Estudio sobre el libro de los Números

Números 3 – Números 4

Los levitas

Al considerar “la congregación en el desierto” (Hechos 7:38), la vemos compuesta de tres elementos distintos: guerreros, obreros y adoradores. Había un pueblo de guerreros, una tribu de obreros y una familia de adoradores o sacerdotes. Ya hemos echado una ojeada sobre los primeros y vimos a cada uno, según su “genealogía”, ocupando su puesto bajo la “bandera”, conforme a la orden directa de Jehová. Ahora nos detendremos unos instantes en los segundos y les seguiremos en su obra y en su servicio, según la misma ordenanza. Hemos hablado de los guerreros; ahora meditemos acerca de los obreros.

Un puesto y un servicio especial

Los levitas estaban especialmente designados, de entre las demás tribus, para ocupar un puesto y cumplir un servicio muy particulares. He aquí lo que leemos a este respecto: “Pero los levitas, según la tribu de sus padres, no fueron contados entre ellos; porque habló Jehová a Moisés, diciendo: Solamente no contarás la tribu de Leví, ni tomarás la cuenta de ellos entre los hijos de Israel, sino que pondrás a los levitas en el tabernáculo del testimonio, y sobre todos sus utensilios, y sobre todas las cosas que le pertenecen; ellos llevarán el tabernáculo y todos sus enseres, y ellos servirán en él, y acamparán alrededor del tabernáculo. Y cuando el tabernáculo haya de trasladarse, los levitas lo desarmarán, y cuando el tabernáculo haya de detenerse, los levitas lo armarán; y el extraño que se acercare morirá. Los hijos de Israel acamparán cada uno en su campamento, y cada uno junto a su bandera, por sus ejércitos; pero los levitas acamparán alrededor del tabernáculo del testimonio, para que no haya ira sobre la congregación de los hijos de Israel; y los levitas tendrán la guarda del tabernáculo del testimonio” (cap. 1:47-53). Leemos también: “Mas los levitas no fueron contados entre los hijos de Israel, como Jehová lo mandó a Moisés” (cap. 2:33).

Pero, ¿por qué los levitas? ¿Por qué esa tribu fue especialmente designada y separada para un servicio tan santo y elevado? ¿Había en ellos alguna santidad o algún bien particular que motivara tal distinción? No, por supuesto, ni por su naturaleza ni por su conducta, según podemos ver en las siguientes palabras: “Simeón y Leví son hermanos; armas de iniquidad sus armas. En su consejo no entre mi alma, ni mi espíritu se junte en su compañía. Porque en su furor mataron hombres, y en su temeridad desjarretaron toros. Maldito su furor, que fue fiero; y su ira, que fue dura. Yo los apartaré en Jacob, y los esparciré en Israel” (Génesis 49:5-7).

Así fue Leví1 por naturaleza y en la práctica: voluntarioso, violento y cruel. ¡Cuán notable es que la descendencia de tal hombre haya sido escogida y haya ascendido a una posición tan privilegiada y santa! Bien podemos decir que fue la gracia desde el comienzo hasta el fin. Esta es la vía ordinaria de la gracia: elevar a los que están en el peor estado. Ella desciende a los más profundos abismos y allí cosecha sus más preciosos frutos.

Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero
(1 Timoteo 1:15).

“A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles2 el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo” (Efesios 3:8).

¡Qué sorprendente lenguaje! “En su consejo no entre mi alma, ni mi espíritu se junte en su compañía” (Génesis 49:6). Dios tiene los ojos demasiado puros para ver el mal, y no puede mirar la iniquidad. Dios no podía entrar en íntima comunión con Leví, y tampoco podía estar en su compañía. Era imposible. Dios no tenía nada que ver con la voluntad propia, la violencia y la crueldad. Sin embargo, podía introducir a Leví en su consejo y juntarlo a su asamblea. Él podía hacerlo salir de su morada, en la que no había más que instrumentos de crueldad, y llevarlo al tabernáculo para que se hiciera cargo de los instrumentos sagrados y los vasos que estaban allí. Esto era la gracia, la gracia libre y soberana; en esta gracia hay que buscar la base de todo el servicio superior y bendito de Leví. En lo que se refería a él personalmente, existía una inmensa distancia que le separaba del Dios santo, un abismo sobre el que ningún arte o poder humano podía tender un puente. Un Dios santo no podía tener nada en común con la voluntad propia, la violencia y la crueldad; pero un Dios de gracia podía preocuparse por Leví. En su soberana misericordia podía visitar a un ser de tal naturaleza, extraerlo de las profundidades de su degradación moral y llevarlo junto a él.

¡Qué maravilloso contraste entre la situación de Leví por su naturaleza y su posición obtenida por gracia, entre los instrumentos de crueldad y los utensilios del santuario, entre el Leví del capítulo 34 de Génesis y el Leví de los capítulos 3 y 4 de Números!

Pero examinemos la manera en que Dios obra con Leví, el principio según el que fue llevado a tan bendita posición. Para hacerlo es necesario remitirnos al capítulo 8 de nuestro libro, en el cual hallaremos el secreto de todo ese tema. Allí veremos que nada de cuanto concernía a Leví era ni podía ser tolerado, que ninguno de sus caminos podía ser aprobado; y, no obstante, encontramos allí el más completo despliegue de la gracia, de la gracia que reina por la justicia (Romanos 5:21). Hablamos de él como tipo y de su significación, y lo hacemos según las palabras ya citadas:

Y estas cosas les acontecieron como ejemplo 
(1 Corintios 10:11).

No se trata de saber hasta qué punto los levitas comprendían esas cosas; esto no es lo esencial en modo alguno. Tampoco hemos de preguntarnos: ¿Qué veían los levitas en las dispensaciones de Dios hacia ellos? Lo que sí debemos preguntarnos es: ¿Qué enseñanza podemos extraer de ello?

  • 1N. del Ed.: Puede tratarse de la persona o de toda su descendencia: los levitas.
  • 2N. del Ed.: Término con que se designa a los pueblos no judíos (Romanos 3:29).

La purificación de los levitas

“Jehová habló a Moisés, diciendo: Toma a los levitas de entre los hijos de Israel, y haz expiación por ellos. Así harás para expiación por ellos: Rocía sobre ellos el agua de la expiación, y haz pasar la navaja sobre todo su cuerpo, y lavarán sus vestidos, y serán purificados” (cap. 8:5-7).

Aquí tenemos, en tipo, el único principio divino de purificación. Es la aplicación de la muerte a la naturaleza pecaminosa y a sus inclinaciones. Es la Palabra de Dios que obra en el corazón y en la conciencia de manera viva. Nada más expresivo que la doble acción presentada en el pasaje que acabamos de citar. Moisés debía rociarlos con el agua de la purificación, y, acto seguido, ellos debían rasurarse todo el cuerpo y lavar sus vestidos. Hay en esto una gran belleza y precisión. Moisés, como representante de los derechos de Dios, purifica a los levitas conforme a esos derechos; y ellos, una vez purificados, son capaces de pasar la navaja sobre todo lo que no era más que un desarrollo de la naturaleza, y pueden lavar sus vestidos, lo que representa, en forma simbólica, la purificación de sus hábitos exteriores, según la Palabra de Dios. De este modo Dios satisfacía todo lo que demandaba el estado natural de Leví, la voluntad propia, la violencia y la crueldad. El agua pura y la navaja cortante eran puestas en uso, y su acción debía continuar hasta que Leví fuese hecho apto para acercarse a los utensilios del santuario.

Así sucede en todos los casos. No hay ni puede haber sitio alguno para la vieja naturaleza entre los obreros de Dios. No ha habido error más fatal que procurar introducir la vieja naturaleza en el servicio de Dios, sin importar cómo se intenta mejorarla o ajustarla. No es el mejoramiento el que servirá, sino la muerte. Es muy importante que el lector comprenda claramente esta gran verdad práctica. El hombre ha sido pesado en balanza y ha sido hallado falto de peso. El nivel ha sido aplicado a sus senderos y estos han resultado tortuosos. Es inútil tratar de reformarlo. Solo el agua y la navaja pueden hacerlo. Dios ha clausurado la historia del hombre. Le ha puesto fin en la muerte de Cristo.

Lo primero que el Espíritu Santo hace en la conciencia humana es convencerla de que Dios ha pronunciado su solemne veredicto contra la naturaleza del hombre, y que es necesario que cada hombre acepte personalmente ese veredicto contra sí mismo. No es una manera de pensar o de sentir. Podrá decirse: «Yo no siento que sea tan malo como ustedes quieren mostrarme». Nosotros respondemos: Esto no tiene absolutamente nada que ver con la cuestión. Dios ha pronunciado su juicio sobre todos, y el primer deber del hombre es inclinarse ante ese juicio y aceptarlo. ¿De qué le hubiera servido a Leví decir que no estaba de acuerdo con lo que la Palabra de Dios decía de él? ¿Hubiera eso cambiado el estado de las cosas respecto a él? De ningún modo. Que Leví estuviera de acuerdo o no, la apreciación divina quedaba en pie; así que es evidente que el primer paso en el camino de la sabiduría es someterse a esa apreciación.

Todo esto está simbolizado por el “agua” y la “navaja”, el “lavado” y el hecho de “pasar la navaja sobre todo su cuerpo”. Nada podría ser más significativo y evidente. Estos actos hacen resaltar la solemne verdad de la sentencia de muerte pronunciada contra la naturaleza y la ejecución de esta sentencia sobre todo lo que ella produce.

Y ¿cuál es, preguntamos, el significado del bautismo cristiano? ¿Acaso no representa el bendito hecho de que nuestro “viejo hombre”, nuestra naturaleza caída, ha sido puesta a un lado y que hemos sido introducidos en una posición enteramente nueva? (Romanos 6:6; Colosenses 2:11-12; 3:9). Así es en verdad. ¿Y qué significa para nosotros el acto de rasurar todo el cuerpo? Un severo juicio diario de uno mismo, el implacable despojamiento de todo lo que procede de la vieja naturaleza. Tal es el verdadero camino que deben seguir todos los obreros de Dios en el desierto. Cuando consideramos la conducta de Leví en Siquem (Génesis 34) y lo que se dice de él en Génesis 49, bien podemos preguntarnos cómo los levitas podían ser admitidos para llevar los utensilios del santuario. La respuesta es: la gracia brilla en el llamamiento de Leví, y la santidad en su purificación. Fue llamado a la obra según las riquezas de la gracia divina; pues fue hecho apto para la obra según los derechos de la santidad de Dios.

Así debe ser con todos los obreros de Dios. Estamos profundamente convencidos de que no somos aptos para cumplir la obra de Dios hasta que la naturaleza no esté colocada bajo el poder de la cruz y del juicio de uno mismo. La voluntad propia nunca puede ser útil al servicio de Dios; no, jamás; es necesario que sea puesta de lado si queremos saber lo que es el verdadero servicio. Lamentablemente, cuántas cosas hay que aparentan ser un servicio y que, juzgadas a la luz de la presencia de Dios, serían reconocidas como frutos de una voluntad inquieta. Esto es muy solemne y exige nuestra atención.

Nunca será demasiado severa la censura que ejerzamos sobre nosotros mismos a este respecto. El corazón es tan engañoso que podemos imaginarnos que hacemos la obra de Dios cuando en realidad estamos buscando nuestra propia complacencia. Pero, si queremos andar en el camino del verdadero servicio, es preciso que procuremos estar cada vez más separados de todo cuanto sea de la vieja naturaleza. Los levitas debieron pasar por la acción simbólica del agua y de la navaja antes de poder ser empleados en el glorioso servicio que les fue asignado por decreto directo del Dios de Israel.

¿Quién está por Jehová?

Pero antes de continuar examinando en detalle la obra y el servicio de los levitas, es necesario que contemplemos por un momento la escena presentada en Éxodo 32, en la cual desempeñan un papel notable. Nos referimos al becerro de oro, como el lector habrá advertido. Durante la ausencia de Moisés, el pueblo perdió tan completamente de vista a Dios y sus derechos, que se hizo un becerro de fundición y se postró ante él. Tan horrible acción exigía un juicio inmediato. “Y viendo Moisés que el pueblo estaba desenfrenado, porque Aarón lo había permitido, para vergüenza entre sus enemigos, se puso Moisés a la puerta del campamento, y dijo: ¿Quién está por Jehová? Júntese conmigo. Y se juntaron con él todos los hijos de Leví. Y él les dijo: Así ha dicho Jehová, el Dios de Israel: Poned cada uno su espada sobre su muslo; pasad y volved de puerta a puerta por el campamento, y matad cada uno a su hermano, y a su amigo, y a su pariente. Y los hijos de Leví lo hicieron conforme al dicho de Moisés; y cayeron del pueblo en aquel día como tres mil hombres. Entonces Moisés dijo: Hoy os habéis consagrado a Jehová, pues cada uno se ha consagrado en su hijo y en su hermano, para que él dé bendición hoy sobre vosotros” (Éxodo 32:25-29).

Fue un momento de prueba. No podía ser de otro modo, pues la gran pregunta:

¿Quién está por Jehová?,

se había dirigido al corazón y a la conciencia. Nada pudo haber sido más preciso para sondear el corazón. La pregunta no era: ¿Quién quiere trabajar? No, era mucho más seria y apremiante. No se trataba de saber quién iría aquí o allí, quién haría esto o aquello. Se podían haber realizado muchas actividades y movimientos y, no obstante, todo habría podido proceder solamente del impulso de una voluntad no quebrantada, la que, obrando sobre la naturaleza religiosa, hubiese dado una apariencia de devoción y de piedad eminentemente adecuada para engañarse a sí mismo y a los demás.

Pero estar “por Jehová” supone el renunciamiento a la propia voluntad, el completo abandono de sí mismo, lo cual es esencial para el servidor fiel o el verdadero obrero. Saulo de Tarso se colocó en ese terreno cuando exclamó: “¿Qué haré, Señor?” (Hechos 22:10). ¡Qué palabras en boca del obstinado y cruel perseguidor de la Iglesia de Dios!

“¿Quién está por Jehová?”. Lector, ¿está usted por el Señor? Indague y vea. Examínese atentamente. Acuérdese de que la cuestión no es: ¿Qué hace usted? No; es mucho más profunda. Si usted está por el Señor, está listo para todo. Está dispuesto a detenerse o a marchar hacia adelante; a ir a la derecha o a la izquierda; a ser activo o a permanecer quieto; a mantenerse en pie o a estar sentado. Lo importante es el abandono de sí mismo a los derechos de otro; y este otro es el Señor.

Este es un tema de inmenso alcance. En verdad, no conocemos nada más importante para el momento actual que esta cuestión escrutadora: “¿Quién está por Jehová?”. Vivimos en tiempos en los cuales la voluntad propia es extremadamente activa. El hombre se gloría de su libertad; y esto ocurre, de una manera muy marcada, en materia religiosa. Tal era también la situación en el campamento de Israel en los días descritos en Éxodo 32, en los días del becerro de oro. Moisés estaba ausente, y la voluntad del hombre estaba obrando; el buril trabajó y, ¿cuál fue el resultado? Un becerro de fundición. Y cuando Moisés volvió, encontró al pueblo en la idolatría y el desenfreno. Entonces surgió, para sondear al pueblo, la solemne pregunta: “¿Quién está por Jehová?”, la cual llevó aquel estado de cosas a una decisión, o más bien, puso a prueba a los israelitas. Hoy sucede lo mismo. La voluntad del hombre reina, y sobre todo en materia religiosa. El hombre se gloría de sus derechos, de su libertad, de su voluntad y del libre albedrío. Eso es una negación del señorío de Cristo; y, por consiguiente, conviene que nos mantengamos en guardia y velemos para tomar realmente partido por el Señor contra nuestra propia naturaleza. Nos conviene mantenernos en la actitud de una completa sumisión a su autoridad. Ya no estaremos pendientes del valor o del carácter de nuestro servicio; nuestra meta será hacer la voluntad de nuestro Señor.

Ahora bien, al obrar bajo la dirección del Señor, a menudo nos parecerá que la esfera de nuestra acción es muy limitada; pero esto no debe importarnos. Si un señor dice a su criado que permanezca en la sala y que no se mueva de allí hasta que él lo llame, ¿qué debe hacer el criado? Evidentemente no moverse del sitio señalado aunque sus compañeros critiquen su aparente inactividad y escaso servicio; él está seguro de que su amo aprobará su conducta y velará por su buen nombre. Esto bastará para todo siervo fiel, cuyo deseo no será hacer gran cantidad de trabajo, sino cumplir la voluntad de su señor.

En otras palabras, sea que se aplique al campamento de Israel en los días del becerro de oro o a la Iglesia en los actuales tiempos de la supremacía de la voluntad humana, la pregunta es esta: “¿Quién está por Jehová?”. ¡Cuestión importante! No consiste en preguntar: ¿Quién está por la religión, por la filantropía o por la reforma moral? Podemos fomentar y sostener los diversos proyectos de filantropía, de religión y de reforma moral, pero con ello no hacemos más que servir a nuestro yo y sustentar nuestra propia voluntad. Atravesamos una fase en la que la voluntad humana se ve lisonjeada con incomparable empeño. Creemos firmemente que el verdadero remedio a ese mal se encuentra en esta única y trascendental pregunta: “¿Quién está por Jehová?”. Ella encierra un inmenso poder práctico. Estar realmente por el Señor es estar dispuesto a hacer absolutamente todo lo que él tenga a bien mandarnos. Si el alma está dispuesta a decir sinceramente: “¿Qué haré, Señor?”. “Habla, porque tu siervo oye” (1 Samuel 3:10), está presta a hacer todo lo que se le mande. Así, en el caso de los levitas, ellos fueron llamados a matar “cada uno a su hermano, y a su amigo, y a su pariente”. Era una tarea horrible para la carne y la sangre, pero las circunstancias lo requerían. Los derechos de Dios habían sido pisoteados abierta y groseramente. La inventiva humana había entrado en acción, había empleado el cincel y formado el becerro. Se había cambiado la gloria de Dios en la figura de un buey que pace en la hierba y por esa razón todos los que estaban por Jehová fueron llamados a ceñir la espada. La carne podía decir: “No, seamos indulgentes, compasivos y misericordiosos. Lograremos más con la dulzura que con la severidad. Ningún bien puede hacerse a las personas castigándolas. El amor tiene más poder que el rigor. Amémonos los unos a los otros”. Tales son los pensamientos, verdaderos según el caso, que la naturaleza podía sugerir; así podía razonar. Pero la orden era clara y decisiva: “Poned cada uno su espada sobre su muslo” (Éxodo 32:27). La espada era lo único que merecían por haber hecho el becerro de oro. Hablar de amor en semejantes momentos hubiera sido echar por la borda los justos derechos del Dios de Israel. Al verdadero espíritu de obediencia le conviene hacer el servicio adecuado a las circunstancias. Un servidor no tiene que razonar, sino limitarse a hacer lo que se le manda. Formular una pregunta o anteponer una objeción es abandonar el cargo de servidor. Matar a su hermano, a su amigo, a su vecino, podía parecer la peor de las tareas; pero la palabra de Jehová era imperativa. No podía ser eludida; y los levitas, por gracia, demostraron una pronta y completa obediencia. “Los hijos de Leví lo hicieron conforme al dicho de Moisés” (Éxodo 32:28).

La fidelidad de los levitas

Esta es la única y verdadera senda de los que quieren ser obreros de Dios y servidores de Cristo en este mundo donde predomina la propia voluntad. Es de la mayor importancia tener profundamente grabada en el corazón la verdad del señorío de Cristo. Es el único regulador de la marcha y de la conducta. Ello resuelve una multitud de preguntas. Si el corazón está realmente sometido a la autoridad de Cristo, se halla en condiciones de hacer todo lo que él le demande: permanecer quieto o avanzar, hacer poco o mucho, ser activo o pasivo. Un corazón obediente no tiene que preguntarse: ¿Qué hago? o ¿A dónde voy?, sino:

¿Hago la voluntad de mi Señor?

Leví se colocó en este terreno. Y observemos el comentario divino que se nos da por medio de Malaquías: “Y sabréis que yo os envié este mandamiento, para que fuese mi pacto con Leví, ha dicho Jehová de los ejércitos. Mi pacto con él fue de vida y de paz, las cuales cosas yo le di para que me temiera; y tuvo temor de mí, y delante de mi nombre estuvo humillado. La ley de verdad estuvo en su boca, e iniquidad no fue hallada en sus labios; en paz y en justicia anduvo conmigo, y a muchos hizo apartar de la iniquidad” (Malaquías 2:4-6). Nótese asimismo la bendición que pronunció Moisés: “A Leví dijo: Tu Tumim y tu Urim sean para tu varón piadoso, a quien probaste en Masah, con quien contendiste en las aguas de Meriba, quien dijo de su padre y de su madre: Nunca los he visto; y no reconoció a sus hermanos, ni a sus hijos conoció; pues ellos guardaron tus palabras, y cumplieron tu pacto. Ellos enseñarán tus juicios a Jacob, y tu ley a Israel; pondrán el incienso delante de ti, y el holocausto sobre tu altar. Bendice, oh Jehová, lo que hicieren, y recibe con agrado la obra de sus manos; hiere los lomos de sus enemigos y de los que lo aborrecieren, para que nunca se levanten” (Deuteronomio 33:8-11).

Podría parecer inexcusable, duro y severo que Leví no reconociera ni a sus padres ni a sus hermanos. Pero los derechos de Dios son soberanos; y Cristo, nuestro Señor, dijo estas solemnes palabras: “Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:26).

Estas sencillas palabras nos hacen penetrar en el secreto de la base de todo verdadero servicio. Esto no quiere decir que no debamos tener afectos naturales. Lejos de nosotros tal pensamiento. Carecer de ellos sería tanto como adherirnos moralmente a la apostasía de los últimos días (ver 2 Timoteo 3:3). Pero cuando se deja que los afectos naturales intervengan como obstáculos en el camino de nuestro íntegro y amante servicio cristiano, y cuando el pretendido amor a nuestros hermanos ocupa un lugar más elevado que la fidelidad a Cristo, entonces somos poco aptos para el servicio del Señor e indignos de ser llamados servidores suyos. Observemos cuidadosamente que el principio moral que daba a Leví un derecho para ser empleado en el servicio de Jehová era el hecho de no ver a sus padres, ni reconocer a sus hermanos e hijos. En otras palabras, dejó de lado los derechos de la naturaleza y dio en su corazón un lugar soberano a los derechos de Jehová. Esta es, lo repetimos, la única base verdadera del carácter del servidor.

Que el lector cristiano preste mucha atención a ello. Puede haber multitud de cosas que aparentan ser un servicio: mucha actividad, idas y venidas, actos y palabras, y, en todo eso, puede no existir un solo átomo de verdadero servicio de levitas, y, según la apreciación de Dios, quizá todo ello no sea más que la inquieta actividad de la voluntad. Se dirá: ¿Cómo puede la propia voluntad mostrarse al servicio de Dios en materia religiosa? Lamentablemente puede hacerlo, y lo hace; muy a menudo la aparente energía y la abundancia de trabajo y de servicio están justamente en igual proporción a la energía de esa voluntad. Esto es particularmente solemne y requiere un estricto juicio de uno mismo a la luz de la presencia de Dios. El verdadero servicio no consiste en realizar grandes actividades, sino en una profunda sumisión a la voluntad de nuestro Señor; si esta sumisión existe, habrá buena disposición para dejar de lado los derechos de los padres, de los hermanos y de los hijos, a fin de cumplir la voluntad de Aquel a quien reconocemos como Señor. Es cierto que debemos amar a nuestros padres, hermanos e hijos. No se trata de amarlos menos, sino de amar más a Cristo. Es preciso que el Señor y sus derechos ocupen siempre el primer sitio en nuestro corazón si queremos ser verdaderos obreros de Dios, verdaderos siervos de Cristo, verdaderos levitas en medio del desierto. Esto era lo que caracterizaba los actos de Leví en las circunstancias que recordamos. Los derechos de Dios eran cuestionados, y, por lo tanto, no se debía tener miramientos con los derechos de los vínculos naturales. Los padres, los hermanos y los hijos, por queridos que fuesen, no debían oponerse a la gloria del Dios de Israel que había sido cambiada por la imagen de un becerro que come hierba.

Aquí se plantea la cuestión en toda su importancia y extensión. Los lazos de las relaciones naturales y todos los derechos, deberes y responsabilidades que nacen de esos vínculos tendrán siempre su propio lugar y su legítima estimación en aquellos cuyo corazón, espíritu y conciencia han sido colocados bajo el poder regulador de la verdad de Dios. Jamás debe permitirse que nada infrinja esos derechos fundados en el parentesco natural, a no ser lo que realmente sea debido a Dios y a Cristo. Esta es una consideración de las más necesarias y útiles, sobre la cual deseamos insistir particularmente ante el joven lector cristiano. Siempre debemos guardarnos de un espíritu de voluntad propia que se complazca en sí mismo, espíritu que nunca es tan peligroso como cuando se reviste de la apariencia de un servicio y de un trabajo pretendidamente religioso. Debemos estar muy seguros de que en nuestro corazón imperan únicamente los derechos de Dios cuando no tomamos en cuenta los derechos del parentesco natural. En el caso de Leví, la cuestión era tan clara como un rayo de sol; he ahí por qué “la espada” del juicio, y no el beso afectuoso, era lo que convenía en ese momento crítico. Lo mismo ocurre en nuestra vida; hay circunstancias en las que atender, aunque solo sea un momento, a las relaciones naturales sería una manifiesta deslealtad a nuestro Señor.

Las observaciones precedentes pueden ayudar al lector a comprender los actos realizados por los levitas en Éxodo 32 y las palabras del Señor en Lucas 14:26. ¡Que el Espíritu de Dios nos haga capaces de experimentar y mostrar el poder ordenador de la verdad!

La consagración de los levitas

Nos detendremos ahora, por unos momentos, en la consagración de los levitas en Números 8, a fin de considerar el asunto en su totalidad. Este es un verdadero manantial de instrucción para cuantos desean ser obreros del Señor. Después de los actos ceremoniales de “lavarse y afeitarse”, de los cuales ya hemos hablado, leemos lo siguiente: “Luego tomarán (los levitas) un novillo, con su ofrenda de flor de harina amasada con aceite; y tomarás otro novillo para expiación. Y harás que los levitas se acerquen delante del tabernáculo de reunión, y reunirás a toda la congregación de los hijos de Israel. Y cuando hayas acercado a los levitas delante de Jehová, pondrán los hijos de Israel sus manos sobre los levitas; y ofrecerá Aarón los levitas delante de Jehová en ofrenda de los hijos de Israel, y servirán en el ministerio de Jehová. Y los levitas pondrán sus manos sobre las cabezas de los novillos; y ofrecerás el uno por expiación, y el otro en holocausto a Jehová, para hacer expiación por los levitas” (Números 8:8-12).

Aquí se nos presentan los dos grandes aspectos de la muerte de Cristo. Uno de ellos lo tenemos en la ofrenda por el pecado; el otro en el holocausto. No entraremos en detalles acerca de esas ofrendas, pues ya lo hicimos en los primeros capítulos de nuestro «Estudio sobre el libro del Levítico». Aquí solo queremos subrayar que, en la ofrenda por el pecado, vemos a Cristo llevando el pecado en su cuerpo sobre el madero y sufriendo la ira de Dios contra ese pecado. En el holocausto vemos a Cristo glorificando a Dios, incluso mientras hacía la propiciación por el pecado. En los dos casos se llevaba a cabo la expiación; pero, en el primero, es una expiación relacionada con la profundidad de las necesidades del pecador; en el segundo es una expiación según la medida de la consagración de Cristo a Dios. En aquel vemos la odiosa naturaleza del pecado; en este vemos el valor supremo de Cristo. Apenas necesitamos decir que es la misma muerte expiatoria de Cristo, pero presentada bajo dos aspectos distintos1 .

Los levitas ponían sus manos sobre la víctima por el pecado y sobre el holocausto; este acto de imposición de manos representaba sencillamente el hecho de la identificación. Pero ¡cuán diferente era el resultado en cada caso! Cuando Leví ponía las manos sobre la cabeza de la ofrenda por el pecado, eso significaba transferir sobre la víctima todos sus pecados, su culpabilidad, su crueldad, su violencia y su propia voluntad. Por otra parte, cuando ponía sus manos sobre la cabeza del holocausto, ello implicaba el traspaso a Leví de toda la aceptación y la perfección del sacrificio. Naturalmente hablamos de lo que el tipo expresa. No se trata aquí de averiguar si Leví comprendía estas cosas; tan solo procuramos explicar el sentido del símbolo ceremonial; y está claro que ningún símbolo podría ser más significativo que la imposición de las manos, considerada en el caso de la ofrenda por el pecado o en el del holocausto. La doctrina de todo ello está incluida en el muy importante pasaje de 2 Corintios 5:21:

Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él.

“Y presentarás a los levitas delante de Aarón, y delante de sus hijos, y los ofrecerás en ofrenda a Jehová. Así apartarás a los levitas de entre los hijos de Israel, y serán míos los levitas. Después de eso vendrán los levitas a ministrar en el tabernáculo de reunión; serán purificados, y los ofrecerás en ofrenda. Porque enteramente me son dedicados a mí los levitas de entre los hijos de Israel, en lugar de todo primer nacido; los he tomado para mí en lugar de los primogénitos de todos los hijos de Israel. Porque mío es todo primogénito de entre los hijos de Israel, así de hombres como de animales; desde el día que yo herí a todo primogénito en la tierra de Egipto, los santifiqué para mí. Y he tomado a los levitas en lugar de todos los primogénitos de los hijos de Israel. Y yo he dado en don los levitas a Aarón y a sus hijos de entre los hijos de Israel, para que ejerzan el ministerio de los hijos de Israel en el tabernáculo de reunión, y reconcilien a los hijos de Israel; para que no haya plaga en los hijos de Israel, al acercarse los hijos de Israel al santuario. Y Moisés y Aarón y toda la congregación de los hijos de Israel hicieron con los levitas conforme a todas las cosas que mandó Jehová a Moisés acerca de los levitas; así hicieron con ellos los hijos de Israel” (Números 8:13-20).

Cuán vivamente nos recuerdan estos pasajes las palabras de nuestro Señor en Juan 17: “He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste, y han guardado tu palabra… Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son, y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos” (v. 6-10).

Los levitas formaban un pueblo aparte, eran la posesión especial de Dios. Tomaban el lugar de todos los primogénitos de Israel, quienes habían sido salvados de la espada del exterminador por la sangre del cordero. Eran, simbólicamente, un pueblo muerto y resucitado, puesto aparte por Dios, quien lo ofrecía como un don al sumo sacerdote Aarón para prestar el servicio del tabernáculo.

¡Qué posición para el voluntarioso, violento y cruel Leví! ¡Qué triunfo de la gracia! ¡Qué ejemplo de la eficacia de la sangre de la propiciación y del agua de purificación! Ellos estaban, por naturaleza y por sus obras, alejados de Dios; pero la “sangre” expiatoria, el “agua” de purificación y la “navaja” del juicio personal habían hecho su bendita obra. En consecuencia, los levitas estaban en condiciones de ser ofrecidos como don a Aarón y a sus hijos, y de estar asociados a ellos en los santos servicios del tabernáculo del testimonio.

En todo esto los levitas eran un símbolo notable del pueblo actual de Dios. Los que forman ese pueblo han sido levantados y sacados de las profundidades de su degradación y de su ruina como pecadores. Han sido emblanquecidos en la preciosa sangre de Cristo, purificados por la aplicación de la Palabra y exhortados a ejecutar un juicio de sí mismos de forma habitual y severa. Así son hechos aptos para el santo servicio al cual son llamados. Dios los ha dado a su Hijo para que sean sus obreros en el mundo. “Tuyos eran, y me los diste” (Juan 17:6).

¡Qué maravilla! ¡Y pensar que esas personas somos nosotros! ¡Pensar que pertenecemos a Dios y que Dios nos ha puesto en manos de su Hijo! Bien podemos decir que esto supera todo concepto humano. No solo somos salvos del infierno, lo cual es verdad; no solo somos perdonados, justificados, aceptados, lo que también es cierto, sino que además somos llamados a desempeñar el supremo y santo cargo de llevar en este mundo el Nombre, el testimonio y la gloria de nuestro Señor Jesucristo. Es nuestra obra de verdaderos y fieles levitas. Como guerreros, somos llamados a combatir; como sacerdotes, tenemos el privilegio de rendir culto; pero, como levitas, somos responsables de servir; y nuestro servicio consiste en llevar, a través de este árido desierto, la persona de Cristo, realidad de lo que figuradamente representaba el tabernáculo. Esto es lo que caracteriza nuestro servicio; para esto hemos sido llamados; para esto hemos sido puestos aparte.

El lector notará que en este libro de los Números, y solo en él, se nos dan todos los detalles preciosos y altamente instructivos sobre los levitas. Este hecho nos da una nueva explicación del carácter de dicho libro. Al colocarnos en el desierto tenemos un panorama exacto y completo tanto de los obreros como de los guerreros de Dios.

  • 1Para más detalles sobre la doctrina de la ofrenda por el pecado y del holocausto, remitimos al lector a los capítulos 1 y 4 del «Estudio sobre el libro del Levítico».

El servicio de los levitas

Examinemos un poco el servicio de los levitas que nos es detallado en los capítulos 3 y 4 de los Números: “Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Haz que se acerque la tribu de Leví, y hazla estar delante del sacerdote Aarón, para que le sirvan, y desempeñen el encargo de él, y el encargo de toda la congregación delante del tabernáculo de reunión para servir en el ministerio del tabernáculo; y guarden todos los utensilios del tabernáculo de reunión, y todo lo encargado a ellos por los hijos de Israel, y ministren en el servicio del tabernáculo. Y darás los levitas a Aarón y a sus hijos; le son enteramente dados de entre los hijos de Israel” (cap. 3:5-9).

Los levitas representaban a toda la asamblea de los israelitas y obraban en favor de estos. Esto se desprende del hecho de que los hijos de Israel ponían sus manos sobre las cabezas de los levitas, así como estos ponían las suyas sobre las cabezas de las víctimas (cap. 8:10). El acto de la imposición representaba la identificación, de modo que los levitas ofrecían un aspecto muy especial del pueblo de Dios en el desierto. Nos lo presentan como una tropa de celosos obreros, y de ninguna manera (nótese bien) como simples trabajadores inconstantes e irregulares, yendo de acá para allá, haciendo cada cual lo que bien le parece. Nada de eso. Así como los hombres de guerra tenían que mostrar su genealogía y permanecer fieles a su bandera, los levitas tenían que reunirse alrededor de su centro y cumplir su tarea. Todo era tan claro, tan distinto y tan determinado como era posible, y, además, todo estaba bajo la autoridad y la inmediata dirección del sumo sacerdote.

Es muy necesario, para todos los que quieran ser verdaderos levitas, obreros fieles y servidores inteligentes, considerar seriamente este asunto. El servicio de los levitas debía ser regulado por las directivas del sacerdote. En el servicio de los levitas no había lugar para el ejercicio de la voluntad propia, así como tampoco lo había en la posición de los hombres de guerra. Todo estaba divinamente establecido, y esto era una gracia particular para quienes tenían sus corazones bien dispuestos. Para aquel cuya voluntad no estaba quebrantada podía parecer muy pesado y fastidioso verse obligado a ocupar la misma posición o estar dedicado a la misma rutina de trabajo. Ese hombre hubiera podido suspirar por algo nuevo, por algún cambio en su trabajo. Por el contrario, cuando la voluntad estaba sumisa y el corazón en regla, cada uno podía decir: «Mi sendero está perfectamente trazado; solo tengo que obedecer». Tal es la ocupación del verdadero servidor; y esto fue cumplido de una manera perfecta por el más grande servidor que haya pasado por la tierra, Jesús. Él podía decir:

He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió
(Juan 6:38).

Y, además: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:34).

Pero hay otro hecho digno de atención en cuanto a los levitas: su servicio tenía una exclusiva relación con el tabernáculo y con todo lo que de él dependía. No tenían otra cosa que hacer. Pensar en inmiscuirse en cualquier otra cosa, fuera la que fuese, habría sido, para un levita, renegar de su vocación, abandonar su obra divinamente determinada y apartarse de los mandamientos de Dios.

Ocurre lo mismo con los cristianos de hoy día. Su tarea exclusiva, su única y gran obra, su esencial servicio es Cristo y cuanto a él concierne. No deben hacer otra cosa. Para un cristiano, pensar en dedicarse a otra cosa es renegar de su vocación, abandonar su obra divinamente establecida y sustraerse a los mandatos de Dios. Un verdadero levita del antiguo pacto podía decir: «Para mí el vivir es el tabernáculo». Ahora, un verdadero cristiano puede decir:

Para mí el vivir es Cristo (Filipenses 1:21).

La gran cuestión, en todo cuanto se presente al cristiano, es: ¿Puedo asociar con Cristo tal o cual cosa? Si no es así, no tengo absolutamente nada que hacer con ella.

Esa es la verdadera manera de considerar las cosas. No se trata de saber si esto o aquello es bueno o malo. No, se trata sencillamente de saber hasta qué punto eso está relacionado con el Nombre y la gloria de Cristo. Esto lo simplifica todo de un modo asombroso, responde a mil preguntas, resuelve innumerables dificultades y convierte el camino del cristiano sincero y fiel en algo tan claro como un rayo de sol.

A cada uno su obra

Un levita no tenía ninguna dificultad en cuanto a su trabajo; lo tenía señalado con una precisión divina. La carga que cada uno debía llevar y el trabajo que debía hacer estaban indicados con una claridad que no dejaba lugar para las dudas del corazón. Cada cual podía conocer su trabajo y hacerlo, y además solo era hecho por aquellos que desempeñaban sus funciones especiales. El servicio del tabernáculo no se cumplía debidamente corriendo de aquí para allá y haciendo esto o aquello, sino por el asiduo cuidado con el que cada cual se aplicaba a su vocación particular.

Conviene no olvidar esto. Como cristianos somos propensos a rivalizar unos con otros, estorbándonos mutuamente; y seguramente obraremos así si cada uno de nosotros no sigue la línea de conducta divinamente trazada. Decimos «divinamente trazada» e insistimos en estas palabras. No tenemos derecho a escoger nuestra propia obra. Si el Señor ha hecho a un hombre evangelista, a otro maestro, a otro pastor y si ha dotado a otro para la exhortación, ¿cómo debe hacerse el trabajo? No será poniendo al evangelista a enseñar, o al maestro a exhortar, o a otra persona que, sin estar calificada por uno ni otro de estos dones, trate de ejercer los dos. No, cada uno debe ejercer el don que divinamente le fue dado. Sin duda el Señor puede, cuando le plazca, dotar a un hombre de varios dones, pero esto en nada afecta al principio sobre el cual insistimos y que es sencillamente este: Cada uno de nosotros debe conocer su propio servicio y seguir en él. Si perdemos esto de vista caeremos en una desesperante confusión. Dios tiene sus canteros, sus picapedreros y sus albañiles.

La obra avanza por el trabajo de cada obrero que se ocupa con diligencia en su propio trabajo.

Si todos fuesen canteros, ¿dónde estarían los picapedreros? Y si todos fuesen picapedreros ¿dónde estarían los albañiles? El que aspira a otro orden de cosas, o procura imitar el don de otro, hace daño a la causa de Cristo y a la obra de Dios en el mundo. Este es un grave error respecto del cual deseamos advertir seriamente al lector. Nada puede ser más insensato. Dios nunca se repite. No existen dos rostros humanos iguales y en todo un bosque no hay dos hojas ni dos briznas de hierba exactamente iguales. ¿Por qué, pues, alguien aspiraría a desempeñar el trabajo de otro o aparentaría poseer el don de otro? Que cada cual se contente con ser precisamente lo que su Señor lo ha hecho. Este es el secreto de una verdadera paz y del progreso. Todo esto encuentra una brillante ilustración en el resumen inspirado que se relaciona con el servicio de las tres distintas clases de levitas, las que iremos citando a lo largo de este escrito para facilitarle al lector su comprensión. Al fin y al cabo no hay nada que pueda compararse al verdadero lenguaje de las Santas Escrituras.

El servicio de los hijos de Gersón

“Y Jehová habló a Moisés en el desierto de Sinaí, diciendo: Cuenta los hijos de Leví según las casas de sus padres, por sus familias; contarás todos los varones de un mes arriba. Y Moisés los contó conforme a la palabra de Jehová, como le fue mandado. Los hijos de Leví fueron estos por sus nombres: Gersón, Coat, y Merari. Y los nombres de los hijos de Gersón por sus familias son estos: Libni y Simei. Los hijos de Coat por sus familias son: Amram, Izhar, Hebrón y Uziel. Y los hijos de Merari por sus familias: Mahli y Musi. Estas son las familias de Leví, según las casas de sus padres. De Gersón era la familia de Libni y la de Simei; estas son las familias de Gersón. Los contados de ellos conforme a la cuenta de todos los varones de un mes arriba, los contados de ellos fueron siete mil quinientos. Las familias de Gersón acamparán a espaldas del tabernáculo, al occidente; y el jefe del linaje de los gersonitas, Eliasaf, hijo de Lael. A cargo de los hijos de Gersón, en el tabernáculo de reunión, estarán el tabernáculo, la tienda y su cubierta, la cortina de la puerta del tabernáculo de reunión, las cortinas del atrio, y la cortina de la puerta del atrio, que está junto al tabernáculo y junto al altar alrededor; asimismo sus cuerdas para todo su servicio” (v. 14-26). Y en otro sitio leemos: “Además habló Jehová a Moisés, diciendo: Toma también el número de los hijos de Gersón según las casas de sus padres, por sus familias. De edad de treinta años arriba hasta cincuenta años los contarás; todos los que entran en compañía para servir en el tabernáculo de reunión. Este será el oficio de las familias de Gersón, para ministrar y para llevar: Llevarán las cortinas del tabernáculo, el tabernáculo de reunión, su cubierta, la cubierta de pieles de tejones que está encima de él, la cortina de la puerta del tabernáculo de reunión, las cortinas del atrio, la cortina de la puerta del atrio, que está cerca del tabernáculo y cerca del altar alrededor, sus cuerdas, y todos los instrumentos de su servicio, y todo lo que será hecho para ellos; así servirán. Según la orden de Aarón y de sus hijos será todo el ministerio de los hijos de Gersón en todos sus cargos, y en todo su servicio; y les encomendaréis en guarda todos sus cargos. Este es el servicio de las familias de los hijos de Gersón en el tabernáculo de reunión; y el cargo de ellos estará bajo la mano de Itamar hijo del sacerdote Aarón” (cap. 4:21-28).

He aquí todo lo concerniente a Gersón y su obra. Él y su hermano Merari debían llevar “el tabernáculo”, mientras Coat estaba destinado a llevar el “santuario”, tal como lo leemos en el capítulo 10: “Después que estaba ya desarmado el tabernáculo, se movieron los hijos de Gersón y los hijos de Merari, que lo llevaban. Luego comenzaron a marchar los coatitas llevando el santuario; y entretanto que ellos llegaban, los otros (esto es, los gersonitas y los meraritas) acondicionaron el tabernáculo” (v. 17, 21). Había un estrecho lazo moral que unía a Gersón y Merari en su servicio, aunque su obra respectiva era completamente distinta, según lo veremos en el siguiente pasaje.

El servicio de los hijos de Merari

“Contarás los hijos de Merari por sus familias, según las casas de sus padres. Desde el de edad de treinta años arriba hasta el de cincuenta años los contarás; todos los que entran en compañía para servir en el tabernáculo de reunión. Este será el deber de su cargo para todo su servicio en el tabernáculo de reunión: las tablas del tabernáculo, sus barras, sus columnas y sus basas, las columnas del atrio alrededor y sus basas, sus estacas y sus cuerdas, con todos sus instrumentos y todo su servicio; y consignarás por sus nombres todos los utensilios que ellos tienen que transportar. Este será el servicio de las familias de los hijos de Merari para todo su ministerio en el tabernáculo de reunión, bajo la dirección de Itamar hijo del sacerdote Aarón” (cap. 4:29-33).

Todo estaba era claro y definido. Gersón nada tenía que hacer con las tablas y las estacas; e igualmente Merari tampoco tenía nada que ver con las cortinas o las cubiertas. No obstante, estaban íntimamente unidos y en mutua dependencia. Las “tablas y las basas” de nada hubiesen servido sin las “cortinas”, y estas a su vez hubiesen sido inútiles sin las tablas y las basas. En cuanto a las “estacas”, aunque parecieran insignificantes, ¿quién hubiera podido apreciar la visible unidad del conjunto sin valorar la importancia que tenían al unir los objetos entre sí y mantener dicha unidad? De este modo todos trabajaban juntos para un fin común, y este fin se alcanzaba si cada individuo permanecía ocupado en su propia especialidad. Si un gersonita se hubiese empeñado en abandonar las “cortinas” para ocuparse de las “estacas”, hubiera dejado sin ejecución su propia obra, inmiscuyéndose en la de los meraritas. Entonces todo habría caído en una desagradable confusión, mientras que, ateniéndose a la regla divina, todo se mantenía en un orden admirable.

Debía ser extremadamente hermoso ver a los obreros de Dios en el desierto. Cada uno estaba en su puesto y obraba en la esfera que tenía divinamente asignada. Por eso, en cuanto la nube se elevaba y se daba la orden de desmontar el tabernáculo, cada uno sabía lo que tenía que hacer, y no hacía otra cosa. Nadie tenía el derecho de seguir sus propios pensamientos. Jehová pensaba por todos. Los levitas se habían declarado “por Jehová”; se habían sometido a su autoridad; y este hecho era la base misma de toda su obra y su servicio en el desierto. Así considerada la obra, era igual que un hombre tuviera que encargarse de una estaca, de una cortina o del candelero de oro. La gran cuestión para todos y cada uno era:

¿Es esta mi obra? ¿Es esto lo que el Señor me ha ordenado hacer?

Esto lo resolvía todo. Si las cosas se hubiesen dejado al criterio o al gusto de los obreros, cada uno hubiese escogido lo que más le agradaba. Entonces ¿cómo hubiera podido trasladarse el tabernáculo a través del desierto y montarse en su sitio? ¡Imposible! No podía haber más que una autoridad suprema, a saber, Jehová mismo. Él lo disponía todo, y todos debían someterse a él. No quedaba sitio alguno para el ejercicio de la voluntad humana. Esta era una gracia notable. Descartaba una multitud de disputas y confusiones. Es necesaria la sumisión, una voluntad quebrantada y una cordial adhesión a la autoridad de Dios; de otro modo se llegará al estado descrito en el libro de los Jueces: “Cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 17:6; 21:25). Un merarita podía decir, o pensar, si no lo decía: “¡Qué! ¿He de gastar la mejor parte de mi vida, los días de mi fuerza y mi vigor, cuidando unas estacas? ¿Para esto he nacido? ¿No hay para mi vida un fin más elevado? ¿Será esa mi única ocupación desde los treinta a los cincuenta años?”.

Había una doble respuesta a estas preguntas. En primer lugar, para el merarita era suficiente saber que Jehová le había asignado su obra. Eso bastaba para comunicar dignidad a lo que el ojo natural pudiera ver como la ocupación más ínfima y vil. Importa poco lo que hagamos con tal que cumplamos siempre nuestra tarea ordenada por Dios. Un hombre puede seguir una carrera muy brillante a los ojos de sus semejantes; puede gastar sus energías, su tiempo, su talento, su fortuna procurando lo que los hombres del mundo estiman grande y glorioso; y, con todo, su vida puede ser nada más que una brillante bagatela. Por otra parte, el hombre que sencillamente hace la voluntad de Dios, que ejecuta los mandatos del Señor, sean los que fueren, andará por un sendero iluminado por los rayos de la aprobación de Dios; su obra será recordada después que los más espléndidos proyectos de los hijos de este siglo hayan caído en eterno olvido.

Pero, además del valor moral ligado al cumplimiento del deber que uno estaba llamado a cumplir, había también una dignidad particular relacionada con la obra de un merarita, aun cuando esa obra solo consistiera en cuidar de unas “estacas” o de unas “basas”. Todo cuanto se relacionaba con el tabernáculo tenía el mayor interés y poseía el más alto valor. En el mundo entero nada podía ser comparado con ese tabernáculo hecho de tablas con todas sus dependencias. Era una santa dignidad y un santo privilegio ser admitido para manejar la más pequeña estaca que formara parte de ese maravilloso tabernáculo en el desierto. Era infinitamente más glorioso ser un merarita, cuidando las estacas del tabernáculo, que llevar el cetro de Egipto o de Asiria. En verdad, ese merarita, según lo expresa su nombre, podía parecer un pobre hombre afligido y cansado; pero su trabajo estaba relacionado con la habitación del Dios Altísimo, poseedor de los cielos y la tierra. Sus manos manejaban objetos que eran modelos de cosas celestiales. Cada estaca, cada basa, cada cortina, cada cubierta era una sombra de las grandes cosas que habían de venir, una figura simbólica de Cristo.

No pretendemos que el humilde merarita o gersonita, ocupado en tales quehaceres, comprendía estas cosas. Esa no es la cuestión que consideramos aquí. Nosotros podemos comprenderlas. Es nuestro privilegio exponerlas todas, el tabernáculo y sus muebles, a la brillante luz del Nuevo Testamento y descubrir en él a Cristo en todo.

Si bien no afirmamos nada acerca del grado de comprensión que los levitas tenían de sus respectivos trabajos, podemos decir con toda seguridad que era un gran privilegio ser admitido para tocar, manejar y llevar a través del desierto las sombras terrenales de las realidades celestiales. Además, era una gracia especial tener la autoridad de un “así ha dicho Jehová” para todo aquello que tenían que hacer.

¿Quién puede apreciar tal gracia, tal privilegio? Cada miembro de esta maravillosa tribu de obreros tenía su especial esfera de trabajo, trazada por la mano de Dios y vigilada por el sacerdote de Dios. No se trataba de que cada quien hiciera lo que bien le parecía o que anduviera en las huellas de otro, sino que todos se sometieran a la autoridad de Dios e hicieran precisamente lo que estaban llamados a hacer. En esto radicaba el secreto del orden para esos ocho mil quinientos ochenta obreros (cap. 4:48). Y podemos decir, con toda certeza, que ese sigue siendo aún el verdadero secreto del orden. ¿Por qué encontramos tanta confusión en la Iglesia? ¿Por qué tantos conflictos de pensamientos, de opiniones, de sentimientos? ¿Por qué tanta oposición entre unos y otros? ¿Por qué tantas intromisiones en el camino de los demás? Sencillamente porque falta la completa y absoluta sumisión a la Palabra de Dios. Nuestra voluntad está activa. Escogemos nuestros propios caminos en vez de dejar a Dios la tarea de escogerlos por nosotros. Nos falta la actitud y el estado de ánimo para hacer que todos los pensamientos humanos, y en particular los nuestros, sean puestos en el lugar que realmente les conviene, y para que los pensamientos de Dios se eleven hasta una soberanía plena y completa.

La completa sumisión a Dios

Estamos convencidos de que ese es el punto principal, lo que ante todo nos falta, la urgente necesidad en nuestros días. La voluntad del hombre toma cada vez más importancia. Se levanta como una poderosa marea y arrastra las antiguas barreras que hasta cierto punto la mantenían refrenada. “Rompamos sus ligaduras”, dicen, “y echemos de nosotros sus cuerdas” (Salmo 2:3).

Tal es, hoy más que nunca, el espíritu de este siglo. ¿Cuál es el antídoto? ¡La sumisión! ¿La sumisión a qué? ¿A lo que se llama la autoridad de la Iglesia? ¿A la voz de la tradición, a los mandamientos y doctrinas de hombres? No; bendito sea Dios, no es ni a una de estas cosas ni a todas juntas. ¿A qué, pues? A la voz del Dios viviente, a la voz de las Santas Escrituras. Este es el gran remedio contra la voluntad propia, por un lado, y contra la sumisión a la autoridad humana, por otro. “Es necesario obedecer”. Esta es la respuesta a la propia voluntad. “Es necesario obedecer a Dios”. Tal es la respuesta a una vil sujeción a la autoridad humana en materia de fe. Siempre tenemos que vérnoslas con esos dos elementos. El primero, la propia voluntad, que termina en infidelidad. El segundo, la sumisión al hombre, que termina en superstición. Estas dos tendencias ejercerán su influencia en todo el mundo civilizado. Ellas arrastrarán todo, salvo a los que son enseñados por Dios a decir, sentir y obrar según la máxima inmortal:

Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos 5:29).

Esto era lo que, en el desierto, hacía capaz al gersonita de vigilar las “pieles de tejones” rudas y de aspecto poco agradable; esto era lo que hacía capaz al merarita de cuidar las “estacas”, tan insignificantes en apariencia. Sí, y esto es también lo que, en nuestros días, hará al cristiano capaz de aplicarse en la esfera del servicio a la que su Señor haya tenido a bien llamarlo. Aunque, a la vista humana, tal género de servicio pueda parecer rudo y sin atractivo, vil e insignificante, debe bastarnos que nuestro Señor nos haya asignado un puesto y encomendado un trabajo, y que este tenga una relación inmediata con la Persona y la gloria de Aquel que es “señalado entre diez mil… y todo él codiciable” (Cantares 5:10-16).

Nosotros también podemos limitarnos a ser lo que figuraban las pieles de tejones rudas y poco agraciadas, o las estacas insignificantes. Pero recordemos que todo lo que se relaciona con Cristo, con su Nombre, con su Persona, con su causa, es indeciblemente precioso para Dios. Ello podrá parecer muy pequeño a juicio del hombre, mas ¿qué importa? Nosotros debemos considerar las cosas desde el punto de vista de Dios, debemos pesarlas en su medida, que es Cristo. Dios lo mide todo por Cristo. Todo lo que tiene la menor relación con Cristo es interesante e importante a juicio de Dios; mientras que los designios más brillantes, los proyectos más gigantescos, las empresas más admirables de los hombres del mundo, todo se desvanece como la niebla del alba y el rocío de la mañana. El hombre hace de su yo su propio centro, su propio objeto, su propia regla. Aprecia las cosas en la medida en que estas le exalten y favorezcan sus intereses. Se sirve incluso de la religión para el mismo fin, y hace de ellas un pedestal para elevarse a sí mismo. En otras palabras, todo es empleado en la formación de un capital para el yo y es utilizado como reflector para proyectar la luz y llamar la atención hacia el yo. Hay así un inmenso abismo entre los pensamientos de Dios y los del hombre, y los bordes de este abismo están tan separados uno del otro como lo está Cristo del egoísmo del hombre. Todo lo que pertenece a Cristo tiene una importancia y un interés eternos. Todo lo que tiende al yo desaparecerá y será olvidado. Por lo tanto, el error más fatal en que puede caer un hombre es el de hacer del yo su único objeto; el resultado de ello será un eterno desengaño. Por otra parte, la cosa más sabia, más segura y mejor que el hombre puede hacer es tomar a Cristo como su único objeto, pues esto le conducirá infaliblemente a una gloria y bendición eternas.

Amado lector, deténgase un momento e interrogue a su corazón y a su conciencia. En este momento siento una santa responsabilidad frente a su alma. Escribo estas líneas en la soledad de mi oficina en Bristol y tal vez usted las lea en la soledad de su habitación en algún país lejano. Mi objetivo no es escribir un libro, ni siquiera explicar la Escritura. Deseo ser empleado por Dios para obrar en el fondo de su alma. Permítame, pues, formularle esta pregunta solemne y apremiante: ¿Cuál es su objeto? ¿Es Cristo o el yo? Sea sincero ante el escudriñador de los corazones, el Todopoderoso que lo ve todo. Ejerza sobre usted mismo un severo juicio como si estuviera ante la luz de la presencia divina. No se deje engañar por alguna apariencia brillante o falsa. La mirada de Dios penetra a través de la superficie de las cosas, y él quiere que usted haga lo mismo. Él le presenta a Cristo en contraste con todo lo demás. ¿Lo ha recibido? ¿Es él su sabiduría, su justicia, su santificación y su redención? ¿Puede decir sin titubear:

Mi amado es mío, y yo suyo? (Cantares 2:16)

Examínese y vea. ¿Es este un punto perfectamente definido y arraigado en su alma? Y si es así, ¿hace de Cristo su único objeto? ¿Mide todas las cosas por él?

¡Oh, querido amigo, estas preguntas son útiles para sondear el corazón! Esté seguro de que no se las formulo sin haber sentido su energía y su poder. Dios es testigo de que siento, aunque muy débilmente, su importancia y su gravedad. Estoy perfecta y profundamente convencido de que nada permanecerá sino solo lo que se relaciona con Cristo y, además, que la más ínfima cuestión que tenga relación con él es de supremo interés a juicio del cielo. Si me es permitido despertar en algún corazón el valor de estas verdades, o afirmar este sentimiento donde haya sido ya despertado, creeré no haber escrito este libro en vano.

El servicio de los hijos de Coat

Ahora, antes de cerrar esta larga sección, echemos una ojeada a los coatitas y su obra.

“Habló Jehová a Moisés y a Aarón, diciendo: Toma la cuenta de los hijos de Coat de entre los hijos de Leví, por sus familias, según las casas de sus padres, de edad de treinta años arriba hasta cincuenta años, todos los que entran en compañía para servir en el tabernáculo de reunión. El oficio de los hijos de Coat en el tabernáculo de reunión, en el lugar santísimo, será este: Cuando haya de mudarse el campamento, vendrán Aarón y sus hijos y desarmarán el velo de la tienda, y cubrirán con él el arca del testimonio; y pondrán sobre ella la cubierta de pieles de tejones, y extenderán encima un paño todo de azul, y le pondrán sus varas. Sobre la mesa de la proposición extenderán un paño azul, y pondrán sobre ella las escudillas, las cucharas, las copas y los tazones para libar; y el pan continuo estará sobre ella. Y extenderán sobre ella un paño carmesí, y lo cubrirán con la cubierta de pieles de tejones; y le pondrán sus varas. Tomarán un paño azul y cubrirán el candelero del alumbrado, sus lamparillas, sus despabiladeras, sus platillos, y todos sus utensilios del aceite con que se sirve; y lo pondrán con todos sus utensilios en una cubierta de pieles de tejones, y lo colocarán sobre unas parihuelas. Sobre el altar de oro extenderán un paño azul, y le cubrirán con la cubierta de pieles de tejones, y le pondrán sus varas. Y tomarán todos los utensilios del servicio de que hacen uso en el santuario, y los pondrán en un paño azul, y los cubrirán con una cubierta de pieles de tejones, y los colocarán sobre unas parihuelas. Quitarán la ceniza del altar, y extenderán sobre él un paño de púrpura, y pondrán sobre él todos sus instrumentos de que se sirve: las paletas, los garfios, los braseros y los tazones, todos los utensilios del altar; y extenderán sobre él la cubierta de pieles de tejones, y le pondrán además las varas. Y cuando acaben Aarón y sus hijos de cubrir el santuario y todos los utensilios del santuario, cuando haya de mudarse el campamento, vendrán después de ello los hijos de Coat para llevarlos; pero no tocarán cosa santa, no sea que mueran. Estas serán las cargas de los hijos de Coat en el tabernáculo de reunión” (cap. 4:1-15).

Aquí vemos qué funciones sagradas estaban confiadas a los coatitas: el arca, la mesa de oro, el candelero de oro, el altar de oro y el altar de los holocaustos; todos ellos eran sombras de los bienes que habían de venir, los modelos de lo que hay en el cielo, figuras de cosas reales, tipos de Cristo en su Persona, su obra y sus oficios, como intentamos demostrarlo en el «Estudio sobre el libro del Éxodo» (capítulos 24 a 30). Estas cosas nos son presentadas aquí en el desierto, en su ropa de viaje, si se nos permite servirnos de tal expresión. Con excepción del arca del pacto, todas esas cosas tenían la misma apariencia a los ojos humanos: la cubierta de pieles de tejones. El arca ofrecía esta diferencia: sobre la gruesa cubierta de pieles de tejones había un “paño todo de azul”, que significaba sin duda el carácter enteramente celestial del Señor Jesucristo en su divina Persona. Lo que en él era esencialmente celestial siempre se manifestaba por fuera durante su estancia aquí abajo. Él fue constantemente el hombre celestial, “el Señor del cielo”. Por debajo del paño azul se encontraban las pieles de tejones, que pueden ser consideradas como expresión de lo que protege del mal. El arca era el único objeto cubierto de esta manera especial.

En cuanto a “la mesa de la proposición”, que era un símbolo de nuestro Señor Jesucristo en su relación con las doce tribus de Israel, primeramente estaba cubierta con un “paño azul”, luego con una tela de color carmesí, y por encima de todo esto se hallaban las pieles de tejones. En otras palabras, estaba lo que era esencialmente celestial, luego lo que representaba el esplendor humano; y, por encima de todo, lo que protegía del mal. El objetivo de Dios es que las doce tribus de Israel tengan la supremacía en la tierra, que en ellas se realice el tipo más elevado del esplendor humano. De ahí la conveniencia de la tela “carmesí” sobre la mesa de los panes de la proposición. Los doce panes representaban evidentemente las doce tribus, y, en cuanto al color carmesí, el lector solo tiene que recorrer la Escritura para comprobar que representa lo que el hombre considera como suntuoso.

Las cubiertas del candelero y del altar de oro eran idénticas: primero se hallaba la envoltura celeste y luego, en el exterior, las pieles de tejones. En el candelero vemos a Cristo en relación con la obra del Espíritu Santo para luz y testimonio. El altar de oro nos muestra a Cristo y el valor de su intercesión, el perfume y el elevado valor de lo que él es delante de Dios. Estos dos objetos, al atravesar el desierto, iban embalados en lo que era celestial y estaban cubiertos por las pieles de tejones.

Por último, en el altar de bronce, observamos una marcada distinción: estaba recubierto de “púrpura” en vez de “azul” o de “carmesí”. ¿Por qué? Sin duda porque el altar de bronce prefigura a Cristo como el que padeció “por los pecados”, y por consiguiente, debe llevar el cetro de la realeza. El “púrpura” es el color real. Aquel que sufrió en este mundo, reinará. El que llevó la corona de espinas, llevará la corona de gloria. He aquí por qué la cubierta de “púrpura” convenía al altar de bronce, pues en él se ofrecía a la víctima. Sabemos que en la Escritura todo tiene su significado divino; es un privilegio y también un deber buscar el sentido de cuanto Dios ha escrito, según su gracia, para nuestra instrucción. Pero a este resultado no se puede llegar, según creemos, sino sujetándose a Dios con humildad, paciencia y oración. Aquel que ha inspirado el Libro conoce perfectamente la finalidad y el objeto del Libro en su conjunto y de cada una de sus divisiones en particular. Esta convicción debe tener por efecto reprimir los profanos extravíos de la imaginación. Solo el Espíritu de Dios puede abrir las Escrituras a nuestras almas. Dios es su propio intérprete, tanto en la Revelación como en la Providencia, y cuanto más nos apoyamos en él reconociendo nuestra incapacidad, tanto más profundo es el conocimiento que adquirimos de su Palabra y de sus caminos.

El significado de lo que nos es presentado en figura

Queremos invitarle, lector cristiano, a que vuelva a leer en la presencia de Dios el pasaje de Números 4:1-15. Pídale que le aclare el sentido de cada frase, el significado del arca y por qué solo ella debía estar cubierta exteriormente con un paño completamente “azul”. Y así en cuanto a lo demás. Nosotros nos hemos atrevido a indicar humildemente el sentido de estas cosas, pero deseamos que usted lo aprenda directamente de Dios y no que lo acepte del hombre solamente. Tememos mucho dejar trabajar a la imaginación, por lo que escribimos acerca de las Santas Escrituras solo sobre aquello que el Espíritu Santo nos haya convencido profundamente.

Tal vez usted dirá: «¿Por qué, entonces, escriben?». Porque tenemos la viva esperanza de poder ayudar al que estudia seriamente la Escritura a descubrir las piedras preciosas esparcidas en las inspiradas páginas, de manera que pueda recogerlas para sí. Miles de lectores podrían leer una y otra vez el capítulo 4 de los Números y no fijarse siquiera en el hecho de que el arca era la única pieza del mobiliario del tabernáculo que no dejaba ver en absoluto la piel de tejones. Y si no se ha podido captar tan sencillo hecho, ¿cómo podrá entenderse el alcance de su significado? Lo mismo ocurre con el altar de bronce: ¿cuántos lectores habrán observado que debía ser revestido de “púrpura”? Podemos estar seguros de que estos dos hechos tienen un sentido plenamente espiritual. El arca era la suprema manifestación de Dios; podemos, pues, comprender por qué era preciso que mostrara a primera vista lo que era puramente celestial. El altar de bronce era el lugar donde se juzgaba el pecado; era un tipo de Cristo en su obra, como Aquel que lleva el pecado. Representaba hasta qué punto él se había humillado por nosotros, y, sin embargo, este altar era el único objeto que debía envolverse con el color de la realeza. ¿Podemos imaginar algo más hermoso que esta enseñanza? ¡Qué sabiduría infinita en todas esas bellas diferencias! El arca nos conduce al lugar más elevado de los cielos, y el altar de bronce al más bajo de la tierra. Ellos ocupaban los extremos del tabernáculo. En la primera contemplamos a Aquel que glorificó a la ley; en el segundo a Aquel que fue hecho pecado. En el arca se veía primeramente lo que era celestial; solo buscando debajo de la primera cubierta se veían las pieles de tejones, y aun más abajo de esta envoltura se hallaba el velo misterioso, tipo de la carne de Cristo. En cambio, en el altar de bronce lo primero que estaba a la vista eran las pieles de tejones, y debajo de ellas la cubierta que simbolizaba la majestad real. Cristo se nos aparece en cada uno de estos objetos, pero bajo un aspecto diferente en cada uno. En el arca tenemos a Cristo como manteniendo la gloria de Dios. En el altar de bronce le vemos respondiendo a las necesidades del pecador. ¡Combinación bendita para nosotros!

Se habrá observado, además, que en todo ese pasaje no se hace mención de una pieza del mobiliario que, según sabemos por Éxodo 30 y otros pasajes de la Escritura, ocupaba un lugar importante en el tabernáculo. Nos referimos a la fuente de bronce. ¿Por qué se omite en el capítulo 4 de los Números? Es muy probable que algunos clarividentes racionalistas encuentren en esto lo que ellos llamarían una omisión, un defecto, una contradicción. Y bien, ¿lo es en realidad? No, gracias a Dios. El ferviente lector cristiano sabe perfectamente que tales cosas son incompatibles con el Libro de Dios. Lo confiesa, aun cuando no pueda justificar la ausencia o la presencia de tal o cual detalle particular en un pasaje dado. Pero, si por la gracia de Dios se nos permite discernir la razón espiritual de las cosas, precisamente allí donde el racionalista cree descubrir defectos, vemos que el lector piadoso encuentra brillantes perlas.

Así sucede, no lo dudamos, con la omisión aquí de la fuente de bronce. Esta no es más que una de las múltiples demostraciones de la belleza y de la perfección del Libro inspirado.

Pero el lector puede preguntar: ¿Por qué la omisión de la fuente? La razón puede estar fundada en los siguientes hechos: la materia de que estaba hecha la fuente y el uso al cual estaba destinada. Este doble hecho consta en Éxodo. La fuente fue hecha con los espejos de metal de las mujeres que velaban a la puerta del tabernáculo de reunión (Éxodo 38:8). Esta era su composición. En cuanto a su objeto, se había construido como medio de purificación para el hombre. En todas las cosas que constituían las funciones y los cargos especiales de los coatitas, vemos tan solo las variadas manifestaciones de Dios en Cristo; desde el arca que estaba en el lugar santísimo hasta el altar de bronce que estaba colocado en el atrio del tabernáculo. Y como la fuente no era una manifestación de Dios sino una purificación para el hombre, no se la ve confiada a los cuidados y vigilancia de los coatitas.

Pero conviene que dejemos meditar al lector solo en esta parte, que es de las más profundas de nuestro libro. Es realmente inagotable. Podríamos continuar extendiéndonos en consideraciones hasta llenar no solo páginas, sino volúmenes enteros; y, después de todo, sentiríamos haber penetrado solo en la superficie de una mina cuya profundidad jamás puede ser sondeada, y cuyos tesoros jamás pueden ser agotados. ¿Qué puede expresar la pluma humana acerca de la instrucción maravillosa que contiene el relato inspirado sobre la tribu de Leví? ¿Quién se atreverá a desarrollar la gracia soberana que brilla en el hecho de que el voluntarioso Leví pudiera ser el primero en responder al requerimiento conmovedor: “¿Quién está por Jehová?”. ¿Quién podría hablar con autoridad de la rica, abundante y superior misericordia divina revelada en el hecho de que aquellos cuyas manos se habían teñido con sangre fuesen autorizados a manejar los utensilios del santuario, y de que aquellos en cuya compañía no podía entrar el Espíritu de Dios fuesen llevados en medio de la Asamblea de Dios para ocuparse de lo que para él era tan precioso?

¡Qué instrucción nos proporcionan esas divisiones de obreros: los meraritas, los gersonitas y los coatitas! ¡Qué figura de los diversos miembros de la Iglesia de Dios en su variado servicio! ¡Qué profundidad de misteriosa sabiduría en todo ello! ¿Es hablar demasiado fuerte, es demasiado decir que, en este momento, nada nos impresiona tanto como el sentimiento de la completa debilidad y de la total pobreza de cuanto hemos expuesto sobre uno de los más ricos temas del Libro inspirado? No obstante, hemos conducido al lector a una mina cuya profundidad y riqueza son infinitas, y es conveniente que le dejemos penetrar en ella con la ayuda de Aquel a quien pertenece la mina, el único que puede descubrir los tesoros que ella contiene. Todo lo que el hombre puede escribir o decir sobre una porción cualquiera de la Palabra de Dios, no son más que sugerencias; hablar de esta Palabra como de un tema que pueda agotarse sería una falta de respeto hacia el canon sagrado. Entremos al santo lugar con pies descalzos y seamos semejantes a los que consultaban a Dios en el templo, cuyas meditaciones están impregnadas de un espíritu de adoración.