Estudio sobre el libro de los Números

Números 1

La genealogía

Después de estas breves consideraciones sobre el conjunto del volumen divino, vamos a entrar en el estudio del libro que ahora debe ocuparnos. En el capítulo 1 encontramos la declaración de la genealogía; en el capítulo 2 el reconocimiento de la bandera. “Tomaron, pues, Moisés y Aarón a estos varones que fueron designados por sus nombres, y reunieron a toda la congregación en el día primero del mes segundo, y fueron agrupados por familias (o genealogía), según las casas de sus padres, conforme a la cuenta de los nombres por cabeza, de veinte años arriba. Como Jehová lo había mandado a Moisés, los contó en el desierto de Sinaí” (cap. 1:17-19).

¿Puedo yo declarar mi genealogía o mi filiación?

¿Hay aquí alguna palabra para nosotros, alguna lección espiritual para nuestra inteligencia? Seguramente. En primer lugar estas líneas sugieren al lector la importante pregunta que hemos formulado en el subtítulo de esta página. Hay grandes motivos para temer que existen cientos y aun miles de cristianos nominales que son incapaces de hacerlo. No pueden decir con sinceridad y de un modo positivo: “Ahora somos hijos de Dios” (1 Juan 3:2). “Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús”. “Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gálatas 3:26, 29).

Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios”. “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios
(Romanos 8:14, 16).

Esta es la “genealogía” del cristiano, y es su privilegio poder declararla. Es nacido de lo alto, nacido de nuevo, nacido de agua y del Espíritu, es decir, por la Palabra y por el Espíritu Santo (compárense cuidadosamente con Juan 3:5; Santiago 1:18; 1 Pedro 1:23; Efesios 5:26). El cristiano hace remontar su genealogía directamente a un Cristo resucitado y elevado a la gloria. Tal es la genealogía cristiana.

Cuando se trata de nuestra filiación natural, si nos remontamos a su origen y la declaramos lealmente, tenemos que ver y reconocer que provenimos de un tronco en ruinas. Nuestra familia está caída, nuestros bienes están perdidos, aun nuestra sangre está corrompida, estamos irremisiblemente arruinados. Jamás podremos recuperar nuestra posición original; nuestro primer estado y la herencia que conllevaba están irrecuperablemente perdidos. Un hombre puede trazar su línea genealógica a través de una estirpe de nobles, de príncipes y de reyes, pero si quiere declarar francamente su genealogía, solo podrá llegar a un jefe caído, arruinado, desterrado. Es necesario remontarse hasta el origen de una cosa si queremos saber lo que ella es realmente. Así es como Dios ve las cosas y las juzga; y es necesario que pensemos como él si queremos juzgar rectamente. El juicio que Dios emite acerca de los hombres y de las cosas permanece eternamente. El juicio del hombre es efímero, no es más que de un día; y, por consiguiente, según la apreciación de la fe y del buen sentido, “yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por tribunal humano” (1 Corintios 4:3). ¡Oh, qué pequeñez! ¡Que podamos sentir más profundamente cuán poco importa ser juzgados por el hombre! ¡Quiera Dios que cada día podamos comprender mejor la debilidad de ese juicio! Eso nos daría una santa dignidad que nos colocaría por encima de la escena que atravesamos. ¿Qué es el rango en esta vida presente? ¿Qué importancia puede otorgarse a una genealogía que, fielmente trazada y cabalmente declarada, se remonta a un tronco arruinado? Un hombre puede estar orgulloso de su nacimiento si no tiene en cuenta su origen primitivo: “En maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Salmo 51:5). Este es el origen del hombre, tal su nacimiento. ¿Quién podrá enorgullecerse de semejante origen? ¿Quién, sino aquel a quien el dios de este mundo haya cegado el entendimiento?

¡Qué diferencia con el cristiano! Su filiación es celestial. Su árbol genealógico tiene sus raíces en el suelo de la nueva creación. La muerte jamás puede truncar esa genealogía, pues es la resurrección la que la ha formado. Conviene estar prevenidos en lo concerniente a esta cuestión, y es muy importante que el lector comprenda claramente este punto fundamental. Podemos ver fácilmente, en este primer capítulo de Números, cuán esencial era que cada miembro de la congregación de Israel pudiese declarar su filiación. La incertidumbre al respecto habría sido funesta; habría producido una desesperante confusión; habría excluido de la nación de Israel a un hijo de Abraham. Difícilmente podemos imaginarnos a un israelita que, llamado a declarar su genealogía, se expresara en los términos dudosos de muchos cristianos de nuestros días. No podemos imaginarlo diciendo: «¿Qué diré? No estoy muy seguro de ello. A veces tengo la esperanza de pertenecer a la raza del cielo, pero en ocasiones temo no formar parte de la congregación del Señor. Estoy en dudas y sin luz». ¿Podemos concebir algo así? Seguro que no. Menos aun podríamos imaginar que alguien sostuviera la absurda idea de que nadie podría estar seguro de ser o no ser un verdadero israelita antes del día del juicio.

Podemos estar seguros de que semejantes ideas, razonamientos, temores, dudas y cuestiones eran desconocidos entre los israelitas. Cada miembro de la congregación era llamado a declarar su genealogía antes de ocupar su puesto en las filas como un hombre de guerra. Cada uno podía decir como Saulo de Tarso: “Circuncidado al octavo día, del linaje de Israel” (Filipenses 3:5). Todo estaba determinado y perfectamente establecido para el momento de ponerse en marcha y combatir en el desierto.

Ahora bien, tenemos derecho a preguntar: Si un judío podía estar seguro de su genealogía, ¿por qué un cristiano no podrá estarlo de la suya? Lector, examine esta cuestión; si usted forma parte de esa numerosa clase de personas que nunca pueden llegar a la bendita certidumbre de su linaje celestial, de su nacimiento espiritual, reflexione, se lo rogamos, y permítanos hablarle de este importante tema. Es probable que usted se pregunte: «¿Cómo puedo estar seguro de que realmente soy un hijo de Dios, un miembro de Cristo, nacido de la Palabra y por el Espíritu de Dios? ¡Lo daría todo por tener esa seguridad!».

Pues bien, deseamos vivamente ayudarle a resolver esta cuestión, ya que el objetivo principal que nos hemos propuesto al escribir este comentario es ayudar a las almas intranquilas, respondiendo sus preguntas en la medida en que el Señor nos dé capacidad para ello, resolviendo sus dificultades y apartando de su camino las piedras de tropiezo.

Ante todo, notemos un rasgo característico que pertenece a todos los hijos de Dios, sin excepción. Es un rasgo sencillo, pero muy precioso. Si no lo poseemos, seguramente no somos de origen celestial; en cambio si lo poseemos, podremos declarar nuestra genealogía sin ninguna dificultad ni reserva. Y ¿cuál es ese rasgo? ¿Cuál es ese gran carácter de familia? Nuestro Señor Jesucristo nos lo indica. Él nos dice que “la sabiduría es justificada por todos sus hijos” (Lucas 7:35; Mateo 11:19). Todos los hijos de la Sabiduría, desde los días de Abel hasta el momento actual, se han distinguido por ese gran rasgo de familia, y no hay ni una sola excepción. Todos los hijos de Dios, todos los hijos de la Sabiduría, siempre han hecho visible, en alguna medida, ese rasgo moral: han justificado a Dios.

Justificar a Dios

Que el lector considere esta declaración. Quizás encuentre difícil comprender qué significa “justificar a Dios”, pero uno o dos pasajes de la Escritura lo aclararán perfectamente, según esperamos. En Lucas 7 leemos: “Y todo el pueblo y los publicanos, cuando lo oyeron, justificaron a Dios, bautizándose con el bautismo de Juan. Mas los fariseos y los intérpretes de la ley desecharon los designios de Dios respecto de sí mismos, no siendo bautizados por Juan” (v. 29-30). Aquí tenemos las dos generaciones, por decirlo así, frente a frente. Los publicanos que justificaban a Dios y se condenaban a sí mismos; y los fariseos que se justificaban a sí mismos y juzgaban a Dios. Los primeros se sometían al bautismo de Juan, el bautismo de arrepentimiento; los segundos rehusaban ese bautismo, rehusaban arrepentirse, humillarse y condenarse a sí mismos.

Aquí tenemos, pues, las dos grandes clases en que se ha dividido la familia humana, desde los días de Abel y Caín hasta nuestros días. Con ello tenemos también una prueba muy sencilla para demostrar nuestra “genealogía”. ¿Hemos tomado el lugar en el cual nos condenamos a nosotros mismos? ¿Nos hemos postrado ante Dios con verdadero arrepentimiento? Esto es lo que justifica a Dios. Los dos hechos van unidos, y en realidad no son sino una sola y misma cosa. El hombre que se condena a sí mismo justifica a Dios, y el que justifica a Dios se condena a sí mismo. Por otra parte, el hombre que se justifica a sí mismo juzga a Dios, y el que juzga a Dios se justifica a sí mismo.

Así sucede en todos los casos. Además, se puede observar que en cuanto uno se coloca en el terreno del arrepentimiento y de la condenación de sí mismo, Dios toma el sitio de Aquel que justifica. Dios justifica siempre a los que se condenan a sí mismos. Todos sus hijos lo justifican y él justifica a todos sus hijos. En cuanto David hubo dicho: “Pequé contra Jehová”, le fue respondido: “También Jehová ha remitido tu pecado” (2 Samuel 12:13). El perdón de Dios sigue inmediatamente a la confesión del hombre.

De ello resulta que nada puede ser más insensato por parte de una persona que justificarse a sí misma, ya que es necesario que Dios sea justificado en sus palabras y que gane la causa cuando sea juzgado (cf. Salmo 51:4; Romanos 3:4). Dios debe predominar al final, y entonces se verá claramente lo que vale toda justificación personal. Por consiguiente, lo más sabio es condenarse a sí mismo; esto es lo que hacen todos los hijos de la Sabiduría. No hay nada más característico en los verdaderos miembros de la familia de la Sabiduría que el hábito y el espíritu de juzgarse a sí mismos. Mientras que, al contrario, nada da a conocer mejor a los que no pertenecen a esta familia que un espíritu de justificación propia.

Estos pensamientos son dignos de la más seria reflexión. El hombre natural censurará a todo el mundo excepto a sí mismo. Pero donde obra la gracia, hay disposición a juzgarse a sí mismo y a tomar una posición humilde. En eso consiste el verdadero secreto de la bendición y la paz. Todos los hijos de Dios que se han mantenido en ese terreno bendito, han manifestado ese bello rasgo moral y han alcanzado ese importante resultado. No encontraremos una sola excepción a esta regla en toda la historia de la bienaventurada familia de la Sabiduría, y con toda seguridad podemos decir que si el lector ha sido llevado verdadera y fielmente a reconocerse perdido, a condenarse a sí mismo, a tomar el sitio del verdadero arrepentimiento, es entonces uno de los hijos de la Sabiduría y en adelante puede declarar su “genealogía” con firmeza y seguridad.

Queremos insistir sobre este punto desde un principio. Es imposible, para quienquiera que sea, reconocer la verdadera “bandera” y reunirse bajo ella si no puede declarar claramente su genealogía. En otras palabras, es imposible tomar una verdadera posición en el desierto mientras haya alguna duda en cuanto a esta importante cuestión. ¿Cómo habría podido un israelita de aquel tiempo ocupar su puesto en la congregación, engrosar las filas del ejército y avanzar por el desierto si no hubiese podido declarar claramente su genealogía? Eso habría sido imposible. Otro tanto le sucede al cristiano de nuestros días. No puede contar con ningún progreso en la vida del desierto, ni con el éxito en el combate espiritual, si desconoce su genealogía espiritual. Es preciso que se pueda decir: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida”; “sabemos que somos de Dios”; “nosotros hemos creído y conocemos” (1 Juan 3:14; 5:19; Juan 6:69), para poder progresar en la vida y en la marcha cristiana.

Lector, ¿puede usted declarar su genealogía? ¿Ha definido perfectamente este asunto en su vida? ¿Está convencido de ello hasta lo más profundo de su alma? Cuando está a solas con Dios, ¿es esta una cuestión ya resuelta entre usted y él? Examínelo y considérelo. Asegúrese de ello. No trate con ligereza este asunto. No se apoye en una simple profesión. No diga en su interior: «Soy miembro de tal iglesia; tomo la cena del Señor; admito tales y tales doctrinas; he sido educado en la piedad; llevo una vida moral más o menos buena; a nadie he hecho mal; leo la Biblia y oro; no descuido el culto familiar; sostengo con liberalidad obras benéficas y religiosas». Todo esto puede ser cierto y, no obstante, tal vez no tenga ni una pizca de divino, ni un solo rayo de luz celestial. Ninguna de estas cosas, ni siquiera todas reunidas, podrían ser aceptadas como una declaración de genealogía espiritual. Es preciso que sea el Espíritu quien dé testimonio de que usted es hijo de Dios, y este testimonio acompaña siempre a la sencilla fe en el Señor Jesucristo.

El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo 
(1 Juan 5:10).

De ningún modo se trata de buscar testimonios en su propio corazón. No se trata de que usted se base en formalidades, en sentimientos y en experiencias. Nada de eso. Lo que necesita es una fe sencilla en Cristo, poseer la vida eterna en el Hijo de Dios, tener el sello imperecedero del Espíritu Santo y creer en Dios sin objeciones, sobre la base de su Palabra. “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).

El combate del cristiano

He aquí la verdadera manera de declarar su genealogía; y es necesario poder declararla antes de “salir a la guerra”. No queremos decir con ello que usted no pueda ser salvo sin esa declaración. Dios nos guarde de semejante pensamiento. Creemos que existen muchos verdaderos hijos de Dios (israelitas en el sentido espiritual) que no pueden declarar su genealogía. Pero preguntamos: ¿Están ellos preparados para ir a la guerra? ¿Son valerosos soldados de Cristo? Lejos de ello. No saben ni siquiera qué es una verdadera lucha; al contrario, las personas de esta clase suelen tomar sus dudas y temores, sus momentos de desmayo y de tristeza como si fuesen los verdaderos combates del cristiano. Este es uno de los errores más graves, pero, lamentablemente, también uno de los más frecuentes. A menudo se encuentran personas con poco ánimo, entenebrecido y legalista, que procuran justificar su estado diciendo que este es el terreno de la lucha cristiana, mientras que, según el Nuevo Testamento, la verdadera lucha del cristiano, o el combate, se sostiene en una región donde los temores y las dudas son desconocidos. Cuando nos mantenemos en la luz pura de la plena salvación de Dios, apoyados en un Cristo resucitado, entonces entramos realmente en el combate que nos es propio como cristianos. ¿Debemos suponer por un instante que nuestras luchas bajo la ley, nuestra culpable incredulidad, nuestra oposición a someternos a la justicia de Dios, nuestras dudas y razonamientos puedan ser considerados como una lucha cristiana? De ningún modo. Todas esas cosas deben considerarse como una lucha contra Dios; mientras que la lucha del cristiano es contra Satanás. “No tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12).

Esta es la lucha cristiana. ¿Pueden sostener semejante lucha los que continuamente dudan si son cristianos o no? No lo creemos. ¿Podríamos imaginar a un israelita luchando contra Amalec en el desierto, o contra los cananeos en la tierra prometida, si fuera incapaz de declarar su “genealogía” o de reconocer su “bandera”? No, eso es inconcebible. Todo miembro de la congregación que podía salir a la guerra estaba perfectamente claro y bien fundamentado sobre ambos aspectos. Además, no habría podido salir si no lo hubiese estado.

Mientras consideramos el importante asunto de la lucha del cristiano, conviene dirigir la atención del lector a las tres porciones del Nuevo Testamento donde se nos presenta dicho combate bajo tres aspectos diferentes; estas son: Romanos 7:7-24; Gálatas 5:17; Efesios 6:10-17. Si el lector tiene a bien leer esos pasajes, procuraremos señalarle el verdadero carácter de esa lucha.

La nueva naturaleza sin el poder del Espíritu (Romanos 7)

En Romanos 7:7-24 tenemos la lucha de un alma convertida pero no liberada; de una persona regenerada pero sometida a la ley. La prueba de que ahí tenemos un alma convertida se funda en palabras tales como: “Porque lo que hago, no lo entiendo” (v. 15); “el querer el bien está en mí” (v. 18); “porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (v. 22). Solo una persona nacida de nuevo puede hablar así. La desaprobación del mal, la voluntad de hacer el bien, el deleite interior por la ley de Dios, todas esas cosas son las señales distintivas de la nueva vida, los preciosos frutos del nuevo nacimiento o regeneración. Ninguna persona inconversa podría en verdad emplear tal lenguaje.

Mas, por otro lado, la prueba de que en este pasaje tenemos un alma que no está plenamente liberada, que no goza de una liberación cumplida ni conoce la victoria y la posesión de un poder espiritual, la encontramos en las siguientes palabras: “Mas yo soy carnal, vendido al pecado” (v. 14). “Pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (v. 15). “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (v. 24). Ahora bien, nosotros sabemos que un cristiano no es “carnal”, sino espiritual; no está “vendido al pecado”, sino rescatado de su poder; no es un hombre “miserable” que suspira por la liberación, sino un hombre feliz que tiene la convicción de su liberación. No es un débil esclavo, incapaz de hacer el bien, siempre arrastrado a hacer el mal, sino un hombre libre, dotado de poder por el Espíritu Santo, y que está en condiciones de decir:

Todo lo puedo en Cristo que me fortalece 
(Filipenses 4:13).

No podemos, en estos momentos, extendernos para formular una completa exposición de este importante pasaje de la Escritura; nos limitaremos a ofrecer uno o dos pensamientos que podrán ayudar al lector a comprender su objeto y su alcance. Sabemos perfectamente que muchos cristianos difieren de opinión en cuanto al sentido de este capítulo 7 de Romanos. Algunos niegan que represente los ejercicios de un alma regenerada; otros sostienen que expone las experiencias propias de un cristiano. Nosotros no podemos admitir ninguna de estas conclusiones. Creemos que este capítulo describe los ejercicios de un alma verdaderamente nacida de nuevo, pero que todavía no ha alcanzado la libertad por el conocimiento de su unión con un Cristo resucitado, y por el poder del Espíritu Santo. Miles de cristianos están actualmente en la situación que nos describe el capítulo 7 de Romanos, pero su posición real es la que se describe en el capítulo 8. En cuanto a su experiencia, aún están bajo la ley. No se ven sellados por el Espíritu Santo. Todavía no gozan de una plena victoria en un Cristo resucitado y glorificado. Aún abrigan dudas y temores, siempre están dispuestos a exclamar: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”. Pero un cristiano, ¿no está acaso liberado? ¿No es salvo? ¿No fue hecho acepto en el Amado Hijo de Dios? ¿No está sellado con el Espíritu Santo de la promesa? ¿No está unido a Cristo? ¿No debería saber todo esto, proclamarlo y regocijarse en ello? Indudablemente que sí. Por lo tanto, no está en la posición del capítulo 7 de Romanos. Tiene el privilegio de entonar el cántico de la victoria junto al vacío sepulcro de Jesús, y de andar en la santa libertad “con que Cristo nos hizo libres” (Gálatas 5:1). El capítulo 7 de la epístola a los Romanos no habla en absoluto de la libertad, sino de la esclavitud; excepto, por cierto, el final, cuando el alma puede decir: “Gracias doy a Dios” (v. 25). Sin duda, puede ser muy útil pasar por todo lo que aquí está detallado con tan maravilloso poder; y, además, es preciso declarar que preferiríamos encontrarnos francamente en el capítulo 7 de la epístola a los Romanos que estar falsamente en el capítulo 8. Pero todo esto deja intacta la cuestión de la aplicación particular sobre este interesante pasaje de la Escritura.

La nueva naturaleza con el poder del Espíritu (Gálatas 5)

Echemos ahora una ojeada a la lucha descrita en Gálatas 5:17: “El deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis”. Este pasaje a menudo se cita como presentando una continua derrota, cuando realmente contiene el secreto de una perpetua victoria. En el versículo 16 leemos: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne”. Esto lo aclara todo. La presencia del Espíritu Santo nos asegura el poder. Estamos convencidos de que Dios es más fuerte que “la carne”, y, por lo tanto, cuando él combate a nuestro lado, el triunfo es seguro. Nótese asimismo que en Gálatas 5:17 no se habla del combate entre las dos naturalezas, la vieja y la nueva, sino entre el Espíritu Santo y la carne; por eso se añade: “Para que no hagáis lo que quisiereis”. Si el Espíritu Santo no habitara en nosotros, sin duda satisfaríamos la codicia de la carne; pero como está en nosotros para librar el combate, no estamos obligados a hacer el mal, sino felizmente capacitados para hacer el bien.

Esto muestra precisamente la diferencia entre Romanos 7:14-15 y Gálatas 5:17. En el primer pasaje tenemos la nueva naturaleza sin el poder del Espíritu morando en nosotros; en el segundo tenemos no solo la nueva naturaleza, sino también el poder del Espíritu Santo.

No olvidemos que la nueva naturaleza está en el creyente en un estado de dependencia. Ella depende del Espíritu en cuanto al poder, y depende de la Palabra en cuanto a la dirección. Pero es evidente que el poder se manifiesta donde está el Espíritu Santo. Este puede estar contristado o impedido, pero en Gálatas 5:16 se enseña claramente que, si andamos en el Espíritu, obtenemos una victoria segura y constante sobre la carne; por lo tanto, sería un grave error citar Gálatas 5:17 para apoyar una conducta débil y carnal.

El cristiano y las huestes espirituales de maldad (Efesios 6)

Ahora haremos un breve comentario sobre el pasaje de Efesios 6:10-17. Aquí tenemos la lucha del cristiano contra las huestes espirituales de maldad que están en las regiones celestiales. La Iglesia es del cielo y debería tener siempre una marcha y conducta celestiales. Este debería ser nuestro objetivo constante: mantener nuestra posición celestial, pararnos firmemente en nuestra herencia celestial y permanecer en ella. El diablo procura evitarlo por todos los medios; y esto ocasiona la lucha y hace que tengamos la “armadura de Dios” (v. 11, 13), la única por la cual podemos resistir a nuestro poderoso enemigo espiritual.

No podemos detenernos en consideraciones acerca de esa armadura; solo hemos querido llamar la atención del lector sobre estos tres pasajes de la Escritura, a fin de que pueda conocer, bajo todos sus aspectos, el tema de la lucha en relación con el comienzo del libro de los Números. Nada puede ser más interesante; y no alcanzamos a apreciar bastante la importancia de tener claridad en cuanto a la verdadera naturaleza de ese combate y el terreno en el cual se libra. Si vamos a la guerra sin saber por qué peleamos, y no estamos seguros de que nuestra “genealogía” está en regla, pocos progresos haremos contra el enemigo.