Las ciudades dadas a los levitas
Las primeras líneas de este interesante capítulo ponen ante nosotros una misericordiosa provisión de Dios en favor de los levitas, sus servidores. Cada una de las tribus de Israel, según su capacidad, tenía el privilegio, por no decir la obligación, de proporcionar a los levitas cierto número de ciudades con sus alrededores. “Todas las ciudades que daréis a los levitas serán cuarenta y ocho ciudades con sus ejidos. Y en cuanto a las ciudades que diereis de la heredad de los hijos de Israel, del que tiene mucho tomaréis mucho, y del que tiene poco tomaréis poco; cada uno dará de sus ciudades a los levitas según la posesión que heredará” (v. 7-8).
Los servidores de Jehová dependían enteramente de él para su porción. No tenían heredad ni posesión, salvo en Dios. ¡Pero qué bendita heredad y qué preciosa porción! No hay otra semejante según el criterio de la fe. Bienaventurados todos los que pueden decir realmente al Señor: Tú eres
la porción de mi herencia y de mi copa
(Salmo 16:5).
Dios tenía cuidado de sus siervos y permitía que toda la congregación de Israel gustara del privilegio sagrado de unirse a él para proveer a las necesidades de aquellos que se habían dado voluntariamente a su servicio, abandonando todo lo demás.
Así, pues, se nos dice que entre las doce tribus de Israel debían dar a los levitas cuarenta y ocho ciudades con sus ejidos y de entre ellas los levitas tenían el privilegio de designar seis ciudades que sirvieran de refugio al desgraciado homicida. ¡Qué misericordiosa provisión con un origen y un objetivo tan admirables!
Las ciudades de refugio
Las ciudades de refugio estaban situadas así: tres al este y tres al oeste del Jordán. Que Rubén, Gad y la media tribu de Manasés tuvieran razón o no al establecerse al oriente de este límite divisorio, aquí no importaba. Dios en su misericordia no quiso dejar sin refugio al homicida contra el vengador de la sangre. Al contrario, según su amor, quiso que esas ciudades designadas como refugios para el homicida estuvieran ubicadas en sitios estratégicos. Siempre había una ciudad al alcance del que pudiese estar expuesto a la espada del vengador de la sangre. Ello era digno de nuestro Dios. Si un homicida caía en manos del vengador de la sangre, no era porque hubiera faltado el refugio, sino porque no había sabido aprovecharlo. Se habían tomado todas las precauciones necesarias, las ciudades tenían su nombre, estaban bien definidas y eran conocidas públicamente. Todo se había dispuesto de la manera más clara, sencilla y fácil posible; esos eran los caminos misericordiosos de Dios.
Ciertamente era deber del homicida emplear toda su energía para alcanzar el territorio sagrado, y sin duda lo hacía. No es probable que alguno hubiese sido tan ciego e insensato como para cruzarse de brazos con indiferencia, y decir: «Si estoy destinado a escapar, escaparé; no necesito esforzarme. Y si no debo escapar, seguramente no escaparé; así que mis esfuerzos son inútiles». No podemos imaginar que un homicida hablara así. Sabía muy bien que si el vengador de la sangre lograba poner la mano sobre él, esas ideas no le servirían de nada. Solo una cosa podía salvarle la vida: huir del juicio inminente para alcanzar un abrigo seguro dentro de las puertas de la ciudad de refugio. Una vez allí, podía respirar libremente; ningún mal podía alcanzarle, allí estaba perfectamente seguro. Si se le hubiera tocado un solo cabello de su cabeza dentro de los límites de la ciudad, hubiese sido un deshonor y una vergüenza para lo que Dios había instituido. Es verdad que debía tener cuidado; no debía atreverse a salir fuera de sus puertas, dentro, estaba absolutamente seguro; fuera, estaba completamente expuesto. Estaba desterrado de la casa paterna, ni siquiera podía visitar a sus amigos. No obstante, no era un prisionero sin esperanza, aunque no estaba en su casa ni con sus seres queridos. Debía permanecer allí hasta la muerte del sumo sacerdote; después quedaría completamente libre y podría recuperar su heredad en medio de su pueblo.
Creemos que esta bendita institución se refiere especialmente a Israel. Ellos mataron al Príncipe de la vida; pero se trata de saber cómo son considerados por Dios; ¿como asesinos o como homicidas involuntarios? Si es como asesinos no puede haber refugio, no hay esperanza para ellos. Ningún asesino podía acogerse a una ciudad de refugio. Aquí está la ley sobre esto en Josué 20: “Habló Jehová a Josué, diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles: Señalaos las ciudades de refugio, de las cuales yo os hablé por medio de Moisés, para que se acoja allí el homicida que matare a alguno por accidente y no a sabiendas; y os servirán de refugio contra el vengador de la sangre. Y el que se acogiere a alguna de aquellas ciudades, se presentará a la puerta de la ciudad, y expondrá sus razones en oídos de los ancianos de aquella ciudad; y ellos le recibirán consigo dentro de la ciudad, y le darán lugar para que habite con ellos. Si el vengador de la sangre le siguiere, no entregarán en su mano al homicida, por cuanto hirió a su prójimo por accidente, y no tuvo con él ninguna enemistad antes. Y quedará en aquella ciudad hasta que comparezca en juicio delante de la congregación, y hasta la muerte del que fuere sumo sacerdote en aquel tiempo; entonces el homicida podrá volver a su ciudad y a su casa y a la ciudad de donde huyó” (v. 1-6).
Pero, para el asesino, la ley era rigurosamente inflexible: “El homicida morirá. El vengador de la sangre, él dará muerte al homicida; cuando lo encontrare, él lo matará” (Números 35:18-19).
El homicida involuntario: Israel bajo la gracia
Israel, pues, por la benévola gracia de Dios, será tratado como un homicida involuntario y no como un asesino:
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lucas 23:34).
Esas poderosas palabras subieron a los oídos y al corazón del Dios de Israel. Fueron oídas; su eficacia fue, es y será demostrada en la historia de la casa de Israel. Ese pueblo está actualmente bajo la custodia de Dios. Están desterrados del país y de la casa de sus padres; pero viene el tiempo en el que serán restablecidos en su país, no por la muerte del sumo sacerdote ¡bendito sea su nombre inmortal!, él no puede morir ya más, sino porque dejará el lugar que ahora ocupa y se presentará con un nuevo carácter, como Sacerdote Real, para sentarse en su trono. Entonces, y no antes1 , Israel volverá a su patria perdida por tanto tiempo y a su heredad abandonada. El homicida involuntario debe quedar fuera de su casa hasta el tiempo señalado; pero no será tratado como asesino, porque lo hizo sin saberlo. “Mas fui recibido a misericordia”, dice el apóstol Pablo, hablando como un ejemplo para Israel “porque lo hice por ignorancia, en incredulidad” (1 Timoteo 1:13). “Mas ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes” (Hechos 3:17).
Esos pasajes, unidos a la preciosa intercesión de Aquel que fue inmolado, colocan a Israel, de la manera más clara, en el terreno del homicida involuntario y no en el del asesino. Dios ha provisto un refugio y un amparo a su pueblo amado, de manera que, a su debido tiempo, volverán a sus moradas perdidas por tanto tiempo, en aquella tierra que Dios dio para siempre a su amigo Abraham.
- 1N. del Ed.: Al principio del Milenio Dios establecerá firme y definitivamente al pueblo de Israel en su tierra, en donde gozará de toda bendición. Desde el siglo pasado, muchos judíos vuelven a su tierra (en 1948 se fundó el Estado de Israel) pero de momento ese retorno se hace en la incredulidad. Después del arrebatamiento de la Iglesia estos judíos pasarán en su país por la Tribulación.
Nuestro refugio es Cristo
Creemos que esta es la verdadera interpretación de la institución de las ciudades de refugio. Si debiéramos considerarla como susceptible de aplicarse al caso del pecador que busca su refugio en Cristo, solo podría ser de una manera excepcional, pues nos veríamos rodeados por puntos de contraste más bien que de semejanza. En primer lugar, el homicida en la ciudad de refugio, según lo leemos en Josué 20:6, no estaba exento de juicio. En cambio, para el creyente en Jesús no hay ni puede haber juicio alguno, por la más sencilla de las razones: Cristo sufrió el juicio en su lugar. Había también la posibilidad de que el que había causado una muerte por descuido, cayese en manos del vengador de la sangre si se atrevía a salir fuera de las puertas de la ciudad. El creyente en Jesús no puede perecer jamás; está en la misma seguridad que el propio Salvador.
Finalmente, en cuanto al homicida por ignorancia, se trataba solo de la seguridad y de la vida temporales en este mundo. Para el creyente en Jesús, se trata de una vida y una salvación eternas en el mundo futuro. Por lo tanto, en casi todos sus detalles existe un contraste notable más bien que una analogía.
Un solo punto importante es común a los dos casos: el de la exposición a un peligro inminente y la necesidad apremiante de huir para encontrar el refugio. Así como hubiera sido una locura por parte del homicida detenerse o dudar un momento antes de entrar en la ciudad de refugio, sería una locura peor por parte del pecador tardar o dudar en dirigirse a Cristo. El vengador quizá no lograra echar mano del homicida, aunque este no se hubiera acogido a una ciudad de refugio; pero el juicio debe alcanzar inevitablemente a todo pecador que esté fuera de Cristo. No hay forma de escapar. ¡Qué terrible pensamiento, ojalá que tenga verdadera importancia para cualquiera de nuestros lectores que aún esté en sus pecados! ¡Que no encuentre un solo momento de tranquilidad hasta que haya huido en busca del refugio, para hacer suya la esperanza que le es ofrecida en el Evangelio! El juicio está suspendido, seguro, cierto, solemne. No se trata tan solo de que el vengador puede venir, sino que el juicio debe caer sobre todos los que están fuera de Cristo.
¡Oh, lector no convertido, descuidado o ligero! Si este libro llega a sus manos, atienda a la voz de advertencia: ¡Huya para salvar su vida! ¡Le suplicamos que no tarde! La tardanza es locura, y cada momento es precioso. No sabe la hora en la que puede ser cosechado por la muerte y enviado a donde ningún rayo de luz, ni siquiera el más leve fulgor de esperanza podría llegarle; en aquel lugar de eterna noche, de eterna desgracia, y de eterno tormento.
Muy amado amigo, le suplicamos que acuda a Cristo ahora, tal como es usted, quien está con los brazos abiertos y el corazón lleno de afecto, dispuesto a recibirle y ampararle, a salvarle, a bendecirle según todo el amor de su corazón y la perfecta eficacia de su nombre y de su sacrificio. Que Dios, el Espíritu eterno, por su irresistible poder, lo empuje a acudir ahora: “Venid a mí”, dice el Salvador lleno de amor, “todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28). ¡Preciosas palabras que deseamos caigan con poder divino en más de un corazón fatigado!