Estudio sobre el libro de los Números

Números 20

La muerte de María y de Aarón

La voz de la profetisa se ha callado

Llegaron los hijos de Israel, toda la congregación, al desierto de Zin, en el mes primero, y acampó el pueblo en Cades; y allí murió María, y allí fue sepultada” (v. 1).

El capítulo que vamos a examinar ofrece un ejemplo notable de la vida y las experiencias del desierto. En él vemos a Moisés, el siervo de Dios, atravesando algunas de las escenas más penosas de su carrera tan llena de acontecimientos. En primer lugar, muere María. Aquella cuya voz se había oído en las brillantes escenas del capítulo 15 del Éxodo cantando el himno de victoria, desaparece, y sus restos son depositados en el desierto de Cades. La pandereta fue puesta a un lado, los cánticos se extinguieron con el silencio de la muerte, María ya no podía guiar las danzas. En su tiempo había cantado melodiosamente; había elevado con mucho acierto ese magnífico cántico de alabanza entonado en la orilla de resurrección del Mar Rojo. Su canto personificaba la gran verdad principal de la redención. “Cantad a Jehová, porque en extremo se ha engrandecido; ha echado en el mar al caballo y al jinete” (Éxodo 15:21). Era verdaderamente un tema sublime y el lenguaje conveniente en aquellas alegres circunstancias.

La contestación: el cansancio del desierto

Pero aquí la profetisa desaparece de la escena; la voz melodiosa se ha convertido en voz de murmuración. La vida del desierto se vuelve fatigosa; las experiencias del desierto ponen a prueba la naturaleza humana, descubren lo que está oculto en el corazón. Cuarenta años de fatiga y de aflicciones producen grandes cambios en el pueblo. Ciertamente es raro encontrar cristianos en los que la savia y el frescor de la vida espiritual se hayan conservado, y menos aún que hayan aumentado a través de los percances de la vida y de la lucha cristiana. Este hecho no debería ser extraño, tendría que suceder todo lo contrario, ya que las realidades de nuestro sendero en este mundo son otras tantas ocasiones para experimentar lo que Dios es. Bendito sea su nombre, él aprovecha cada dificultad de nuestro camino para dársenos a conocer con toda la dulzura y la ternura de un amor que nunca cambia. Nada puede agotar las fuentes de gracia que están en el Dios vivo. Él continuará siendo lo que es pese a nuestras maldades. Dios seguirá siendo Dios, sean cuales fueren la incredulidad y la culpabilidad del hombre.

Nuestro consuelo, nuestra verdadera alegría y el origen de nuestra fuerza residen en que estamos en relación con un Dios vivo. Sin importar lo que suceda, él se mostrará a la altura de los acontecimientos y suficiente para las necesidades de cada momento. Su gracia paciente puede soportar nuestras flaquezas, caídas y extravíos; su fuerza se perfecciona en nuestra debilidad; su fidelidad nunca falla; su bondad es eterna. Los amigos engañan o desaparecen; los lazos de la más tierna amistad se rompen en este mundo frío y sin corazón; los compañeros de servicio se separan o mueren; los que pueden compararse a María y Aarón mueren; pero Dios permanece. Aquí se encuentra el secreto íntimo de la felicidad verdadera y sólida. Si Dios está con nosotros, nada tenemos que temer, si podemos decir: “Jehová es mi pastor”, podemos añadir también con toda seguridad:

Nada me faltará (Salmo 23:1).

No obstante, en el desierto hay escenas de dolor y de prueba, y debemos pasar a través de ellas. Así sucedió con Israel; fueron llamados a encontrarse con las dificultades del desierto, y las afrontaron con impaciencia y descontento. “Y porque no había agua para la congregación, se juntaron contra Moisés y Aarón. Y habló el pueblo contra Moisés, diciendo: ¡Ojalá hubiéramos muerto cuando perecieron nuestros hermanos delante de Jehová! ¿Por qué hiciste venir la congregación de Jehová a este desierto, para que muramos aquí nosotros y nuestras bestias? ¿Y por qué nos has hecho subir de Egipto, para traernos a este mal lugar? No es lugar de sementera, de higueras, de viñas ni de granadas; ni aun de agua para beber” (v. 2-5).

Este fue un momento terriblemente penoso para el corazón de Moisés. No podemos imaginar lo que sería tener que afrontar seiscientos mil descontentos, escuchar sus quejas y verse culpado de todas las desgracias que la propia incredulidad de ellos les había acarreado. Todo eso no era una prueba sencilla de paciencia; así que no nos debe extrañar que ese querido y honrado siervo encontrara demasiado difíciles aquellas circunstancias. “Y se fueron Moisés y Aarón de delante de la congregación a la puerta del tabernáculo de reunión, y se postraron sobre sus rostros; y la gloria de Jehová apareció sobre ellos” (v. 6).

La gloria del Señor aparece

Es profundamente conmovedor ver de vez en cuando a Moisés postrado ante Dios. Para él era un dulce alivio escapar de un ejército tumultuoso y recurrir a Aquel cuyos recursos estaban a la altura de todas las circunstancias. “Y se postraron sobre sus rostros; y la gloria de Jehová apareció sobre ellos”. No intentaron responder al pueblo; “se fueron de delante de la congregación” para apoyarse en el Dios vivo. ¿Quién otro sino el Dios de toda gracia podía bastar a las mil necesidades de la vida del desierto? Bien había dicho Moisés en un principio:

Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí
(Éxodo 33:15).

Seguramente tenía razón y había sido prudente al expresarse así. La presencia de Dios era la única y suficienterespuesta a las demandas de una congregación semejante. Los tesoros de Dios son inagotables; él jamás defrauda al corazón que confía en él. Acordémonos de esto, Dios se complace en ayudarnos. Jamás se cansa de proveer a las necesidades de su pueblo. Si estas verdades estuvieran presentes en nuestros corazones, oiríamos menos quejas y más expresiones de agradecimiento y alabanza. Pero, según lo hemos visto, la vida en el desierto es para cada creyente una prueba que manifiesta lo que hay en nosotros, y que, bendito sea Dios, descubre lo que hay para nosotros en él.

“Y habló Jehová a Moisés, diciendo: Toma la vara, y reúne la congregación, tú y Aarón tu hermano, y hablad a la peña a vista de ellos; y ella dará su agua, y les sacarás aguas de la peña, y darás de beber a la congregación y a sus bestias. Entonces Moisés tomó la vara de delante de Jehová, como él le mandó. Y reunieron Moisés y Aarón a la congregación delante de la peña, y les dijo: ¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Os hemos de hacer salir aguas de esta peña? Entonces alzó Moisés su mano y golpeó la peña con su vara dos veces; y salieron muchas aguas, y bebió la congregación, y sus bestias” (v. 7-11).

La roca y la vara

En la cita anterior dos objetos llaman nuestra atención: “la peña” y “la vara”. Los dos presentan a Cristo de una manera muy bendita, pero cada uno bajo un aspecto diferente. En 1 Corintios 10:4 leemos: “Y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que les seguía, y la roca era Cristo”. Esto está claro y no deja lugar a la imaginación. “La roca era Cristo”, Cristo herido por nosotros.

Luego, por lo que respecta a “la vara”, debemos recordar que esta no debía ser la de Moisés, la vara de la autoridad o del poder. Esta no convenía en aquella circunstancia, ella ya había hecho su obra; había golpeado la roca una vez y esto era suficiente. Así nos enseña el capítulo 17 del Éxodo, en el que leemos: “Y Jehová dijo a Moisés: Pasa delante del pueblo, y toma contigo de los ancianos de Israel; y toma también en tu mano tu vara con que golpeaste el río, y ve. He aquí que yo estaré delante de ti allí sobre la peña en Horeb; y golpearás la peña, y saldrán de ella aguas, y beberá el pueblo. Y Moisés lo hizo así en presencia de los ancianos de Israel” (v. 5-6).

Tenemos aquí un tipo de Cristo herido por nuestra causa, por mano de Dios en juicio. El lector se habrá fijado en la expresión: “Tu vara con que golpeaste el río”. ¿Por qué se recuerda aquí este golpe anterior de la vara sobre el río? He aquí la respuesta: “Y alzando (Moisés) la vara golpeó las aguas que había en el río, en presencia de Faraón y de sus siervos; y todas las aguas que había en el río se convirtieron en sangre” (Éxodo 7:20). La misma vara que cambió las aguas en sangre, debió herir la roca que “era Cristo”, a fin de que un río de vida y refrigerio corriese a nuestro favor. Y esta acción de golpear a Cristo, “la Roca”, no podía hacerse sino una sola vez. No debía repetirse jamás. “Sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive” (Romanos 6:9-10). “Pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado… así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos” (Hebreos 9:26-28).

Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios
(1 Pedro 3:18).

La falta de Moisés y la gracia de Dios

No puede haber repetición de la muerte de Cristo; y, por lo tanto, Moisés no solo se equivocó al golpear la roca dos veces con su vara, sino que se equivocó sencillamente al golpearla. Se le había ordenado que tomara “la vara de delante de Jehová” (v. 9), la vara de Aarón, la vara del sacerdote, y que hablara a la peña. Una vez cumplida la obra expiatoria, nuestro Sumo Sacerdote entró en los cielos, a fin de presentarse por nosotros ante Dios. Aguas de refrigerio espiritual manan desde arriba sobre nosotros, gracias a la redención cumplida y en relación con el ministerio sacerdotal de Cristo, del cual la vara reverdecida de Aarón es el tipo admirable.

Fue, pues, un gran error de Moisés golpear la peña una segunda vez, y otro error también golpearla con su vara (v. 11). Si la hubiera golpeado con la vara de Aarón, sus hermosas flores se hubiesen deshecho, como es fácil imaginar. Con la vara del sacerdocio en mano, la vara de la gracia, hubiese bastado una palabra. Pero Moisés no supo ver esto; no supo glorificar a Dios. Habló inconsideradamente y, en consecuencia, le fue prohibido atravesar el Jordán. Su vara no podía hacer pasar al pueblo, pues, ¿qué podía hacer la simple autoridad sobre un ejército que murmuraba? Tampoco le fue permitido pasar él mismo porque no había glorificado a Dios delante de la congregación.

Jehová cuidó de su propia gloria y él se glorificó a sí mismo ante el pueblo, pues a pesar de sus murmuraciones, los errores y la falta de Moisés, la congregación de Jehová vio los chorros de agua saltando de la peña que había sido golpeada.

La gracia no solo triunfó al dar de beber a las huestes murmuradoras de Israel, sino que, en cuanto al mismo Moisés, esa gracia se desplegó de la manera más brillante según podemos ver en Deuteronomio 34. Fue la gracia la que condujo a Moisés a la cima del monte Pisga y le mostró desde allí el país de Canaán. La misma gracia hizo que Dios le diera sepultura a su siervo y lo enterrase en él. Valía más ver la tierra de Canaán en compañía de Dios que entrar en ella en compañía de los hijos de Israel. Sin embargo, no debemos olvidar que Moisés no pudo entrar en el país por haber hablado de una manera irreflexiva (v. 10). Dios, obrando como gobernante, dejó a Moisés fuera de Canaán; obrando por gracia, lo condujo a la cumbre del monte. Esos dos hechos de la historia de Moisés demuestran claramente la diferencia que existe entre la gracia y el gobierno, tema del más grande interés y de inmenso valor práctico. La gracia perdona y bendice, pero el gobierno sigue su camino. Acordémonos siempre de esto:

Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará
(Gálatas 6:7).

Este principio se encuentra en todos los procedimientos de Dios, como gobernante, y nada puede ser más solemne. No obstante, la gracia reina “por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro” (Romanos 5:21).

Relación entre Israel y Edom

En los versículos 14 a 20 de este capítulo tenemos el intercambio de comunicaciones entre Moisés y el rey de Edom. Es instructivo e interesante observar el tono de cada uno de ellos y compararlo con el relato dado en Génesis 32 y 33. Esaú (o Edom) tenía un gran resentimiento contra Jacob, y aunque por la intervención directa de Dios no le fue permitido tocar ni un cabello de la cabeza de su hermano, por su parte el pueblo de Israel, sucesor de Jacob, quien había suplantado a Esaú, tampoco debía molestar a Edom en sus posesiones. “Manda al pueblo, diciendo: Pasando vosotros por el territorio de vuestros hermanos los hijos de Esaú, que habitan en Seir, ellos tendrán miedo de vosotros; mas vosotros guardaos mucho. No os metáis con ellos, porque no os daré de su tierra ni aun lo que cubre la planta de un pie; porque yo he dado por heredad a Esaú el monte de Seir. Compraréis de ellos por dinero los alimentos, y comeréis; y también compraréis de ellos el agua, y beberéis” (Deuteronomio 2:4-6). El mismo Dios que no podía permitir que Esaú tocara a Jacob (Génesis 33), tampoco quería que Israel tocara a Edom.

La muerte de Aarón

“Y Jehová habló a Moisés y a Aarón en el monte de Hor, en la frontera de la tierra de Edom, diciendo: Aarón será reunido a su pueblo, pues no entrará en la tierra que yo di a los hijos de Israel, por cuanto fuisteis rebeldes a mi mandamiento en las aguas de la rencilla. Toma a Aarón y a Eleazar su hijo, y hazlos subir al monte de Hor, y desnuda a Aarón de sus vestiduras, y viste con ellas a Eleazar su hijo; porque Aarón será reunido a su pueblo, y allí morirá. Y Moisés hizo como Jehová le mandó; y subieron al monte de Hor a la vista de toda la congregación. Y Moisés desnudó a Aarón de sus vestiduras, y se las vistió a Eleazar su hijo; y Aarón murió allí en la cumbre del monte, y Moisés y Eleazar descendieron del monte. Y viendo toda la congregación que Aarón había muerto, le hicieron duelo por treinta días todas las familias de Israel” (v. 23-29).

El lector hará bien en comparar cuidadosamente este pasaje con la escena descrita en Éxodo 4:1-17. Moisés había pensado que la compañía de Aarón le era indispensable, pero en lo sucesivo la consideró como una dolorosa espina clavada en su costado. Finalmente se vio obligado a hacer que se despojara de sus vestiduras y a contemplar cómo era reunido a sus padres. Todo esto es muy instructivo desde cualquier punto de vista que lo consideremos, sea por lo que respecta a Moisés o a Aarón.