Estudio sobre el libro de los Números

La confirmación del sacerdocio de Aarón

Las varas de los príncipes y la de Aarón

Los capítulos 17 y 18 del libro que estudiamos forman una parte separada en la cual se nos presentan el origen, las responsabilidades y los privilegios del sacerdocio; el cual es una institución divina. “Y nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón” (Hebreos 5:4). Esto se pone de manifiesto en el capítulo 17. “Luego habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel, y toma de ellos una vara por cada casa de los padres, de todos los príncipes de ellos, doce varas conforme a las casas de sus padres; y escribirás el nombre de cada uno sobre su vara. Y escribirás el nombre de Aarón sobre la vara de Leví; porque cada jefe de familia de sus padres tendrá una vara. Y las pondrás en el tabernáculo de reunión delante del testimonio, donde yo me manifestaré a vosotros. Y florecerá la vara del varón que yo escoja, y haré cesar de delante de mí las quejas de los hijos de Israel con que murmuran contra vosotros. Y Moisés habló a los hijos de Israel, y todos los príncipes de ellos le dieron varas; cada príncipe por las casas de sus padres una vara, en total doce varas; y la vara de Aarón estaba entre las varas de ellos” (v. 1-6).

¡Qué incomparable sabiduría brilla en este ajuste! ¡El asunto fue completamente quitado de las manos del hombre y colocado donde debía estar, esto es, en manos del Dios vivo! No se trataba de un hombre que se instituyera a sí mismo, o a otro; era Dios mismo instituyendo al hombre, según su propia elección en el oficio que Él mismo había establecido. En otras palabras, el asunto debía ser resuelto por Dios mismo, de manera que todas las murmuraciones pudieran ser ahogadas para siempre y que nadie pudiese acusar al sumo sacerdote de Dios de atribuirse demasiados poderes. La voluntad humana no tenía nada que ver en esta circunstancia solemne. Las doce varas, todas en un mismo estado, fueron colocadas ante Jehová; el hombre se retiraba y dejaba obrar a Dios. No había lugar ni ocasión para la intervención humana. En la profunda soledad del santuario, lejos de todos los pensamientos del hombre, la gran cuestión del sacerdocio iba a ser fijada por la decisión del mismo Dios, y una vez fijada, jamás podría ser planteada de nuevo.

“Y Moisés puso las varas delante de Jehová en el tabernáculo del testimonio. Y aconteció que el día siguiente vino Moisés al tabernáculo del testimonio; y he aquí que la vara de Aarón de la casa de Leví había reverdecido, y echado flores, y arrojado renuevos, y producido almendras” (v. 7-8). Figura admirable e impresionante de Aquel que debía ser

declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos
(Romanos 1:4).

Las doce varas estaban sin vida; pero Dios, el Dios viviente, entra en escena; y por ese poder que le es peculiar da vida a la vara de Aarón y la presenta llevando los exquisitos frutos de la resurrección.

“Escrito está”

¿Quién podría negar esto? Los racionalistas pueden burlarse de ello y plantear mil cuestiones. La fe contempla esta vara cargada de frutos y descubre en ella un símbolo atrayente de la nueva creación en la que todas las cosas son de Dios. La incredulidad puede discutir alegando la aparente imposibilidad de que un trozo de madera seca haya florecido y producido fruto en una noche. A los incrédulos, a los racionalistas y a los escépticos esto les parece imposible. ¿Por qué? Porque ellos siempre excluyen a Dios. Acordémonos de esto: la incredulidad excluye invariablemente a Dios,formula sus razonamientos y luego deduce sus conclusiones en la oscuridad de la noche. No hay ni un solo rayo de luz verdadera en la esfera donde se mueve la incredulidad. Esta excluye la única fuente de luz y deja al alma envuelta en las sombras de unas tinieblas profundas.

Es conveniente que el joven lector se detenga en ello y considere seriamente este hecho solemne; que reflexione acerca del efecto peculiar de la incredulidad, de la filosofía, del racionalismo o del escepticismo. Ese efecto comienza, prosigue y acaba excluyendo a Dios. El incrédulo se adelanta con un impío y audaz «cómo pudo ser» ante el misterio de la vara de Aarón que brota, florece y fructifica. Ese es el gran camino del incrédulo. Puede plantear diez mil cuestiones, pero jamás resuelve ninguna. Enseña a dudar de todo y a no creer en nada.

La incredulidad es de Satanás, quien ha sido, es y será el gran cuestionador. Llena el corazón de toda clase de «quizás» y de «cómos», sumergiendo a las almas en profundas tinieblas. Si logra suscitar una pregunta, ya habrá conseguido su objetivo. Pero es completamente impotente frente a un alma que cree que Dios existe y que ha hablado. Esta es la noble respuesta de la fe a las preguntas de la incredulidad, la solución divina a todas las dificultades del incrédulo. La fe siempre introduce a Aquel que es excluido por la incredulidad. La fe piensa con Dios; la incredulidad piensa sin Dios.

Diremos, pues, al lector cristiano, particularmente si es joven: No admita ninguna pregunta cuando Dios ha hablado. Si lo hace, muy pronto Satanás lo tendrá bajo sus pies. Su único y suficiente recurso contra él está en la respuesta firme e inmutable: “Escrito está”. ¿Qué ventaja podría tener el hombre si discutiera con Satanás basándose en sus experiencias, sus sentimientos o sus observaciones? Nuestro terreno debe ser exclusivamente este: Dios existe y ha hablado. Satanás no puede hacer nada contra ese poderoso e invencible argumento que anula a todos los demás, que le confunde y que pronto lo hace huir.

Este hecho lo vemos notablemente demostrado en la tentación de nuestro Señor. El enemigo, con sus procedimientos habituales, se acerca al Amado para insinuar una duda: “Si eres Hijo de Dios” (Mateo 4:3, 6). ¿Acaso el Señor le responde diciendo: «Sé que soy el Hijo de Dios. Recibí este testimonio cuando los cielos se abrieron y el Espíritu descendió y me ungió. Siento y creo que soy el Hijo de Dios»? No; esa no es la manera de rechazar al tentador. “Escrito está”, fue la respuesta, repetida tres veces, del Hombre obediente y sumiso, y debe ser también la nuestra si queremos triunfar.

Si, pues, alguno pregunta con respecto a la vara de Aarón: «¿Cómo puede ocurrir una cosa así, contraria a las leyes naturales? ¿Cómo podría Dios trastornar los principios de la naturaleza?». La respuesta de la fe es sublime en su simplicidad: Dios es todopoderoso y puede obrar según le plazca. El que llamó los mundos a la existencia puede, en un momento, hacer brotar, florecer y fructificar una vara. Si se introduce a Dios, al verdadero Dios, vivo y veraz, todo se volverá sencillo y claro; póngalo a un lado y todo se sumergirá enseguida en una confusión desesperante. Querer someter al Todopoderoso Creador del inmenso universo a ciertas leyes de la naturaleza es nada menos que una blasfemia impía. Es casi peor que negar su existencia. Es difícil decir quién es peor, si el ateo que niega la existencia de Dios, o el racionalista que sostiene que Dios no puede obrar como crea conveniente.

Sentimos la inmensa importancia de examinar las causas reales de todas las teorías verosímiles que surgen en nuestros días. El espíritu humano se ocupa de formar sistemas, sacar conclusiones y razonar en términos que excluyen completamente el testimonio de las Santas Escrituras y separan a Dios de lo que él mismo ha creado. Es necesario que los jóvenes sean seriamente advertidos de todo ello. Debe mostrárseles la inmensa diferencia que existe entre los hechos de la ciencia y las conclusiones de los sabios. Un hecho es un hecho, dondequiera que se le encuentre, en la geología, en la astronomía o en cualquiera otra rama de la ciencia; pero los razonamientos, las conclusiones y las teorías son cosas muy diferentes. La Escritura jamás menoscabará los hechos reales que la ciencia haya comprobado, mientras que los razonamientos de los sabios se encuentran a menudo en oposición a la Escritura. Y cuando se presente el caso, debemos denunciar abiertamente la incredulidad, diciendo como el apóstol:

Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso
(Romanos 3:4).

Demos siempre a las Santas Escrituras el primer lugar en nuestros corazones y en nuestro espíritu. Inclinémonos con absoluta sumisión, no ante: «Así dice la iglesia», «así dicen los padres» o «así dicen los maestros»; sino ante: “Así ha dicho el Señor”; “escrito está”. Esa es nuestra únicaseguridad contra la corriente invasora de la incredulidad que amenaza con destruir las bases de los sentimientos religiosos en toda la extensión de la cristiandad. Solo escaparán los que son enseñados y gobernados por la Palabra del Señor. Quiera Dios aumentar su número.

La vara de Aarón y la de Moisés

Volvamos al estudio de nuestro capítulo. “Entonces sacó Moisés todas las varas de delante de Jehová a todos los hijos de Israel; y ellos lo vieron, y tomaron cada uno su vara. Y Jehová dijo a Moisés: Vuelve la vara de Aarón delante del testimonio, para que se guarde por señal a los hijos rebeldes; y harás cesar sus quejas de delante de mí, para que no mueran. E hizo Moisés como le mandó Jehová, así lo hizo” (v. 9-11).

Así quedaba resuelta por Dios la cuestión. El sacerdocio estaba establecido sobre la gracia todopoderosa del Dios que saca la vida de la muerte. Es la fuente del sacerdocio. De nada hubiera servido tomar una de las once varas secas y hacer de ella la insignia del servicio sacerdotal. Todo el poder humano existente no hubiese podido dar vida a un palo muerto, o hacer de ese palo un canal de bendición para las almas. De igual modo no había en todas las once ramas reunidas un solo brote o una sola flor. Pero allí donde había pruebas preciosas de un poder vivificante, rasgos refrescantes de vida y bendición divinas, frutos olorosos de gracia eficaz, allí y solo allí debía encontrarse el manantial de ese ministerio sacerdotal que podía conducir a través del desierto a un pueblo no solamente necesitado, sino también murmurador y rebelde.

¿Por qué la vara de Moisés no estaba entre las doce? La razón es sencilla. La vara de Moisés era símbolo del poder y de la autoridad. La de Aarón era símbolo de la gracia que

da vida a los muertos, y llama las cosas que no son, como si fuesen
(Romanos 4:17).

Pues bien, el poder y la autoridad solos no podían guiar al pueblo a través del desierto. El poder podía aniquilar al rebelde; la autoridad podía castigar al pecador; pero la misericordia y la gracia eran indispensables para una congregación de hombres, mujeres y niños necesitados, débiles y pecadores. La gracia, que podía hacer brotar almendras de un palo seco, podía también conducir a Israel a través del desierto. Solo en relación con la floreciente vara de Aarón el Señor podía decir: “Harás cesar sus quejas de delante de mí, para que no mueran”. La vara de la autoridad podía quitar de en medio a los murmuradores, pero la vara de la gracia podía hacer cesar la murmuración.

El lector puede consultar con interés y provecho los primeros versículos del capítulo 9 de Hebreos, en lo referente a la vara de Aarón. El escritor inspirado, al hablar del arca del pacto, dice: “En la que estaba una urna de oro que contenía el maná, la vara de Aarón que reverdeció, y las tablas del pacto” (v. 4). La vara y el maná eran las provisiones de la gracia divina para los viajes y las necesidades de Israel en el desierto. Pero cuando llegamos a 1 Reyes 8:9, leemos: “En el arca ninguna cosa había sino las dos tablas de piedra que allí había puesto Moisés en Horeb, donde Jehová hizo pacto con los hijos de Israel, cuando salieron de la tierra de Egipto”. Cuando hubo terminado la peregrinación por el desierto, y la gloria de los días de Salomón esparcía sus rayos sobre el país, la vara reverdecida y el maná fueron omitidos. No quedaba más que la Ley de Dios, base de su justo juicio en medio de su pueblo.

¡Qué hecho precioso! ¡Que el lector procure captar su profundo y bendito significado! Que sopese la diferencia entre la vara de Moisés y la de Aarón. Ya vimos la primera haciendo su obra característica en otros tiempos y en medio de otras escenas. También vimos al país de Egipto temblando bajo los golpes abrumadores de aquella vara. Una plaga tras otra caía sobre aquellas tierras por la acción de dicha vara. Vimos las aguas del Mar Rojo separarse bajo ella, ya que era una vara de poder y de autoridad, pero impotente para apaciguar las murmuraciones de los hijos de Israel y conducir al pueblo a través del desierto. Solo la gracia podía hacer esto; la gracia pura, libre y soberana figurada en el reverdecimiento de la vara de Aarón.

Esta vara seca y muerta era la verdadera imagen del estado natural de Israel y de cada uno de nosotros. En ella no había savia, ni vida, ni poder. Podía decirse ciertamente: ¿Qué bien puede salir de ella? Ninguno, en absoluto, si la gracia no hubiera desplegado su poder vivificante. Lo mismo que sucedía con Israel en el desierto, sucede con nosotros ahora. ¿Cómo eran ellos guiados día tras día? ¿Cómo eran sostenidos en todas sus debilidades y necesidades? ¿Cómo eran perdonados sus pecados y su locura? La respuesta la encontramos en la vara de Aarón. La vara seca y muerta era la expresión del estado natural del corazón. Los brotes, las flores y los frutos mostraban la gracia viviente y vivificante de Dios, donde estaba fundado el ministerio sacerdotal, el único que podía sostener a la congregación a través del desierto.

Los ministerios en la Iglesia

Y hoy todavía sucede lo mismo: todo ministerio en la Iglesia de Dios es fruto de la gracia divina, un don de Cristo, cabeza de la Iglesia. No hay otra fuente de ministerio; desde el apostolado hasta los más modestos dones proceden de Cristo. El gran origen de todo ministerio es mencionado en las palabras que Pablo dirige a los gálatas hablando de sí mismo: “Apóstol, no de hombres, ni por hombre, sino por Jesucristo y por Dios el Padre que lo resucitó de los muertos” (Gálatas 1:1).

Nótese bien, esta es la única fuente de la que mana todo ministerio, y no del hombre, de ninguna manera. Este puede recoger leña seca, trabajarla y labrarla a su gusto; puede consagrarla e instituirla dándole ciertos títulos oficiales resonantes. Pero, ¿de qué sirve esto? Solo son varas secas, muertas. Podemos decir ciertamente: ¿Dónde se ve en ellos un racimo, dónde una simple flor, un brote solitario? Un solo retoño bastaría para probar que allí hay algo divino; pero, faltando esto, no puede haber ministerio vivo en la Iglesia de Dios. Solo un don otorgado por Cristo puede hacer de un hombre un ministro. Sin él es vano que uno se instituya o sea instituido como ministro.

¿Está de acuerdo el lector con este principio siendo tan claro para su alma como un rayo de sol, o tiene, por el contrario, alguna dificultad en admitirlo? Si es así, le rogamos que se despoje de todo prejuicio, sea cual sea su origen, que tome el Nuevo Testamento y estudie los capítulos 12 y 14 de 1 Corintios y Efesios 4:7-13. En esos pasajes encontrará desarrollado el tema del ministerio; allí verá que todo verdadero ministerio, ya sea el de apóstoles, profetas, maestros, pastores o evangelistas, es de Dios; todo fluye de Cristo, Cabeza de la Iglesia. Si un hombre no posee un verdadero don de Cristo, no es un ministro. Todos los miembros del cuerpo deben cumplir una obra. La edificación del cuerpo está promovida por la propia acción de todos los miembros, sean eminentes, “decorosos” o “menos decorosos”. En otras palabras, todo ministerio es de Dios y dado por Dios, no por el hombre. En la Escritura no hay nada respecto a un ministerio de ordenación humana; todo es de Dios.

No debemos confundir los dones ministeriales con el oficio o cargo local. Vemos a los apóstoles, o sus delegados, ordenando ancianos y designando diáconos; pero esto era algo totalmente distinto de los dones ministeriales. Esos ancianos y diáconos bien podían tener y ejercer al mismo tiempo algún don especial en el Cuerpo; los apóstoles no los ordenaron para ejercer esos dones, sino solamente para desempeñar los cargos a nivel local. El don espiritual procedía de Jesucristo, la Cabeza de la Iglesia, y era independiente del cargo local.

Es necesario, pues, distinguir entre don y cargo local. Reina la mayor confusión entre estas dos cosas en toda la iglesia profesante; y como consecuencia el ministerio no es comprendido y los miembros del cuerpo de Cristo no conocen su puesto ni sus funciones. La elección humana o la autoridad humana, en una u otra forma, se consideran esenciales en el ejercicio del ministerio en la Iglesia. Pero en realidad eso no se puede encontrar en la Escritura. Si lo hubiera, sería muy fácil exponerlo. Invitamos al lector a que cite una sola línea que demuestre que el llamamiento humano, la designación humana o la autoridad humana tengan algo que ver con el ejercicio de un ministerio. Nosotros afirmamos que no hay una cosa así en el Nuevo Testamento1 .

Bendito sea Dios, el ministerio en su Iglesia no es ni “de hombres, ni por hombre, sino por Jesucristo y por Dios el Padre que lo resucitó de los muertos”.

Mas ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él quiso
(1 Corintios 12:18).

“Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo. Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres… Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:7-13).

Aquí todos los grados de los dones ministeriales son colocados sobre un solo y mismo terreno, desde los apóstoles hasta los evangelistas y maestros; todos son conferidos por la Cabeza de la Iglesia, y una vez otorgados, convierten a sus poseedores en responsables; primero ante la Cabeza que está en los cielos y luego ante los miembros que están en la tierra. La idea de que el poseedor de un don especial de Dios deba hacerse consagrar por la autoridad humana no es más que un insulto a la majestad de Dios tan grande como si Aarón hubiera ido, con su vara reverdecida en mano, ante varios de sus semejantes para que ellos lo estableciesen en el sacerdocio. Aarón fue llamado por Dios, y esto le bastaba. Ahora también, todos los que poseen un don divino son llamados por Dios al ministerio, y solo tienen que desempeñarlo haciendo uso del don que han recibido.

El ministerio es de Dios en cuanto a su origen, a su poder y a su responsabilidad. No creemos que esta afirmación sea puesta en duda por los que tienen el gozo de ser enseñados exclusivamente por la Escritura. Todo ministro, sea cual fuere el don que posea, debe poder decir en su medida: «Dios me ha establecido en el ministerio». Pero si un hombre dice esto sin poseer un determinado don, es tan malo o peor que el que poseyéndolo realmente, subordina el ejercicio de ese don a una autorización humana. Los hijos de Dios pueden ver fácilmente dónde se encuentra un don espiritual real, ya que su poder se manifestará segura y evidentemente allí donde se ejerza. El discernimiento y la sumisión a estos ministerios son asunto de los miembros del Cuerpo y constituyen su responsabilidad, como corresponde a los miembros del cuerpo hacer uso de sus articulaciones. Pero si los hombres pretenden un don o su poder sin tenerlo en realidad, su locura muy pronto será manifiesta a todos. Esto en cuanto al ministerio y al sacerdocio; la fuente de ambos es divina. El verdadero fundamento de ambos nos es descrito por la vara reverdecida. Aarón podía decir: «Dios me ha dado el sacerdocio»; y si se le exigían pruebas, podía mostrar la vara con sus frutos. Pablo podía decir: «Dios me ha establecido en el ministerio»; y si se le pedían títulos, podía mostrar miles de frutos vivos, resultado de su obra. Es necesario que sea así siempre en principio, en cualquier grado. El ministerio no debe ser solo de palabra, sino que debe ejercerse de hecho y en verdad. Dios no reconocerá las palabras, sino el poder.

Antes de dejar este tema, creemos que es muy importante subrayar bien la diferencia entre el ministerio y el sacerdocio. El pecado de Coré consistía en esto: no contento con ser ministro, aspiró a ser sacerdote; y el pecado de la cristiandad muestra el mismo carácter. En vez de dejar que el ministerio del Nuevo Testamento descanse sobre su propia base y muestre su carácter distintivo cumpliendo las funciones que le son propias, se ha hecho de él un sacerdocio, una casta sacerdotal en la que sus miembros deben distinguirse de sus hermanos por su manera de vestir, o por otros títulos, privilegios o prerrogativas.

  • 1Aun en el asunto del nombramiento de diáconos, en Hechos capítulo 6, vemos que era un acto apostólico. “Buscad, pues, hermanos, de entre vosotros a siete varones de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, a quienes encarguemos de este trabajo” (v. 3). A los hermanos les era permitido escoger a los hombres, ya que se trataba de manejar cosas materiales. Pero el señalamiento era divino. Y esto hacía referencia solamente al oficio de los diáconos, quienes tenían que atender los asuntos temporales de la Iglesia. Pero, respecto a la obra de evangelistas, pastores y maestros, era completamente independiente de la selección y de la autoridad humana, y descansaba simplemente en el don de Cristo (Efesios 4:11).

Todos los creyentes son sacerdotes

Opuestamente a esta confusión, todos los creyentes son sacerdotes, según la bendita enseñanza del Nuevo Testamento (1 Pedro 2:9; Apocalipsis 1:5-6; Hebreos 10:19-22; 13:15-16).

¡Cuán inaudito debió parecer a los santos con antecedente judío, quienes habían sido educados en las instituciones del tiempo de la ley mosaica1 , verse exhortados a entrar en un sitio donde solo el más alto funcionario sacerdotal de Israel podía entrar una vez al año (Hebreos 9:7), y solo por unos instantes! ¡Enseñarles que debían ofrecer sacrificios y desempeñar las funciones especiales del sacerdocio! ¡Todo ello era maravilloso! Pues bien, así es en cuanto nos dejamos enseñar por la Escritura y no por los mandamientos, doctrinas y tradiciones de los hombres. No todos los cristianos son apóstoles, profetas, maestros, pastores o evangelistas; pero todos son sacerdotes. El miembro más débil de la Iglesia es tan sacerdote como Pedro, Pablo, Santiago o Juan. No hablamos de capacidad o de poder espiritual, sino de la posición que todos ocupan en virtud de la sangre de Cristo. En el Nuevo Testamento no se hace ninguna mención a cierta clase de hombres o casta privilegiada que esté colocada en una posición más elevada o más cercana a Dios que los demás hermanos. Todo eso es completamente opuesto al cristianismo, es una negación audaz de todos los preceptos de la Palabra de Dios y de las enseñanzas particulares de nuestro amado Señor y Maestro.

Estas cosas tienen relación con los mismos cimientos del cristianismo. Basta con abrir los ojos y mirar a nuestro alrededor para ver los resultados prácticos de la confusión actual entre el ministerio y el sacerdocio. Se aproxima rápidamente el momento en el cual esos resultados tomarán un carácter aun más espantoso y acabarán por atraer los juicios más terribles del Dios vivo. Aún no hemos visto toda la realidad de lo que en figura es la “contradicción de Coré” (Judas 11); sin embargo, pronto se pondrá de manifiesto.

Advertimos seriamente al lector cristiano a fin de que esté sobre aviso para no aprobar el grave error de mezclar dos cosas tan distintas como son el ministerio y el sacerdocio. Le invitamos a examinar el tema a la luz de la Escritura, sometiéndose a la autoridad de la Palabra de Dios. Poco importa de qué se trate: de una institución venerable, de un arreglo útil, de una ceremonia conveniente consagrada por la tradición o aprobada por miles de hombres excelentes. Si esto no tiene su fundamento en la Sagrada Escritura, es un error, un mal, una trampa del diablo para seducir nuestras almas y alejarnos de la sencillez que es según Cristo. Por ejemplo, si se nos dice que en la Iglesia de Dios hay un orden sacerdotal, una clase de hombres más santos, más elevados y más cercanos a Dios que sus hermanos, que los cristianos ordinarios, ¿no es esto el judaísmo resucitado y revestido de formas cristianas? ¿Y cuál será su efecto sino defraudar a los hijos de Dios en cuanto a sus privilegios, tenerlos a distancia de Dios y someterlos a esclavitud? Pero basta ya de este tema que el lector serio estudiará de cerca por sí mismo.

  • 1N. del Ed.: «ley mosaica» o «ley de Moisés»: conjunto de las prescripciones que debían gobernar la vida de los israelitas.

El temor en presencia de la gracia divina

Las últimas líneas del capítulo 17 proporcionan una prueba notable de la rapidez con que el espíritu del hombre pasa de un extremo a otro. “Entonces los hijos de Israel hablaron a Moisés, diciendo: He aquí nosotros somos muertos, perdidos somos, todos nosotros somos perdidos. Cualquiera que se acercare, el que viniere al tabernáculo de Jehová, morirá. ¿Acabaremos por perecer todos?” (v. 12-13). En el capítulo anterior vimos un orgullo temerario en la misma presencia de la majestad del Señor, cuando debería haber habido una profunda humildad. Aquí, en presencia de la gracia divina y de sus recursos, vemos un temor y una desconfianza legalistas. Y siempre ha sido así. La simple naturaleza no comprende ni la santidad ni la gracia. En una ocasión oímos palabras como: “Toda la congregación, todos ellos son santos” (cap. 16:3); y en el momento siguiente: “He aquí nosotros somos muertos, perdidos somos, todos nosotros somos perdidos” (v. 12). El espíritu carnal se enorgullece cuando debería humillarse, y desconfía cuando debería confiar.

No obstante, todo esto se convierte, por la bondad de Dios, en una ocasión para revelarnos de manera perfecta y bendita tanto las santas responsabilidades como los preciosos privilegios del sacerdocio. ¡Qué bondad de parte de nuestro Dios, lo cual es conforme a su corazón, aprovechar los errores de su pueblo para darle a conocer más profundamente sus caminos! Esta es su prerrogativa, bendito sea su nombre: sacar el bien del mal, hacer que del devorador salga comida, y del fuerte dulzura (Jueces 14:14). De este modo la contradicción de Coré da motivo a la gran abundancia de instrucciones proporcionadas por la vara de Aarón.