Las hijas de Zelofehad
La conducta de las hijas de Zelofehad, según se nos cuenta al principio de este capítulo, ofrece un bello contraste con la incredulidad de la que acabamos de hablar. No pertenecían, ciertamente, a la generación de los que están siempre dispuestos a abandonar el terreno divino, a rebajar la escala divina y a renunciar a los privilegios concedidos por la gracia divina. Estaban decididas, por gracia, a asentar el pie de la fe en el terreno más elevado; y, con decisión santa y firme, a tomar posesión de lo que Dios había dado.
“Vinieron las hijas de Zelofehad hijo de Hefer, hijo de Galaad, hijo de Maquir, hijo de Manasés, de las familias de Manasés hijo de José, los nombres de las cuales eran Maala, Noa, Hogla, Milca y Tirsa; y se presentaron delante de Moisés y delante del sacerdote Eleazar, y delante de los príncipes y de toda la congregación, a la puerta del tabernáculo de reunión, y dijeron: Nuestro padre murió en el desierto, y él no estuvo en la compañía de los que se juntaron contra Jehová en el grupo de Coré, sino que en su propio pecado murió, y no tuvo hijos. ¿Por qué será quitado el nombre de nuestro padre de entre su familia, por no haber tenido hijo? Danos heredad entre los hermanos de nuestro padre” (v. 1-4).
Este pasaje es extraordinariamente bello. Leer palabras así en estos tiempos, en los que se hace tan poco caso de la posición y de la heredad del pueblo de Dios, y cuando muchas personas se contentan con vivir día tras día y año tras año sin preocuparse siquiera por buscar las cosas que les son ofrecidas gratuitamente por Dios, reconforta el corazón. Es triste ver el descuido y la indiferencia con que muchos cristianos profesantes tratan cuestiones tan importantes como la posición, el andar y la esperanza del creyente y de la Iglesia de Dios. Mostrar un espíritu de indiferencia hacia lo que el Señor nos ha revelado en cuanto a la posición y a la heredad de la Iglesia o del creyente individual, es al mismo tiempo pecar contra la gracia y deshonrar al Señor. Si Dios, en su gracia, ha querido concedernos preciosos privilegios como cristianos, ¿no deberíamos procurar conocer cuáles son? ¿No deberíamos apropiarnos de esos privilegios con la ingenua sencillez de la fe? ¿Tratamos dignamente a nuestro Dios y sus revelaciones siendo indiferentes en cuanto a saber si somos siervos o hijos, si tenemos o no el Espíritu Santo morando en nosotros, si estamos bajo la ley o bajo la gracia, si nuestra vocación es celestial o terrenal? Por cierto que no. Si en la Escritura hay algo más claro que toda otra cosa, es que Dios se complace en aquellos que aprecian los recursos de su amor y que gozan de ellos, en aquellos que encuentran su gozo en él. Si consideramos desde un punto de vista humano a esas hijas de José (ya que así podemos llamarlas), las vemos privadas de su padre, débiles y abandonadas. La muerte había roto el lazo que las unía a la herencia propiamente dicha de su pueblo. ¿Pero se resignarían a renunciar a ella negligentemente? ¿Les daba igual tener o no tener un sitio y una heredad con el Israel de Dios? ¡Desde luego que no! Esas grandes mujeres nos proporcionan un modelo que debemos estudiar e imitar, un celo que (nos atrevemos a decirlo) alegraba el corazón de Dios. Estaban seguras de que en la tierra prometida había una herencia para ellas de la que ni la muerte, ni ningún incidente del desierto podía privarles. “¿Por qué será quitado el nombre de nuestro padre de entre su familia, por no haber tenido hijo?”. La muerte, la falta de línea masculina, ¡nada en el mundo podía anular la bondad de Dios! Era imposible. “Danos heredad entre los hermanos de nuestro padre”.
Estas palabras nobles que subieron al trono y al corazón del Dios de Israel también eran uno de los testimonios más poderosos ofrecidos ante toda la congregación. Moisés fue tomado por sorpresa; era un siervo, incluso un siervo bendito y honrado; sin embargo, en este maravilloso libro del desierto sobrevienen cuestiones que él era incapaz de resolver; por ejemplo, el caso de los hombres inmundos del capítulo 9, y este de las hijas de Zelofehad.
Y Moisés llevó su causa delante de Jehová. Y Jehová respondió a Moisés, diciendo: Bien dicen las hijas de Zelofehad; les darás la posesión de una heredad entre los hermanos de su padre, y traspasarás la heredad de su padre a ellas (v. 5-7).
He aquí un glorioso triunfo en presencia de toda la congregación. Una fe sencilla y valiente siempre será recompensada, pues glorifica a Dios y Dios la honra. En todo el Antiguo y Nuevo Testamento vemos esta misma gran verdad práctica, que Dios se complace en una fe sencilla y valerosa que acepta y retiene con firmeza todo lo que él ha dado; que rehúsa firmemente, aun frente a la debilidad humana y a la muerte, abandonar la menor parcela de la herencia divinamente otorgada. Al mismo tiempo en que los huesos de Zelofehad reposaban en el polvo del desierto, sin haber dejado sucesión por línea masculina, que pudiera perpetuar su nombre, la fe podía elevarse por encima de todas las dificultades y contar con la fidelidad de Dios para cumplir lo que la Palabra había prometido.
“Bien dicen las hijas de Zelofehad”. Sus palabras son palabras de fe y, como tales, son siempre sabias a los ojos de Dios. Es terrible poner límites al “Santo de Israel”. Él desea que se le crea y se cuente con él. A la fe le es imposible agotar las riquezas de Dios, él no podría desilusionar a la fe, así como no puede negarse a sí mismo. La única cosa que en este mundo que puede verdaderamente regocijar el corazón de Dios es la fe que cree sencillamente en él. Una fe que siempre puede confiar en él, también podrá amarle, servirle y alabarle.
El valor de la heredad
Por tanto, somos deudores a las hijas de Zelofehad. Ellas nos dan un ejemplo de inestimable valor y, además, su conducta permitió la revelación de una nueva verdad que debía ser la base de una regla divina para todas las generaciones futuras. Jehová mandó a Moisés, diciendo: “Cuando alguno muriere sin hijos, traspasaréis su herencia a su hija” (v. 8).
Aquí se sienta un gran principio en cuanto a la cuestión de la herencia, del que, humanamente hablando, no hubiéramos sabido nada sin la fe y la conducta fiel de esas notables mujeres. Si ellas se hubieran dejado llevar por la timidez y la incredulidad, si hubiesen temido presentarse ante la congregación para reclamar los derechos de la fe, entonces no solo ellas hubieran perdido su herencia y su bendición personal, sino que, en el futuro, todas las hijas de Israel que se hubiesen encontrado en la misma situación también hubieran sido privadas de su heredad. Mientras que, obrando con la preciosa energía de la fe, ellas conservaron su herencia, obtuvieron la bendición, recibieron el testimonio de Dios y sus nombres brillan en las inspiradas páginas. Su conducta dio origen a un decreto divino que debía regir para todas las generaciones futuras.
No obstante, debemos recordar que hay un peligro moral en la dignidad misma y en la superioridad que la fe otorga a los que, por gracia, pueden ejercerla. Debemos guardarnos cuidadosamente de ese peligro que se muestra al final de la historia de las hijas de Zelofehad de una manera sorprendente (cap. 36:1-5). “Llegaron los príncipes de los padres de la familia de Galaad hijo de Maquir, hijo de Manasés, de las familias de los hijos de José; y hablaron delante de Moisés y de los príncipes, jefes de las casas paternas de los hijos de Israel, y dijeron: Jehová mandó a mi señor que por sorteo diese la tierra a los hijos de Israel en posesión; también ha mandado Jehová a mi señor, que dé la posesión de Zelofehad nuestro hermano a sus hijas. Y si ellas se casaren con algunos de los hijos de las otras tribus de los hijos de Israel, la herencia de ellas será así quitada de la herencia de nuestros padres, y será añadida a la herencia de la tribu a que se unan; y será quitada de la porción de nuestra heredad. Y cuando viniere el jubileo de los hijos de Israel, la heredad de ellas será añadida a la heredad de la tribu de sus maridos; así la heredad de ellas será quitada de la heredad de la tribu de nuestros padres. Entonces Moisés mandó a los hijos de Israel por mandato de Jehová, diciendo: La tribu de los hijos de José habla rectamente”.
Los “padres” de la casa de José deben ser oídos al igual que las “hijas”. La fe de estas últimas era muy hermosa; pero era de temer que en el lugar distinguido al que la fe las había elevado, olvidaran los derechos de los demás, haciendo retroceder los límites de la heredad de sus padres. Sin embargo, no debía ser así; la sabiduría de esos padres era evidente. Tenemos necesidad de ser guardados por todos lados para que la integridad de la fe y el testimonio sean debidamente mantenidos.
“Esto es lo que ha mandado Jehová acerca de las hijas de Zelofehad, diciendo: Cásense como a ellas les plazca, pero en la familia de la tribu de su padre se casarán, para que la heredad de los hijos de Israel no sea traspasada de tribu en tribu; porque cada uno de los hijos de Israel estará ligado a la heredad de la tribu de sus padres… Como Jehová mandó a Moisés, así hicieron las hijas de Zelofehad… se casaron con hijos de sus tíos paternos… y la heredad de ellas quedó en la tribu de la familia de su padre” (cap. 36:6-12). De este modo todo queda arreglado. La actividad de la fe está regida por la verdad de Dios; los derechos individuales están arreglados en armonía con los verdaderos intereses de todos; al mismo tiempo, la gloria de Dios está tan plenamente mantenida que, en el día del jubileo, en vez de una confusión en los límites de Israel, está asegurada la integridad de la herencia según la ordenanza divina.
Moisés no pasará el Jordán
El último párrafo del capítulo 27 es profundamente solemne. Los procedimientos gubernamentales de Dios se despliegan ante nuestros ojos de una manera eminentemente apropiada para conmover el corazón. “Jehová dijo a Moisés: Sube a este monte Abarim, y verás la tierra que he dado a los hijos de Israel. Y después que la hayas visto, tú también serás reunido a tu pueblo, como fue reunido tu hermano Aarón. Pues fuisteis rebeldes a mi mandato en el desierto de Zin, en la rencilla de la congregación, no santificándome en las aguas a ojos de ellos. Estas son las aguas de la rencilla de Cades en el desierto de Zin” (v. 12-14).
Moisés no debe pasar, pues, el Jordán. No solo no puede oficialmente hacer pasar al pueblo, sino que no puede atravesarlo él mismo. Esa era la ordenanza judicial del gobierno de Dios. Pero, por otra parte, vemos brillar la gracia con un fulgor extraordinario en el hecho de que Moisés es conducido por la mano de Dios mismo, a la cumbre del monte, para que desde allí vea el país de la promesa en toda su magnificencia, no solo como Israel lo poseyó seguidamente, sino tal como Dios anteriormente lo había concedido.
Ese fruto de la gracia se muestra aun más plenamente al final de Deuteronomio, donde se nos dice también que Dios enterró a su querido siervo (cap. 34:6). Ciertamente, no hay nada parecido en la historia de los santos de Dios. No nos detendremos en este asunto, pero está lleno del más profundo interés. Como Moisés habló sin consideración, le fue prohibido atravesar el Jordán. En esto Dios obraba como gobernante. Pero Moisés fue conducido a la cumbre del Pisga para tener desde allí, en compañía de Jehová, una vista completa de la heredad. Luego Dios hizo una fosa en la que lo enterró. Así era Dios en gracia, gracia que hizo que del devorador saliera comida y del fuerte dulzura (Jueces 14:14). ¡Es precioso ser objetos de una semejante gracia! Que nuestras almas puedan regocijarse más y más de esto.
Para terminar, haremos notar el hermoso desinterés de Moisés al establecer de su sucesor. Este santo hombre de Dios se distinguió siempre por un espíritu eminentemente desinteresado, una gracia rara y admirable. Nunca lo vemos buscar sus propios intereses; al contrario, en cada ocasión que se le ofrecía establecer su propia reputación y fortuna, mostró claramente que la gloria de Dios y el bien de su pueblo ocupaban y llenaban de tal modo su corazón que no quedaba sitio en él para ninguna consideración personal.
Así lo vemos en la última escena de este capítulo. Cuando Moisés se enteró de que no podía atravesar el Jordán, en vez de lamentarse, no pensó sino en los intereses de la congregación.
Entonces respondió Moisés a Jehová, diciendo: Ponga Jehová, Dios de los espíritus de toda carne, un varón sobre la congregación, que salga delante de ellos y que entre delante de ellos, que los saque y los introduzca, para que la congregación de Jehová no sea como ovejas sin pastor (v. 15-17).
¡Qué dulces debieron parecer estas palabras al corazón de Aquel que amaba tanto a su pueblo y del que se ocupaba constantemente! Con tal de que las necesidades de Israel fueran satisfechas, Moisés estaba contento. Con tal que la obra se hiciera, poco le importaba quién fuera el obrero. En cuanto a sí mismo, pudo abandonarse tranquilamente en manos de Dios, quien tendría cuidado de él; pero su corazón afectuoso estaba conmovido de ternura hacia el amado pueblo de Dios; por eso, en cuanto vio a Josué establecido como su guía, estuvo dispuesto a partir para entrar en el reposo eterno. ¡Si hubiera entre nosotros un mayor número de siervos caracterizados por el excelente espíritu de Moisés! Pero, lamentablemente, debemos repetir las palabras del apóstol: “Todos buscan lo suyo propio (sus propios intereses), no lo que es de Cristo Jesús” (Filipenses 2:21). ¡Oh Señor, lleva nuestros corazones a desear una más entera consagración de nuestro espíritu, alma y cuerpo a tu bendito servicio! Que aprendamos a vivir no para nosotros mismos, sino para Aquel que descendió del cielo a esta tierra y murió por nosotros, que de esta tierra subió a los cielos, donde desempeña un servicio consagrado como nuestro abogado y sumo sacerdote, y que vendrá de nuevo para nuestra gloria y salvación eterna.