e inclinaciones. Pero Dios está por encima de todo y nada puede cambiar su afecto. A los que ama, los ama hasta el final; y es por esto que la alianza final entre la bestia y el falso profeta está llamada a fracasar. Israel, bendecido por Dios, no debía ser maldecido por nadie. “Entonces se levantó Balaam y se fue, y volvió a su lugar; y también Balac se fue por su camino” (cap. 24:25).