La bandera
Como ya lo hemos hecho notar, había otra cosa igualmente necesaria para el guerrero, además de la declaración exacta de su genealogía: era el reconocimiento de su bandera. Ambas cosas eran esenciales para la marcha y el combate en el desierto. Por otra parte, eran inseparables. Si un hombre no conocía su filiación, tampoco podía reconocer su bandera, lo cual hubiera ocasionado a todos una desesperante confusión. En vez de marchar hacia adelante guardando cada uno su posición en las filas, se hubieran atravesado unos en el camino de los otros y, por consiguiente, hubieran obstaculizado la ruta. Cada uno debía conocer su puesto y ocuparlo, conocer su bandera y agruparse bajo ella. Así avanzaban juntos; había progresos, la obra estaba hecha y el combate era sostenido. El benjamita tenía su puesto, el efraimita el suyo. El uno no tenía por qué atravesar el camino del otro, ni obstruirlo. Así era para todas las tribus en el campamento del Israel de Dios. Cada cual tenía su genealogía, su bandera y su puesto; ni lo uno ni lo otro dependía de los pensamientos individuales; todo estaba dispuesto por Dios. Él daba la genealogía y asignaba la bandera; no había por qué comparar a un israelita con otro; no había nada que pudiera provocar celos entre ellos; cada uno tenía su puesto que ocupar y su obra que hacer; había bastante trabajo y sitio para todos. Se presentaba a la vez la más grande variedad y la más perfecta unidad. “Los hijos de Israel acamparán cada uno junto a su bandera, bajo las enseñas de las casas de sus padres”. “E hicieron los hijos de Israel conforme a todas las cosas que Jehová mandó a Moisés; así acamparon por sus banderas, y así marcharon cada uno por sus familias, según las casas de sus padres” (cap. 2:2, 34).
De modo que tanto en el campamento de entonces como en la Iglesia de hoy podemos ver que “Dios no es Dios de confusión” (1 Corintios 14:33). Nada podía estar dispuesto con más exactitud que los cuatro campamentos, compuesto cada uno de tres tribus que formaban un cuadrado perfecto, llevando la bandera correspondiente en sus lados. “Los hijos de Israel acamparán cada uno junto a su bandera… alrededor del tabernáculo de reunión acamparán”. El Dios de los ejércitos de Israel sabía cómo disponer sus tropas. Sería un gran error suponer que los guerreros de Dios no estaban ordenados según el más perfecto sistema de táctica militar. Podemos gloriarnos de nuestros progresos en las artes y las ciencias, e imaginarnos que el ejército de Israel, comparado con lo que podemos ver en nuestros días, presentaba un aspecto desordenado y de extraña confusión. Pero no es más que un pensamiento arrogante. Podemos estar seguros de que el campamento de Israel estaba ordenado y dispuesto de la manera más perfecta, y esto por una razón muy sencilla y concluyente: porque estaba ordenado y dispuesto por la mano de Dios. Que sepamos que Dios ha hecho todas las cosas, y concluyamos, con la mayor seguridad, que todo ha sido hecho perfectamente.
Este es un principio muy sencillo pero de mucha bendición. Naturalmente que no satisfará al incrédulo o al escéptico, pero a ellos, ¿qué podría satisfacerlos? La consigna y la prerrogativa del escéptico consisten en dudar de todo, no creer nada. Lo mide todo según su propia medida, y rechaza todo lo que no puede conciliar con sus propias ideas. Establece sus premisas con una asombrosa sangre fría y, acto seguido, deduce las conclusiones. Pero si las premisas son falsas, las deducciones deben serlo igualmente. El rasgo que acompaña invariablemente las premisas de todos los escépticos, los racionalistas y los incrédulos consiste en excluir siempre a Dios, de donde se deduce que todas sus conclusiones deben ser falsas. En cambio, el humilde creyente toma como punto de partida el grande y primer principio de que Dios es, y no solo que es, sino que tiene una relación con su criatura, que se interesa en los asuntos de los hombres y se ocupa de ellos.
¡Qué consuelo para el cristiano! Sin embargo, la incredulidad no acepta esto en absoluto. Introducir a Dios es trastornar los razonamientos de los escépticos, pues todos ellos se basan en la completa exclusión de Dios.
Sea como sea, ahora escribimos no para combatir a los incrédulos, sino para edificación de los creyentes. No obstante, conviene llamar la atención sobre el estado de completa corrupción de todo el sistema de la incredulidad, lo cual demuestra, con claridad y fuerza suficientes, el hecho de que dicho sistema descansa enteramente en la exclusión de Dios. Si este hecho es bien comprendido, el sistema entero se desploma. Si creemos que Dios es, entonces es preciso que cada cosa sea considerada en relación con él. Es necesario que veamos todo desde su punto de vista. Pero esto no es todo. Si creemos que Dios es, debemos creer también que el hombre no puede juzgarlo. Solo Dios debe ser el juez del bien y del mal, de lo que es digno de Él y de lo que no lo es. Lo mismo ocurre con la Palabra de Dios. Si en verdad Dios es y nos ha dado una revelación, entonces esa revelación no puede ser juzgada por la razón humana. Está fuera y por encima de las decisiones de semejante tribunal. ¡Qué pretensión querer juzgar la Palabra de Dios por las reglas del cálculo humano! Y, sin embargo, eso es precisamente lo que se ha hecho en nuestros días con el precioso libro de los Números, el cual estamos estudiando, dejando de lado la incredulidad y su aritmética.
El libro y el alma
Consideramos que es muy necesario, en nuestras notas y reflexiones sobre este libro, lo mismo que sobre los demás, recordar dos cosas, a saber: primero el libro y luego el alma. El libro y su contenido, el alma y sus necesidades. Es de temer que, al estar preocupados por el primero, olvidemos la segunda. Por otra parte, es de temer igualmente que, absortos en lo concerniente al alma, olvidemos el libro. Necesitamos ocuparnos paralelamente de ambos. Podemos decir que lo que constituye un ministerio eficaz, sea escrito u oral, es el acuerdo juicioso entre estas dos cosas. Hay ministros que estudian la Palabra con mucho cuidado y tal vez muy profundamente. Están versados en los conocimientos de la Biblia; han bebido ampliamente en la fuente de Inspiración. Todo esto es muy importante y valioso, sin ello cualquier ministerio sería estéril. Si un hombre no estudia la Biblia con cuidado y oración, poco podrá dar a sus lectores o a sus oyentes, al menos poco que sea digno de ser aceptado. Los que trabajan en la Palabra de Dios deben cavar por sí mismos, y cavar profundamente.
Pero acto seguido debe considerarse el alma, tener en cuenta su estado y satisfacer sus necesidades. Si esto se pierde de vista, la enseñanza carecerá de efecto y de poder. No tendrá nada de incisivo, de penetrante. Será ineficaz y sin fruto. En otras palabras, es necesario que ambas cosas sean reunidas, combinadas y bien proporcionadas. Si alguien se limitara a estudiar el libro, no sería práctico, e igualmente, quien se dedicara únicamente al estudio del alma, estaría desprevenido; pero el que estudia debidamente ambas cosas será un buen ministro de Jesucristo.
Nosotros deseamos, según nuestra capacidad, ser esto último para el lector; y, por tanto, a medida que avancemos en el estudio de este admirable libro, queremos no solo resaltar sus bellezas morales y desarrollar sus santas lecciones, sino también sentirnos constantemente convencidos de que nuestro deber es plantear de vez en cuando alguna pregunta al lector, sea quien fuere, para inducirle a examinar hasta qué punto aprende esas lecciones y aprecia esas bellezas. Esperamos que el lector no ponga objeción a nuestra intención; por consiguiente, antes de terminar esta primera sección, deseamos dirigirle una o dos preguntas relacionadas con ella.
Algunas consideraciones prácticas
Para empezar, querido amigo, ¿está usted bien enterado y seguro respecto a su “genealogía”? ¿Está seguro de hallarse del lado del Señor? No deje esta gran cuestión, se lo suplicamos, sin haberla resuelto. Ya se lo hemos preguntado y volvemos a hacerlo una vez más. ¿Conoce usted su filiación espiritual y puede declararla? Es la primera condición para ser soldado de Dios. Es inútil pensar en formar parte del ejército militante mientras no se tenga seguridad acerca de este punto. En ningún modo queremos decir que un hombre no pueda ser salvo sin ello. Lejos de nosotros tal idea. Pero no puede ocupar su puesto en las filas como guerrero. No puede combatir contra el mundo, la carne y el diablo, mientras tenga dudas y temores respecto a su pertenencia a la verdadera familia espiritual. Para que haya algún progreso, para que haya esa decisión tan indispensable en un guerrero cristiano, es necesario que pueda decirse:
Sabemos que hemos pasado de muerte a vida
(1 Juan 3:14),
sabemos que somos de Dios
(1 Juan 5:19).
Este es el lenguaje que conviene a un combatiente. Ningún hombre del poderoso ejército que se agrupaba alrededor del “tabernáculo de reunión” hubiera podido comprender que existiese una sola duda, ni la sombra de ella, respecto a su propia genealogía. Seguramente habría sonreído si alguien hubiese formulado alguna pregunta al respecto. Cada uno de aquellos seiscientos mil hombres sabía bien de dónde procedía y, por lo tanto, qué sitio debía ocupar. Lo mismo sucede en nuestro tiempo con el ejército militante de Dios. Es necesario que cada uno de sus miembros posea la más completa certidumbre en cuanto a su filiación, pues de lo contrario no podrá sostenerse en la batalla.
Veamos seguidamente la “bandera”. ¿Qué es? ¿Es una doctrina? No. ¿Es un sistema teológico? No. ¿Es un reglamento eclesiástico? No. ¿Es quizás un sistema de ordenanzas, de ritos o de ceremonias? Nada de eso. Los soldados de Dios no combaten bajo ninguna bandera semejante. ¿Cuál es, pues, el estandarte de esa milicia de Dios? Escuchémoslo y recordémoslo: es Cristo. Este es el único estandarte de Dios y de esta tropa de guerra que acampa en el desierto del mundo para sostener la lucha contra los ejércitos del mal y para librar las batallas del Señor. Cristo es el estandarte para todas las cosas. Si tuviéramos otro, seríamos incapaces de sostener la lucha espiritual a la que somos llamados. ¿Debemos, como cristianos, batallar por un sistema teológico o una organización eclesiástica? ¿Qué importancia tienen a nuestros ojos las ordenanzas, las ceremonias o las observaciones ritualistas? ¿Iremos al combate bajo tales banderas? ¡Dios no lo quiera! Nuestra teología es la Biblia. Nuestra organización eclesiástica es únicamente el Cuerpo formado por la presencia del Espíritu Santo y unido a la Cabeza viviente y exaltada en los cielos. Luchar para obtener algo inferior está por debajo de los atributos de un guerrero cristiano.
¡Lástima que haya tantas personas que profesan pertenecer a la Iglesia de Dios y, olvidando su propia bandera, combaten bajo otras insignias! Podemos estar seguros de que esto produce debilitamiento, falsea el testimonio y detiene los progresos. Si queremos mantenernos firmes en el día de la batalla, es preciso que no conozcamos otro estandarte que Cristo y su Palabra, la Palabra viviente y la palabra escrita. En esto estriba nuestra seguridad frente a nuestros enemigos espirituales. Cuanto más unidos nos mantengamos a Cristo y solo a él, tanto más fuertes seremos y más seguros estaremos. Tenerlo como un perfecto abrigo ante nuestros ojos, mantenernos a su lado, unidos a él, es nuestra mayor salvaguardia moral. “Los hijos de Israel acamparán cada uno junto a su bandera, bajo las enseñas de las casas de sus padres” (v. 2).
¡Oh, que sea así también en todo el ejército de la Iglesia de Dios! ¡Que pueda dejarse todo de lado por Cristo! ¡Que él baste a nuestros corazones! Como nosotros hacemos remontar nuestra genealogía hasta él, que su nombre esté escrito en el estandarte alrededor del cual nos reunimos en el desierto que atravesamos para llegar a nuestra casa, a nuestro descanso eterno en lo alto. Lector, vele al respecto, se lo rogamos; que no haya ni una jota ni una tilde inscritas en su estandarte que no sea el nombre de Jesucristo, ese nombre que es sobre todo nombre y que aún habrá de ser exaltado eternamente en el vasto universo de Dios.
Dios está en medio de su pueblo
Qué maravilloso espectáculo presentaba el campamento de Israel en ese desierto árido donde solo había aullidos y desolación! ¡Qué espectáculo para los ángeles, para los hombres y para los demonios! La mirada de Dios estaba fija en él; su presencia estaba allí; habitaba en medio de su pueblo militante; allí había establecido su morada. No la halló, no podía hallarla en medio de los esplendores de Egipto, de Asiria o de Babilonia. Sin duda que aquellos países ofrecían a los ojos de la carne todo lo que para ellos tenía atractivo. Las artes y las ciencias florecían en ellos. Allí la civilización había alcanzado un grado mucho más alto de lo que estamos dispuestos a admitir. El refinamiento y el lujo probablemente alcanzaron unos niveles tan altos como hoy ansían alcanzar algunos.
Pero, recordémoslo, Jehová no era conocido por esos pueblos. Su nombre nunca les había sido revelado. Él no moraba en medio de ellos. Es cierto que allí también había innumerables testimonios de su poder creador. Además, su providencia velaba sobre ellos. Les daba lluvias y épocas fértiles, llenando sus corazones de alimento y de gozo. Día tras día y año tras año derramaba sobre ellos, con mano liberal, sus bendiciones y sus beneficios. Los ríos fertilizaban sus campos y los rayos del sol regocijaban sus corazones. Pero no lo conocían ni lo buscaban. Él no habitaba en medio de ellos. Ninguna de esas naciones podía decir: “Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación. Este es mi Dios, y lo alabaré; Dios de mi padre, y lo enalteceré” (Éxodo 15:2).
Un privilegio inestimable
Jehová había fijado su morada en medio de su pueblo rescatado y en ningún otro sitio. La redención era la base esencial de la morada de Dios en medio de los hombres. Fuera de la redención, la presencia divina no podía sino acarrear la destrucción del hombre; pero, conocida la redención, esta presencia proporciona al rescatado el más alto privilegio y la más resplandeciente gloria.
Dios había escogido morada en medio de su pueblo Israel. Descendió del cielo no solamente para rescatarlo de la tierra de Egipto, sino también para ser su compañero de viaje a través del desierto. ¡Qué pensamiento! ¡El Dios Altísimo estableciendo su morada en la arena del desierto y en el seno mismo de su congregación rescatada! En verdad, no había nada semejante en todo el vasto mundo. Allí estaba aquel ejército de seiscientos mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, en un desierto estéril donde no había ni una brizna de hierba, ni una gota de agua, ni un medio visible de subsistencia. ¿Cómo alimentarse? Dios estaba allí. ¿Cómo debía ser mantenido el orden en medio de ellos? Dios estaba allí. ¿Cómo encontrar su camino a través de un desierto salvaje en el que no había ninguna senda? ¡Dios estaba allí!
En otras palabras, la presencia de Dios lo garantizaba todo. La incredulidad podía decir: ¿Cómo es posible, según el uso habitual del cálculo, que tres millones de seres humanos puedan vivir solo del aire? ¿Quién tiene a su cargo la intendencia militar? ¿Dónde están los materiales de guerra, los equipajes, los almacenes? Solo la fe puede responder, y su contestación es sencilla, breve y concluyente: ¡Dios estaba allí! Esto bastaba. Todo está comprendido en esa sola frase. En la aritmética de la fe Dios es el único factor esencial, y cuando se tiene esa unidad por delante, pueden añadirse a ella cuantas cifras se quiera. Si todos los recursos están en el Dios vivo, no se trata ya de nuestras necesidades; eso se reduce a una cuestión de su perfecta suficiencia.
¿Qué eran seiscientos mil hombres de a pie para el Todopoderoso? ¿Qué significaban las tan variadas necesidades de sus mujeres y sus hijos? A juicio de los hombres estas eran cargas abrumadoras. Que una gran potencia mande un ejército de solo diez mil hombres a un país lejano… Considere los enormes gastos y trabajos que ello demanda, el número de buques que se requieren para transportar las municiones y demás cosas necesarias para un ejército tan pequeño. Pero figúrese un ejército que, sin contar las mujeres y los niños, era sesenta veces mayor. Imagínese ese inmenso ejército iniciando una marcha que debía prolongarse por espacio de cuarenta años a través de un “grande y terrible desierto” (Deuteronomio 1:19), en el cual no había ni trigo, ni hierba, ni fuentes de agua. ¿Cómo debía ser sustentado? No tenían víveres consigo, no habían hecho pacto alguno con naciones aliadas para que se los proporcionasen, no tenían ningún convoy de provisiones apostado en las diferentes etapas de su ruta; en otras palabras, no tenían ningún medio visible para proveer a sus necesidades, nada de lo que la naturaleza puede considerar útil y necesario.
Vale la pena considerar seriamente todo esto. Pero también es necesario que lo examinemos en la presencia de Dios. Para la razón humana no sería provechoso sentarse y tratar de resolver por el cálculo humano el tamaño del problema. No, lector; solo la fe puede resolverlo, y ello a través de la Palabra del Dios viviente. Ahí se encuentra la verdadera solución. Introduzca a Dios en la ecuación y no tendrá necesidad de ningún otro factor para obtener la respuesta. Póngalo de lado y, por poderosa que sea su razón, por inteligentes que sean sus cálculos, su dificultad será de lo más desesperante.
La fe resuelve así la cuestión. Dios estaba en medio de su pueblo. Allí estaba con toda la plenitud de su gracia y su misericordia, con perfecto conocimiento de sus necesidades y de las dificultades de su camino, con su poder supremo y sus recursos ilimitados para hacer frente a esas dificultades y para suplir sus necesidades. Y estaba tan compenetrado con todas esas cosas que, al fin de sus largas peregrinaciones por aquel desierto, podía dirigirse a sus corazones con palabras tan conmovedoras como las siguientes: “Pues Jehová tu Dios te ha bendecido en toda obra de tus manos; él sabe que andas por este gran desierto; estos cuarenta años Jehová tu Dios ha estado contigo, y nada te ha faltado”. Y además: “Tu vestido nunca se envejeció sobre ti, ni el pie se te ha hinchado en estos cuarenta años” (Deuteronomio 2:7; 8:4).
Israel, tipo de la Iglesia
Ahora bien, en todas estas cosas el campamento de Israel era un tipo, un tipo llamativo y notable. Pero, ¿tipo de qué? De la Iglesia de Dios en su paso a través de este mundo. El testimonio de la Escritura es tan formal al respecto que no da lugar a la imaginación:
Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos
(1 Corintios 10:11).
Podemos, pues, acercarnos y contemplar con vivo interés este maravilloso espectáculo y tratar de sacar de él las preciosas lecciones que son tan adecuadas para enseñarnos. ¡Y qué lecciones! ¿Quién podrá apreciarlas debidamente? ¡Vea usted ese misterioso campamento en el desierto, compuesto, según ya dijimos, de guerreros, obreros y adoradores! ¡Qué separación respecto a todas las naciones del mundo! ¡Qué indigencia más completa! ¡Qué dependencia respecto a Dios! ¡No tenían nada, no podían nada, no sabían nada! No tenían ni un pedazo de pan, ni una gota de agua aparte de lo que recibían día tras día de la propia mano de Dios. Cuando por la noche se retiraban a descansar, no poseían ni una pizca de provisión para el día siguiente. No tenían almacén, ni despensa, ni ningún recurso visible, nada con lo que la naturaleza humana pudiera contar.
Pero Dios estaba allí, y a juicio de la fe no se necesitaba más. Estaban obligados a depender enteramente de Dios. Tal era la única y gran realidad. La fe no reconoce nada palpable, nada visible, nada verdadero fuera del Dios viviente, verdadero y eterno. La naturaleza caída podía dirigir una mirada de codicia hacia atrás a los graneros de Egipto y ver allí algo palpable y material. La fe mira al cielo y halla en él todos sus recursos.
Tal como acontecía en el campamento en el desierto sucede también con la Iglesia en el mundo. No había una sola necesidad, un solo caso imprevisto, una sola carencia, de la índole que fuera, para las que la presencia de Dios no fuese una respuesta enteramente suficiente. Las naciones de los incircuncisos podían mirar y maravillarse. Podían, con la desorientación propia de la ciega incredulidad, hacer muchas preguntas y procurar saber cómo semejante ejército podía alimentarse, vestirse y mantenerse en orden. Ciertamente ellas no tenían ojos para ver cómo podía ser eso. No conocían a Jehová, el Eterno, el Dios de los hebreos; y, por lo tanto, decirles que él iba a encargarse de esta inmensa asamblea les hubiera parecido un cuento frívolo.
La Iglesia separada del mundo
Lo mismo sucede ahora con la Asamblea de Dios en este mundo, el cual puede calificarse verdaderamente como un desierto moral. Esta Iglesia, considerada desde el punto de vista de Dios, no es del mundo; está enteramente separada de él. Está completamente fuera del mundo, así como el campamento de Israel estaba fuera de Egipto. Las olas del mar Rojo corrían entre este campamento y Egipto; las aguas más profundas y más sombrías de la muerte de Cristo corren entre la Iglesia de Dios y este presente siglo malo. Es imposible concebir una separación más absoluta. “No son del mundo”, dijo Cristo, “como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:16).
Seguidamente consideremos la completa dependencia. ¿Existe otra cosa más dependiente que la Iglesia de Dios en este mundo? Ella no tiene nada en sí misma o por sí misma. Está colocada en medio de un desierto moral, árido, sombrío y vasto; de un desierto donde no hay más que aullidos y desolación, donde no hay literalmente nada que pueda hacerla vivir. En toda la extensión de este mundo no hay ni una gota de agua ni un mendrugo de pan que pueda ser conveniente a la Iglesia de Dios.
Igual sucede en cuanto a su exposición a las influencias hostiles; no podría estarlo más: ni siquiera hay una influencia amiga; todo le es contrario. Ella está en medio de este mundo frío como una planta exótica, una planta de clima extraño, colocada en una región en la que el suelo y la atmósfera le son igualmente contrarios.
Tal es la Iglesia de Dios en el mundo: separada, dependiente, sin defensa, enteramente subordinada al Dios viviente. Esto es apropiado para dar a nuestros pensamientos mucha realidad, fuerza y claridad sobre la Iglesia, presentándonosla como la realidad de lo que en figura era el campamento en el desierto. Considerarla así no es un vano capricho de la imaginación; 1 Corintios 10:11 lo prueba de la manera más evidente. Estamos plenamente autorizados para decir que lo que el campamento de Israel era exteriormente, la Iglesia lo es moral y espiritualmente. Y también que lo que el desierto era literalmente para Israel, el mundo lo es moral y espiritualmente para la Iglesia de Dios. Así como el desierto no era un lugar de recursos y goces para Israel, sino de peligros y fatigas, así también el mundo no ofrece a la Iglesia recursos y alegrías, sino fatigas y peligros.
Es conveniente captar este hecho en todo su poder moral. La Asamblea de Dios en el mundo, como “la congregación en el desierto”, está enteramente dejada a los cuidados del Dios vivo. Téngase presente que hablamos desde el punto de vista divino, es decir, de lo que es la Iglesia a los ojos de Dios. Considerada desde el punto de vista humano, tal como ella está en su verdadero estado actual, lamentablemente es algo diferente. Ahora nos ocupamos solo del aspecto normal, verdadero y divino de la Asamblea de Dios en el mundo.
No se debe olvidar que así como en otro tiempo hubo un campamento, una congregación en el desierto, ahora también hay en el mundo una Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo. Sin duda las naciones del mundo apenas sí conocieron esa congregación, y menos aún hicieron caso de ella, pero esto no debilitaba ni afectaba la realidad de su existencia. Asimismo hoy día los hombres del mundo apenas sí conocen la Asamblea de Dios, el cuerpo de Cristo, y menos aún se preocupan por ella; pero esto no afecta en ningún modo la gran verdad de que ella existe realmente en el mundo y que siempre ha existido desde que el Espíritu Santo descendió el día de Pentecostés. Es cierto que la congregación de Israel tenía sus pruebas, sus combates, sus penas, sus tentaciones, sus disputas, sus controversias, sus conmociones internas, sus innumerables dificultades que exigían los variados recursos existantes en Jehová, como el precioso ministerio del profeta, del sacerdote y del rey que Dios les había dado; ya que, por lo que sabemos, Moisés estaba allí como “rey en Jesurún” (Deuteronomio 33:5), como profeta nombrado por Dios, y Aarón también estaba allí para ejercer las funciones sacerdotales.
Mas, a pesar de las cosas que hemos enumerado, a pesar de la debilidad, la caída, el pecado y la rebelión, había allí un hecho evidente que debía ser conocido por los hombres, los demonios y los ángeles, es decir, una gran congregación que se elevaba a unos tres millones de almas viajando por un desierto, dependiendo enteramente de un brazo invisible, guiada y cuidada por el Dios eterno, cuyos ojos no se apartaban de ese misterioso y simbólico ejército. Dios habitaba verdaderamente en medio de su pueblo y no lo abandonaba jamás, a pesar de la incredulidad de este, de su olvido, su ingratitud y su rebelión. Él estaba presente para guiarlo, guardarlo y conservarlo noche y día. Lo alimentaba diariamente con pan del cielo y para él hacía brotar el agua de la peña.
Seguramente esto era un hecho prodigioso, un profundo misterio. Dios tenía una congregación en el desierto, apartada de todas las naciones circundantes, separada para él. Es posible que las naciones del mundo no supiesen nada, no se inquietasen para nada, no pensasen nada de tal asamblea. El desierto no producía nada para la subsistencia o para el solaz. En él se encontraban serpientes y escorpiones, peligros y asechanzas, sequía, esterilidad y desolación. Pero estaba también aquella maravillosa asamblea, sostenida de tal manera que desbarataba y confundía la razón humana.
Ahora bien, eso era un tipo. ¿Y de qué? De algo que ha venido existiendo durante veinte siglos, que existe aún y que existirá hasta que el Señor se levante de su posición actual y descienda en los aires. En otras palabras, es un tipo de la Iglesia de Dios en el mundo. Es muy importante reconocer este hecho que desgraciadamente se ha perdido mucho de vista y que es poco comprendido en nuestros días. No obstante, cada cristiano es responsable de reconocerlo y de confesarlo en la práctica. No lo puede evitar. ¿Es verdad que actualmente hay en el mundo algo que corresponde al campamento en el desierto? Sí, ciertamente: la Iglesia. Hay una Asamblea que pasa por este mundo como Israel pasaba por el desierto. Además, el mundo es, moral y espiritualmente, lo que el desierto era literal y prácticamente para Israel.
El pueblo de Israel no encontraba ningún recurso en el desierto, y la Iglesia de Dios tampoco debería encontrar recursos en el mundo. Si los encuentra, desmiente a su Señor y no marcha rectamente con él. Israel no era del desierto, sino que pasaba a través de él; la Iglesia de Dios no es del mundo, sino que lo atraviesa. Si el lector está compenetrado con esta verdad, ella le enseñará el lugar de separación que conviene a la Iglesia de Dios como Cuerpo, y a cada uno de sus miembros en particular. La Iglesia, según Dios la ve, está tan completamente separada del mundo como el campamento de Israel lo estaba del desierto que lo rodeaba. Nada hay en común entre la Iglesia y el mundo, como tampoco había nada común entre Israel y las arenas del desierto. Los atractivos más brillantes y las fascinaciones más seductoras del mundo son para la Iglesia de Dios lo que eran para Israel las serpientes, los escorpiones y los innumerables peligros del desierto.
La Iglesia, cuerpo de Cristo
Esta es la noción divina de la Iglesia, y la que consideramos ahora. Lamentablemente, ¡qué diferente es ella de la que dice ser la Iglesia! Deseamos, sin embargo, que el lector, por el momento, fije su atención en el verdadero estado de cosas. Nos gustaría que se colocara, por la fe, en el punto de vista de Dios y que desde allí considerara la Iglesia, ya que solo viéndola así se puede formar una idea justa de lo que es la Iglesia, y de su responsabilidad personal con respecto a ella. Dios tiene una Iglesia en el mundo. Hay actualmente en la tierra un cuerpo en el cual mora el Espíritu y que está unido a Cristo, la Cabeza. Esa Iglesia, ese Cuerpo, está constituido por todos los que creen verdaderamente en el Hijo de Dios, y que están unidos en virtud de la realidad de la presencia del Espíritu Santo.
Obsérvese, además, que no se trata de una opinión, de cierta idea que se pueda aceptar o no, a gusto de cada cual. Es un hecho divino. Quiera o no aceptarse, no por eso deja de ser una gran verdad. La Iglesia es un Cuerpo que existe, y nosotros somos miembros de él si somos creyentes. No podemos evitar serlo. Tampoco podemos ignorarlo. Estamos actualmente en esta relación, para lo cual hemos sido bautizados en un cuerpo por el Espíritu Santo (1 Corintios 12:13). Esa es una cosa tan real y positiva como el nacimiento de un niño en una familia. El nacimiento ha ocurrido, la relación está formada; no nos queda otro recurso más que reconocerlo y comportarnos en consecuencia, día tras día. Desde el momento en que un alma ha nacido de nuevo, que es nacida de arriba y sellada con el Espíritu Santo, forma parte del cuerpo de Cristo. En adelante no puede considerarse como un individuo solitario, como una persona independiente, un átomo aislado; ella es miembro de un cuerpo, de igual modo que la mano o el pie es un miembro del cuerpo humano. El creyente es miembro de la Iglesia de Dios y no puede ser miembro de ninguna otra cosa. ¿Cómo podría mi brazo ser miembro de otro cuerpo? Según este mismo principio podemos preguntar: ¿Cómo un miembro del cuerpo de Cristo podría ser miembro de otro cuerpo cualquiera?
¡Qué verdad tan gloriosa en cuanto a la Iglesia de Dios, la cual es la realidad de lo que en figura era el campamento en el desierto, “la congregación en el desierto”! (Hechos 7:38). ¡Qué bueno es estar colocado bajo la influencia de semejante verdad! Existe una cosa tal como la Iglesia de Dios en medio de la ruina y del naufragio, de la lucha y de la discordia, de la confusión y de las divisiones, de las sectas y los partidos. Es ciertamente una verdad de las más preciosas y, al mismo tiempo, de las más prácticas y eficaces. Nos vemos tan obligados a reconocer, por la fe, la presencia de esta Iglesia en el mundo, como lo estaban los israelitas de reconocer, por la vista, el campamento en el desierto. Había un campamento, una congregación, y el verdadero israelita pertenecía a él; existe asimismo una Iglesia, un Cuerpo, y el verdadero cristiano forma parte de él.
Pero, ¿cómo es organizado este Cuerpo? El Espíritu Santo es quien lo organiza, según está escrito:
Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo
(1 Corintios 12:13).
¿Cómo se sostiene? Por su cabeza viviente; por medio del Espíritu y la Palabra, según leemos: “Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia” (Efesios 5:29). ¿No basta esto? Cristo es suficiente; el Espíritu Santo basta. No tenemos necesidad de otra cosa que de las innumerables virtudes que se encuentran en el nombre de Jesús. Los dones del Espíritu eterno son enteramente suficientes para el crecimiento y sostén de la Iglesia de Dios. La presencia de Dios en la Iglesia ¿no le asegura todo aquello de lo que puede tener necesidad? ¿No responde a lo que cada hora puede exigir? La fe dice: “Sí”, y lo dice con energía y seguridad. La incredulidad y la razón humana dicen: «No, tenemos necesidad de muchas otras cosas». ¿Qué responder a esto? Simplemente lo que sigue: Si Dios no es suficiente, no sabemos adónde volver la mirada. Si el nombre de Jesús no basta, no sabemos qué hacer. Si el Espíritu Santo no puede satisfacer todas las necesidades de la comunión, del ministerio y del culto, no sabemos qué decir.
No obstante, se puede objetar que hoy las cosas no están como en tiempo de los apóstoles; que la Iglesia profesante1 ha caído; que los dones de Pentecostés han cesado; que los gloriosos días del primer amor de la Iglesia han desaparecido y que, por consiguiente, es necesario adoptar los mejores medios que estén a nuestro alcance para la organización y el sostenimiento de nuestras congregaciones. A todo ello respondemos: Ni Dios, ni Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, ni el Espíritu Santo han fracasado. Ni una jota, ni una tilde de la Palabra de Dios ha perdido su poder (Mateo 5:18). El verdadero fundamento de la fe es este: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8). Él dijo también: “He aquí yo estoy con vosotros”. ¿Por cuánto tiempo? ¿Solamente durante los tiempos del primer amor? ¿Durante los tiempos apostólicos? ¿En tanto que la Iglesia continúe siendo fiel? No: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20). Al igual que anteriormente, cuando se menciona a la Iglesia propiamente dicha por primera vez en todo el canon2 de la Escritura, encontramos estas palabras memorables: “Sobre esta roca (el Hijo del Dios viviente) edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18).
Ahora bien, la cuestión es: ¿Esa Iglesia está actualmente en la tierra? Por supuesto que sí. Existe ahora una Iglesia tan real aquí abajo como en otro tiempo hubo un campamento en el desierto. Y así como Dios estaba presente en aquel campamento para satisfacer todas las necesidades del pueblo, de igual modo ahora está presente en la Iglesia para gobernarla y dirigirla en todo, según está escrito: “En quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:22). Esto es enteramente suficiente. Todo lo que necesitamos es captar esta gran realidad por medio de una fe sencilla. El nombre de Jesús responde a todas las necesidades de la Iglesia de Dios, así como responde también a la salvación del alma. Lo uno es tan verdadero como lo otro. “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). ¿Esto ha dejado de ser verdad? ¿La presencia de Cristo no basta actualmente a su Iglesia? No necesitamos hacer toda clase de planes y trabajos, procedentes de nosotros mismos, en asuntos de la Iglesia. Lo mismo ocurre en cuanto a la salvación del alma. ¿Qué le decimos al pecador? Confíe en Jesucristo. ¿Qué le decimos al salvo? Confíe en Cristo. ¿Qué le decimos a una asamblea de santos, sea pequeña o numerosa? Confíen en Cristo. ¿Hay algo que él no pueda hacer? ¿Hay algo demasiado difícil para él? (Jeremías 32:27).
El tesoro de sus dones y de su gracia no se ha agotado. ¿No puede proporcionar dones para el ministerio? ¿No puede suscitar evangelistas, pastores, maestros? (Efesios 4:11). ¿No puede hacer frente a las variadas necesidades de la Iglesia en el desierto? Si él no puede, ¿qué será de nosotros? ¿Qué haremos? ¿Adónde volveremos los ojos? ¿Qué tenía que hacer la congregación de Israel? Mirar a Jehová. ¿Para todo? Sí, para todo; para recibir el alimento, el agua, el vestido, la dirección, la protección, para todo. Todos sus recursos estaban en él. ¿Habrá que recurrir a otro? Nunca. Cristo nuestro Señor es más que suficiente, a pesar de todas nuestras caídas, de toda nuestra ruina, nuestros pecados y nuestra infidelidad. Él envió al Espíritu Santo, el bendito Consolador, para habitar con y en los rescatados, para formar con ellos un solo Cuerpo y para unirlos a su Cabeza viviente en los cielos. Este Espíritu es el poder de la unidad, de la comunión, del ministerio y del culto. Él no nos ha abandonado y no nos abandonará jamás. Bástenos confiar en él y dejarlo obrar. Guardémonos cuidadosamente de todo lo que pueda tender a apagarlo, a estorbarlo o a contristarlo. Reconozcamos su propio lugar en la asamblea y abandonémonos en todo a su dirección y autoridad.
Estamos convencidos de que en ello radica el verdadero secreto del poder y la bendición. ¿Acaso negamos la ruina? ¡Cómo podríamos hacerlo! Lamentablemente ella se presenta como un hecho demasiado palpable y manifiesto. ¿Procuramos negar nuestra participación en la ruina, nuestra locura y nuestro pecado? ¡Quiera Dios que la sintamos aun más intensamente! Pero, ¿añadiremos a nuestro pecado la negación de que la gracia y el poder de nuestro Señor puedan alcanzarnos incluso en nuestra ruina? ¿Lo abandonaremos él, manantial de aguas vivas, y nos cavaremos cisternas rotas que no pueden retener el agua? (Jeremías 2:13) ¿Nos desviaremos de la Roca de los siglos para apoyarnos en la caña cascada de nuestra propia imaginación? ¡Dios no lo permita! Que el lenguaje de nuestros corazones, cuando pensamos en el nombre de Jesús, sea más bien este: encuentro en este nombre la salud, el perdón, un remedio a mis sufrimientos, a las penas terrenales, y para cada herida un bálsamo saludable. Todo cuanto necesito lo hallo en su hermoso nombre.
Pero guárdese el lector de suponer que intentamos dar la más mínima aprobación a las pretensiones eclesiásticas. Más bien nos producen horror; las consideramos altamente despreciables. Un sitio y un espíritu humildes son los que más nos convienen en vista de nuestra común vergüenza y de nuestro pecado. Lo que nos proponemos sostener es la suficiencia del nombre de Jesús para todas las necesidades de la Iglesia de Dios, en todos los tiempos y en todas las circunstancias. En los días apostólicos ese nombre tenía un poder supremo, ¿por qué no lo tendría hoy? ¿Ese nombre glorioso habrá sufrido algún cambio? No, ¡gracias a Dios! Pues bien, nos basta en este momento; todo lo que tenemos que hacer es confiar plenamente en él y, por lo tanto, apartarnos de cualquier otro objeto de confianza, a fin de cobijarnos decididamente bajo este nombre precioso y sin par. Bendito sea su nombre, el Señor descendió incluso en medio de la más pequeña asamblea, del número más reducido, puesto que dijo: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Esas palabras ¿son aún verdaderas para nosotros? ¿Han perdido su poder? ¿Dónde consta que hayan sido revocadas?
¡Oh! lector cristiano, todos estos argumentos deberían influir sobre su corazón para dar su cordial asentimiento a esta verdad eterna, a saber, la plena suficiencia del nombre del Señor Jesucristo3 para la Asamblea de Dios, cualquiera sea la condición en que esta se encuentre, durante todo el curso de su historia.
Le rogamos encarecidamente que no considere esto como si fuese simplemente una teoría verdadera, sino que lo viva en la práctica. Entonces usted gustará con seguridad la profunda bendición de la presencia de Jesús aquí abajo, bendición que debe gustarse para ser conocida, y que, gustada realmente una vez, jamás puede ser olvidada o suplantada por cosa alguna.
- 1Nota del editor (N. del Ed.): La profesión cristiana abarca a todos los que llevan el nombre de «cristianos», sean verdaderos creyentes –salvos por la obra de Cristo– o sean personas aún perdidas que se llaman a sí mismas cristianas. Cuando utilizamos el término de cristiano profesante, hablamos de una persona que solo tiene la apariencia de cristiano, pero sin tener vida, sin la posesión de la salvación.
- 2N. del Ed.: Conjunto de los libros que tienen derecho a estar incluidos dentro de la Biblia por tratarse de libros inspirados y recibidos de parte de Dios.
- 3En la expresión: «La plena suficiencia del nombre del Señor Jesucristo», incluimos todo lo que está concedido a su Iglesia por este nombre: vida, justicia, aceptación, presencia del Espíritu Santo con sus variados dones, centro divino. Creemos que todo lo que la Iglesia necesite, en el tiempo como en la eternidad, está comprendido en este nombre glorioso: el “Señor Jesucristo”.