Estudio sobre el libro de los Números

Números 19

La vaca alazana

Tenemos ante nuestros ojos una de las partes más importantes del libro de los Números. En ella se nos ofrece la ordenanza muy interesante e instructiva de la “vaca alazana”1 . En los siete primeros capítulos de Levítico tenemos una exposición detallada de la doctrina del sacrificio; sin embargo, no hay en ella ninguna alusión a la “vaca alazana”. ¿Por qué? ¿Qué debemos aprender del hecho de que esta hermosa ordenanza sea presentada en este libro y no en otra parte? Creemos que este hecho proporciona una nueva y relevante prueba del carácter distintivo de nuestro libro. La vaca alazana es un tipo que pertenece eminentemente al desierto. Era el recurso de Dios contra las manchas contraídas en el camino. Viene a ser un símbolo de la muerte de Cristo para purificación de los pecados, como respuesta a nuestras necesidades durante la peregrinación a través de un mundo corrompido, para llegar a nuestra patria celestial. Es, pues, una figura muy instructiva que descubre una verdad preciosa. ¡Quiera el Espíritu Santo, el cual nos ha dado el conocimiento de ella, explicarla y aplicarla a nuestras almas!

“Jehová habló a Moisés y a Aarón, diciendo: Esta es la ordenanza de la ley que Jehová ha prescrito, diciendo: Di a los hijos de Israel que te traigan una vaca alazana, perfecta, en la cual no haya falta, sobre la cual no se haya puesto yugo” (v. 1-2).

  • 1N. del Ed.: Fue un sacrificio único; una ordenanza de una forma excepcional de una ofrenda por el pecado.

Cristo, una víctima sin tacha y que jamás llevó el yugo del pecado

Si contemplamos al Señor Jesús con los ojos de la fe, no vemos en él tan solo a Aquel que era sin mancha en su santa persona, sino también a quien jamás llevó el yugo del pecado. El Espíritu Santo es un celoso guardián de la gloria de Cristo; se agrada en presentarlo con toda su excelencia y su valor supremo. Es por algo que todos los símbolos e imágenes destinados a representar a Cristo siempre testifican acerca de esta extrema solicitud. Sabemos por la vaca alazana que nuestro bendito Salvador no solo era intrínsecamente puro y sin mancha en cuanto a su naturaleza humana, sino que, en cuanto a su nacimiento y a sus relaciones de familia, también se mantuvo perfectamente limpio de toda huella y apariencia de pecado. El yugo de la iniquidad jamás pesó sobre su sagrado cuello. Cuando hablaba de su “yugo” (Mateo 11:29), se refería al yugo de una sumisión implícita a la voluntad del Padre en todas las cosas. Desde el pesebre en el que descansó como débil niño hasta la cruz, donde murió como víctima, este fue el único yugo que llevó, el que jamás dejó un instante.

Si bien él fue a la cruz para expiar nuestros pecados y para poner los fundamentos de nuestra perfecta purificación de todo pecado, lo hizo como Aquel que jamás había llevado el yugo del pecado. Él era “sin pecado”, y, como tal, completamente capaz de llevar a cabo la grande y gloriosa obra de la expiación. “En la cual no haya falta, sobre la cual no se haya puesto yugo” (v. 2). También es necesario recordar y sopesar la fuerza de las expresiones “en la cual” y “sobre la cual”. Estas dos expresiones son empleadas por el Espíritu Santo para mostrar la perfección de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, quien no solo era sin tacha interiormente, sino que estaba también exteriormente libre de todo rasgo de pecado. Ni en su Persona, ni en sus relaciones, estuvo sujeto a las exigencias del pecado o de la muerte. Asumió con toda realidad nuestras circunstancias y nuestra condición, pero no hubo pecado en él, y el yugo del pecado no pesó sobre él.

“Y la daréis a Eleazar el sacerdote, y él la sacará fuera del campamento, y la hará degollar en su presencia” (v. 3). En el sacerdote y en la víctima tenemos un doble tipo de la Persona de Cristo. Él era a la vez víctima y sacerdote. Sin embargo, no entró en sus funciones sacerdotales antes de que su obra como víctima estuviera cumplida. Esto es lo que explica la expresión del fin del versículo 3: “La hará degollar en su presencia”. La muerte de Cristo se cumplió en la tierra, y, por lo tanto, no podía ser representada como un acto del sacerdocio, ya que es el cielo, y no la tierra, la esfera de su servicio como sacerdote. El escritor inspirado, en su carta a los Hebreos, declara expresamente, como resumen de un completo razonamiento, que “tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre. Porque todo sumo sacerdote está constituido para presentar ofrendas y sacrificios; por lo cual es necesario que también este tenga algo que ofrecer. Así que, si estuviese sobre la tierra, ni siquiera sería sacerdote, habiendo aún sacerdotes que presentan las ofrendas según la ley” (Hebreos 8:1-4). “Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención”. “Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios” (cap. 9:11-12, 24).

Pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios (cap. 10:12).

Estos pasajes, comparados con el versículo 3 de nuestro capítulo, nos enseñan dos cosas: que la muerte de Cristo no se nos presenta como un acto particular y ordinario de su ministerio sacerdotal, y, además, que es el cielo y no la tierra, la esfera de este ministerio. Nada hay de nuevo en estas afirmaciones que otros han adelantado en difíciles ocasiones, pero conviene subrayar todo cuanto tiende a demostrar la divina perfección y precisión de las Santas Escrituras. ¿No es interesante encontrar una verdad, que brilla con fulgor en las páginas del Nuevo Testamento, implícita en alguna ordenanza o ceremonia del antiguo pacto? Descubrimientos así siempre son bienvenidos para un discípulo de la Palabra. La verdad es la misma dondequiera que se la encuentre; pero cuando se revela con claridad en el Nuevo Testamento y también aparece prefigurada en el Antiguo, entonces, además de quedar confirmada por este medio, sirve para demostrar la unidad del libro entero.

Cristo padeció “fuera de la puerta”

El lugar donde se llevaba a cabo la muerte de la víctima también debe llamar nuestra atención. “Y él la sacará fuera del campamento”. El sacerdote y la víctima no solamente son identificados y forman un solo tipo de Cristo, sino que se añade: “Y la hará degollar en su presencia” (v. 3), porque la muerte de Cristo no podía ser representada como un acto del sacerdocio. Esta maravillosa exactitud solo puede hallarse en un libro en el cual cada línea proviene de Dios mismo. Si se hubiera escrito: “Él la degollará”, el capítulo 19 de Números hubiese estado en desacuerdo con la carta a los Hebreos; mientras que aquí la armonía del libro resplandece gloriosamente. ¡Que podamos recibir la gracia de comprenderla y de gozarla!

En realidad, Jesús sufrió fuera de la puerta:

Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta
(Hebreos 13:12).

Tomó una posición de separación absoluta, desde donde dirige su voz a nuestros corazones. ¿No deberíamos considerar con más atención el sitio donde Jesús murió? ¿Podríamos contentarnos con disfrutar los beneficios de su muerte, sin procurar tener comunión con él en su rechazo? ¡No lo permita Dios! “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio” (v. 13)1 . Estas palabras tienen un poder inmenso. Deberían motivarnos, moral y espiritualmente a procurar una identificación más completa con nuestro Salvador rechazado. ¿Podemos verle morir fuera de la puerta y queremos cosechar los beneficios de su muerte permaneciendo en el campamento, sin llevar su oprobio? ¿Buscaremos una morada, un lugar, un nombre, una posición en este mundo donde nuestro Señor y Maestro fue rechazado? ¿Desearemos prosperar en un mundo que, aun hoy día, no toleraría a nuestro Amado a quien debemos la felicidad presente y eterna? ¿Aspiraremos a los honores, a la posición, a la riqueza aquí en la tierra, donde nuestro Señor no encontró más que un pesebre, una cruz y una tumba prestada? Que nuestros corazones digan: ¡Ni pensarlo siquiera! Y que nuestra vida pueda decir: ¡De ninguna manera! Ojalá podamos, por la gracia de Dios, dar una respuesta más categórica a este llamamiento del Espíritu: “Salgamos”.

Lector cristiano, no olvidemos nunca que, cuando consideramos la muerte de Cristo, vemos dos cosas: la muerte de una víctima y la muerte de un mártir; una víctima por el pecado y un mártir (testigo) por la justicia y, en consecuencia, muerto bajo la mano del hombre, y una víctima bajo el juicio de Dios. Él sufrió por el pecado para que nosotros no suframos jamás. ¡Bendito sea su nombre para siempre! Pero podemos compartir con él sus sufrimientos como mártir, sus sufrimientos por la justicia bajo la mano del hombre.

Porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo, no solo que creáis en él, sino también que padezcáis por él 
(Filipenses 1:29).

Es un honor sufrir por Cristo. ¿Lo apreciamos así?

  • 1El “campamento”, en este pasaje, se refiere al judaísmo; pero tiene una aplicación moral a todo sistema religioso establecido por el hombre y gobernado por el espíritu y los principios del presente siglo malo.

El valor de la muerte de Cristo

Al contemplar la muerte de Cristo tal como está simbolizada en la ordenanza de la vaca alazana, vemos no solo la completa supresión del pecado, sino también el juicio del presente siglo malo:

El cual se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre
(Gálatas 1:4).

Las dos cosas ha reunido aquí Dios, y nosotros no deberíamos separarlas nunca. Tenemos el juicio del pecado, desde su raíz hasta sus últimas ramificaciones, y luego el juicio de este mundo. El primero da un descanso perfecto a la conciencia cargada, mientras que el otro libera el corazón de las influencias seductoras del mundo en sus formas más variadas. Aquel purifica la conciencia de todo sentimiento de culpabilidad y este rompe las cadenas que sujetan el corazón al mundo.

A menudo encontramos almas sinceras que han sido despertadas por el poder del Espíritu Santo pero que aún no han conocido, para el descanso de sus turbadas conciencias, el pleno valor de la muerte expiatoria de Cristo, que abolió para siempre todos sus pecados y los acercó a Dios sin una mancha en el alma o en la conciencia. Si el estado actual del lector es ese, debería considerar la primera parte del versículo: “El cual se dio a sí mismo por nuestros pecados”. Esta es una afirmación de las más benditas para un alma turbada que resuelve toda la cuestión de nuestros pecados. Si es verdad que Cristo se entregó a sí mismo por mis pecados, no me queda más que alegrarme por el hecho precioso de que todos mis pecados han sido borrados. El que tomó mi lugar, el que cargó con mis pecados, el que sufrió por mí, está ahora a la diestra de Dios, coronado de gloria y honor y eso me basta. Mis pecados han sido quitados para siempre; si así no fuera, Cristo no estaría donde está actualmente. La corona de gloria que ciñe sus sienes sagradas es la prueba de que mis pecados han sido expiados, así que una paz perfecta es mi porción, una paz tan perfecta como solo la obra de Cristo puede hacer.

Pero no olvidemos jamás que la misma obra que ha quitado para siempre nuestros pecados, también nos ha liberado del presente siglo malo, las dos cosas van juntas. Cristo no solo me ha liberado de las consecuencias de mis pecados, sino también del poder actual del pecado, de las exigencias e influencias del sistema al que la Escritura llama “mundo”. Todo esto se verá más claro al continuar con el examen de nuestro capítulo.

La sangre rociada

“Y Eleazar el sacerdote tomará de la sangre con su dedo, y rociará hacia la parte delantera del tabernáculo de reunión con la sangre de ella siete veces” (v. 4). Aquí tenemos el fundamento sólido de toda purificación verdadera. El símbolo que tenemos ante nuestros ojos solo trata la cuestión de santificación “para la purificación de la carne” (Hebreos 9:13). Pero debemos ver la realidad más allá del tipo, debemos ver la sustancia o cuerpo por encima de la sombra que proyecta. En la sangre de la vaca alazana rociada siete veces delante del tabernáculo de reunión, tenemos una figura de la perfecta presentación de la sangre de Cristo ante Dios, como el único lugar de encuentro entre Dios y la conciencia. El número siete, como ya lo sabemos, expresa perfección divina. Aquí se trata de la muerte de Cristo en propiciación por el pecado, presentada en toda su perfección a Dios y aceptada así por Dios. Todo descansa en este principio divino. La sangre fue derramada; luego fue presentada a un Dios santo como una perfecta expiación por el pecado. Esto, aceptado sencillamente por la fe, debe liberar la conciencia de todo sentimiento de culpabilidad, o de todo temor a la condenación. Ya no hay nada ante Dios sino la perfecta obra expiatoria de Cristo. El pecado ha sido completamente borrado por la preciosa sangre de Cristo. Creer esto es entrar en una completa tranquilidad de conciencia.

El lector observará que en este capítulo no se hace ninguna otra alusión a la aspersión de la sangre, lo cual está de acuerdo con la doctrina expuesta en la carta a los Hebreos, capítulos 9 y 10. Esto es una nueva prueba de la armonía de las Escrituras. Como el sacrificio de Cristo ha sido perfecto y aceptado, no hay necesidad de que se repita. Su eficacia es eterna y divina: “Estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención. Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociada a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Hebreos 9:11-14). Note la fuerza de las palabras “una vez para siempre” y “eterna”. Vea cómo muestran la perfección y eficacia divinas del sacrificio de Cristo. La sangre fue derramada una vez para siempre. Pensar en repetir esta gran obra sería negar su valor eterno y rebajarla al nivel de la sangre de los toros y de los machos cabríos.

Continuemos: “Fue, pues, necesario que las figuras de las cosas celestiales fuesen purificadas así; pero las cosas celestiales mismas, con mejores sacrificios que estos. Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios; y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. De otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo; pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Hebreos 9:23-26). El pecado, pues, ha sido abolido. No puede ser abolido y estar al mismo tiempo en la conciencia del creyente. Esto está claramente establecido en los versículos 27 y 28: “Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio, así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan”.

Hay algo maravilloso en el cuidado paciente con que el Espíritu Santo trata todo este tema. Expone y desarrolla la gran doctrina de la perfección del sacrificio de manera que convenza al alma y alivie a la conciencia de su pesada carga. Así es la superabundante gracia de Dios: Cristo no solamente cumplió la obra de la redención eterna para nosotros, sino que de la manera más paciente y completa ha tratado, razonado y probado esta cuestión para no dejar el más mínimo lugar a ninguna objeción. Escuchemos sus otros poderosos razonamientos, y que el Espíritu los aplique con poder al corazón del lector reverente.

“Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan. De otra manera cesarían de ofrecerse, pues los que tributan este culto, limpios una vez, no tendrían ya más conciencia de pecado. Pero en estos sacrificios cada año se hace memoria de los pecados; porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados” (Hebreos 10:1-4). Lo que la sangre de los toros y de los machos cabríos jamás podía hacer, la sangre de Jesús lo hizo una vez para siempre. Toda la sangre que corrió en su tiempo alrededor de los altares de Israel, los millones de sacrificios ofrecidos según las exigencias del rito mosaico, no pudieron borrar ni una sola mancha de la conciencia, ni dar a un Dios que aborrece el pecado el derecho de recibir a un pecador. “Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí… En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:5-10). Notemos el contraste: Dios no sentía agrado por los continuos sacrificios ofrecidos bajo la ley. Estos dejaban inconclusa la obra que él se había propuesto llevar a cabo por su pueblo, es decir, liberarlos completamente de la pesada carga del pecado y acercarlos a él con perfecta paz de conciencia y libertad de corazón.

Esto es lo que Jesús hizo por la sola ofrenda de su preciosa sangre. Él cumplió la voluntad de Dios; y, bendito sea su nombre para siempre, no tiene necesidad de repetir su obra. Podemos negarnos a creer que la obra esté hecha, a someter nuestra alma a su eficacia, a entrar en el descanso que ella puede comunicar, y gozar de la santa libertad de espíritu que es capaz de darnos, pero eso no es obstáculo para que la obra siga siendo ofrecida a nuestra fe, según su imperecedero valor a los ojos de Dios. Los argumentos del Espíritu en cuanto a esa obra subsisten también con toda su fuerza y su claridad innegables; y ni las tenebrosas sugestiones de Satanás ni nuestros propios razonamientos de incredulidad podrán hacer mella a estas verdades. Podrán impedir que algunas almas gocen de la gracia, y tristemente así sucede, pero la verdad sigue inalterable. “Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:11-14). Gracias a la sangre de Cristo se nos ha comunicado una eterna perfección; y podemos añadir que, también por esa sangre, nuestras almas pueden gustar esa perfección. Nadie se imagine que honrará la obra de Cristo, o respetará el testimonio del Espíritu Santo acerca de la efusión y la aspersión de la sangre de Cristo, mientras rehúse aceptar la remisión de pecados entera y perfecta que le es proclamada y ofrecida por la sangre de la cruz. Negar lo que la gracia de Dios ha hecho por nosotros en Cristo, y que el Espíritu eterno presenta a nuestras almas en las páginas del libro inspirado, no es un signo de verdadera piedad o de religión pura.

Palabras de ánimo para el lector intranquilo

Lector cristiano, investigador inquieto, ¿no es triste que, si bien la Palabra de Dios nos presenta a Cristo sentado a la diestra de Dios en virtud de una redención cumplida, no estemos, en el fondo, mucho más aventajados que los judíos quienes solo tenían un sacerdote humano que se mantenía de pie cada día, haciendo el servicio y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios?

Nosotros tenemos un sacerdote divino sentado a perpetuidad. Ellos tenían un sacerdote humano que jamás podía, durante el desempeño de sus funciones, estar sentado. Y sin embargo, en lo concerniente al estado del espíritu y la condición real del alma y de la conciencia, no estamos en mejor situación que ellos. ¿Cómo es posible que, con un sacrificio perfecto en el cual podemos apoyarnos, nuestras almas no conozcan un reposo perfecto? El Espíritu Santo, según hemos visto en las citas extraídas de la epístola a los Hebreos, no ha omitido nada para satisfacer nuestras almas en cuanto a la abolición del pecado por la preciosa sangre de Cristo. ¿Por qué, pues, no podría usted, desde este momento, gozar de una perfecta paz de conciencia? ¿La sangre de Jesús no ha hecho por usted más de lo que pudo hacer la sangre de un toro por un adorador judío?

Sin embargo, puede ser que el lector se sienta inclinado a respondernos: «No dudo de la eficacia de la sangre de Jesús. Creo que limpia de todo pecado. Creo plenamente que todos los que ponen su confianza en esa sangre son perfectamente salvos y serán dichosos por la eternidad. Para mí la dificultad no está ahí. Lo que me atormenta no se relaciona con la eficacia de la sangre, en la que creo plenamente, sino con mi falta de muestras satisfactorias de interés personal en esta sangre. Esta es la razón de todas mis dificultades. La doctrina de la sangre es clara como el pleno día; pero el problema de mi interés en esa sangre está rodeado de una desesperante oscuridad».

Si esos son los sentimientos del lector acerca de este asunto tan importante, es necesario que reflexione atentamente en el versículo 4 de este capítulo. Allí verá que la verdadera base de toda purificación se encuentra en esto: que la sangre de la propiciación ha sido presentada a Dios y aceptada por él. Esta es una verdad preciosa pero poco comprendida.

Es muy importante que el alma intranquila tenga una visión clara acerca del tema de la expiación. A todos nos es muy natural ocuparnos en nuestros pensamientos y sentimientos acerca de la sangre de Cristo, más bien que en la sangre misma y en los pensamientos de Dios respecto a ella. Si la sangre ha sido perfectamente presentada a Dios, si él la ha aceptado, si se ha glorificado a sí mismo aboliendo el pecado, entonces ¿qué queda para una conciencia entrenada por Dios, sino encontrar un descanso perfecto en lo que ha satisfecho todos los derechos de Dios, en armonía con todos sus atributos, estableciendo ese maravilloso terreno en el que pueden encontrarse un Dios aborrecedor del pecado y un pobre pecador perdido en el pecado? ¿Por qué mezclar con esto lo que yo sienta por esa sangre, como si esta obra no estuviera completa sin algo de mi parte, sea que lo llamemos mi interés, mis sentimientos, mi experiencia, mis apreciaciones, o el uso que de ella haga? ¿Por qué no descansar solo en Cristo? Esto sería realmente tener interés en él. Pero, desde el momento en que el corazón anda ocupado en su propio interés, desde que la mirada se desvía del objeto divino que la Palabra de Dios y el Santo Espíritu nos presentan, entonces sobrevienen las tinieblas espirituales y la confusión; luego el alma, en vez de regocijarse en la perfección de la obra de Cristo, se atormenta mirando la imperfección de sus pobres sentimientos.

Gracias a Dios, tenemos aquí el fundamento estable de la “purificación del pecado” y de la paz perfecta para la conciencia. La obra expiatoria está hecha; todo está cumplido. Cristo, que es la realidad de lo figurado por la vaca alazana, fue inmolado. Él se entregó a la muerte bajo la ira y el juicio de un Dios justo, para que todos los que pongan su confianza en él puedan conocer, en lo más íntimo de sus almas, la purificación divina y la paz perfecta. Somos purificados en cuanto a la conciencia, no por lo que pensemos acerca de la sangre, sino por la sangre misma. Debemos insistir en ello. Dios mismo ha hecho valer nuestro título, y este título se encuentra solo en la sangre. ¡Qué consuelo da la preciosa sangre de Jesús a toda alma turbada, haciéndole reposar confiadamente en su eterna eficacia! ¿Por qué es tan poco comprendida y apreciada la bendita doctrina de la sangre? ¿Por qué se persiste en querer mezclarla con otras cosas? Quiera el Espíritu Santo guiar a todos los lectores intranquilos a fijar sus corazones y sus conciencias en el sacrificio expiatorio del Cordero de Dios.

Las cenizas

Así como en la sangre tenemos la muerte de Cristo, quien se dio en sacrificio como la única y perfecta purificación del pecado, en las cenizas tenemos el recuerdo y la eficacia de esta muerte, aplicados al corazón por el Espíritu de Dios mediante la Palabra, para quitar las manchas contraídas en nuestro caminar diario. Esto añade una gran perfección y belleza a nuestro tipo, ya de por sí tan interesante. Dios no solo ha provisto para los pecados pasados, sino también para las manchas actuales, a fin de que podamos estar siempre delante de él gracias al valor de la obra de Cristo. Él quiere que pisemos el atrio de su santuario, el acceso a su sagrada presencia, sabiendo que estamos enteramente limpios. Porque no solo él nos ve así, sino que, bendito sea su nombre, desea que en lo íntimo de nuestra conciencia nos veamos tal como él nos ve. Quiere darnos por su Espíritu, mediante la Palabra, un profundo sentimiento de nuestra pureza a sus ojos, a fin de que la corriente de nuestra comunión con él pueda correr limpia y sin obstáculos.

Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado
(1 Juan 1:7).

Pero si no andamos en luz, si nos descuidamos y en nuestro olvido tocamos cosas impuras, ¿cómo será restablecida nuestra comunión? Quitando la mancha. ¿Y cómo se hará esto? Aplicando a nuestros corazones y a nuestras conciencias la preciosa verdad de la muerte de Cristo. El Espíritu Santo produce el juicio de nosotros mismos y trae a nuestra memoria la preciosa verdad de que Cristo murió por las manchas que a menudo contraemos de un modo tan ligero. No se trata de una nueva aspersión de la sangre de Cristo, algo desconocida en la Escritura, sino del recuerdo de su muerte, traído al corazón contrito por el ministerio del Espíritu Santo.

“Y hará quemar la vaca ante sus ojos… Luego tomará el sacerdote madera de cedro, e hisopo, y escarlata, y lo echará en medio del fuego en que arde la vaca… Y un hombre limpio recogerá las cenizas de la vaca y las pondrá fuera del campamento en lugar limpio, y las guardará la congregación de los hijos de Israel para el agua de purificación” (v. 5-9).

La intención de Dios es que sus hijos sean purificados de toda maldad y que anden separados del mundo malo, en el que todo es muerte y corrupción. Esta separación se produce por la acción de la Palabra en el corazón, por el poder del Espíritu Santo. “Gracia y paz sean a vosotros, de Dios el Padre y de nuestro Señor Jesucristo, el cual se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre” (Gálatas 1:3-4). Y además: “Aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:13-14).

Es notable observar cómo el Espíritu de Dios enlaza constantemente el acto de descargar la conciencia de todo sentimiento de culpabilidad con la liberación de la influencia moral del presente siglo malo. Por lo tanto, amado lector cristiano, debemos mantener la integridad de este lazo. No podemos hacerlo, naturalmente, sin la energía del Espíritu Santo, pero deberíamos comprender y mostrar en la práctica el lazo bendito que existe entre la muerte de Cristo como expiación por el pecado y el poder moral que existe en esa misma obra, para nuestra separación de este mundo. Un gran número de hijos de Dios nunca van más allá de la primera verdad, si es que llegan a ella. Muchos se contentan sabiendo que sus pecados han sido perdonados por la obra expiatoria de Cristo, pero no experimentan la realidad de estar muertos al mundo por la muerte de Cristo y de su identificación con él en esta muerte.

¿Cuál es el significado de las cenizas?

Si meditamos acerca del versículo 5 y examinamos ese montón de cenizas ¿qué descubrimos allí? Podemos responder con seguridad que encontramos nuestros pecados. En efecto, gracias sean dadas a Dios y al Hijo de su amor, encontramos nuestros pecados, nuestras iniquidades, nuestras faltas, nuestra profunda culpabilidad, todo reducido a cenizas. Pero ¿no hay nada más? ¡Por supuesto que sí! Allí también vemos la naturaleza humana en cada período de su existencia, desde el punto más alto hasta el más bajo de su historia. También vemos el final de toda la gloria de este mundo. El cedro y el hisopo representan la naturaleza en toda su extensión, desde lo más ínfimo hasta lo más elevado que hay en ella. Salomón “también disertó sobre los árboles, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que nace en la pared” (1 Reyes 4:33).

La “escarlata” es considerada por los que han estudiado cuidadosamente la Escritura como el símbolo o expresión del esplendor de este mundo, de la gloria humana. Vemos, pues, en aquellas cenizas, residuo de la incineración de la vaca, el fin de toda grandeza mundana, de toda gloria humana, y la completa anulación de la carne y todo cuanto le pertenece. Esto hace que el acto de la cremación de la vaca sea profundamente significativo; expone una verdad poco conocida y muy fácilmente olvidada, verdad que el apóstol proclama en estas palabras memorables:

Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo
(Gálatas 6:14).

Si bien aceptamos la cruz como base de la liberación de todas las consecuencias de nuestros pecados y de nuestra plena aceptación por Dios, somos propensos a rechazarla como base de nuestra completa separación del mundo. No obstante, la cruz nos ha separado definitivamente de todo cuanto pertenece al mundo que atravesamos. ¿Están abolidos nuestros pecados? Sí, ¡bendito sea el Dios de toda gracia! ¿Gracias a qué? Al perfecto sacrificio expiatorio de Cristo según lo aprecia Dios mismo. Y precisamente en igual medida encontramos en la cruz la liberación del presente siglo malo, de sus maneras de obrar, de sus máximas, de sus costumbres y principios. El creyente no tiene nada en común con esta tierra desde el momento en que es consciente del significado y del poder de la cruz del Señor Jesucristo. Esta cruz ha hecho de él un peregrino y un extranjero en este mundo. Todo corazón consagrado ve la profunda sombra de la cruz proyectada sobre el brillo, las vanidades y la pompa de este mundo. Esta visión hacía que Pablo estimara como basura el mundo, sus más altas dignidades, sus formas atrayentes y sus brillantes glorias. “El mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo”, manifestaba él. Así era Pablo y así deberíamos ser todos los cristianos: extranjeros en la tierra, ciudadanos del cielo, y esto no solo en teoría, sino en la práctica; pues, así como nuestra liberación del infierno es más que un simple principio o una teoría, así también nuestra separación del presente siglo malo es una realidad que debemos llevar a la práctica.

¿Por qué, pues, no se insiste con mayor ahínco en esta gran verdad práctica entre los cristianos? ¿Por qué somos tan lentos en exhortarnos los unos a los otros según el poder de separación que implica la cruz de Cristo? Si amo a Jesús, no buscaré un sitio, una participación o un nombre allí donde él solo encontró la cruz de un malhechor. Querido lector, esta es la manera de considerar este punto. ¿Ama usted a Cristo? ¿Su corazón se ha conmovido y ha sido atraído por el maravilloso amor de Cristo? Si es así, no olvide que él fue rechazado por el mundo; nada ha cambiado, el mundo sigue siendo el mundo. Recordemos que uno de los artificios de Satanás consiste en conducir a los que han encontrado la salvación en Cristo, a desconocer o a renegar de su identificación con él en su rechazo, a aprovecharse de la obra expiatoria de la cruz para establecerse cómodamente en un mundo que es culpable de haber clavado a Cristo en aquella cruz. En otras palabras, Satanás induce a los hombres a pensar y decir que el mundo de ahora es totalmente diferente del mundo del primer siglo, que si el Señor Jesús estuviera actualmente en la tierra, sería tratado de un modo muy distinto del que lo fue entonces, que el mundo actual ya no es pagano, sino cristiano, y que todo esto constituye una diferencia tan grande que todo cristiano puede hacerse ciudadano de este mundo y tener en él un nombre, una posición, una parte.

Todo esto no es más que una mentira del gran enemigo de nuestras almas. El mundo puede haber cambiado de traje, pero no ha cambiado de naturaleza, de espíritu ni de principios. Odia a Jesús tanto como cuando gritaba: “¡Crucifícale!” (Juan 19:15). Si juzgamos al mundo a la luz de la cruz de Cristo, veremos que es, como siempre, un mundo malo que odia a Dios y rechaza a Cristo. ¡Quiera Dios que podamos comprender más claramente la verdad enseñada por las cenizas de la vaca alazana! De esta forma nuestra separación del mundo y nuestra consagración a Cristo serán más firmes y más reales. ¡Quiera el Señor, en su bondad, que así sea en todo su pueblo en estos días de falsedad, de mundanalidad y de una simple profesión exterior!

La mancha y las cenizas

Veamos ahora el empleo y el destino de aquellas cenizas. “El que tocare cadáver de cualquier persona será inmundo siete días. Al tercer día se purificará con aquella agua, y al séptimo día será limpio; y si al tercer día no se purificare, no será limpio al séptimo día. Todo aquel que tocare cadáver de cualquier persona, y no se purificare, el tabernáculo de Jehová contaminó, y aquella persona será cortada de Israel; por cuanto el agua de la purificación no fue rociada sobre él, inmundo será, y su inmundicia será sobre él” (v. 11-13).

Tener una relación con Dios, andar con él diariamente en medio de un mundo corrompido y corruptor es algo muy serio. Dios no puede tolerar ninguna impureza en aquellos con quienes se digna andar y entre los que habita. Él puede perdonar y quitar los pecados, purificar y restaurar; pero no puede tolerar en su pueblo un mal que no sea juzgado. Si lo hiciera, sería renegar de su nombre y de su naturaleza misma. Esta verdad es a la vez solemne y bendita. Nuestro gozo es andar con Aquel cuya presencia reclama y asegura la santidad. Atravesamos un mundo en el que estamos rodeados de influencias corruptoras. Actualmente, la verdadera mancha no se contrae por tocar un “cadáver, o hueso humano, o sepulcro” (v. 16). Esas cosas, como sabemos, son símbolos de cosas morales y espirituales con las que estamos en peligro de entrar en contacto en cualquier momento. No dudamos de que los que andan muy ocupados con las cosas de este mundo sientan, de una manera penosa, la gran dificultad de salir de ellas con las manos puras. De ahí la necesidad de una santa vigilancia en todas nuestras costumbres y relaciones, para evitar contraer impurezas que interrumpan nuestra comunión con Dios. Él quiere tenernos en un estado digno de sí mismo:

Sed santos, porque yo soy santo
(1 Pedro 1:16).

Posiblemente el lector sincero, cuya alma anhela la santidad, pregunte: ¿Qué debo hacer, entonces, si estoy rodeado de influencias corruptoras y estoy inclinado a contaminarme? Además, si no puedo tener comunión con Dios cuando mis manos son impuras y mi conciencia me acusa, ¿qué debo hacer? Respondemos: Ante todo, sea vigilante; cuente sinceramente con Dios. Él es fiel y misericordioso, escucha la oración y la acoge favorablemente; es un Dios generoso, “el cual da a todos abundantemente y sin reproche”; “él da mayor gracia” (Santiago 1:5; 4:6). Esto es, en realidad, un cheque en blanco en el cual la fe puede poner la cantidad que quiera. ¿Es su deseo real progresar en la vida divina y crecer en santidad personal? Entonces tenga cuidado de no andar, ni siquiera un minuto, en contacto con lo que mancha sus manos, hiere su conciencia, contrista al Espíritu Santo y destruye su comunión. Sea decidido, tenga un corazón íntegro. Renuncie inmediatamente a todo lo impuro; cueste lo que cueste, renuncie a ello, cualquiera que sea la pérdida que implique, abandónelo. Ningún interés mundano, ninguna ventaja terrena puede compensar la pérdida de una conciencia pura, de un corazón sosegado y del goce de la presencia de nuestro Padre. ¿No está convencido de ello? Si lo está, dedíquese a poner en práctica su convicción.

¿Cómo ser limpio de un pecado en nuestra vida cristiana?

Es posible que aun se pregunte: ¿Qué hay que hacer cuando se ha contraído impureza? ¿Cómo quitarla? Escuche el lenguaje figurado de nuestro capítulo: “Y para el inmundo tomarán de la ceniza de la vaca quemada de la expiación, y echarán sobre ella agua corriente en un recipiente; y un hombre limpio tomará hisopo, y lo mojará en el agua, y rociará sobre la tienda, sobre todos los muebles, sobre las personas que allí estuvieren, y sobre aquel que hubiere tocado el hueso, o el asesinado, o el muerto, o el sepulcro. Y el limpio rociará sobre el inmundo al tercero y al séptimo día; y cuando lo haya purificado al día séptimo, él lavará luego sus vestidos, y a sí mismo se lavará con agua, y será limpio a la noche” (v. 17-19).

Hay dos oraciones presentadas en los versículos 12 y 18: la acción del tercer día y la del séptimo. Las dos eran esencialmente necesarias para quitar la contaminación contraída en la marcha a causa del contacto con las diversas formas de muerte detalladas anteriormente. Y ¿qué figuraba esta doble acción? ¿A qué corresponde en nuestra historia espiritual? Sin duda, lo siguiente: cuando por falta de vigilancia y energía espiritual tocamos lo impuro y quedamos manchados, podemos ignorarlo, pero Dios sabe todo al respecto. Él se preocupa y vela por nosotros; pero, bendito sea su nombre, no como un juez irritado o un rígido censor, sino como un padre tierno que no nos imputará nada, porque ya lo hizo sobre Aquel que murió en nuestro lugar. No obstante, no dejará de hacérnoslo sentir profunda y vivamente. Será un fiel censor de lo impuro; y puede reprobarla más enérgicamente ya que no nos la reprochará jamás. El Espíritu Santo nos recuerda nuestro pecado, lo que nos causa una indecible angustia que puede continuar por algún tiempo. Puede durar unos instantes, días, meses e incluso años. Conocimos a un joven cristiano que se sintió desgraciado durante tres años por haber hecho una excursión con amigos mundanos. Creemos que esta obra convincente del Espíritu Santo está representada por la acción del tercer día. Él nos recuerda nuestro pecado; luego, por medio de la Palabra escrita, nos recuerda y aplica a nuestras almas el valor de la muerte de Cristo como lo que ha respondido a la mancha que con tanta facilidad hemos contraído. Esto responde a la acción del séptimo día, quita la mancha y restablece nuestra comunión.

Y hay que tener bien claro que jamás podemos librarnos de nuestras contaminaciones por otro medio. Podemos tratar de olvidar la herida, o dejar que el tiempo la borre de nuestra memoria. Pero no hay nada más desastroso que tratar de este modo la conciencia y los derechos de la santidad. Esto es tan insensato como peligroso, ya que Dios, en su gracia, ha provisto plenamente el medio de quitar la contaminación que su santidad descubre y condena, de tal manera que si el pecado no es quitado, es imposible la comunión con él:

Si no te lavare, no tendrás parte conmigo
(Juan 13:8).

La suspensión de la comunión de un creyente corresponde a la separación (“ser cortado”, v. 13) de un miembro de la congregación de Israel. El cristiano jamás puede ser separado de Cristo, pero la comunión puede quedar interrumpida tan solo por un pensamiento pecaminoso. Es preciso, pues, que ese pensamiento sea juzgado y confesado, para que la mancha sea quitada y la comunión restablecida. Amado lector, debemos conservar una conciencia pura y mantener la santidad de Dios; de lo contrario, naufragaremos rápidamente en la fe y después caeremos del todo. Que el Señor nos conceda marchar apacible y cuidadosamente, velando y orando, hasta que hayamos dejado nuestro cuerpo de pecado y de muerte, hasta que entremos en la morada esplendorosa y bendita donde el pecado, la contaminación y la muerte son desconocidos.

Al estudiar las ordenanzas y ceremonias de la dispensación levítica, nada llama más nuestra atención como el cuidado celoso con que el Dios de Israel velaba sobre su pueblo a fin de preservarlo de cualquier influencia corruptora. De día o de noche, estuviesen despiertos o dormidos, dentro o fuera, en el seno de la familia o en la soledad, sus ojos estaban sobre ellos. Él velaba por su alimento, por su vestido, por sus costumbres y quehaceres domésticos. Los instruía cuidadosamente acerca de todo lo que podían o no podían comer o llevar. Manifestaba claramente su pensamiento en cuanto al contacto y manejo de las cosas. En otras palabras, los rodeaba de amplias barreras, para que ellos tuvieran cuidado y evitasen la corriente de contaminación a la que estaban expuestos por todos lados.

Vemos evidentemente en todo ello la santidad de Dios; pero también vemos con igual claridad su gracia. Si bien la santidad de Dios no podía sufrir ninguna mancha en el pueblo, la gracia divina proveía ampliamente para su purificación. Estos cuidados se muestran en nuestro capítulo bajo dos formas: la sangre expiatoria y el agua de la purificación. ¡Preciosos recursos! Si no conociéramos las inmensas provisiones de la gracia divina, los derechos supremos de la santidad de Dios serían suficientes para aplastarnos; mientras que, estando seguros de su gracia, podemos regocijarnos de todo corazón en la santidad. Un israelita podía estremecerse al oír las palabras: “El que tocare cadáver de cualquier persona será inmundo siete días”. Y las siguientes: “Todo aquel que tocare cadáver de cualquier persona, y no se purificare, el tabernáculo de Jehová contaminó, y aquella persona será cortada de Israel” (v. 13). Esas palabras podían aterrar su corazón. Pero entonces las cenizas de la vaca quemada y el agua de la purificación le ofrecían el recuerdo de la muerte expiatoria de Cristo, aplicada al corazón por el poder del Espíritu de Dios: “Al tercer día se purificará con aquella agua, y al séptimo día será limpio; y si al tercer día no se purificare, no será limpio al séptimo día” (v. 12).

Cristo: Sacerdote y Abogado

Observemos que no se trata de ofrecer un nuevo sacrificio ni de una nueva aplicación de la sangre. Es importante ver y comprender claramente esto: la muerte de Cristo no puede ser repetida. “Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive” (Romanos 6:9-10). Por la gracia de Dios, somos beneficiarios del pleno valor de la muerte de Cristo. Pero, estando rodeados de las tentaciones y los lazos a los que responden los deseos de la carne que aún está en nosotros, y teniendo, además, un adversario poderoso, siempre al asecho para sorprendernos y arrastrarnos fuera del camino de la verdad y la pureza, no podríamos dar un solo paso si nuestro Dios, en su gracia, no hubiese provisto a todas nuestras necesidades a través de la muerte y la mediación todopoderosa de nuestro Señor Jesucristo. La sangre de Cristo no solamente nos ha lavado de nuestros pecados y nos ha reconciliado con un Dios santo sino que también

abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo
(1 Juan 2:1).

Vive “siempre para interceder” por nosotros. “Puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios” (Hebreos 7:25). Él siempre está en la presencia de Dios para interceder por nosotros. Allí está nuestro representante y nos mantiene en la divina integridad de la posición y la relación en las que su muerte expiatoria nos ha colocado. Nuestra causa jamás puede perderse en manos de tal Abogado. Sería preciso que dejara de vivir antes de que el más pequeño de sus santos pudiera perecer. Él está identificado con nosotros y nosotros con él.

Ahora, pues, lector cristiano, ¿cuál debería ser el efecto práctico de toda esa gracia en nuestras vidas? Cuando pensamos en la muerte y en la incineración, es decir, en la sangre y en las cenizas, en el sacrificio expiatorio y en la intercesión del Sacerdote y Abogado, ¿qué influencia debería ejercer esto en nuestras almas? ¿En qué forma debería obrar en nuestras conciencias? ¿Nos llevará a tener en poco al pecado? ¿Producirá en nosotros el efecto de volvernos ligeros y frívolos en nuestra conducta? ¡No lo permita Dios! Podemos estar seguros de esto: el hombre que puede ver en los preciosos recursos de la gracia divina un pretexto para su ligereza de conducta o de espíritu, conoce muy poco o nada la verdadera naturaleza de la gracia, su influencia y sus recursos. ¿Podríamos suponer siquiera por un momento que las cenizas de la vaca o el agua de la purificación pudieran tener por efecto volver a un israelita descuidado en su marcha? Por supuesto que no; al contrario: el hecho mismo de una precaución así debía hacerle sentir la gravedad de contraerla. El montón de cenizas depositado “fuera del campamento en un lugar limpio” (v. 9) ofrecía un doble testimonio: testificaba acerca de la bondad de Dios y la odiosa naturaleza del pecado. Atestiguaba que Dios no podía tolerar la impureza en medio de su pueblo, pero también declaraba que Dios había provisto los medios para quitar la contaminación. Es imposible que la bendita doctrina de la sangre derramada, de las cenizas y del agua de la purificación pueda ser comprendida y gustada sin que produzca un santo horror por el pecado en todas sus formas. El que ha sentido alguna vez la angustia producida por una conciencia manchada, no se contaminará con ligereza. Una conciencia limpia es un tesoro demasiado precioso para desprenderse de él con ligereza y una conciencia manchada es una carga demasiado pesada para llevarla con ligereza. Pero, bendito sea el Dios de toda gracia, él ha provisto de una manera perfecta para todas nuestras necesidades, y no para que nos volvamos descuidados, sino vigilantes. “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis”. Y añade: “Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Juan 2:1-2).

El contacto con el mal contamina

Unas palabras más sobre los últimos versículos de nuestro capítulo: “Les será estatuto perpetuo; también el que rociare el agua de la purificación lavará sus vestidos; y el que tocare el agua de la purificación será inmundo hasta la noche. Y todo lo que el inmundo tocare, será inmundo; y la persona que lo tocare será inmunda hasta la noche” (v. 21-22). En el versículo 18 vimos que era necesario que una persona limpia rociara el agua sobre una impura; aquí vemos que una persona se contaminaba por el acto de rociar a otra. Si reunimos estos dos hechos, aprendemos, según alguien ha dicho: «Que aquel que es contaminado por el impuro, tiene que identificarse con el pecado del otro, aunque a él le toque por deber y para purificar a su prójimo; no es culpable como el otro, es verdad, pero no podemos tocar el pecado sin ser manchados». También aprendemos que, para guiar a otro a gozar de la virtud purificadora de la obra de Cristo, debemos gozar de ella nosotros mismos. Cualquiera que hubiese aplicado el agua de la purificación a otros, debía lavar sus vestidos y lavarse él mismo con esa agua; luego, a la noche, era limpio (v. 19). ¡Ojalá que nuestras almas comprendan bien esto! ¡Dios quiera que podamos vivir según el conocimiento de la pureza perfecta en la que nos ha introducido la muerte de Cristo y en la que su obra de sacerdote nos mantiene! No olvidemos jamás que el contacto con el mal contamina. Así sucedía en la época de Moisés y lo mismo sucede hoy.