Las siete lámparas del candelero
Habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a Aarón y dile: Cuando enciendas las lámparas, las siete lámparas alumbrarán hacia adelante del candelero. Y Aarón lo hizo así; encendió hacia la parte anterior del candelero sus lámparas, como Jehová lo mandó a Moisés. Y esta era la hechura del candelero, de oro labrado a martillo; desde su pie hasta sus flores era labrado a martillo; conforme al modelo que Jehová mostró a Moisés, así hizo el candelero” (v. 1-4).
En este párrafo dos cosas llaman nuestra atención: primero, el sitio que ocupa el candelero de oro, y segundo, la instrucción que él nos ofrece.
Es muy notable que el candelero sea el único de los muebles del tabernáculo que se menciona aquí. Nada se nos dice del altar de oro, ni de la mesa de oro. Solo el candelero está presente aquí, pero no como en el capítulo 4, en donde lo vemos, como a todo lo demás, en su vestidura de viaje, sino desnudo de sus cubiertas azules y de las pieles de tejón. Aquí lo vemos resplandeciente y al descubierto. Se le mencionó entre las ofrendas de los príncipes y la consagración de los levitas, y difundía su preciosa luz conforme al mandamiento del Señor. En el tabernáculo no se puede prescindir de la luz, por lo tanto el candelero de oro debe ser despojado de su cubierta a fin de que brille como testimonio para Dios. Recuerde siempre que ese testimonio es el fin principal hacia el cual todo va dirigido, se trate de la ofrenda de nuestros bienes, como en el caso de los príncipes, o de la consagración de nuestras personas, como en el caso de los levitas. Solo a la luz del santuario puede verse el valor real de cada cosa y de cada persona.
Por eso el orden moral de esta parte del libro es notable y bello; es, en verdad, divinamente perfecto. Habiendo leído, en el capítulo 7, todo lo concerniente al desprendimiento de los príncipes, podríamos suponer, según nuestra sabiduría, que a continuación debería aparecer la consagración de los levitas, mostrando así una relación inmediata entre nuestras personas y nuestras ofrendas. Pero no. El Espíritu de Dios hace intervenir la luz del santuario a fin de que, por ella, podamos discernir el verdadero objetivo de todo desprendimiento y de todo servicio en el desierto.
¿No hay en ello una hermosa conformidad moral? Ningún lector espiritual dejará de verlo. ¿Por qué no tenemos aquí el altar de oro con su nube de incienso? ¿Por qué tampoco la mesa pura con sus doce panes? Porque ni el uno ni la otra tendrían la menor relación moral con lo que precede ni con lo que sigue; en cambio, el candelero de oro está en perfecta relación con ambos, pues nos enseña que todo desprendimiento y toda obra deben ser consideradas a la luz del santuario, para poder comprobar su valor real. Esta es una gran lección para el desierto, y nos es dada de una manera tan bendita como pueda hacerlo un símbolo. En nuestro paso a través del libro de los Números acabamos de leer la descripción de la generosidad de los principales jefes de la congregación, con motivo de la dedicación del altar. Ahora vamos a llegar al relato de la consagración de los levitas, pero el escritor inspirado se detiene entre estos dos relatos, a fin de hacer resplandecer sobre ellos la luz del santuario.
Pruebas de la divina inspiración de las Sagradas Escrituras
Este es el orden divino. Podemos decir que esta es una de las numerosas ilustraciones, esparcidas por toda la Escritura, que demuestran la perfección divina de todo el libro, así como también de cada uno de sus libros, de cada una de sus divisiones y de cada uno de sus párrafos. Nos sentimos dichosos, profundamente dichosos, señalando a nuestro lector esas preciosas ilustraciones. Con esto creemos prestarle un buen servicio y al mismo tiempo ofrecer nuestro humilde tributo de alabanza a ese precioso libro que nuestro Padre, en su gracia, mandó escribir para nosotros. Sabemos perfectamente que este libro no tiene necesidad de nuestro pobre testimonio ni del de ninguna otra pluma o lengua humana. Con todo, nos gozamos de dárselo ante los numerosos pero vanos ataques que el enemigo dirige contra su inspiración. El verdadero origen y el verdadero carácter de todos esos ataques se pondrán de manifiesto a medida que adquiramos un conocimiento más profundo, vivo y experimental de las infinitas profundidades y de las divinas perfecciones de la Palabra de Dios. Por eso las pruebas internas de las Santas Escrituras, es decir, su poderoso efecto sobre nosotros mismos, sus glorias morales intrínsecas, su facultad de juzgar las raíces mismas del carácter y de la conducta, y la admirable composición de todas sus partes, son los más poderosos argumentos en favor de su divinidad. Un libro que me muestra lo que soy, que me dice todo lo que hay en mi corazón, que pone al descubierto los más ocultos resortes morales de mi naturaleza, que me juzga a fondo y que, a la vez, me revela a Aquel que responde a todas mis necesidades, un libro así lleva consigo sus cartas credenciales. No pide cartas de recomendación de hombre alguno, ni necesita de ellas. No requiere de su favor, ni tampoco teme su cólera. Muchas veces hemos pensado que, si razonáramos acerca de la Biblia como la mujer de Sicar razonaba respecto del Señor, llegaríamos a una conclusión sobre la Biblia tan cuerda como la de la samaritana referente al Señor. “Venid”, decía aquella sencilla mujer,
ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será este el Cristo?
(Juan 4:29).
Podríamos decir con igual fuerza de argumentación: «Venid y ved un libro que me ha dicho todo lo que he hecho, ¿no será este libro la Palabra de Dios?». Sí, en verdad; y con mayor motivo podríamos sacar esa conclusión por cuanto este Libro de Dios nos dice no solamente lo que hemos hecho, sino también lo que pensamos, lo que decimos y lo que somos (véase Romanos 3:10-18; Mateo 15:19).
¿Despreciamos acaso las pruebas externas? Lejos de ello, al contrario, nos alegramos por ellas. Apreciamos todo argumento y testimonio apropiados para fortalecer la confianza del corazón en la divina inspiración de las Sagradas Escrituras; y por cierto que tenemos abundancia de tales argumentos y testimonios. La misma historia del Libro, con todos sus hechos sorprendentes, proporciona un amplio afluente que acrecienta las olas de evidencia. La historia de su composición, de su conservación, de su circulación por toda la tierra constituye un argumento poderoso para apoyar su origen divino. Tómese solamente el gran hecho de su conservación durante más de mil años antes de la Reforma, en manos de los que de buena gana lo hubieran entregado al eterno olvido. ¿No es este un hecho elocuente? Pues hay muchos más, parecidos a este, en la maravillosa historia de este libro sin igual y sin precio.
Después de haber concedido una gran importancia al valor de las pruebas externas, volvemos con inquebrantable decisión a nuestra primera afirmación: las pruebas internas, que se derivan del Libro mismo, constituyen la defensa más poderosa para servir de dique al torrente de la oposición incrédula y escéptica.
No seguimos en esta corriente de pensamientos, a la que hemos sido arrastrados al contemplar la notable posición dada al candelero de oro en el libro de los Números. Nos hemos sentido apremiados a rendir este testimonio a nuestra muy preciosa Biblia; ahora volvemos a nuestro capítulo para recoger la enseñanza contenida en su primer párrafo.
La luz de Cristo brilla a través de los suyos
“Habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a Aarón y dile: Cuando enciendas las lámparas, las siete lámparas alumbrarán hacia adelante del candelero”. Estas siete lámparas representan la plenitud de la luz del Espíritu como testimonio. Estaban unidas al pie del candelero, el cual representa a Cristo, quien en su persona y en su obra es el fundamento de la obra del Espíritu en la Iglesia. Todo depende de Cristo. Cada rayo de luz en la Iglesia, en el creyente, y más tarde en Israel, emana de Cristo.
Pero esto no es todo lo que nos enseña ese símbolo. “Las siete lámparas alumbrarán hacia adelante del candelero”. Si quisiéramos revestir esta figura con el lenguaje del Nuevo Testamento, citaríamos las palabras del Señor cuando dijo: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:16). En cualquier lugar donde resplandezca la verdadera luz del Espíritu, dará siempre un brillante testimonio para Cristo. No llamará la atención sobre sí misma, sino sobre él, y este es el medio de glorificar a Dios. “Las siete lámparas alumbrarán hacia adelante del candelero”.
Es esa una gran verdad práctica para todos los cristianos. El más bello testimonio que pueda darse de una obra verdaderamente espiritual consiste en que ella tiende directamente a exaltar a Cristo. Si se procura llamar la atención sobre la obra o el obrero, la luz se debilita y el ministro del santuario debe servirse de las despabiladeras. El oficio de Aarón era encender las lámparas y arreglarlas. En otras palabras, la luz que como cristianos tenemos la obligación de hacer brillar no solo está fundada en Cristo, sino que además es mantenida por él en todo momento, durante la noche entera. Fuera de él nada podemos hacer. El pie de oro sostenía las lámparas; la mano del sacerdote las alimentaba con aceite y aplicaba las despabiladeras. Todo es en Cristo, de Cristo y por Cristo.
Además, todo es para Cristo. Sea cual fuere el lugar en donde haya brillado la luz del Espíritu, la verdadera luz del santuario, en el desierto de este mundo, el fin de esa luz ha sido exaltar el nombre de Jesús. Sea lo que fuere lo que se haya hecho por el Espíritu Santo, lo que se haya dicho o escrito, todo ha tenido por objeto la gloria de ese bendito Salvador. Y podemos decir que, sea lo que fuere que no tenga esa tendencia, ese fin, no es del Espíritu Santo. Pueden realizarse muchas actividades y obtener un gran número de aparentes resultados, una cantidad de cosas cuya naturaleza las hace capaces de atraer la atención del hombre y hacerle estallar en aplausos, sin que, a pesar de todo, haya un solo rayo de luz que emane del candelero de oro. Y ¿por qué? Porque la atención está concentrada en la obra y en los que en ella se ocupan. El hombre, sus actos y sus palabras son exaltados en vez de serlo Cristo. La luz no ha sido producida por el aceite que proporciona la mano del Sumo Sacerdote y, por lo tanto, es una falsa luz. Es una luz que no brilla sobre el candelero, sino sobre el nombre o los actos de algún pobre mortal.
Todo esto es muy solemne y exige la más seria atención. Es muy peligroso ver a un hombre o a su obra puestos de relieve. Uno puede estar seguro de que Satanás consigue su propósito cuando la atención está puesta en cualquier otra cosa o sobre cualquier persona que no sea Jesucristo mismo. Una obra puede ser comenzada con la mayor sencillez posible pero, por falta de vigilancia y de espiritualidad por parte del obrero, la atención general puede ser atraída sobre sí mismo o sobre los resultados de su obra, y puede caer en el lazo del diablo. El objetivo que Satanás persigue incansablemente es despojar al Señor Jesús de sus honores; y si puede conseguirlo por medio de lo que tiene apariencia de un servicio cristiano, obtiene por el momento la mayor victoria. Satanás no tiene ninguna objeción contra la obra en sí misma, con tal que pueda separarla del nombre de Jesús. Siempre que pueda, él mismo se mezclará en la obra; se presentará en medio de los siervos de Cristo, así como una vez, en otro tiempo, se presentó entre los hijos de Dios; pero su objeto es siempre el mismo: quitar al Señor el honor que le es debido. Permitió a una criada adivina dar testimonio a los siervos de Cristo, y decir:
Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, quienes os anuncian el camino de salvación
(Hechos 16:17).
Pero al hacerlo se proponía únicamente seducir a aquellos obreros y destruir su obra. Con todo, fue derrotado porque la luz que emanaba de Pablo y Silas era la pura luz del santuario, y ella solo resplandece sobre Cristo. No buscaban hacerse un nombre; y como la criada daba testimonio a ellos y no a su Señor, lo rehusaron y prefirieron sufrir por amor a su Señor que ser exaltados a expensas de él.
Este es un hermoso ejemplo para todos los obreros del Señor. Y si nos remitimos un momento al capítulo 3 de los Hechos, encontraremos otro muy notable. La luz del santuario lanzó sus destellos en la curación del cojo, pero cuando la atención se dirigió a los obreros, a pesar de que ellos no la solicitaron, vemos a Pedro y a Juan retirarse con santo celo tras su glorioso Señor, y atribuirle a él toda la gloria. “Y teniendo asidos a Pedro y a Juan el cojo que había sido sanado, todo el pueblo, atónito, concurrió a ellos al pórtico que se llama de Salomón. Viendo esto Pedro, respondió al pueblo: Varones israelitas, ¿por qué os maravilláis de esto? ¿O por qué ponéis los ojos en nosotros, como si por nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a este? El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús” (v. 11-13). Aquí tenemos, en verdad, las siete lámparas alumbrando hacia adelante del candelero, el despliegue séptuplo o perfecto de la luz del Espíritu dando un testimonio claro al nombre de Jesús. “¿Por qué ponéis los ojos en nosotros?”, dicen aquellos fieles portadores de la luz del Espíritu. Aquí, ¡para nada se necesitan las despabiladeras! La luz no estaba velada. Era, sin duda alguna, la ocasión que los apóstoles hubiesen podido aprovechar, de haberlo querido, para rodear sus nombres de una aureola de gloria. Se hubiesen podido elevar a la cumbre de la fama y atraer sobre ellos el respeto, la veneración y aun la misma adoración de millares de personas. Pero si hubiesen hecho tal cosa, habrían defraudado a su Señor, falsificado el testimonio, contristado al Espíritu Santo y atraído sobre sí mismos el justo juicio de Aquel que no dará su gloria a otro.
Pero no, las siete lámparas brillaban radiantes en Jerusalén en aquel momento. El verdadero candelero estaba entonces en el pórtico de Salomón (Hechos 3:11) y no en el templo. Por lo menos, las siete lámparas estaban allí y cumplían admirablemente su obra. Aquellos honorables servidores no buscaban su propia gloria; al contrario, desplegaron en el acto su mayor energía para alejar de sí mismos las miradas de asombro de la multitud y dirigirlas hacia Aquel que es el único digno de ellas, y que, aunque estuviese en los cielos, trabajaba aún en la tierra por su Espíritu.
Muchos otros ejemplos podrían sacarse de los Hechos de los Apóstoles, pero los que acabamos de ver bastarán para imprimir en nuestros corazones la gran lección que nos enseña el candelero de oro con sus siete lámparas. Sentimos profundamente la necesidad de tal lección en este mismo momento. Existe siempre el peligro de que la obra y el obrero sean puestos de relieve más bien que el Señor. Estemos alerta contra este lazo. Es un gran mal; contrista al Espíritu Santo que trabaja siempre para exaltar el nombre de Jesús; es ofensivo para el Padre, quien siempre quiere hacer resonar en nuestros oídos y que lleguen a lo más profundo de nuestro corazón estas palabras procedentes del cielo abierto y oídas en la montaña de la transfiguración:
Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd
(Mateo 17:5);
está en la más directa oposición con el pensamiento del cielo, donde toda mirada está fija en Jesús, donde el único clamor eterno, universal y unánime será: “Tú eres digno”.
Pensemos en todo esto seria y continuamente a fin de abstenernos de cuanto se aproxime a la glorificación del hombre, del yo, de nuestras acciones, de nuestras palabras y de nuestros pensamientos. Busquemos con más ardor la senda apacible, sombría y discreta en la que el Espíritu del dulce y humilde Jesús nos conducirá siempre para andar y servir. Quiera Dios que podamos permanecer en Cristo y recibir de él día a día y en todo momento el aceite puro, de tal manera que nuestra luz brille sin darnos cuenta, para alabanza de Aquel en quien lo tenemos todo, y fuera del cual no podemos hacer absolutamente nada.
El resto del capítulo 8 contiene la descripción del ceremonial en relación con la consagración de los levitas, que ya hemos examinado en los capítulos 3 y 4.