Estudio sobre el libro de los Números

Números 5

La disciplina relacionada con la morada de Dios

Jehová habló a Moisés, diciendo: Manda a los hijos de Israel que echen del campamento a todo leproso, y a todos los que padecen flujo de semen, y a todo contaminado con muerto. Así a hombres como a mujeres echaréis; fuera del campamento los echaréis, para que no contaminen el campamento de aquellos entre los cuales yo habito. Y lo hicieron así los hijos de Israel, y los echaron fuera del campamento; como Jehová dijo a Moisés, así lo hicieron los hijos de Israel” (v. 1-4).

Aquí tenemos, desplegado ante nosotros, el gran principio fundamental sobre el que está establecida la disciplina de la asamblea: principio que es de la mayor importancia, aunque lamentablemente sea poco comprendido y observado. Era la presencia de Dios en medio de su pueblo Israel la que reclamaba la santidad en ellos. “Para que no contaminen el campamento de aquellos entre los cuales yo habito”. El lugar en que el Santo habita debe ser santo. Esta es una verdad tan sencilla como apremiante de conocer.

Ya hicimos notar que la redención era la base de la morada de Dios en medio de su pueblo; pero recordemos que la disciplina era esencial para su permanencia en medio de ellos. Dios no podía habitar donde el mal fuese consentido abiertamente y con deliberado propósito. Bendito sea su nombre, él puede soportar y soporta la debilidad y la ignorancia, pero sus ojos son demasiado puros para ver el mal y mirar la iniquidad. El mal jamás puede habitar con Dios, y Dios no puede tener comunión con el mal. Esto sería como una negación de su propia naturaleza; y él no puede negarse a sí mismo.

Sin embargo, se puede hacer esta objeción: «¿No habita el Espíritu Santo en el creyente individualmente y, no obstante, hay mucho mal en él?». En efecto, el Espíritu Santo mora en el creyente según el principio de una redención cumplida. Está ahí no como aprobación de lo que es de la vieja naturaleza, sino como sello de que es de Cristo; gozamos de su presencia y de su comunión en la medida en que estamos juzgando el mal en nosotros. ¿Alguien osará decir que podemos andar en el Espíritu y gozar de su presencia mientras toleramos nuestra depravación natural y satisfacemos las concupiscencias de la carne y de nuestros pensamientos? ¡Lejos esté de nosotros idea tan impía! No; es preciso que nos juzguemos a nosotros mismos y que rechacemos todo cuanto es incompatible con la santidad de Aquel que mora en nosotros. Nuestro “viejo hombre” no existe delante de Dios. Fue condenado enteramente en la cruz de Cristo. Sentimos su influencia, lamentablemente, y debemos humillarnos juzgándonos a nosotros mismos; pero Dios nos ve en Cristo, en el Espíritu, en la nueva creación. Además, el Espíritu Santo mora en el creyente en virtud del derramamiento de la sangre de Cristo, y su presencia exige el juicio del mal bajo todas sus formas.

El juicio del mal en la Asamblea

Es igual en cuanto a la Asamblea; sin duda que hay mal en ella y en cada uno de los que de ella forman parte, y, por lo tanto, mal en el Cuerpo colectivo. El mal debe ser juzgado; y si es juzgado, no se le consentirá que obre; quedará anulado. Pero sostener que una asamblea no tiene que juzgar el mal, sería sencillamente establecer la contradicción como principio. ¿Qué diríamos de un cristiano que afirmase que no es seriamente responsable de juzgar el mal en sí mismo y en su conducta? Podríamos, sin dudar ni un momento, declarar que se contradice. Si es malo para un solo individuo seguir tal principio, ¿no debe serlo igualmente para una asamblea? No comprendemos que esto pueda ser puesto en duda.

¿Cuál habría sido el resultado si Israel hubiese rehusado obedecer el “mandamiento” impartido al comienzo del capítulo que estamos examinando? Supongamos que hubiesen dicho: «No somos responsables de juzgar el mal, ni creemos que sea propio de mortales como nosotros, pobres, débiles y falibles, juzgar a quienquiera que sea. Estos individuos leprosos, manchados, etc. son tan israelitas como nosotros, y tienen tanto derecho a las bendiciones y privilegios del campamento como nosotros; no vemos, pues, la necesidad de echarlos fuera».

Y preguntamos nosotros: ¿Qué hubiera contestado Dios a semejantes objeciones? Si el lector quiere recurrir por un momento al capítulo 7 de Josué, allí encontrará una respuesta muy solemne. Acérquese y examine atentamente ese “gran montón de piedras” en el valle de Acor. Lea allí la inscripción que lleva:

Dios temible en la gran congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor de él
(Salmo 89:7).
Porque nuestro Dios es fuego consumidor
(Hebreos 12:29).

¿Qué sentido tiene todo ello? Escuchémoslo y meditemos. La codicia, habiendo concebido en el corazón de un miembro de la congregación, había engendrado el pecado. Pero ¿cómo?, ¿eso abarcaba a toda la congregación? Sí; sin duda alguna, esta es la solemne verdad. “Israel ha pecado”, y no solamente Acán: “Han quebrantado mi pacto que yo les mandé; y también hantomado del anatema, y hasta han hurtado, han mentido y aun lo han guardado entre sus enseres. Por esto los hijos de Israel no podrán hacer frente a sus enemigos, sino que delante de sus enemigos volverán la espalda, por cuanto han venido a ser anatema; ni estaré más con vosotros, si no destruyereis el anatema de en medio de vosotros” (Josué 7:11-12).

Este pasaje es de los más serios y penetrantes. Seguramente hace resonar en nuestros oídos una potente voz y da a nuestros corazones una santa lección. Según nos lo enseña dicho relato, en el campamento había centenares de miles de hombres tan ignorantes del pecado de Acán como parecía estarlo el mismo Josué y, sin embargo, fue dicho: “Israel ha pecado”, “han quebrantado”, “han tomado del anatema”, “hurtado” y “mentido”. ¿Cómo podía ser eso? La congregación era una. La presencia de Dios en medio de ella constituía la unidad de la misma; unidad tal que el pecado de uno se convertía en el pecado de todos. “Un poco de levadura leuda toda la masa” (1 Corintios 5:6; Gálatas 5:9). La razón humana puede titubear al respecto, como, de hecho, titubeará siempre acerca de todo cuanto está por encima de sus estrechos alcances. Pero Dios lo ha dicho y esto basta al espíritu del creyente. No nos conviene decir: «Pero, ¿cómo?, o ¿por qué?». El testimonio de Dios lo establece así y nosotros solo tenemos que creer y obedecer. Nos basta saber que el hecho de la presencia de Dios exige santidad, pureza y juicio del mal. Recordemos que esto no es exigido en virtud de aquella frase tan justamente rechazada por todo corazón humilde: “Estáte en tu lugar, no te acerques a mí, porque soy más santo que tú” (Isaías 65:5). No, en modo alguno; si no en virtud de lo que Dios es:

Sed santos, porque yo soy santo (1 Pedro 1:16).

Dios no puede dar la aprobación de su presencia a un mal que no está juzgado. ¡Cómo! ¿Dar la victoria a su pueblo delante de Hai, cuando Acán estaba en el campamento? ¡Imposible! Una victoria en tales circunstancias habría sido un deshonor para Dios y lo más funesto que podía sucederle a Israel. Esto no podía ser. Israel debía ser castigado. Los israelitas debían ser humillados y quebrantados. Debían descender al valle de Acor, el lugar de turbación, porque solo allí podía abrírseles una “puerta de esperanza” cuando el mal se había introducido (cf. Oseas 2:15).

No se equivoque el lector con respecto a este gran principio práctico, el cual tememos que ha sido malinterpretado por muchos hijos de Dios. Porque son muchos los que consideran que es inapropiado para los que son salvos por gracia y han sido puestos como señales que recuerdan su misericordia, ejercer la disciplina bajo cualquier forma o por cualquier determinada razón. Según estas personas, lo expuesto en Mateo 7:1 parece condenar nuestra insistencia en la necesidad de juzgar. Dicen: «Nuestro Señor, ¿no nos exhorta expresamente a no juzgar?». “No juzguéis, para que no seáis juzgados” (Mateo 7:1), dice el Señor. Sin duda. Pero, ¿qué significan esas palabras? ¿Quieren decir que no debemos juzgar la doctrina y la conducta de los que se presentan a pedir la comunión cristiana? ¿Prestan ellas algún apoyo a la idea de que debemos recibir a una persona, sean cuales fueren sus creencias, su doctrina o sus actos? ¿Puede ser esta la fuerza y el significado de las palabras del Señor? ¿Quién podría admitir ni por un momento algo tan absurdo? Nuestro Señor, ¿no nos recomienda en este mismo capítulo que nos guardemos “de los falsos profetas”? (Mateo 7:15). Y ¿cómo podemos guardarnos de una persona si no la juzgamos? Si el juicio no debe ejercerse en ningún caso, ¿por qué nos aconseja estar en guardia?

Lector cristiano, la verdad es muy sencilla. La Asamblea de Dios es responsable de juzgar la doctrina y costumbres de los que desean formar parte de ella. No debemos juzgar las intenciones, sino los actos. El apóstol inspirado nos enseña claramente que debemos juzgar a todos los que toman sitio en la asamblea. “Porque ¿qué razón tendría yo para juzgar a los que están fuera? ¿No juzgáis vosotros a los que están dentro? Porque a los que están fuera, Dios juzgará. Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros” (1 Corintios 5:12-13).

El mencionado versículo es muy claro: no tenemos que juzgar a los de “fuera”, sino a los de “dentro”. Esto es, a los que han venido como cristianos, como miembros de la Asamblea de Dios. Todos ellos están al alcance del juicio. Desde el momento en que un hombre es admitido en la asamblea, entra en aquella esfera donde la disciplina se ejerce sobre todo lo que es contrario a la santidad de Aquel que habita en ella.

Mantener la disciplina en la casa de Dios

No crea el lector, ni por un momento, que la unidad del Cuerpo es menoscabada cuando se mantiene la disciplina en la casa. Eso sería un grave error; y, no obstante, por desgracia está muy extendido. Oímos decir con frecuencia que los que buscan mantener la disciplina en la casa de Dios dividen el cuerpo de Cristo. No podría haber error más grande. Es nuestro estricto deber mantener la disciplina, pero eso no crea ninguna división en el Cuerpo, pues, la unidad del cuerpo de Cristo jamás puede ser destruida.

A veces oímos que algunas personas hablan de separar miembros del cuerpo de Cristo. Esto también es erróneo. Ningún miembro de ese Cuerpo puede ser quitado del mismo. Cada uno ha sido incorporado en su lugar en el Cuerpo por el Espíritu Santo, en cumplimiento del eterno propósito de Dios, gracias al principio de la perfecta expiación cumplida por Cristo. Ningún poder, ni humano ni diabólico, podrá jamás separar un solo miembro del Cuerpo. Todos están unidos entre sí en una perfecta unidad y son mantenidos en ella por un poder divino. La unidad de la Iglesia de Dios puede compararse a una cadena tendida a través de un río. Se ven los extremos, pero la parte media está sumergida, y si usted tuviera que juzgar solamente por la vista podría suponer que la cadena está rota en el centro. Así sucede con la Iglesia de Dios; aparece como una al principio, y así se ve durante un poco de tiempo; luego, aunque su unidad no parece visible a los ojos de la carne, sigue existiendo a los ojos de Dios.

Es muy importante que el lector cristiano esté perfectamente informado acerca de la gran cuestión de la Iglesia. El enemigo ha empleado todos los medios para cegar al pueblo de Dios, a fin de que no pueda ver la verdad sobre este asunto. Tenemos, por una parte, la unidad de la que presume el catolicismo romano, y por otra, las lamentables divisiones del protestantismo. Roma muestra con aire triunfal las numerosas sectas de los protestantes, y estos, a su vez, hacen resaltar los errores, las corrupciones y los numerosos abusos del catolicismo. De modo que, el que busca sinceramente la verdad, apenas sabe a qué lado volver los ojos, o lo que debe creer. En cambio, los despreocupados, los indiferentes, los que se sienten cómodos y los mundanos están demasiado inclinados a apoyarse en todo lo que ven a su alrededor, para desechar todo pensamiento serio sobre las cosas de Dios y no preocuparse por ellas; e incluso si, como Pilato, con ligereza formulan la pregunta:

¿Qué es la verdad? (Juan 18:38),

como él también vuelven la espalda sin esperar la respuesta.

Pues bien, estamos firmemente convencidos de que el verdadero secreto, la gran solución, el alivio real para los corazones de los amados hijos de Dios se encuentra en la verdad de la unidad indivisible de la Iglesia de Dios, del cuerpo de Cristo en la tierra. La verdad no debe ser considerada como una doctrina solamente, sino que debemos confesarla, mantenerla y practicarla a cualquier precio. Esta gran verdad forma un poderoso vínculo para el alma y contiene en sí misma la única respuesta a la presumida unidad de Roma, por una parte, y a las divisiones del protestantismo, por otra. Ella nos hará capaces de dar testimonio al protestantismo de que hemos encontrado la unidad, y al catolicismo romano de que hemos encontrado la unidad del Espíritu.

Sin embargo, se nos podría contestar que es una gran utopía querer llevar a cabo semejante idea en el estado actual de las cosas. Todo está en una ruina tal y en una confusión tan grande que somos como niños extraviados en un bosque, que se esfuerzan por encontrar el camino de regreso a sus casas de la mejor manera posible; unos en grandes masas, otros en grupos de dos o tres, y algunos de ellos solos. Esta perplejidad puede parecer muy comprensible, y no dudamos de que la ruina o la confusión tenga una inmensa importancia para un gran número de siervos del Señor actualmente. Pero, a juicio de la fe, esta manera de plantear la cuestión no tiene ningún valor por la sencilla razón de que lo único importante es: La unidad de la Iglesia, ¿es una teoría humana o una realidad divina? Una realidad divina, por supuesto, pues está escrito: “Un cuerpo, y un Espíritu” (Efesios 4:4). Si negamos que existe “un cuerpo” (uno solo), podemos negar también que hay “un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos”, ya que esto sigue a continuación en la página inspirada, y que, si quitamos un solo eslabón a esta cadena la perdemos toda.

Además, no estamos limitados a un solo pasaje de la Escritura sobre este asunto, aunque si lo estuviéramos, sería más que suficiente. Pero tenemos más de uno. Leamos el siguiente: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1 Corintios 10:16-17). Lea también 1 Corintios 12:12-27, donde este tema es desarrollado y encuentra su aplicación.

En otras palabras, la Escritura establece, de la manera más clara y positiva, la verdad de la indisoluble unidad del cuerpo de Cristo; y, además, establece de un modo igualmente claro y completo la verdad de la disciplina de la casa de Dios. Pero, nótese bien que la aplicación conveniente de la última de estas verdades jamás irá en detrimento de la primera. Ambas cosas concuerdan perfectamente. ¿Hemos de suponer que el apóstol conspiraba contra la unidad del Cuerpo cuando encomendaba a la asamblea de Corinto que quitara de en medio de ella “a ese perverso?” (1 Corintios 5:13). Con seguridad no. Y, no obstante, ¿aquel hombre no era acaso un miembro del cuerpo de Cristo? Sí, en verdad, pues en la segunda epístola le vemos reintegrado a la asamblea. La disciplina de la casa de Dios había hecho su efecto sobre un miembro del cuerpo de Cristo, y el extraviado había vuelto. Este había sido el propósito de la acción de la asamblea.

Todo esto puede ayudar a esclarecer en la mente del lector el interesante tema de la admisión a la mesa del Señor y la exclusión de ella. Hay una gran confusión sobre esto en muchos cristianos. Algunos parecen creer que, con tal que una persona sea cristiana, no debe rehusársele por ningún motivo un puesto en la mesa del Señor. El caso de 1 Corintios 5, ya citado, es suficiente para decidir la cuestión. Evidentemente, aquel hombre no estaba separado porque no fuese cristiano. Era un hijo de Dios a pesar de su caída y su pecado, sin embargo se le ordenó a la asamblea de Corinto que lo excluyera. Y si los corintios no lo hubiesen hecho así, habrían atraído el juicio de Dios sobre toda la asamblea. La presencia de Dios está en la asamblea, y, por consiguiente, el mal debe ser juzgado.

Así, pues, si examinamos el capítulo 5 de Números o el capítulo 5 de la primera epístola a los Corintios, vemos la misma solemne verdad, es decir:

La santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre 
(Salmo 93:5).

Además, se nos enseña que la disciplina debe ser mantenida para los del pueblo de Dios y no para los de fuera; porque ¿qué leemos en las primeras líneas del capítulo 5 de los Números? ¿Se les mandó a los hijos de Israel que echaran fuera del campamento a todos los que no fuesen israelitas, a los que no estuviesen circuncidados o que no pudiesen establecer su directa descendencia de Abraham? ¿Eran esos los motivos de exclusión del campamento? De ningún modo. ¿Quiénes eran, pues, los que debían ser puestos fuera? “Todo leproso”, es decir, todo individuo en el cual el pecado era reconocido como activo; el que padeciera “flujo”, es decir, aquel de quien emanaba una influencia corruptora, y todo el que estaba “contaminado con muerto”. Estas eran las personas que debían ser separadas del campamento en el desierto; y los que hoy deben ser separados de la asamblea son la realidad de aquellas figuras, por estar contaminados moralmente como aquellas personas lo eran físicamente.

Juzgar el mal para complacer la santidad de Dios

Y ¿por qué se exigía esta separación? ¿Era acaso para conservar la reputación o el carácter honorable del pueblo? Nada de eso. ¿Por qué, pues? “Para que no contaminen el campamento de aquellos entre los cuales yo habito” (v. 3). Igual sucede ahora. No juzgamos ni rechazamos una mala doctrina con el fin de mantener nuestra ortodoxia; tampoco juzgamos el mal moral y lo rehusamos con el fin de mantener nuestra reputación y honorabilidad. El único principio de juicio y separación es: ¡Oh, Señor!, “la santidad conviene a tu casa, por los siglos y para siempre” (Salmo 93:5). Dios habita en medio de su pueblo. “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”, dijo el Señor Jesús (Mateo 18:20).

¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?
(1 Corintios 3:16).

Y además: “Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:19-22).

Quizás el lector se sienta dispuesto a hacer preguntas tales como: ¿Es posible encontrar una iglesia pura y perfecta? ¿No hay, no habrá necesariamente algún mal en cada asamblea, a pesar de la vigilancia de los que tienen el don de pastor y de la fidelidad colectiva? ¿Cómo, pues, se podrá conservar una norma de pureza tan alta? Sin duda hay mal en la asamblea, ya que el pecado mora en cada uno de sus miembros. Pero ese mal no debe ser permitido y aceptado, sino juzgado y dominado. No es la presencia del mal juzgado la que contamina, sino la tolerancia del mal. Y esto es así tanto para la iglesia en su carácter local, como para cada miembro en su carácter individual. “Sí, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados” (1 Corintios 11:31). Por eso, por grande que sea el mal en una iglesia, uno no debe separarse de ella; pero si esa asamblea se niega a juzgar el mal, ya sea en cuanto a la doctrina o en las costumbres, está enteramente fuera del terreno de la Iglesia de Dios, y entonces es un deber urgente para nosotros separarnos de ella. Mientras una asamblea se mantenga en el terreno de la Iglesia de Dios1 , por débil y poco numerosa que sea, separarse de ella es un cisma. Pero si ella se aparta de ese terreno negándose a juzgar el mal, entonces es un cisma continuar teniendo relación con ella.

Pero esto, ¿no tenderá más bien a multiplicar y perpetuar las divisiones? Por supuesto que no. Podrá motivar la ruptura con asociaciones puramente humanas, pero esto no es un cisma, sino todo lo contrario, ya que tales asociaciones, por grandes, poderosas y útiles que parezcan, son bíblicamente contrarias a la unidad del cuerpo de Cristo, de la Iglesia de Dios.

El lector atento no dejará de notar el hecho de que el Espíritu de Dios despierta en todas partes la atención sobre el gran asunto de la Iglesia. Los hombres empiezan a darse cuenta de que, acerca de ese tema, existe otra cosa muy distinta de la simple opinión de un individuo o del dogma de un partido. La pregunta: ¿Qué es la Iglesia?, se impone a muchos corazones y exige una respuesta. ¡Qué gracia tener una respuesta tan clara, tan distinta, tan llena de autoridad como la voz de Dios, la voz de las Sagradas Escrituras! ¿No es un privilegio maravilloso cuando, asaltados por todas partes por diferentes congregaciones que se autodenominan Iglesia del Estado, Iglesia Nacional, Iglesia Libre, etc. uno puede afirmar que pertenece a la única verdadera Iglesia del Dios vivo, el Cuerpo de Cristo? Así lo creemos, y estamos completamente convencidos de que solamente ahí está la solución divina a las dificultades de muchos hijos de Dios.

Pero, ¿dónde se halla esa Iglesia? ¿No es inútil buscarla en medio de la ruina y confusión que nos rodean? No, ¡bendito sea Dios!, pues aunque no podemos ver a todos los miembros de la Iglesia reunidos juntos, nuestro privilegio y santo deber es conocer y ocupar el terreno de la Iglesia de Dios, no otro. Y ¿cómo discernir ese terreno? Creemos que el primer paso para ello es mantenerse alejado de todo lo que le sea contrario. No podemos descubrir lo que es verdadero mientras nuestro entendimiento esté oscurecido por lo que es falso; el orden divino es:

Dejad de hacer lo malo; aprended a hacer el bien
(Isaías 1:16-17).

Dios no da luz para dar dos pasos a la vez. Desde el momento en que descubrimos que estamos en un mal terreno, nuestro deber es abandonarlo y esperar en Dios para que nos dé una nueva luz; y él sin duda nos la dará.

  • 1N. del Ed.: Cuando mencionamos la Iglesia de Dios pensamos en el conjunto de los hijos de Dios en toda la tierra y no en una congregación en particular.

La confesión y la restitución

Pero volvamos al examen de nuestro capítulo. “Además habló Jehová a Moisés, diciendo: Dí a los hijos de Israel: El hombre o la mujer que cometiere alguno de todos los pecados con que los hombres prevarican contra Jehová y delinquen, aquella persona confesará el pecado que cometió, y compensará enteramente el daño, y añadirá sobre ello la quinta parte, y lo dará a aquel contra quien pecó. Y si aquel hombre no tuviere pariente al cual sea resarcido el daño, se dará la indemnización del agravio a Jehová entregándola al sacerdote, además del carnero de las expiaciones, con el cual hará expiación por él” (v. 5-8).

La doctrina de la ofrenda por la culpa fue expuesta en nuestro «Estudio sobre el libro del Levítico» en el capítulo 5, al cual remitimos al lector, a fin de no volver sobre temas ya tratados. Solo haremos observar aquí la importante cuestión de la confesión y la restitución. Tanto Dios como el hombre obtienen provecho de la gran ofrenda por el pecado, presentada en la cruz del Calvario; pero, por la cita precedente, sabemos que Dios buscaba la confesión y la restitución cuando se había cometido alguna falta. La sinceridad de la confesión se demostraba por la restitución. A un judío que hubiese cometido un delito contra su hermano, no le bastaba decirle: «Lo siento». Debía restituir lo que había tomado y añadir a ello un quinto de su valor. Y, aun cuando nosotros no estamos bajo la ley, podemos recoger muchas enseñanzas de sus disposiciones; aunque no estamos bajo el tutor, podemos aprender de él buenas lecciones (Gálatas 4:1-2). Si, pues, hemos hecho alguna injusticia a alguien, no basta con confesar nuestro pecado a Dios y a nuestro hermano, también debemos restituir el daño; somos exhortados a demostrar en la práctica que nos hemos juzgado a nosotros mismos en cuanto al asunto en que hemos causado perjuicio.

Una conciencia sensible

Dudamos que este deber sea comprendido como debiera. Tememos que haya una forma de obrar superficial, ligera e inconsiderada en cuanto al pecado y a la caída, que ha de contristar al Espíritu de Dios. Nos contentamos con una simple confesión de labios para afuera, sin tener el corazón lleno del profundo sentimiento de lo malo que es el pecado a los ojos de Dios. El acto mismo no es juzgado en sus raíces morales; y, como consecuencia de esta manera ligera de tratar al pecado, el corazón se endurece y la conciencia pierde su sensibilidad. Esto es muy serio. Hay pocas cosas más preciosas que una conciencia sensible. No nos referimos a una conciencia escrupulosa, que se deja dominar por sus propios caprichos, ni a una conciencia enfermiza que está influida por sus propios temores. Estas dos clases de conciencia son los dos huéspedes más inoportunos y difíciles de soportar. Hablamos de una conciencia sensible, gobernada por la Palabra de Dios, a cuya autoridad siempre se remite. Consideramos este estado sano de la conciencia como un tesoro inapreciable. Ella lo regula todo, toma nota de las menores cosas que se relacionan con nuestra conducta y costumbres diarias: nuestro arreglo personal, nuestra casa, nuestros muebles, nuestra mesa, nuestro estilo, nuestra manera de obrar en los negocios; si nuestra parte es servir a otros, la manera de desempeñar nuestro servicio, sea cual fuere. En otras palabras, todo está sujeto a la influencia moral y sana de una conciencia sensible.

Por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres
(Hechos 24:16).

Esto es lo que debemos desear con ardor. Hay algo moralmente bello y atrayente en ese ejercicio del más grande y dotado siervo de Cristo. Pese a sus notables dones, a sus poderes maravillosos, a su profundo conocimiento de los caminos y consejos de Dios, a todo aquello de lo que tenía que hablar y gloriarse, a todas las sorprendentes revelaciones que se le habían dado en el tercer cielo, Pablo, el más honorable de todos los apóstoles y el más privilegiado de los santos, era diligente en conservar siempre una conciencia sin reproche delante de Dios y de los hombres; y si en un momento de olvido pronunciaba una palabra temeraria, como lo hizo al dirigirse al sumo sacerdote Ananías, estaba inmediatamente dispuesto a confesar y a hacer restitución; de manera que su respuesta inconsiderada: “Dios te golpeará a ti, pared blanqueada”, fue retractada y sustituida por esta palabra de Dios: “No maldecirás a un príncipe de tu pueblo” (Hechos 23:3, 5).

No creemos que Pablo hubiese podido descansar aquella noche con una conciencia tranquila, si no se hubiese retractado de sus palabras. Debe haber confesión cuando hacemos o decimos algo malo; si no hay confesión nuestra comunión se verá interrumpida. No puede haber comunión si el pecado gravita sobre la conciencia por no haber sido confesado. Podemos hablar de ella, pero no será más que una ilusión. Debemos conservar una conciencia pura si queremos andar con Dios. Nada hay tan temible como la insensibilidad moral, una conciencia impura y un sentido moral embotado. Estos permiten pasar toda clase de cosas sin ser juzgadas; y así se puede cometer el pecado, pasar por encima de él y decir fríamente: ¿Qué mal he hecho?

Lector, estemos atentos a todo esto con santa vigilancia. Procuremos cultivar una conciencia sensible. Esto nos exigirá lo que le fue exigido a Pablo: el ejercitarse en la restitución. Pero este es un ejercicio bendito que producirá los más preciados frutos. Esta institución de la ley es de lo más útil como ejemplo para el cristiano de hoy. En efecto, consideramos estas nobles palabras de Pablo como la personificación misma, en forma condensada, de toda la práctica del cristiano. “Tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres” (Hechos 24:16).

Lamentablemente, ¡cuán poco tenemos en cuenta los derechos de Dios o los de nuestro prójimo! ¡Qué lejos está nuestra conciencia de lo que debería ser! Descuidamos deberes de todo género sin ni siquiera darnos cuenta. En tales casos no suele haber ni quebrantamiento de corazón ni contrición ante el Señor. Cometemos faltas en una multitud de cosas y, sin embargo, no hay confesión ni restitución. Se dejan pasar las cosas que deberían ser juzgadas, confesadas y rechazadas. Hay pecado en nuestros actos santos; hay ligereza e indiferencia de espíritu en la asamblea y en la mesa del Señor; defraudamos a Dios de diferentes maneras; meditamos en nuestros propios pensamientos, hablamos nuestras propias palabras, cumplimos nuestros propios deseos; y ¿qué es todo esto sino defraudar a Dios, si tenemos en cuenta que no somos nuestros, sino que hemos sido comprados por precio?

Pues bien, esa conducta solo puede impedir nuestro progreso espiritual, contrista al Espíritu de Dios y obstaculiza el ministerio de la gracia de Cristo en favor de nuestras almas, el único por el cual crecemos en él. Por diversas porciones de la Palabra de Dios sabemos cuánto aprecia él un espíritu sensible y un corazón humilde. “Miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra” (Isaías 66:2). Dios puede habitar con un hombre así. Pero no puede tener comunión con el endurecimiento y la insensibilidad, con la frialdad y la indiferencia. Ejercitémonos, pues, para tener siempre una conciencia irreprochable y pura ante Dios y ante nuestros semejantes.

La prueba de los celos

Finalmente, la tercera y última parte de nuestro capítulo nos enseña una lección profundamente seria, sea que la consideremos desde el punto de vista de las dispensaciones o desde el punto de vista moral. Contiene el texto de la gran ordenanza establecida para la prueba de los celos. El lugar que ocupa aquí es notable. En la primera parte (cap. 5:1-4) tenemos el enjuiciamiento colectivo del mal; en la segunda (v. 5-10), el enjuiciamiento individual de uno mismo, la confesión y la restitución; y en la tercera (v. 11-31) se nos enseña que Dios no puede soportar ni siquiera la simple sospecha de mal.

Creemos, sin embargo, que esta ordenanza tiene un alcance dispensacional acerca de la relación de Dios con Israel. A menudo los profetas hablan de la conducta de Israel, considerado como una esposa, y de los celos de Jehová al respecto. No vamos a citar esos pasajes, pero el lector los hallará en numerosos textos de Jeremías y Ezequiel. Israel no pudo resistir la prueba escrutadora de las aguas amargas. Su infidelidad fue puesta de manifiesto, infringió sus votos. Se desvió de su Marido, el Santo de Israel, cuyos ardientes celos se derramaron sobre la nación infiel. Dios es celoso y no puede tolerar que el corazón que él reclama como propiedad suya sea dado a otro.

Vemos, pues, que esa ordenanza para la prueba de los celos lleva en sí el sello de un carácter divino que encaja plenamente con los pensamientos y los sentimientos de un esposo ultrajado, e incluso de aquel que sospecha una infidelidad. La simple sospecha es intolerable, y cuando ella se posesiona del corazón, la cuestión debe ser escrupulosamente examinada hasta el fondo.

La esposa sobre quien recaía la sospecha debía ser sometida a un proceso de naturaleza tan rigurosa que solo la inocencia podía soportar. Si había un rasgo de culpabilidad, las aguas amargas irían a buscar a esta culpable en las mismas profundidades del alma y la pondrían enteramente al descubierto. No había ninguna posibilidad de escape para la culpable, y podemos decir que este mismo hecho hacía tanto más triunfante la justificación de la inocente.

El mismo procedimiento que descubría la culpabilidad de la transgresora ponía de manifiesto la inocencia de la fiel. Para aquel que tiene perfecta conciencia de su integridad, cuanto más rigurosa sea la investigación, con tanto más agrado es aceptada. De haber sido posible que una culpable escapara, por cualquier defecto en el modo de hacer la prueba, esto solo habría servido contra la inocente. Pero el procedimiento era divino y, por consiguiente, perfecto. Por eso, cuando la mujer sospechosa salía de ella sana y salva, su fidelidad quedaba visiblemente demostrada y le era devuelta una completa confianza.

¡Qué gracia haber tenido un modo tan perfecto de resolver los casos dudosos! La sospecha es el golpe de muerte de toda intimidad afectuosa, y Dios no quería que ella existiese en medio de su congregación. Él no solo quería que su pueblo juzgase el mal colectivamente, y que se juzgasen a sí mismos individualmente, sino que allí donde hubiese la sola sospecha del mal, sin que la evidencia apareciese, daba un método de prueba que ponía la verdad al descubierto. La culpable debía beber la muerte1 , y luego de haberla bebido encontraba en ella el juicio. La fiel bebía la muerte y en ella encontraba la victoria.

  • 1El “polvo” tomado del suelo del tabernáculo puede ser considerado como una figura de la muerte. “Me has puesto en el polvo de la muerte” (Salmo 22:15). El “agua” simboliza la Palabra que, siendo empleada para obrar sobre la conciencia por el poder del Espíritu Santo, lo pone todo de manifiesto. Si existe alguna infidelidad hacia Cristo, verdadero Esposo de su Iglesia (Efesios 5:23-30), ella debe ser juzgada enteramente. Esto es aplicable al pueblo de Israel, a la Iglesia de Dios y al creyente individualmente. Si el corazón no es fiel a Cristo, no podrá resistir el poder escrutador de la Palabra; pero si existe la verdad en las partes más íntimas del alma, cuanto más sea probada y sondeada, mejor será para ella. Qué bendición cuando sinceramente podemos decir: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Salmo 139:23-24).