La incredulidad
Entonces toda la congregación gritó, y dio voces; y el pueblo lloró aquella noche” (v. 1). ¿Nos asombra esto? ¿Qué podía esperarse de un pueblo que no veía más que gigantes, murallas y grandes ciudades? ¿Qué podía resultar, sino lágrimas y suspiros, del estado de un pueblo cuyos integrantes se veían a sí mismos “como langostas” en presencia de las grandes dificultades, sin ninguna conciencia del poder divino que podía y quería darles la victoria? Toda la congregación estaba abandonada al imperio de la incredulidad. Estaban rodeados por las sombrías y heladas nubes de la incredulidad. Dios quedaba excluido. No había un solo rayo de luz para iluminar las tinieblas en que ellos mismos se habían envuelto. Estaban ocupados en sí mismos y en sus dificultades, en vez de estarlo en Dios y en sus recursos. ¿Qué otra cosa podían hacer sino llorar y lamentarse?
Qué contraste entre esto y lo que leemos al comienzo del capítulo 15 del Éxodo. Allí sus ojos estaban fijos en Jehová y, por lo tanto, podían entonar el cántico de victoria: “Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste; lo llevaste con tu poder a tu santa morada. Lo oirán los pueblos, y temblarán; se apoderará dolor de la tierra de los filisteos. Entonces los caudillos de Edom se turbarán; a los valientes de Moab les sobrecogerá temblor; se acobardarán todos los moradores de Canaán. Caiga sobre ellos temblor y espanto” (v. 13-16). En vez de esto fue Israel el que tembló y de quien se apoderó el dolor. El dolor, el temblor y el espanto se apoderaron de Israel en vez de caer sobre sus enemigos. ¿Y por qué? Porque Aquel que atraía sus miradas en Éxodo 15 había sido excluido en Números 14. Ahí está toda la diferencia. En un caso, la fe lleva la ventaja; en el otro, la incredulidad se impone.
“A la grandeza de tu brazo enmudezcan como una piedra; hasta que haya pasado tu pueblo, oh Jehová, hasta que haya pasado este pueblo que tú rescataste. Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu heredad, en el lugar de tu morada, que tú has preparado, oh Jehová, en el santuario que tus manos, oh Jehová, han afirmado. Jehová reinará eternamente y para siempre” (v. 16-18). ¡Qué contraste hay entre estas voces de triunfo y los gritos y lamentos de incredulidad en Números 14! En el capítulo 15 del Éxodo no hay ni una palabra acerca de los hijos de Anac, a las murallas ni a las langostas. Solo se habla del Señor, de su diestra, de su brazo poderoso, de su fuerza, de su heredad, de su habitación, de sus proezas en favor de su pueblo rescatado. ¿Se hace referencia a los habitantes de Canaán? Sí, pero se les ve de duelo, temblando, turbados y espantados.
Cuando volvemos al capítulo 14 de Números, lamentablemente todo aparece al revés. Los hijos de Anac son puestos por delante. Las altas murallas, las ciudades de gigantes con amenazadores baluartes llenan de temor al pueblo; pero no oímos una sola palabra referente al Todopoderoso Libertador. Por un lado las dificultades, por otro las langostas, y uno se pregunta: ¿Cómo es posible que los que entonaron el cántico de triunfo a orillas del mar Rojo se hayan convertido en los cobardes incrédulos de Cades?
Pero lamentablemente fue así; y esto nos da una seria y santa lección. Al atravesar las escenas de este desierto debemos recordar continuamente que todas estas cosas le acontecían a Israel como figuras, y que
están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos
(1 Corintios 10:11).
Y ¿no somos nosotros, igual que Israel, propensos a mirar las dificultades que nos rodean, en vez de contemplar al Amado que ha emprendido la tarea de hacérnoslas atravesar para conducirnos sanos y salvos a su reino eterno? ¿Por qué nos abatimos tan fácilmente? ¿Por qué nos lamentamos? ¿Por qué pronunciamos palabras de descontento e impaciencia más bien que cantos de alabanza y agradecimiento? Sencillamente porque toleramos que las circunstancias nos velen a Dios, en vez de tenerlo por perfecto objeto de nuestros corazones.
Y preguntamos, además, ¿por qué no nos afirmamos en nuestra posición de hombres celestiales? ¿Por qué no tomamos posesión de lo que nos pertenece como cristianos, de la herencia espiritual y celestial que Cristo ha adquirido para nosotros y en la cual él ha entrado como nuestro precursor? Una sola palabra define este obstáculo: ¡incredulidad!
La Palabra inspirada declara acerca de Israel que “no pudieron entrar (en Canaán) a causa de incredulidad” (Hebreos 3:19). Así ocurre con nosotros. Debido a nuestra incredulidad no podemos entrar en nuestra herencia celestial, es decir, no podemos tomar posesión, en la práctica, de nuestra real porción. No podemos avanzar día a día como un pueblo celestial que no tiene ningún sitio, ningún nombre, ninguna porción en la tierra, que nada tiene que ver con el mundo, si no el atravesarlo como extranjeros y peregrinos que siguen las huellas de Aquel que nos precedió y que ha ocupado ya su lugar en los cielos. Como la fe tiene poca energía en nosotros, las cosas visibles tienen mayor poder en nuestros corazones que aquellas que no se ven. Que el Espíritu Santo quiera fortalecer nuestra fe, comunicar energía a nuestras almas y guiarnos en todo para que se nos vea no solo hablando del cielo, sino viviendo la vida del cielo, para alabanza de Aquel que nos ha llamado a ello por su gracia infinita!
“Y se quejaron contra Moisés y contra Aarón todos los hijos de Israel; y les dijo toda la multitud: ¡Ojalá muriéramos en la tierra de Egipto; o en este desierto ojalá muriéramos! ¿Y por qué nos trae Jehová a esta tierra para caer a espada, y que nuestras mujeres y nuestros niños sean por presa? ¿No nos sería mejor volvernos a Egipto? Y decían el uno al otro: Designemos un capitán, y volvámonos a Egipto” (v. 2-4).
Hay dos tristes facetas de incredulidad que se muestran en la historia de Israel en el desierto: una en Horeb y otra en Cades. En Horeb hicieron un becerro y dijeron: “Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto” (Éxodo 32:4). En Cades propusieron nombrar un jefe para volver a Egipto. En Horeb es la superstición de la incredulidad, en Cades es la voluntaria independencia de la incredulidad; y no debemos asombrarnos de que los que habían pensado que un becerro los había sacado de Egipto quisieran nombrar un capitán para conducirlos de nuevo allí.
La pobre inteligencia humana es empujada, como una pelota, de uno a otro de esos dolorosos males. No hay más recurso que el que la fe encuentra en el Dios vivo. En el caso de Israel, Dios fue perdido de vista. No quedaba sino el becerro o un capitán; esto es, la muerte en el desierto o el regreso a Egipto. Caleb constituye un brillante contraste con todo esto. Para él no había muerte en el desierto ni retorno a Egipto, sino una amplia entrada a la tierra prometida, al amparo del impenetrable escudo de Jehová (cap. 13:31).
Josué y Caleb
“Y Josué hijo de Nun y Caleb hijo de Jefone, que eran de los que habían reconocido la tierra, rompieron sus vestidos, y hablaron a toda la congregación de los hijos de Israel, diciendo: La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra en gran manera buena. Si Jehová se agradare de nosotros, él nos llevará a esta tierra, y nos la entregará; tierra que fluye leche y miel. Por tanto, no seáis rebeldes contra Jehová, ni temáis al pueblo de esta tierra, porque nosotros los comeremos como pan; su amparo se ha apartado de ellos, y con nosotros está Jehová; no los temáis. Entonces toda la multitud habló de apedrearlos” (v. 6-10).
Y ¿por qué querían apedrearlos, por haber mentido, por haber proferido blasfemias o por haber hecho algún mal? No; era por haber dado testimonio de la verdad con valentía. Habían sido enviados a reconocer el país y presentar un informe exacto del mismo. Así lo habían hecho y por esta causa “toda la multitud habló de apedrearlos”. El pueblo no amaba la verdad, como tampoco hoy es amada. La verdad nunca es popular, no hay sitio para ella ni en este mundo ni en el corazón humano. La mentira y el error, en todas sus formas, serán fácilmente aceptados; pero la verdad no.
Josué y Caleb, en su tiempo, experimentaron lo que les espera a todos los verdaderos testigos de Dios en cada época, esto es, la oposición y el odio de sus semejantes. Seiscientas mil voces se levantaron contra los dos hombres que creían en Dios y decían la verdad. Esto siempre ha sido y seguirá siendo así, hasta el momento glorioso en que
la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar
(Isaías 11:9).
¡Cuán importante es poder dar, como Josué y Caleb, un testimonio claro, firme y completo de la verdad de Dios, y sostener esta verdad en cuanto a la herencia y porción de los santos! Existe una gran tendencia a corromper la verdad, a reducirla, a abandonarla, a rebajarla. De ahí la urgente necesidad de poseer, en nuestra alma, la autoridad divina de la verdad, y poder repetir, aunque en pequeña medida: “Lo que sabemos hablamos, y lo que hemos visto, testificamos” (Juan 3:11). Josué y Caleb no solo habían visto el país, sino que lo habían recorrido con Dios. Lo habían examinado desde el punto de vista de la fe. Sabían que el país les pertenecía según el designio de Dios; ¡era digno de ser poseído ya que era un don suyo y lo poseerían por su poder. Eran hombres llenos de fe, de coraje y de poder.
¡Eran hombres bienaventurados! Vivían en la luz de la presencia divina, mientras que toda la congregación estaba envuelta en las profundas tinieblas de su incredulidad. ¡Qué contraste! He aquí la diferencia que existe aun entre los hijos de Dios. Siempre encontramos personas de las que no puede dudarse que son hijos de Dios, pero que, con todo, no pueden elevarse a la altura de la revelación divina en cuanto a su posición y porción como santos de Dios. Están llenos de dudas y temores, rodeados de bruma, y viendo siempre el lado sombrío de las cosas. Son almas que se miran a sí mismas, a sus circunstancias y a sus dificultades. Nunca tienen paz, ni son felices; jamás pueden mostrar la confianza gozosa y el valor que corresponden al cristiano y que glorifican a Dios.
Todo ello es verdaderamente deplorable y no debería suceder; podemos estar seguros de que hay un grave defecto, algo radicalmente malo. El cristiano siempre debería estar tranquilo y feliz; siempre dispuesto, pase lo que pase, a alabar a Dios. Sus alegrías no provienen de él mismo o de la escena que atraviesa, sino que manan del Dios vivo y están fuera del alcance de toda influencia terrenal. Él puede decir: ¡Dios mío, fuente de todas mis alegrías! Ese es el dulce privilegio del más sencillo hijo de Dios. Pero fallamos tristemente en esto. Apartamos nuestras miradas de Dios para fijarlas en nosotros mismos, en nuestras penas y dificultades, o en las cosas exteriores; entonces todo se vuelve tinieblas y descontento, quejas y lamentos. Esto no es cristianismo. Es incredulidad, una incredulidad sombría y mortal que deshonra a Dios y abate el corazón.
Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio
(2 Timoteo 1:7).
Este es el lenguaje de un Caleb verdaderamente espiritual, lenguaje dirigido a aquel cuyo corazón sentía el peso de las dificultades y de los peligros que lo rodeaban. El Espíritu de Dios llena el alma del verdadero creyente de una santa audacia. Le da una altura moral por encima de la atmósfera fría y tenebrosa que lo rodea, y eleva su alma a la deslumbradora claridad de la región en la que las tormentas nunca se desencadenan.
Moisés y la gloria de Jehová
“Pero la gloria de Jehová se mostró en el tabernáculo de reunión a todos los hijos de Israel, y Jehová dijo a Moisés: ¿Hasta cuándo me ha de irritar este pueblo? ¿Hasta cuándo no me creerán, con todas las señales que he hecho en medio de ellos? Yo los heriré de mortandad y los destruiré, y a ti te pondré sobre gente más grande y más fuerte que ellos” (v. 10-12).
¡Qué momento en la vida de Moisés! La naturaleza carnal podía considerar esto como su única ocasión. Jamás, ni antes ni después, hemos visto a un hombre tener ante sí semejante puerta abierta. El enemigo y su propio corazón podían decir: «Este es el momento favorable para ti. Se te ofrece ser el jefe y fundador de una nación grande y poderosa, es una oferta que te hace el mismo Dios. Tú no la has buscado, la ha puesto el Dios vivo, y rechazarla, sería el colmo de la locura». Pero Moisés no era egoísta. Estaba demasiado compenetrado del Espíritu de Cristo para pretender ser algo. No tenía ambición profana ni aspiraciones personales. No deseaba más que la gloria de Dios y el bien de su pueblo; para alcanzar este fin estaba dispuesto, por gracia, a sacrificarse tanto a sí mismo como a sus intereses. Oiga su admirable respuesta. En vez de aceptar la promesa contenida en las palabras: “Y a ti te pondré sobre gente más grande y más fuerte que ellos”, en vez de aprovechar codiciosamente la ocasión de poner los fundamentos de su renombre y fortuna personal, puso todo esto a un lado y respondió con el tono del más noble desinterés: “Pero Moisés respondió a Jehová: Lo oirán luego los egipcios, porque de en medio de ellos sacaste a este pueblo con tu poder; y lo dirán a los habitantes de esta tierra, los cuales han oído que tú, oh Jehová, estabas en medio de este pueblo, que cara a cara aparecías tú, oh Jehová, y que tu nube estaba sobre ellos, y que de día ibas delante de ellos en columna de nube, y de noche en columna de fuego; y que has hecho morir a este pueblo como a un solo hombre; y las gentes que hubieren oído tu fama hablarán, diciendo: Por cuanto no pudo Jehová meter este pueblo en la tierra de la cual les había jurado, los mató en el desierto” (v. 13-16).
Moisés se colocó aquí en la posición más elevada. Estaba ocupado exclusivamente de la gloria de Jehová. No podía tolerar la idea de que el brillo de esta gloria se empañara a la vista de las naciones de los incircuncisos. ¿Qué importaba que él se convirtiera en un jefe o un fundador? ¿Qué importaba que en el futuro millones de hombres lo consideraran su ilustre antepasado, si toda esta gloria y grandeza personales debían ser adquiridas por el sacrificio de un solo rayo de la gloria divina? ¡Lejos de él semejante pensamiento! ¡Que el nombre de Moisés quedara borrado para siempre! Lo había dicho en los días del becerro de oro y lo repetía ahora que querían nombrar un jefe para regresar a Egipto. Ante la superstición y la rebeldía de una nación incrédula, el corazón de Moisés solo latía por la gloria de Dios; ella debía ser guardada a cualquier precio. Sucediera lo que sucediese o costara lo que costase, la gloria de Dios debía ser mantenida. El pensamiento de verse engrandecido a expensas del Señor era del todo insoportable para este bienaventurado hombre de Dios. No podía tolerar que el nombre que él amaba tanto fuera blasfemado entre las naciones, o que se dijese: “No pudo Jehová”.
Pero aún había más en el corazón de Moisés: pensaba en el pueblo, lo amaba y se preocupaba por él. Sin duda la gloria de Dios estaba en primer término, pero también estaba el bien de Israel. “Ahora, pues”, añade Moisés, “yo te ruego que sea magnificado el poder del Señor, como lo hablaste, diciendo: Jehová, tardo para la ira y grande en misericordia, que perdona la iniquidad y la rebelión, aunque de ningún modo tendrá por inocente al culpable; que visita la maldad de los padres sobre los hijos hasta los terceros y hasta los cuartos. Perdona ahora la iniquidad de este pueblo según la grandeza de tu misericordia, y como has perdonado a este pueblo desde Egipto hasta aquí” (v. 17-19).
Esto es extremadamente bello. El orden, el tono y el espíritu de esta plegaria son de lo más hermosos. Hay en primer lugar y por encima de todo una gran solicitud por la gloria de Dios. Ella debe ser protegida por todos lados, pero a continuación, según el mismo principio de mantener la gloria divina, Moisés busca el perdón para su pueblo. Las dos cosas están combinadas de la manera más bendita en esta intercesión: “que sea magnificado el poder del Señor”. ¿Cómo, por el castigo y la destrucción? No, no, Jehová es “tardo para la ira”. ¡Qué pensamiento! ¡El poder de Dios manifestado con longanimidad y perdón! ¡Esto es indeciblemente precioso! ¡Hasta qué punto estaba Moisés en comunión con el corazón y el pensamiento de Dios, que le permitía hablar de esa manera! ¡Y qué contraste con Elías cuando, en el monte Horeb, argumenta contra Israel! (1 Reyes 19:10, 14). Es fácil ver cuál de estos dos hombres honrados estaba más en armonía con el Espíritu de Cristo. “Perdona ahora la iniquidad de este pueblo según la grandeza de tu misericordia”. Estas palabras agradaron a Dios, quien se complace en derramar el perdón. “Entonces Jehová dijo: Yo lo he perdonado conforme a tu dicho. Mas tan ciertamente como vivo yo, y mi gloria llena toda la tierra” (v. 20-21).
Observe el lector con cuidado esas dos frases. Son absolutas y sin restricción: “Yo lo he perdonado”. Y “mi gloria llena toda la tierra”. Nada podría, en manera alguna, empequeñecer esos dos grandes hechos. El perdón está asegurado y la gloria resplandecerá sobre toda la tierra. Ningún poder de la tierra, del infierno, o de los hombres puede atentar contra la integridad divina de estas dos preciosas afirmaciones. Israel se regocijará por el pleno perdón de Dios, y toda la tierra se alegrará un día con los brillantes rayos de su gloria.
El juicio contra la incredulidad y sus consecuencias
Pero, a continuación, viene también la disciplina así como la gracia. Esto nunca debe olvidarse, y no deben confundirse ambas cosas. Todo el Libro de Dios muestra la distinción que hay entre la gracia y el gobierno, pero tal vez en ninguna otra parte se ve tan claramente como aquí. La gracia perdonará y llenará la tierra con los rayos benditos de la gloria divina, pero debe notarse la espantosa acción de las ruedas del gobierno (Ezequiel 1:15-21), manifestada en estas terribles palabras: “Todos los que vieron mi gloria y mis señales que he hecho en Egipto y en el desierto, y me han tentado ya diez veces, y no han oído mi voz, no verán la tierra de la cual juré a sus padres; no, ninguno de los que me han irritado la verá. Pero a mi siervo Caleb, por cuanto hubo en él otro espíritu, y decidió ir en pos de mí, yo le meteré en la tierra donde entró, y su descendencia la tendrá en posesión. Ahora bien, el amalecita y el cananeo habitan en el valle; volveos mañana y salid al desierto, camino del Mar Rojo” (v. 22-25).
Esas palabras son de lo más solemnes. En vez de confiar en Dios y avanzar valientemente hacia la tierra prometida, dependiendo sencillamente de su brazo todopoderoso, lo irritaron con su incredulidad, menospreciaron la tierra deseable y fueron obligados a volver atrás en aquel grande y espantoso desierto. “Y Jehová habló a Moisés y a Aarón, diciendo: ¿Hasta cuándo oiré esta depravada multitud que murmura contra mí, las querellas de los hijos de Israel, que de mí se quejan? Diles: Vivo yo, dice Jehová, que según habéis hablado a mis oídos, así haré yo con vosotros. En este desierto caerán vuestros cuerpos; todo el número de los que fueron contados de entre vosotros, de veinte años arriba, los cuales han murmurado contra mí. Vosotros a la verdad no entraréis en la tierra, por la cual alcé mi mano y juré que os haría habitar en ella; exceptuando a Caleb hijo de Jefone, y a Josué hijo de Nun. Pero a vuestros niños, de los cuales dijisteis que serían por presa, yo los introduciré, y ellos conocerán la tierra que vosotros despreciasteis. En cuanto a vosotros, vuestros cuerpos caerán en este desierto. Y vuestros hijos andarán pastoreando en el desierto cuarenta años, y ellos llevarán vuestras rebeldías, hasta que vuestros cuerpos sean consumidos en el desierto. Conforme al número de los días, de los cuarenta días en que reconocisteis la tierra, llevaréis vuestras iniquidades cuarenta años, un año por cada día; y conoceréis mi castigo. Yo Jehová he hablado; así haré a toda esta multitud perversa que se ha juntado contra mí; en este desierto serán consumidos, y ahí morirán” (v. 26-35).
Ese fue, por tanto, el fruto de la incredulidad; y esa fue la conducta gubernamental de Dios hacia un pueblo que lo había irritado con sus murmuraciones y la dureza de su corazón.
Es muy importante observar que fue la incredulidad la que mantuvo a Israel fuera de Canaán en las circunstancias que estamos considerando. El comentario inspirado, según Hebreos 3, quita toda duda con respecto a ello.
Y vemos que no pudieron entrar a causa de incredulidad (v. 19).
Quizá podría decirse que no había llegado aún el tiempo de la entrada de Israel en la tierra de Canaán. No había aún “llegado a su colmo la maldad del amorreo” (Génesis 15:16). Pero no fue ese el motivo por el cual Israel se negó a pasar el Jordán. Ellos no sabían nada de la iniquidad de los amorreos; ni siquiera pensaban en tal cosa. La Escritura es muy clara a este respecto: “no pudieron entrar”, no por causa de la iniquidad de los amorreos, ni porque el tiempo aún no hubiera llegado, sino simplemente “a causa de incredulidad”. Debieron haber entrado, era su deber hacerlo, y fueron juzgados por no haberlo hecho. El camino estaba abierto, el juicio de la fe, pronunciado por el fiel Caleb, era claro y serio. “Tomemos posesión de ella; porque más podremos nosotros que ellos” (cap. 13:30). Podían hacerlo tanto en ese momento como en cualquier otro, pues Aquel que les había dado el país era el mismo que podía introducirlos en él para que lo poseyeran. Conviene fijarse en esto y sopesarlo cuidadosamente. En determinadas ocasiones hay cierta manera de hablar de los consejos, propósitos, decretos, ordenanzas y gobierno moral de Dios, al igual que de los tiempos y sazones que están bajo su poder, dándoles mayor alcance del que realmente tienen. Con esto se busca evadir la responsabilidad del hombre frente a Dios. Tengamos cuidado de no hablar así. Siempre debemos pensar que la responsabilidad del hombre llega hasta lo que le es revelado y no sobre lo que es secreto. El deber de Israel era subir resueltamente y tomar posesión del país; y fue juzgado por no haberlo hecho. Sus cuerpos cayeron en el desierto porque no tuvieron fe para entrar en el país.
El combate de la nueva vida
Esto nos ofrece una solemne lección. ¿Cómo es posible que fracasemos tanto “como cristianos” en hacer valer en la práctica nuestra posición celestial? Somos liberados del juicio por la sangre del Cordero y del presente siglo por la muerte de Cristo, pero no llegamos a atravesar el Jordán en espíritu y por la fe; no tomamos posesión, espiritualmente y por la fe, de nuestra herencia celestial. Generalmente se cree que el Jordán es un tipo de la muerte, del fin de nuestra vida en este mundo. Esto es cierto en un sentido. Pero ¿cómo se explica que, cuando los israelitas atravesaron el Jordán, tuvieron que empezar a combatir? Nosotros no tendremos que sostener ningún combate cuando lleguemos al cielo. Las almas de los que, por la fe, han dormido en Cristo ya no sostienen ninguna lucha. Están en reposo, aguardan la mañana de la resurrección, pero la esperan descansando, y no luchando.
En la figura del Jordán hay, por tanto, otro tipo distinto al del fin de nuestra vida individual en este mundo. Debemos considerarla como una gran figura de la muerte de Cristo, de igual modo que el Mar Rojo y la sangre del Cordero pascual también son figuras de esa muerte, aunque bajo otro aspecto. La sangre del Cordero había puesto a Israel al abrigo del juicio de Dios que caería sobre Egipto. Las aguas del Mar Rojo habían liberado a Israel de Egipto y de todo su poder. Pero aún debían atravesar el Jordán; debían poner la planta de sus pies en la tierra prometida y conservar allí su lugar, a pesar de la oposición de sus enemigos. Debían combatir por cada pulgada de tierra en Canaán.
¿Cuál es el sentido de esta última condición? ¿Debemos combatir por el cielo? Cuando un cristiano duerme en el Señor y su espíritu se va para estar con Cristo en el paraíso, ¿tendrá que combatir allí? Evidentemente, no. ¿Qué nos enseña, pues, el paso por el Jordán y las guerras de Canaán? Sencillamente esto: Jesús murió; dejó este mundo; no solo murió por nuestros pecados, sino que rompió todas las cadenas que nos ataban a este mundo, de manera que hemos muerto al mundo, al pecado y a la ley. Desde el punto de vista de Dios y según el juicio de la fe, ya no tenemos nada que ver con el mundo, como tampoco un muerto tiene nada que ver con el mundo. Somos exhortados a tenernos por muertos al mundo y vivos para Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor. Vivimos según el poder de la vida nueva que poseemos a través de nuestra unión con un Cristo resucitado. Pertenecemos al cielo; y para guardar nuestra posición de hombres celestiales debemos combatir contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestes, en la esfera misma que nos es propia y de la cual aquellas aún no han sido desalojadas. Si nos contentamos con andar como hombres (1 Corintios 3:3), con detenernos ante el Jordán, con vivir como los que pertenecen a este mundo, como los “habitantes de la tierra”, y si no aspiramos a nuestra porción y posición celestes, entonces no conoceremos nada de la lucha descrita en Efesios 6:12. Pero si procuramos vivir como hombres del cielo que estamos actualmente en la tierra, comprenderemos el sentido de esta lucha, que es la realidad figurada por las guerras de Israel en Canaán.
Cuando lleguemos al cielo no tendremos que combatir, pero si deseamos vivir una vida celestial en la tierra, si procuramos comportarnos como muertos para el mundo y vivos para Aquel que descendió por nosotros a las frías aguas del Jordán, entonces el combate está ante nosotros. Satanás hará toda clase de esfuerzos para impedirnos vivir según el poder de nuestra vida celestial; esto es lo que conduce a la lucha. Él procurará hacernos andar como los que tienen una posición terrenal, como ciudadanos de este mundo que solo piensan en luchar por sus propios derechos a fin de mantener su rango y dignidad. De este modo Satanás nos conducirá a negar en la práctica la gran y fundamental verdad cristiana de que hemos muerto y resucitado con Cristo.
Si el lector examina el capítulo 6 de la epístola a los Efesios, verá cómo el escritor inspirado presenta este interesante asunto. “Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza. Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo. Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes” (v. 10-13).
La verdadera lucha cristiana
Esta es la verdadera lucha cristiana. No se trata aquí de los deseos de la carne, o de las fascinaciones del mundo, aunque seguramente tengamos que velar contra esas cosas, sino de las “asechanzas del diablo”. No, por cierto, de su poder, que ya fue quebrantado para siempre, sino de los medios sutiles y de los lazos por los cuales procura impedir que los cristianos hagan efectiva su posición y su herencia celestiales.
Y nosotros descuidamos mucho la práctica de esta lucha. No procuramos asirnos a las cosas para las cuales hemos sido asidos por Cristo. Nos contentamos con saber que estamos al abrigo del juicio, gracias a la sangre del Cordero. No comprendemos el profundo significado del Mar Rojo y del Jordán; no captamos, en la práctica, su importancia espiritual. Andamos como los hombres, cosa por la que el apóstol censuraba a los corintios. Vivimos y obramos como si perteneciéramos a este mundo, mientras que la Escritura enseña y nuestro bautismo expresa que hemos muerto al mundo, y que hemos sido resucitados juntamente con Cristo por la fe en el poder de Dios que lo resucitó de entre los muertos (Colosenses 2:12).
¡Que el Espíritu Santo nos guíe a captar la realidad de estas cosas! ¡Que nos presente los preciosos frutos del país celestial que es nuestro en Cristo y nos fortalezca con su propia fuerza en el hombre interior, de tal manera que podamos atravesar el Jordán confiados y poner sin temor nuestros pies en el Canaán espiritual! Como cristianos vivimos muy por debajo de nuestros privilegios; dejamos que las cosas visibles nos quiten el goce de aquellas que no se ven. ¡Oh, que podamos tener una fe más firme para tomar posesión de todo cuanto Dios nos ha dado tan ampliamente en Cristo!
La paga de la incredulidad o de la fe
“Y los varones que Moisés envió a reconocer la tierra, y que al volver habían hecho murmurar contra él a toda la congregación, desacreditando aquel país, aquellos varones que habían hablado mal de la tierra, murieron de plaga delante de Jehová. Pero Josué hijo de Nun y Caleb hijo de Jefone quedaron con vida, de entre aquellos hombres que habían ido a reconocer la tierra” (v. 36-38).
Es asombroso pensar que entre aquella inmensa congregación de seiscientos mil hombres, además de las mujeres y los niños, tan solo se encontraran dos hombres que tenían fe en el Dios vivo. Naturalmente que no hablamos de Moisés, sino únicamente de la congregación. Toda ella, salvo dos excepciones muy notables, estaba dominada por un espíritu de incredulidad. No podían creer que Dios los introduciría en el país; pensaban, por el contrario, que Dios los había llevado al desierto para hacerlos morir allí; y podemos decir con certeza que cosecharon los frutos de su triste incredulidad. Los diez testigos falsos “murieron de plaga”, y los millares que aceptaron su falso testimonio fueron obligados a volver al desierto para andar de un sitio a otro durante cuarenta años, a morir y a ser enterrados allí.
Solo Josué y Caleb permanecieron en el bendito terreno de la fe en el Dios vivo, de esa fe que llena el alma de coraje y de la más gozosa confianza. De estos dos hombres podemos decir que cosecharon según su fe. Dios siempre honra la fe que él ha dado al alma. Este es su propio don y, podemos decirlo con respeto, no puede menos que reconocerlo dondequiera que se encuentre. Josué y Caleb pudieron resistir, por el simple poder de la fe, a una espantosa corriente de incredulidad. Conservaron su confianza en Dios frente a todas las dificultades; por eso Dios honró su fe de una manera notable al final, ya que, mientras los cadáveres de sus hermanos se convertían en polvo sobre la arena del desierto, ellos pisaron las colinas cubiertas de viñedos y los fértiles valles de la tierra prometida. Los otros habían dicho que Dios los había sacado de Egipto para dejarlos morir en el desierto, y su fin fue según su palabra. Josué y Caleb habían declarado que Dios podía introducirlos en el país, y su porción fue también según sus palabras.
Aquí tenemos un principio muy importante: “Conforme a vuestra fe os sea hecho” (Mateo 9:29). Acordémonos de esto: Dios se deleita en la fe. Le gusta que le creamos y siempre honrará a los que confían en él. Por el contrario, la incredulidad lo aflige, lo irrita, lo deshonra y llena de tinieblas y muerte al alma. Es un pecado horrendo dudar del Dios vivo que no puede mentir, o tener dudas cuando él ha hablado. El diablo, desde el principio, es el autor de todas las preguntas dudosas (Génesis 3:1). Se complace en hacer vacilar la confianza del alma, pero no tiene ningún poder sobre el que confía sencillamente en Dios. Sus dardos de fuego jamás pueden alcanzar al que se ampara tras el escudo de la fe. ¡Cuán precioso es vivir confiados en Dios! Eso hace dichoso al corazón y llena la boca de alabanzas y acciones de gracias. Esta confianza desvanece cualquier nube, cualquier niebla, y alumbra nuestro camino con la bendita luz que emana del rostro de nuestro Padre.
Por otra parte, la incredulidad llena el corazón de toda clase de dudas, nos hace mirar dentro de nosotros mismos, oscurece nuestra senda y nos vuelve verdaderamente miserables.
El corazón de Caleb estaba lleno de una gozosa confianza, mientras que los de sus hermanos estaban llenos de quejas y amargas murmuraciones. Siempre será así; si queremos ser felices, debemos ocuparnos de Dios y de lo que le concierne, y si queremos ser infelices, solo tenemos que ocuparnos de nosotros mismos y de lo que nos rodea. Veamos el capítulo 1 de Lucas. ¿Qué cerró la boca de Zacarías el sacerdote? La incredulidad. ¿Qué era lo que llenaba el corazón y abría la boca de María y Elisabet? La fe. Allí estaba la diferencia. Zacarías se hubiera podido unir a esas piadosas mujeres en sus cánticos de alabanza, si la sombría incredulidad no hubiese sellado sus labios. ¡Qué cuadro y qué lección! ¡Aprendamos a confiar más sencillamente en Dios! ¡Que el espíritu de la duda se aleje de nosotros! Que podamos, en medio de este mundo incrédulo, ser fuertes en la fe que glorifica a Dios.
Israel es vencido por confiar en sus propias fuerzas
El último párrafo de nuestro capítulo nos enseña otra santa lección. Apliquemos a ella nuestros corazones con diligencia. “Y Moisés dijo estas cosas a todos los hijos de Israel, y el pueblo se enlutó mucho. Y se levantaron por la mañana y subieron a la cumbre del monte, diciendo: Henos aquí para subir al lugar del cual ha hablado Jehová; porque hemos pecado. Y dijo Moisés: ¿Por qué quebrantáis el mandamiento de Jehová? Esto tampoco os saldrá bien. No subáis, porque Jehová no está en medio de vosotros, no seáis heridos delante de vuestros enemigos. Porque el amalecita y el cananeo están allí delante de vosotros, y caeréis a espada; pues por cuanto os habéis negado a seguir a Jehová, por eso no estará Jehová con vosotros. Sin embargo, se obstinaron en subir a la cima del monte; pero el arca del pacto de Jehová, y Moisés, no se apartaron de en medio del campamento. Y descendieron el amalecita y el cananeo que habitaban en aquel monte, y los hirieron y los derrotaron, persiguiéndolos hasta Horma” (v. 39-45).
¡Qué cúmulo de contradicciones en el corazón humano! Cuando fueron exhortados a subir y poseer el país con el poder de la fe, retrocedieron y rehusaron avanzar. Se echaron al suelo y lloraron en vez de subir y conquistar. En vano el fiel Caleb les aseguró que Jehová los introduciría en el monte de su heredad y los asentaría en él; no quisieron subir porque no confiaban en Dios. Pero ahora, en su soberbia, en vez de agachar la cabeza y aceptar los designios de Dios, quieren subir confiando en sí mismos.
Querían vanamente andar sin tener con ellos al Dios vivo; mientras sin él no podían hacer nada. Cuando Dios quiso estar con ellos, temieron a los amalecitas; y ahora que no estaba con ellos, se obstinan en combatir contra aquel pueblo: “Henos aquí para subir al lugar del cual ha hablado Jehová”. Esto era más fácil de decir que de hacer. Un israelita sin Dios no podía medirse con un amalecita. Cabe destacar que, cuando Israel rehúsa obrar con la energía de la fe, cuando cae bajo el poder de una incredulidad que deshonra a Dios, entonces Moisés les muestra las dificultades que ellos mismos habían alegado para desobedecer. Y les dice: “El amalecita y el cananeo están allí delante de vosotros”. Esto está lleno de instrucción. Habían excluido a Dios por su incredulidad y en consecuencia, se trataba únicamente de una cuestión entre Israel y los cananeos. La fe, habría planteado la cuestión entre Dios y los cananeos. Así era, precisamente, cómo consideraban Josué y Caleb la situación cuando decían: “Si Jehová se agradare de nosotros, él nos llevará a esta tierra, y nos la entregará; tierra que fluye leche y miel. Por tanto, no seáis rebeldes contra Jehová, ni temáis al pueblo de esta tierra, porque nosotros los comeremos como pan; su amparo se ha apartado de ellos, y con nosotros está Jehová; no los temáis” (v. 8-9).
Aquí está el gran secreto. La presencia del Señor en medio de su pueblo garantizaba la victoria sobre sus enemigos. Pero si Dios no estaba con ellos, eran como agua derramada en tierra. Los diez incrédulos habían declarado que ellos eran como langostas en presencia de los gigantes; ahora Moisés les declara, por decirlo así, que las langostas no pueden enfrentarse a los gigantes. Si, por un lado, es verdadera la frase:
Conforme a vuestra fe os sea hecho
(Mateo 9:29),
por otro, también resulta verdad esta otra: «Se os hará según vuestra incredulidad».
Y ahora el pueblo se había envalentonado, creyendo ser algo mientras no era nada. ¡Qué ruina atreverse a marchar con sus propias fuerzas! ¡Qué derrota y qué confusión! ¡Qué riesgos y qué desprecio! ¡Qué humillación y qué destrozo! No se podía esperar otro resultado, por fuerza debía suceder lo que sucedió. El pueblo, en su incredulidad, abandonaba a Dios; Dios, a su vez, abandonaba al pueblo a su vana pretensión. Ellos no habían querido andar con Dios por la fe; Dios no quería andar con ellos por su incredulidad. “Pero el arca del pacto de Jehová, y Moisés, no se apartaron de en medio del campamento”. Fueron sin Dios y por eso tuvieron que huir delante de sus enemigos.
Así sucede siempre. No hay ventaja posible en aparentar ser fuerte, en tener elevadas pretensiones, en creerse algo; no hay nada peor que el orgullo y la ostentación. Si Dios no está con nosotros, somos como el rocío de la mañana. Debemos aprender esto en la práctica. Debemos descender al fondo de nosotros mismos para comprender nuestra completa nulidad. El desierto, con sus variadas escenas y sus mil experiencias, nos conduce a este resultado práctico. Allí aprendemos lo que es la carne; allí nuestra vieja naturaleza, en todos sus aspectos, se muestra tal como es; unas veces manifiesta su cobarde incredulidad y otras una falsa confianza. En Cades se niega a marchar cuando se le ordena hacerlo; en Horma persiste en marchar cuando se le dice lo contrario. Así es como los extremos se tocan en esta mala naturaleza que todos llevamos en nosotros mismos.
Las lecciones de la humillación
Pero, amado lector cristiano, hay una lección especial que deberíamos aprender muy bien antes de dejar Horma. Es muy difícil andar humilde y pacientemente en la senda que nuestra caída ha hecho necesario que recorramos. La incredulidad de Israel a rehusar entrar al país hizo necesario, según la voluntad de Dios, que tuvieran que volver atrás y errar por el desierto durante cuarenta años. Y esto era a lo que ellos no querían someterse. Se resistieron, ya que no podían doblar la cerviz bajo el yugo que les era impuesto.
¡Cuán a menudo es este nuestro caso! Caemos, damos pasos en falso, y por consiguiente, nos enfrentamos a circunstancias difíciles; pero en vez de humillarnos bajo la poderosa mano de Dios para procurar andar con él en humildad y con un corazón contrito, nos volvemos obstinados y rebeldes. Echamos la culpa a las circunstancias en vez de juzgarnos a nosotros mismos, y en nuestra obstinación procuramos escapar de esas mismas circunstancias en vez de aceptarlas como una justa y necesaria consecuencia de nuestra conducta.
Pero tarde o temprano el espíritu orgulloso debe ser humillado. Si no tenemos fe para tomar posesión de la tierra prometida, entonces no hay nada más que hacer, sino someternos al juicio y recorrer el desierto con humildad y sencillez de corazón.
¡Bendito sea Dios! Él está con nosotros en este viaje por el desierto, pero no nos acompaña en la senda del orgullo y la pretensión. Jehová rehusó ir con Israel al monte de los amorreos; sin embargo, estaba dispuesto a volver a ellos, en su gracia paciente, para acompañarlos en toda su marcha a través del desierto. Aunque Israel no quería entrar en Canaán con Dios, Dios sí estaba dispuesto a volver al desierto con Israel. Nada podría superar la gracia que brilla en esto. Si Dios hubiera obrado con ellos según lo que merecían, por lo menos los hubiese dejado solos errando por el desierto. Pero, bendito sea su nombre para siempre, él no nos trata según nuestros pecados, ni nos devuelve según nuestras iniquidades. Sus pensamientos no son nuestros pensamientos. A pesar de toda la incredulidad, la ingratitud y las provocaciones de los hijos de Israel, aunque la vuelta al desierto fuera el fruto de su conducta, Jehová, en su gracia y amor, volvió con ellos para ser su compañero de viaje en el desierto durante cuarenta largos y tristes años.
Si, pues, el desierto enseña lo que es el hombre, también enseña lo que es Dios; y, además, nos muestra lo que es la fe; Josué y Caleb tuvieron que volver atrás con toda la congregación de sus hermanos incrédulos y permanecer durante cuarenta años lejos de su heredad, aunque estaban dispuestos a entrar en la tierra prometida por la gracia. A la carne le podría parecer una gran injusticia que dos hombres de fe tuvieran que sufrir a causa de la incredulidad de otros. Pero la fe puede aguardar con paciencia. Además, ¿cómo habrían podido quejarse de esa marcha prolongada, viendo al Señor dispuesto a compartirla con ellos? Imposible. Estaban dispuestos a esperar el momento fijado por Dios, ya que la fe nunca tiene prisa. La fe de los siervos iba a ser sostenida por la gracia del Señor.