Estudio sobre el libro de los Números

Números 6

El nazareato

Habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles: El hombre o la mujer que se apartare haciendo voto de nazareo, para dedicarse a Jehová, se abstendrá de vino y de sidra; no beberá vinagre de vino, ni vinagre de sidra, ni beberá ningún licor de uvas, ni tampoco comerá uvas frescas ni secas.

Todo el tiempo de su nazareato, de todo lo que se hace de la vid, desde los granillos hasta el hollejo, no comerá. Todo el tiempo del voto de su nazareato no pasará navaja sobre su cabeza; hasta que sean cumplidos los días de su apartamiento a Jehová, será santo; dejará crecer su cabello.

Todo el tiempo que se aparte para Jehová, no se acercará a persona muerta. Ni aun por su padre ni por su madre, ni por su hermano ni por su hermana, podrá contaminarse cuando mueran; porque la consagración de su Dios tiene sobre su cabeza. Todo el tiempo de su nazareato, será santo para Jehová” (v. 1-8).

La ordenanza del nazareato está llena de interés y de instrucción práctica. En ella vemos el caso del que se apartaba rigurosamente de las cosas que, aun no siendo malas por sí mismas, tendían a perjudicar la entera consagración del corazón que se manifestaba en el nazareato verdadero.

1. No tocar nada de lo que la vid produce

En primer lugar, el nazareo no debía beber vino. El fruto de la vid, bajo cualquier forma, le estaba prohibido. El vino, como lo sabemos, es el símbolo natural de la alegría terrestre, la expresión del goce social al que el corazón humano está inclinado a entregarse. El nazareo debía abstenerse cuidadosamente de él en el desierto. Para él era una ordenanza literal. No debía excitar la naturaleza con bebidas fuertes. Durante los días de su separación debía observar la más severa abstinencia de vino y de cualquier fruto o cosa que proviene de la vid. Tal era el tipo, escrito para nuestra instrucción, en ese maravilloso libro de los Números, tan rico en enseñanzas para el desierto. Es, además, lo que teníamos que encontrar en él. La sorprendente institución del nazareato encuentra su lugar natural en el libro de los Números. Está en perfecta armonía con el carácter de ese libro, el que contiene, como ya hemos visto, todo lo concerniente a la vida en el desierto.

Investiguemos, pues, qué lección se nos enseña en la abstención del nazareo de todo lo que pertenecía a la vid, desde los granillos hasta el hollejo.

a) Jesús, el perfecto Nazareo

En este mundo no ha habido más que un solo Nazareo verdadero y perfecto, Aquel que de principio a fin observó el más completo apartamiento de todo goce terrenal. Asimismo, desde el momento en que entró en su obra pública, se mantuvo separado de todo cuanto era de este mundo. Su corazón se entregaba a Dios y a su obra con una abnegación que nada ni nadie podía alterar. Jamás permitió, ni por un instante, que las pretensiones del mundo o de la naturaleza humana se interpusieran entre su corazón y la obra que había venido a cumplir. “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (Lucas 2:49). Y también: “¿Qué tienes conmigo, mujer?” (Juan 2:4). Con semejantes palabras, el verdadero Nazareo no buscaba satisfacer los derechos de la naturaleza. Tenía una cosa que hacer, y para ello él mismo se separaba de todo lo demás. Su ojo era sencillo y su corazón no estaba dividido. Esto se ve de un extremo a otro de su vida. Podía decir a sus discípulos: “Yo tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis”, y cuando estos, no comprendiendo el profundo significado de esas palabras, decían: “¿Le habrá traído alguien de comer?”. Él respondió:

Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra
(Juan 4:32-34).

Por eso, al final de su carrera aquí en la tierra, le oímos pronunciar palabras como estas, al tomar en su mano la copa de la Pascua: “Tomad esto, y repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta que el reino de Dios venga” (Lucas 22:17-18).

Así vemos cómo el perfecto Nazareo se conducía en todo. No podía tener ningún goce en la tierra, ningún goce en la nación de Israel. Todavía no era tiempo para ello y, por consiguiente, se desprendía de todo lo que el afecto puramente humano podía hallar en los suyos, a fin de dedicarse al único objetivo que siempre tuvo en su vida aquí en la tierra: hacer la voluntad de su Padre. Ya vendrá el día en el que, como Mesías, se regocijará en su pueblo y en la tierra; pero, hasta que llegue ese bendito momento, Jesús se mantiene aparte como el verdadero Nazareo, y su pueblo con él. “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (Juan 17:16-19).

Lector cristiano, estudiemos seriamente ese primer gran rasgo del carácter del nazareo. Es importante que nos examinemos fielmente a su luz. Es preciso saber hasta qué punto, como cristianos, comprendemos realmente el sentido y el poder de esta separación de toda excitación de la naturaleza humana y de todo goce puramente terrestre. Quizá se diga: ¿Qué mal hay en un poco de recreo y de diversión? No somos llamados a ser monjes. ¿No nos ha dado Dios abundantemente de todo para disfrutarlo? Y mientras estemos en el mundo, ¿no debemos gozar de ello?

A todo ello respondemos: Aquí no se trata de que tal o cual cosa sea mala. Ningún mal había, por regla general, en el uso del vino; no había nada malo en sí en el fruto de la vid. Pero la verdadera cuestión era que si alguien se proponía ser nazareo, si aspiraba a esta santa separación para el Señor, debía abstenerse por completo del uso del vino y de cualquier fruto o cosa que proviene de la vid, como también de las bebidas embriagadoras.

b) ¿Cómo tener hoy el carácter del nazareo?

La cuestión para nosotros es esta: ¿Aspiramos a ser nazareos? ¿Anhelamos una separación completa y una dedicación de cuerpo, alma y espíritu a Dios? Si es así, es menester que nos mantengamos separados de todas las cosas en las cuales la naturaleza encuentra sus satisfacciones. Sobre esta verdad descansa toda la cuestión. No se trata de preguntar: ¿Hemos de convertirnos en monjes?, sino: ¿Sentimos el deseo de ser nazareos? ¿El deseo de nuestro corazón es ser como Cristo nuestro Señor, apartados de todo goce puramente terrenal, separados para Dios de todas las cosas que, sin ser malas en sí, tienden a impedir esa entera consagración del corazón, verdadero secreto de todo nazareato espiritual? ¿No sabe el lector cristiano que, en realidad, existen muchas cosas semejantes? Un sin número de ellas ejercen una influencia que distrae y debilita su espíritu, y sin embargo, medidas con la moral de este siglo, podrían pasar por inocentes.

Debemos recordar que los nazareos de Dios no miden las cosas por esa regla. Su moral no es en ningún modo la usual. Miran las cosas desde un punto de vista celestial y divino, por consiguiente, no pueden considerar como inocente lo que de alguna manera tiende a desvirtuar ese elevado carácter de consagración a Dios, tan ardientemente deseado por sus almas.

Que Dios nos conceda la gracia de considerar estas cosas y mantenernos en guardia contra toda idea corruptora. Cada uno debe conocer lo que, en su caso, es para él como el vino o las bebidas fuertes. Tal vez parecerá una menudencia; pero podemos estar seguros de que nada de lo que interrumpe el curso de nuestra comunión con Dios y nos priva de esa santa intimidad, cuyo goce es nuestro privilegio, sea insignificante.

2. No rasurarse la cabeza

Había otra cosa que caracterizaba al nazareo. No debía rasurarse la cabeza. “Todo el tiempo del voto de su nazareato no pasará navaja sobre su cabeza; hasta que sean cumplidos los días de su apartamiento a Jehová, será santo; dejará crecer su cabello” (v. 5).

En 1 Corintios 11:14 vemos que el cabello largo es considerado en el hombre como una falta de dignidad. “La naturaleza misma ¿no os enseña que al varón le es deshonroso dejarse crecer el cabello?”. Esto nos demuestra que, si realmente deseamos vivir una vida de separación para Dios, debemos estar dispuestos a renunciar a nuestra dignidad natural. Nuestro Señor Jesucristo lo hizo de un modo perfecto. Se humilló a sí mismo. Renunció a sus derechos en todo. Podía decir: “Yo soy gusano, y no hombre” (Salmo 22:6). Se despojó a sí mismo y tomó voluntariamente el lugar más humilde. No cuidó de sí para atender a otros. Su nazareato fue perfecto en todo.

Y esto es precisamente lo que a nosotros no nos gusta mucho. Defendemos naturalmente nuestra dignidad y nuestros derechos, lo que se considera como una acción varonil. Pero el Hombre perfecto no lo hizo jamás; y si aspiramos a ser nazareos, tampoco lo haremos. Debemos renunciar a las dignidades naturales y desistir de los goces terrenales si queremos andar en un camino de completa separación para Dios. Muy pronto esas dos cosas irán juntas, aun no es la hora.

Notemos una vez más que la cuestión no es saber si tal o cual cosa es lícita o no. Por regla general, el hombre debía cortarse el cabello; pero, para un nazareo, eso no era correcto, e incluso era un acto completamente malo. Aquí está toda la diferencia. Para un hombre común estaba bien rasurarse y beber vino, pero el nazareo no era un hombre común; estaba separado de todo lo que era ordinario a fin de poder andar por un camino especial. Si hubiera usado la navaja o probado el vino, lo hubiera abandonado todo. Por consiguiente, si alguien preguntara: ¿No está bien disfrutar de los placeres de la tierra y mantener la dignidad de nuestra naturaleza?, responderemos: Está bien si nos proponemos andar como los hombres; pero está mal, o es absolutamente funesto, si deseamos andar como nazareos.

Esto simplifica admirablemente las cosas, responde a múltiples cuestiones y resuelve mil dificultades. Es inútil ser meticulosos acerca del mal que puede haber en tal o cual cosa. La cuestión es: ¿Cuáles son nuestros fines y verdaderos propósitos? ¿Deseamos comportarnos simplemente como los hombres, o nos proponemos vivir como verdaderos nazareos? Según el lenguaje de 1 Corintios 3:3, las expresiones: andar “como hombres” y ser “carnales” son sinónimas. ¿Comprendemos su sentido, sentimos todos sus efectos? ¿O bien, somos dirigidos por el espíritu de los hombres de un mundo sin Dios y sin Cristo? No es útil emplear el tiempo discutiendo puntos que no se plantearían si nuestras almas estuvieran en una buena condición moral y una buena actitud espiritual. Sin duda, para los hombres de este mundo es perfectamente legítimo y natural gozar de todo lo que este puede ofrecerles, y mantener a toda costa sus derechos y sus dignidades. Sería infantil discutir esto. Pero, por otra parte, lo que es legítimo y natural para los hombres de este mundo, es malo, contranatural e inconsecuente para los nazareos de Dios. Tal es el estado de la cuestión si nos dejamos guiar por la sencilla verdad de Dios. En el capítulo 6 de Números vemos que si un nazareo bebía vino o rasuraba su cabello, volvía impura la cabeza de su nazareato. ¿No tiene esto un eco y una lección para nosotros? Seguro que sí. Nos enseña que, si nuestras almas desean continuar andando con una entera consagración a Dios, debemos abstenernos de los goces de la tierra y renunciar a las dignidades y derechos de la naturaleza. Es preciso que sea así ya que Dios y el mundo, la carne y el Espíritu no pueden conciliarse. Tiempo vendrá en que será diferente, pero ahora todos los que quieren vivir para Dios y andar en el espíritu deben vivir separados del mundo y mortificar la carne. ¡Que Dios, en su gran misericordia, nos haga capaces de hacerlo!

3. No tocar un cuerpo muerto

Nos falta mencionar otro rasgo particular del nazareo. No debía tocar un cuerpo muerto. “Todo el tiempo que se aparte para Jehová, no se acercará a persona muerta. Ni aun por su padre ni por su madre, ni por su hermano ni por su hermana, podrá contaminarse cuando mueran; porque la consagración de su Dios tiene sobre su cabeza” (v. 6-7).

De modo que, sea que bebiese vino, se rasurara la cabeza o tocase a un muerto, el efecto era el mismo: cada una de esas cosas acarreaba mancha sobre su nazareato. Por eso es evidente que beber vino o afeitarse la cabeza manchaba al nazareo de igual manera que tocar un muerto. Nosotros somos propensos a establecer distinciones que no resistirían ni un solo instante la luz de la presencia divina. Una vez que la consagración a Dios reposaba sobre la cabeza de alguien, este importante hecho se convertía en la regla y la medida de toda moralidad. Colocaba al individuo en un terreno enteramente nuevo y especial, y le imponía el deber de considerar todas las cosas desde el mismo punto de vista de Dios. Ya no debía preguntar lo que le convenía como hombre, sino lo que le interesaba como nazareo. Por consiguiente, si su más querido amigo caía muerto a su lado, no debía tocarlo. Debía mantenerse apartado de la influencia impura de la muerte, y todo ello porque la

consagración de su Dios tiene sobre su cabeza.

En todo este asunto del nazareato es preciso que el lector comprenda que aquí no se trata de la salvación del alma, de la vida eterna o de la perfecta seguridad del creyente en Cristo. Si no se capta claramente esta distinción, el espíritu puede sumergirse en la perplejidad y en las tinieblas. En el cristianismo hay dos grandes anillos que, aunque están íntimamente unidos, son enteramente distintos, a saber: el de la vida eterna y el de la comunión personal. El primero no puede ser roto por cosa alguna, sea cual fuere; el segundo puede romperse en un momento por la cosa más insignificante. El segundo de esos anillos es al que se refiere la doctrina del nazareato.

En la persona del nazareo vemos un símbolo del que entra en una particular dedicación o consagración a Cristo. El poder para proseguir en ese sendero depende de una secreta comunión con Dios, de manera que, si la comunión se interrumpe, el poder cesa. Esto da al asunto una seriedad especial. Hay gran peligro en querer seguir un camino cuando falta lo que constituye la fuente del poder para hacerlo. Esto es desagradable y exige una gran atención. Hemos examinado brevemente las diversas cosas que tienden a interrumpir la comunión del nazareo, pero sería del todo imposible describir con palabras el efecto moral de las tentativas que se hacen para conservar la apariencia del nazareato cuando la realidad interna ha desaparecido. Esto es muy peligroso. Vale infinitamente más confesar nuestra caída y colocarnos en nuestro verdadero lugar, que mantener una apariencia falsa. Dios quiere la realidad; podemos estar convencidos de que, tarde o temprano, nuestra debilidad y locura serán manifestadas. Es muy deplorable y humillante que los nobles que “fueron más puros que la nieve” vengan a ser más oscuros “que la negrura en su aspecto” (Lamentaciones 4:7-8); pero aun es peor que los que se han vuelto oscuros tengan la pretensión de ser claros.

El caso de Sansón

Consideremos el grave caso de Sansón, descrito en el capítulo 16 de Jueces. En un momento funesto traicionó su secreto y perdió su fuerza, aun sin saberlo. Pero el enemigo lo supo enseguida y pronto se hizo manifiesto a todos que el nazareo había mancillado la cabeza de su nazareato. “Y aconteció que, presionándole ella cada día con sus palabras e importunándole, su alma fue reducida a mortal angustia. Le descubrió, pues, todo su corazón, y le dijo: Nunca a mi cabeza llegó navaja; porque soy nazareo de Dios desde el vientre de mi madre. Si fuere rapado, mi fuerza se apartará de mí, y me debilitaré y seré como todos los hombres” (v. 16-17).

Lamentablemente, esta era la revelación del íntimo y santo secreto de todo su poder. Hasta entonces su camino había sido un camino de fuerza y victoria, simplemente porque había sido el de un nazareato santo. Pero el corazón de Sansón fue vencido por las seducciones de Dalila. Lo que mil filisteos no habían podido lograr, lo hizo la influencia seductora de una mujer. Sansón cayó de la alta posición del nazareato al nivel de un hombre ordinario.

“Viendo Dalila que él le había descubierto todo su corazón, envió a llamar a los principales de los filisteos, diciendo: Venid esta vez, porque él me ha descubierto todo su corazón. Y los principales de los filisteos vinieron a ella, trayendo en su mano el dinero. Y ella hizo que él se durmiese sobre sus rodillas (¡ay! qué sueño fatal para un nazareo), y llamó a un hombre, quien le rapó las siete guedejas de su cabeza; y ella comenzó a afligirlo, pues su fuerza se apartó de él. Y le dijo: ¡Sansón, los filisteos sobre ti! Y luego que despertó él de su sueño, se dijo: Esta vez saldré como las otras y me escaparé. Pero él no sabía que Jehová ya se había apartado de él. Mas los filisteos le echaron mano, y le sacaron los ojos, y le llevaron a Gaza; y le ataron con cadenas para que moliese en la cárcel” (Jueces 16:18-21).

¡Qué cuadro más solemne! ¡Y qué advertencias contiene! ¡Qué triste espectáculo ofrecía Sansón levantándose para escapar de manos de los filisteos “como” las otras veces! Pero, desgraciadamente, el “como” estaba fuera de lugar. Él podía luchar para zafarse de sus manos, sin embargo, ya no era “como” las otras veces, pues la fuerza había desaparecido; Dios se había apartado de él; el nazareo, poco tiempo antes poderoso, se convirtió en un prisionero ciego quien, en vez de triunfar sobre los filisteos, tuvo que dar vueltas al molino de la cárcel. He aquí lo que acontece cuando se cede a la vieja naturaleza. Sansón jamás recobró la libertad. Le fue permitido, por misericordia de Dios, alcanzar una victoria más sobre los incircuncisos, pero le costó la vida. Los nazareos de Dios deben mantenerse puros, de lo contrario, pierden su poder. Para ellos el poder y la pureza son inseparables. No pueden avanzar si no tienen santidad interior; de ahí la urgente necesidad de estar siempre alertas contra las diversas cosas que tienden a arrastrar al corazón, a distraer el espíritu y a rebajar el grado de espiritualidad. Jamás perdamos de vista estas palabras: “Todo el tiempo de su nazareato, será santo para Jehová”. La santidad es el carácter importante e indispensable de todos los días del nazareato, de manera que una vez perdida la santidad, el nazareato está cercano a su fin.

¿Qué hay que hacer en tal caso?, podría preguntarse. La Escritura nos da la respuesta. “Si alguno muriere súbitamente junto a él, su cabeza consagrada será contaminada; por tanto, el día de su purificación raerá su cabeza; al séptimo día la raerá. Y el día octavo traerá dos tórtolas o dos palominos al sacerdote, a la puerta del tabernáculo de reunión. Y el sacerdote ofrecerá el uno en expiación, y el otro en holocausto; y hará expiación de lo que pecó a causa del muerto, y santificará su cabeza en aquel día. Y consagrará para Jehová los días de su nazareato, y traerá un cordero de un año en expiación por la culpa; y los días primeros serán anulados, por cuanto fue contaminado su nazareato” (Números 6:9-12).

Aquí encontramos la expiación en sus dos grandes aspectos, como el único principio según el que el nazareo podía encontrar de nuevo la comunión. Se había contaminado y solo podía ser limpiado por la sangre del sacrificio. Podríamos tratar con ligereza el hecho de tocar un cuerpo muerto, especialmente en tales circunstancias, y decir: ¿Cómo hubiera podido evitar el contacto con una persona muerta, si esta había caído a su lado? La respuesta es a la vez sencilla y grave. Los nazareos de Dios deben conservar su pureza personal; además, la medida por la que esa pureza debe regularse no es humana, sino divina. El simple contacto con la muerte era suficiente para romper los lazos de la comunión. Si el nazareo hubiese querido continuar como si nada hubiese ocurrido, habría desobedecido los mandamientos de Dios y habría atraído sobre sí un severo juicio.

Los primeros días anulados

Pero, bendito sea Dios, la gracia había previsto este problema. Estaba el holocausto, tipo de la muerte de Cristo con relación a Dios. Estaba el sacrificio por el pecado, tipo de la misma muerte con relación a nosotros. Estaba aun el sacrificio para expiación por la culpa, tipo de la muerte de Cristo en su aplicación no solo a la raíz o principio del mal en la carne, sino también al pecado cometido. En otras palabras, se necesitaba toda la eficacia de la muerte de Cristo para quitar la mancha causada por el simple contacto con un cuerpo muerto. Esto es muy serio. El pecado es algo extremadamente odioso a los ojos de Dios. Un solo pensamiento, una mirada, una palabra que sean culpables bastan para traer sobre el alma una oscura nube que oculte de nuestra vista la claridad del rostro de Dios y nos suma en una angustia y miseria profundas. Guardémonos, pues, de tratar el pecado con ligereza. Recordemos que, para borrar una sola mancha de la culpabilidad del pecado, aun la más pequeña, el Señor Jesucristo debió pasar por todos los indescriptibles horrores del calvario. El lamento terriblemente amargo:

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
(Mateo 27:46; Marcos 15:34)

es lo único que puede darnos una justa idea de lo que es el pecado; y ningún mortal o ángel sería capaz de penetrar en las inmensas profundidades de ese clamor. Y, aunque jamás podamos sondear completamente los misteriosos abismos de los sufrimientos de Cristo, al menos debemos dedicarnos a meditar más sobre su muerte, y a obtener con ello una comprensión mucho más profunda del odioso carácter del pecado a los ojos de Dios. En efecto, el pecado era tan horrendo y abominable para el Dios santo, que le obligaba a apartar el resplandor de su rostro del Amado Hijo que había habitado en su seno desde la eternidad. Si le abandonó porque llevó el pecado en su cuerpo sobre el madero, ¿qué será, pues, el pecado?

Consideremos atentamente estas cosas. ¡Que puedan tener siempre un lugar fijo en nuestros corazones, que son tan dados a pecar! Cuán superficialmente pensamos a veces en lo que le costó al Señor Jesús no solamente la vida, sino lo que es mejor y más preciado: ¡el resplandor del rostro de Dios! ¡Que podamos tener un sentimiento mucho más real del odioso carácter del pecado y estar constantemente en guardia para no echar una sola mirada en mala dirección! Podemos estar seguros de que el corazón seguirá al ojo, los pies seguirán al corazón, y así nos alejaremos del Señor, perderemos el goce de su presencia, de su amor, y nos volveremos miserables, o peor aún: muertos, fríos, insensibles, endurecidos “por el engaño del pecado” (Hebreos 3:13).

¡Que Dios, en su infinita gracia, nos preserve de la caída! ¡Que nos conceda la gracia de hacernos más vigilantes, más celosos para guardarnos de todo lo que pueda manchar la cabeza de nuestro nazareato! Es cosa seria apartarnos de la comunión con Dios, es peligroso tratar de servir al Señor con una conciencia contaminada. Es cierto que la gracia perdona y restaura, pero ya no recuperamos nunca lo que hemos perdido. Esto es lo que enseña con solemne fuerza el pasaje que tenemos ante nosotros: “Y consagrará para Jehová los días de su nazareato, y traerá un cordero de un año en expiación por la culpa; y los días primeros serán anulados, por cuanto fue contaminado su nazareato” (v. 12). Esta parte de nuestro tema está llena de instrucción y advertencias para nuestras almas. Cuando el nazareo había sido contaminado por una causa cualquiera, aunque solo fuese por el contacto con un muerto, debía comenzar de nuevo. No solo se perdían los días de su contaminación, sino también los de su nazareato anterior.

¿Qué nos enseña esto? Por lo menos lo siguiente: en cuanto nos apartamos, aunque solo sea un milímetro, del estrecho sendero de la comunión y nos alejamos del Señor, debemos retornar al punto de partida y comenzar de nuevo. De esto tenemos numerosos ejemplos en la Escritura. Sería prudente estudiarlos y considerar la gran verdad práctica que de ellos se desprende.

Tomemos el caso de Abram cuando descendió a Egipto, según se nos cuenta en el capítulo 12 de Génesis. Evidentemente se había apartado de su camino. Y ¿cuál fue el resultado? Los días pasados en Egipto fueron perdidos o no contaron para nada; tuvo que volver al sitio del que se había alejado y empezar de nuevo su marcha. Así en Génesis 12: 8 leemos: “Luego se pasó de allí a un monte al oriente de Bet-el, y plantó su tienda, teniendo a Bet-el al occidente y a Hai al oriente; y edificó allí altar a Jehová, e invocó el nombre de Jehová”. Luego, después de su regreso de Egipto, leemos: “Y volvió por sus jornadas desde el Neguev hacia Bet-el, hasta el lugar donde había estado antes su tienda entre Bet-el y Hai, al lugar del altar que había hecho allí antes; e invocó allí Abram el nombre de Jehová” (Génesis 13:3-4). Todo el tiempo pasado en Egipto fue anulado. Allí no había ningún altar, ninguna comunión; Abram tuvo que volver exactamente al mismo sitio que había abandonado.

Así ocurre en todos los casos; esto explica los progresos miserablemente lentos de algunos de nosotros en nuestra carrera práctica. Caemos, nos desviamos, nos alejamos del Señor, nos sumimos en las tinieblas espirituales; entonces su amante voz, poderosa y reconfortante, llega hasta nosotros y nos vuelve al punto del cual nos desviamos. Nuestras almas son restauradas, pero hemos perdido tiempo y hemos sufrido mucho. Esto es muy serio y debería hacernos andar con santa vigilancia y prudencia para que no nos veamos obligados a volver sobre nuestros pasos y a perder lo que no se puede recuperar jamás: el tiempo perdido. Es verdad que nuestros extravíos, traspiés y caídas nos advierten acerca del estado de nuestros corazones, nos enseñan a desconfiar de nosotros mismos y traen el despliegue de la inalterable e ilimitada gracia de nuestro Dios. Todo esto es cierto, pero hay un medio muy diferente y mucho mejor que los extravíos, los traspiés y las caídas para conocernos a nosotros mismos y a Dios. Nuestro yo, en todas las fatales profundidades de esta palabra, debe ser juzgado a la luz de la presencia de Dios, en la que nuestras almas puedan crecer en el conocimiento de Dios, tal como él se revela a sí mismo por el Espíritu Santo, en la faz de Jesucristo y en las preciosas páginas de la Santa Escritura. Este es el medio más excelente tanto para conocernos a nosotros mismos como para conocer a Dios, y también es el poder de toda verdadera separación del nazareo. El alma que habitualmente vive en el santuario de Dios o, en otros términos, que anda en continua comunión con Dios, tendrá un verdadero sentimiento de lo que es la carne, en todas sus fases, sin haber tenido que aprenderlo a través de amargas experiencias. Y no solo esto, sino que también tendrá un conocimiento más profundo y exacto de lo que Cristo es en sí mismo y de lo que es para todos los que depositan su confianza en él. Es triste tener que conocerse por medio de la propia experiencia. Podemos estar seguros de que el verdadero medio de aprender esto consiste en permanecer en comunión con Dios. Entonces no estaremos continuamente preocupados con el pensamiento de nuestro vil estado, sino más bien ocupados en lo que está por fuera y por encima de nosotros mismos, esto es, de la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, nuestro Señor.

La ley del nazareato y su enseñanza práctica

Al terminar esta sección citaremos en toda su extensión la declaración de la ley del nazareato. “Esta es, pues, la ley del nazareo el día que se cumpliere el tiempo de su nazareato: Vendrá a la puerta del tabernáculo de reunión, y ofrecerá su ofrenda a Jehová, un cordero de un año sin tacha en holocausto, y una cordera de un año sin defecto en expiación, y un carnero sin defecto por ofrenda de paz. Además un canastillo de tortas sin levadura, de flor de harina amasada con aceite, y hojaldres sin levadura untadas con aceite, y su ofrenda y sus libaciones. Y el sacerdote lo ofrecerá delante de Jehová, y hará su expiación y su holocausto; y ofrecerá el carnero en ofrenda de paz a Jehová, con el canastillo de los panes sin levadura; ofrecerá asimismo el sacerdote su ofrenda y sus libaciones. Entonces el nazareo raerá a la puerta del tabernáculo de reunión su cabeza consagrada, y tomará los cabellos de su cabeza consagrada y los pondrá sobre el fuego que está debajo de la ofrenda de paz. Después tomará el sacerdote la espaldilla cocida del carnero, una torta sin levadura del canastillo, y una hojaldre sin levadura, y las pondrá sobre las manos del nazareo, después que fuere raída su cabeza consagrada; y el sacerdote mecerá aquello como ofrenda mecida delante de Jehová, lo cual será cosa santa del sacerdote, además del pecho mecido y de la espaldilla separada; después el nazareo podrá beber vino. Esta es la ley del nazareo que hiciere voto de su ofrenda a Jehová por su nazareato, además de lo que sus recursos le permitieren; según el voto que hiciere, así hará, conforme a la ley de su nazareato” (Números 6:13-21).

Esta maravillosa “ley” nos conduce a algo futuro, cuando aparezca el resultado completo de la obra de Cristo, cuando al fin de su nazareato el Señor experimente, como Mesías de Israel, un verdadero gozo con su pueblo amado en esta misma tierra. Entonces habrá llegado para el Nazareo el tiempo de beber vino. Él se apartó de todo para cumplir la gran obra expuesta bajo todos sus aspectos y en todo su alcance en la “ley” precedente. Él está separado de la nación, separado de este mundo, en el poder del verdadero nazareato, según él mismo lo dijo a sus discípulos aquella noche memorable:

Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre
(Mateo 26:29).

Habrá, pues, un brillante día futuro en el que Jesús, el Mesías, se regocijará en Jerusalén y entre su pueblo. Las profecías, desde Isaías a Malaquías, están llenas de gloriosas y emocionantes alusiones a aquel día dichoso y resplandeciente. Llenaríamos literalmente un libro si citáramos los pasajes que se relacionan con él. Pero si el lector quiere buscar los últimos capítulos de las profecías de Isaías, allí encontrará un ejemplo de lo que queremos decir. Hallará también muchos pasajes semejantes en los diversos libros de los profetas.

La doctrina de la Iglesia no se encuentra en el Antiguo Testamento

Queremos prevenir al lector contra el peligro de ser inducido a error por los títulos no inspirados que, en algunas versiones de la Biblia, encabezan estos magníficos capítulos sobre el porvenir de Israel, tales como por ejemplo: «Las bendiciones del Evangelio» o «El engrandecimiento de la Iglesia». Semejantes expresiones extravían a muchos lectores piadosos, dispuestos a creer que tales frases son igualmente inspiradas como el texto; o que, si no lo son, contienen por lo menos una exposición exacta de lo que trata el capítulo. El hecho es que no hay ni una sola sílaba acerca de la Iglesia, desde el principio hasta el fin de los profetas. La iglesia también puede, sin duda, encontrar una preciosa instrucción, luz, aliento y edificación en esa gran división del inspirado volumen, pero lo encontrará en la medida en que pueda, por la enseñanza del Espíritu, discernir la verdadera aplicación y finalidad de esta porción del Libro de Dios. Suponer que no podemos sacar provecho y aliento más que de lo que se refiere primera o exclusivamente a nosotros, sería tener un concepto muy estrecho, por no decir egoísta, de las cosas. ¿Acaso no aprenderemos nada del libro del Levítico? Y, sin embargo, ¿quién se atrevería a afirmar que se refiere a la Iglesia?

No, usted puede estar seguro de que un estudio acerca de “la ley y los profetas” hecho con calma, sin ideas preconcebidas y con oración, le convencerá de que el gran tema de la una y de los otros es el gobierno del mundo por Dios, en relación inmediata con Israel. Es verdad que por doquier, “comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas”, hay cosas que conciernen al Señor mismo. Esto es evidente según Lucas 24:27. Pero es Él mismo considerado en su gobierno de este mundo y de Israel en particular. Si este hecho no se comprende claramente, estudiaremos el Antiguo Testamento con escasa inteligencia y poco provecho.

A algunos les parecerá exagerado sostener que en los profetas, y aun en todo el Antiguo Testamento, no hay nada expuesto sobre la Iglesia propiamente dicha; pero uno o dos pasajes de la pluma inspirada de Pablo resolverá toda la cuestión para quien quiera someterse realmente a la autoridad de la Santa Escritura. En Romanos 16 leemos: “Y al que puede confirmaros según mi evangelio y la predicación de Jesucristo, según la revelación del misterio que se ha mantenido oculto desde tiempos eternos, pero que ha sido manifestado ahora, y que por las Escrituras de los profetas1 , según el mandamiento del Dios eterno, se ha dado a conocer a todas las gentes para que obedezcan a la fe” (v. 25-26). Igualmente en el capítulo 3 de la carta a los Efesios, leemos: “Por esta causa yo Pablo, prisionero de Cristo Jesús por vosotros los gentiles; si es que habéis oído de la administración de la gracia de Dios que me fue dada para con vosotros; que por revelación me fue declarado el misterio, como antes lo he escrito brevemente, leyendo lo cual podéis entender cuál sea mi conocimiento en el misterio de Cristo, misterio que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres, como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio… y de aclarar a todos cuál sea la dispensación del misterio escondido desde los siglos en Dios, que creó todas las cosas; para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los lugares celestiales” (v. 1-10).

No proseguiremos ahora con el profundo tema de la Iglesia; nos limitamos a recordar los anteriores pasajes de la Escritura, a fin de llamar la atención del lector sobre el hecho de que la doctrina de la Iglesia, tal como nos la enseña Pablo, no se encuentra en el Antiguo Testamento; por consiguiente, cuando lea los profetas y encuentre las palabras “Israel”, “Jerusalén”, “Sion”, no debe aplicarlas a la Iglesia de Dios, ya que se refieren al pueblo de Israel, la simiente de Abraham, la tierra de Canaán y la ciudad de Jerusalén2 . Dios sabe lo que dice; por lo tanto, nunca debemos aprobar nada que se parezca a una manera ligera e irreverente de servirse de la Palabra de Dios. Cuando el Espíritu habla de Jerusalén, se trata de Jerusalén; si quisiera hablar de la Iglesia, lo diría. No se nos ocurriría tratar un documento humano respetable como tratamos al volumen inspirado. Consideramos como cierto que un hombre sabe no solamente lo que tiene la intención de decir, sino que dice lo que ha querido decir; y si esto es así en un débil mortal, sujeto a error, con mayor razón lo es en el Dios vivo, único sabio, quien no puede mentir.

  • 1Los “profetas” de que se trata en estas dos citas son los del Nuevo Testamento, tal como surge de la forma de la expresión. Si el apóstol hubiese querido referirse a los profetas del Antiguo Testamento, habría dicho: «Sus santos profetas y apóstoles». Pero el punto mismo en el cual insiste es que el misterio nunca había sido revelado antes de su tiempo, que no había sido dado a conocer a los hijos de los hombres en otras generaciones, que estaba escondido en Dios, no escondido en las Escrituras, sino en el eterno pensamiento de Dios. 2) El enunciado del texto se refiere naturalmente a las profecías del Antiguo Testamento. En las cartas a los Romanos y a los Gálatas hay pasajes en los cuales todos los creyentes son considerados como simiente de Abraham (Romanos 4:9-17; Gálatas 3:6-7, 29; 6:16); pero esto es diferente. No hay revelación de la Iglesia propiamente dicha en el Antiguo Testamento.
  • 2El enunciado del texto se refiere naturalmente a las profecías del Antiguo Testamento. En las cartas a los Romanos y a los Gálatas hay pasajes en los cuales todos los creyentes son considerados como simiente de Abraham (Romanos 4:9-17; Gálatas 3:6-7, 29; 6:16); pero esto es diferente. No hay revelación de la Iglesia propiamente dicha en el Antiguo Testamento.

Conclusión acerca de la ley del nazareato

Debemos poner fin al estudio de este asunto y dejar al lector que medite a solas acerca de la ley del nazareato, tan fecunda en santas lecciones para el corazón. Desearíamos que examinase muy particularmente el hecho de que el Espíritu Santo nos haya dado la exposición completa de la ley del nazareato en el libro de los Números, el libro del desierto. Además, que tome cuidadosamente en consideración la institución misma. Que procure comprender bien por qué el nazareo no debía beber vino, por qué no debía cortarse el cabello, por qué no debía tocar a una persona muerta. Que medite sobre estos tres puntos y procure recoger las instrucciones que ellos contienen. Que se pregunte a sí mismo: ¿Deseo realmente ser un nazareo, andar en el estrecho sendero de la separación para Dios? Y si es así, ¿estoy dispuesto a abandonar todo lo que tienda a contaminar, a distraer y a entorpecer a los nazareos de Dios? Finalmente, sepa el lector que viene el tiempo en el que “el nazareo” podrá “beber vino”; es decir, cuando ya no será necesario estar atento contra las diversas formas del mal, interior o exterior, cuando todo será puro y los afectos podrán tener libre curso; un tiempo en el que ya no habrá mal del que sea necesario separarnos y, por consiguiente, en el que no será preciso hablar de separación. En otras palabras, habrá “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Pedro 3:13). Que Dios, en su infinita gracia, nos guarde hasta ese tiempo tan dichoso con una verdadera consagración a él.

La bendición divina dependiente del orden en el campamento

El lector notará que estamos al final de una definida sección de nuestro libro. El campamento está debidamente arreglado; cada guerrero ocupa su puesto (cap. 1 y 2); cada obrero está dedicado a su propio trabajo (cap. 3 y 4); la congregación está purificada de su mancha (cap. 5); se ha provisto lo necesario para la suprema dedicación a Jehová (cap. 6). Todo está bien especificado. El orden es de una belleza notable. Tenemos ante nosotros no solamente un campamento purificado y bien ordenado, sino también un carácter de consagración a Dios que es imposible superar, puesto que solo se ha visto en toda su integridad en la vida de nuestro Señor Jesucristo. Como hemos llegado, pues, a este punto culminante, no nos queda por ver sino a Jehová pronunciando su bendición sobre la asamblea o pueblo de Israel al final del capítulo 6. Podemos decir con seguridad que es una bendición enteramente real. Leamos y examinemos en detalle.

“Jehová habló a Moisés, diciendo: Habla a Aarón y a sus hijos y diles: Así bendeciréis a los hijos de Israel, diciéndoles: Jehová te bendiga, y te guarde; Jehová haga resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia; Jehová alce sobre ti su rostro, y ponga en ti paz. Y pondrán mi nombre sobre los hijos de Israel, y yo los bendeciré” (v. 22-27). Esta rica bendición se impartía por medio del sacerdocio. Aarón y sus hijos eran los encargados de pronunciarla. La asamblea de Dios (Israel en ese entonces) debía ser bendecida y guardada por Dios continuamente; siempre debía calentarse a los rayos de su misericordioso rostro; su paz siempre debía correr como un río; el nombre de Jehová debía ser invocado sobre ella; él estaba siempre allí para bendecirla.

¡Qué riqueza! ¡Oh, si Israel la hubiera usado, si hubiese experimentado su poder! Pero no lo hizo. Se desvió muy pronto, según lo veremos. Cambió la claridad del rostro de Dios por las tinieblas del Sinaí. Abandonó el terreno de la gracia y se colocó voluntariamente bajo la ley. En vez de estar satisfecho con lo que se le había dado en el Dios de sus padres, deseó otras cosas (cf. Salmos 105 y 106). En vez del orden, la pureza y la separación para Dios, condiciones que encontramos al principio de este libro, tenemos el desorden, la contaminación y la idolatría.

Pero, bendito sea Dios, se aproxima el día en el cual la magnífica bendición del capítulo 6 de Números tendrá su plena aplicación, cuando las doce tribus de Israel sean alineadas alrededor de la inmortal bandera: “Jehová-sama” (Jehová está allí, Ezequiel 48:35), cuando sean purificadas de todas sus manchas y consagradas a Dios con el poder de un verdadero nazareato. Estas cosas son presentadas de la manera más perfecta y clara en los profetas. Todos estos inspirados testimonios, sin que exista una sola discrepancia, anuncian el glorioso porvenir que le está reservado a Israel; todos señalan el tiempo en el que las densas nubes acumuladas y suspendidas en el horizonte de las naciones serán echadas lejos ante los brillantes rayos del

Sol de justicia (Malaquías 4:2);

el tiempo en que Israel disfrutará de una mañana sin nubes, de bendición y de gloria, bajo las viñas e higueras de la tierra que Dios dio en posesión eterna a Abraham, a Isaac y a Jacob.

Si negamos ese glorioso porvenir del pueblo de Israel1 , podríamos muy bien cortar una parte considerable del Antiguo Testamento, e incluso del Nuevo, ya que tanto en el uno como en el otro el Espíritu Santo da un claro e inequívoco testimonio de este precioso hecho: la gracia, la salvación y la bendición para la simiente de Jacob. Nadie puede comprender realmente a los profetas si no ve esta verdad: hay un brillante porvenir reservado para estos amados de Dios, aunque sean actualmente un pueblo rechazado. Tengamos cuidado en cómo tratamos este hecho. Es muy grave querer introducir, de algún modo, nuestros propios pensamientos en la verdadera aplicación de la Palabra de Dios. Dios se ha comprometido a bendecir al pueblo de Israel; guardémonos de intentar desviar la corriente de la bendición hacia otra dirección. Es grave desnaturalizar el propósito decretado, el designio manifestado por Dios. Él ha declarado que su firme propósito es dar la tierra de Canaán como posesión perpetua a la posteridad de Jacob y, si esto es puesto en duda, no sabríamos cómo mantener la integridad de cualquier porción de la Palabra de Dios. Si nos permitimos tratar con ligereza una gran parte del canon inspirado, y ciertamente es tratarlo con ligereza querer desviarlo de su verdadero objeto, ¿qué seguridad tendremos en cuanto a la aplicación de la Escritura en general? Si Dios no sabe lo que dice cuando habla de Israel y de la tierra de Canaán ¿cómo sabremos que sabe lo que dice cuando habla de la Iglesia y de su parte celestial en Cristo? Si se despoja al judío de su glorioso porvenir ¿qué seguridad tendrá el cristiano acerca del suyo?

Recordemos que “todas las promesas de Dios (y no solo algunas de ellas) son en él Sí, y en él Amén” (2 Corintios 1:20). Y mientras nos regocijamos con la aplicación que nos es hecha de esta preciosa afirmación, no procuremos negar que sea aplicable a otros. Debemos creer firmemente que los hijos de Israel gozarán también de la plena bendición presentada en el último párrafo del capítulo 6 de Números, y hasta entonces la Iglesia de Dios es llamada a participar de las bendiciones que le son propias. Ella tiene el privilegio de saber que la presencia de Dios está continuamente con y en medio de ella, es decir, que tiene el privilegio de habitar en la luz de su rostro, de beber en el río de la paz, de ser bendecida y guardada por Aquel que no se duerme jamás. Pero no olvidemos, o mejor dicho, recordemos que el sentimiento práctico y el goce experimental de esas bendiciones y prerrogativas estarán en proporción exacta con la medida en que la Iglesia procure mantener el orden, la pureza, la separación nazarea, cosas a las cuales es llamada, ya que es la casa de Dios, el cuerpo de Cristo, la morada del Espíritu Santo.

¡Quiera Dios que estos pensamientos penetren en nuestros corazones y ejerzan su influencia santificadora en toda nuestra vida!

  • 1N. del Ed.: Recordemos que este libro fue escrito en la decenia del 1860. En aquel tiempo no se veía nada del retorno de los judíos a su tierra. Ese retorno fue visible a partir del siglo 20 y fue bien señalado con la fundación del Estado de Israel en 1948. El retorno actual se hace en la incredulidad, pero después del arrebatamiento de la Iglesia y de la Tribulación, Dios restablecerá finalmente a su pueblo en su tierra en la gloria del reino milenial de Cristo.